Llamada para el muerto (18 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

BOOK: Llamada para el muerto
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A la sombra de esas cuatro chimeneas, quizá a unos metros del embarcadero de Cheyne Walk, era donde Dieter Frey había encontrado su refugio sagrado. Sí, Mendel conocía bien el lugar. Estaba sólo a unos doscientos metros más arriba de donde se habían arrebatado de los brazos inexorables del Támesis los restos mortales del señor Adam Scarr.

XVI. Ecos en la niebla

Fue mucho después de la medianoche cuando sonó el teléfono de Smiley. Se levantó de la butaca ante la chimenea de gas y subió a su alcoba, la mano derecha apretando fuertemente la baranda al subir. Era Peter, sin duda, o la Policía, y tendría que hacer una declaración. O acaso la prensa. El asesinato había tenido efecto con el tiempo justo para alcanzar los periódicos del día, y misericordiosamente, un poco tarde para las noticias de la noche de la radio. ¿Cómo titularían esto? «Asesino maniático en un teatro», «Crimen con clave: nombre de mujer». Odiaba la prensa, como odiaba los anuncios y la televisión, odiaba los medios masivos, el inexorable adoctrinamiento del siglo xx. Todo lo que admiraba o quería había nacido de un intenso individualismo. Por eso odiaba ahora a Dieter, y odiaba más que nunca lo que él defendía: el fabuloso absurdo de renunciar al individuo a favor de la masa. ¿Cuándo las filosofías de las masas habían producido beneficios o sabiduría? A Dieter no le importaba nada la vida humana: soñaba sólo con ejércitos de hombres sin rostro ligados por sus más bajos denominadores comunes: quería dar forma al mundo como si fuera un árbol, podando lo que no se ajustara a la imagen correcta: para eso formaba autómatas vacíos y sin alma como Mundt. Mundt no tenía cara, como el ejército de Dieter, era un asesino de profesión y de nacimiento.

Cogió el teléfono y dijo su número. Era Mendel.

–¿Dónde está?

–Junto al río, en Chelsea. En una taberna llamada «El Globo», en Lots Road. El dueño es un amigo mío… Le he hecho levantarse… Escuche, el amigo de Elsa está metido en una gabarra junto al molino de harina de Chelsea. Un verdadero milagro en la niebla, eso es. Habrá encontrado el camino por el sistema Braille.

–¿Quién?

–El amigo de ella, el acompañante del teatro. Despierte, señor Smiley. ¿Qué le pasa?

–¿Usted siguió a Dieter?

–Claro que sí. Eso es lo que usted le dijo al señor Guillam, ¿no? Él tenía que pegarse a la mujer, y yo al hombre… Por cierto, ¿cómo se las arregló el señor Guillam? ¿Adónde se fue Elsa?

–No se fue a ningún sitio. Estaba muerta cuando se marchó Dieter. Mendel, ¿me oye? Vamos a ver, ¿cómo le puedo encontrar? ¿Dónde está ese lugar? ¿Lo sabrá la policía?

–Lo sabrá. Dígales que él está en una vieja lancha de desembarco que se llama
Puerto de Poniente
. Está amarrada al lado este del muelle Sennen, entre los molinos de harina y la planta térmica. Lo sabrán…, pero la niebla es muy espesa, téngalo en cuenta, muy espesa.

–¿Dónde puedo encontrarle?

–Bajaré derecho al río. Le encontraré donde el puente de Battersea llega al lado norte.

–Iré en seguida, en cuanto llame a Guillam.

Tenía una pistola en algún sitio, y por un momento pensó en buscarla. Luego, no se sabe por qué, le pareció inútil. Además, se dijo sombríamente, si la usaba se produciría un escándalo terrible. Llamó a Guillam a su piso y le dio el recado de Mendel:

–Y además, Peter, tienen que vigilar todos los puertos y aeropuertos. Da una orden de vigilancia especial sobre la circulación en el río y las embarcaciones que se dirijan al mar. Ya saben ellos cómo.

Se puso un viejo impermeable y unos guantes gruesos de cuero, y se deslizó rápidamente en la niebla.

Mendel le esperaba junto al puente. Se saludaron con la cabeza y Mendel le llevó de prisa a lo largo de la orilla, manteniéndose junto a la balaustrada del río para evitar los árboles que crecían a lo largo de la avenida. De repente, Mendel se detuvo y agarró a Smiley por el brazo para avisarle. Se quedaron inmóviles, escuchando. Luego, Smiley lo oyó también; era el sonido de unos pasos en el suelo de madera, hueco, irregular, como el caminar de un hombre lisiado. Oyeron el rechinar de una verja de hierro, su chasquido al cerrarse, y luego otra vez los pasos, ahora firmes en la acera, haciéndose más sonoros, acercándose a ellos. Nadie se movió. Más sonoros, más cercanos; luego vacilaron, se detuvieron. Smiley contuvo el aliento, tratando al mismo tiempo desesperadamente de ver un poco más en la niebla, de atisbar la figura al acecho que sabía que estaba allí.

Luego surgió de repente, precipitándose como una enorme bestia feroz, abriéndose paso a través de ellos como una explosión, separándoles de un golpe como niños y corriendo hacia adelante, perdido otra vez con el eco irregular disipándose a lo lejos. Se volvieron en su persecución, Mendel delante y Smiley siguiéndole como podía, fija en su mente la vívida imagen de Dieter, pistola en mano, saliendo de la niebla nocturna para precipitarse contra ellos. Delante de él, la sombra de Mendel dobló repentinamente a la derecha y Smiley le siguió a ciegas. Luego, de repente, el ritmo cambió en el estrépito de una pelea. Smiley corrió y oyó el sonido inconfundible de un arma pesada golpeando un cráneo humano, y luego llegó a ellos. Vio a Mendel en el suelo y Dieter agachado sobre él, levantando el brazo para volver a golpearlo con la pesada culata de una pistola automática.

Smiley estaba sin aliento. Su pecho ardía de la agria niebla rancia; su boca caliente y seca estaba llena de un sabor parecido al de la sangre. Sin saber cómo, tomó aliento y gritó desesperadamente:

–¡Dieter!

Frey le miró, hizo un movimiento de cabeza y dijo:


Servus
, George -y dio a Mendel un golpe brutal y violento con la pistola. Se incorporó despacio, manteniendo la pistola hacia abajo y usando ambas manos para sostenerla.

Smiley corrió ciegamente contra él, olvidando la escasa habilidad que siempre había tenido, haciendo girar sus cortos brazos y golpeando con las manos abiertas. Su cabeza dio contra el pecho de Dieter y empujó, golpeando la espalda y los costados de Dieter. Estaba loco, y descubriendo en sí mismo la energía de la locura empujó a Dieter aun más atrás, hacia la balaustrada del puente. Mientras Dieter cedía después de haber perdido el equilibrio y estorbado por su pierna débil, Smiley comprendió que él le iba a golpear, pero el golpe decisivo seguía siempre sin llegar. Gritaba a Dieter:

«¡Cerdo, cerdo!», y al echarse Dieter más atrás, Smiley sintió libres sus brazos y una vez más le golpeó en la cara con torpes golpes infantiles. Dieter se inclinaba hacia atrás, y Smiley vio la limpia curva de su garganta y su barbilla. Echó atrás con toda su fuerza la mano abierta y sus dedos se cerraron en la mandíbula y la boca de Dieter, empujando cada vez más. Las manos de Dieter se habían agarrado a la garganta de Smiley, pero de pronto se dirigieron a su propio cuello para salvarse, mientras se hundía despacio hacia atrás. Smiley le golpeó frenéticamente los brazos, y luego quedó libre, y Dieter caía, caía en la niebla que se arremolinaba bajo el puente, y hubo un silencio. No hubo ni grito ni salpicadura. Había desaparecido: ofrecido, como en un sacrificio humano, a la niebla de Londres y al sucio río negro que se extendía bajo ella.

Smiley se inclinó sobre el puente, con la cabeza latiéndole locamente, echando sangre por la nariz, y con los dedos de la mano derecha como rotos e inútiles. Había perdido los guantes. Miró abajo, al río y no pudo ver nada.

–¡Dieter! -gritó con angustia-. ¡Dieter!

Volvió a gritar, pero su voz se ahogó y se le llenaron de lágrimas sus ojos.

–¡Ah Dios mío, qué he hecho! ¡Dios mío! ¿Por qué no me detuviste, Dieter, por qué no me diste con la pistola, por qué no disparaste?

Se estrujó la cara con las manos, probando la sangre salada mezclada en sus palmas con la sal de sus lágrimas. Se apoyó en el parapeto y lloró como un niño. Allá, debajo de él, un lisiado se deslizaba por el agua sucia, perdido y agotado, cediendo por fin a la negrura hedionda hasta que se apoderó de él y lo arrastró al fondo.

Despertó y encontró a Peter Guillam sentado a los pies de la cama, sirviéndole té.

–¡Ah, George! Bien venido al hogar. Son las dos de la tarde.

–¿Y esta mañana…?

–Esta mañana, muchacho, estabas danzando por el puente de Battersea con el camarada Mendel.

–¿Cómo está… Mendel, quiero decir?

–Oportunamente avergonzado de sí mismo. Se recupera de prisa.

–Y Dieter…

–Muerto.

Guillam le dio una taza de té y unas pastas de Fortnums.

–¿Cuánto tiempo llevas aquí, Peter?

–Bueno, hemos venido en una serie de desplazamientos tácticos. El primero fue al hospital de Chelsea donde te lamieron las heridas y te dieron un sedante bastante bueno. Luego volvimos aquí y te metí en la cama. Eso fue poco agradable. Luego hice una serie de llamadas telefónicas, y, como quien dice, me di una vuelta con un chuzo para poner en limpio el jaleo. De vez en cuando venía a mirarte: Cupido y Psique. Tú roncabas como un lirón, o recitabas Webster.

–¡Dios mío!


La Duquesa de Amalfi
, creo que era: «Cuando estaba trastornado y sin juicio te mandé que fueras a matar a mi mejor amigo, ¡y tú lo hiciste así!» Me temo que eran terribles tonterías, George.

–¿Cómo nos encontró la policía…, a Mendel y a mí?

–George, es posible que no lo sepas, pero estabas insultando a Dieter como si…

–Sí, claro. Lo oísteis.

–Lo oímos.

–¿Qué hay de Maston? ¿Qué dice Maston de todo esto?

–Creo que quiere verte. Tengo un recado suyo pidiéndote que te pases por allí en cuanto te encuentres en condiciones. No sé qué piensa de ello. Nada en absoluto, diría yo.

–¿Qué quieres decir?

George sirvió más té.

–Usa la mollera, George. Los tres personajes principales de este pequeño cuento de hadas han sido devorados por los osos. En los últimos seis meses no se ha puesto en peligro ninguna información secreta. ¿De veras crees que Maston quiere entrar en detalles? ¿Crees de verdad que está muriéndose de ganas de contar al Foreign Office las buenas noticias… y reconocer que sólo cazamos espías cuando nos tropezamos con sus cadáveres?

Sonó el timbre de la puerta, y Guillam bajó a contestar. Smiley, alarmado, oyó cómo dejaba pasar al visitante, y luego un ruido atenuado de voces y de pisadas, escaleras arriba. Después, un golpe en la puerta y entró Maston. Llevaba un ramo de flores ostentosamente grande y parecía como si viniera de una
garden-party
. Smiley recordó que era viernes: sin duda se iba a Henley aquel fin de semana. Sonreía. Debía de haber subido todas las escaleras sonriendo.

–¡Bueno, George, otra vez en la guerra!

–Sí, eso parece. Otro accidente.

Se sentó en el borde de la cama, recostándose a través, apoyando un brazo al otro lado de las piernas de Smiley.

Hubo una pausa y luego dijo:

–¿Recibió mi carta, George?

–Sí.

Otra pausa.

–Se ha hablado de una nueva sección en el Departamento, George. Nosotros (su Departamento, mejor dicho) comprendemos que tenemos que dedicar más energía a la investigación técnica, con una dedicación especial al espionaje de los países satélites. Celebro decir que ésa es también la opinión del Ministerio del Interior. Guillam ha accedido a actuar como consejero. No sé si usted aceptaría ocuparse de esto por nosotros. Quiero decir dirigirlo, desde luego, con el necesario ascenso y la opción de prolongar su servicio después de la edad reglamentaria del retiro. Nuestra gente de Personal me apoya plenamente en esto.

–Gracias… Tal vez podría pensarlo, ¿no?

–Desde luego…, desde luego -Maston parecía algo desconcertado-. ¿Cuándo me lo dirá? Quizá sea necesario hacerse con un personal nuevo, y además tenemos el problema del espacio… Emplee el fin de semana para pensarlo, ¿quiere?, y déme una respuesta el lunes. El secretario estaba a favor de usted…

–Sí, ya le daré una respuesta. Es usted muy amable.

–No tiene importancia. Además, yo soy sólo el consejero, ya sabe, George. Esta es realmente una decisión de orden interno. No soy más que el portador de buenas noticias: mi acostumbrada misión de chico de recados.

Durante un momento, Maston miró fijamente a Smiley, vaciló y luego dijo:

–He metido a los ministros en el asunto… en la medida en que es necesario. Hemos discutido qué acción habría que tomar. El ministro del Interior estaba también presente.

–¿Cuándo ha sido eso?

–Esta mañana. Se plantearon algunas cuestiones muy graves. Consideramos la posibilidad de protestar a los alemanes orientales y pedir la extradición de Mundt.

–Pero no hemos reconocido a Alemania del Este.

–Precisamente ésa es la dificultad. Sin embargo, es posible presentar una protesta por medio de un intermediario.

–¿Igual que Rusia?

–Sí. Sin embargo, en este caso concreto, se oponen algunos factores. Hemos pensado que la publicidad, en cualquiera de las formas que adopte, repercutiría, en definitiva, en los intereses de la nación. Ya hay en este país una actitud popular lo suficientemente hostil con respecto al rearme de la Alemania Occidental. Se ha pensado que cualquier declaración de intrigas alemanas en Inglaterra, inspiradas o no por los rusos, podría estimular esa hostilidad. Ya ve, no tenemos pruebas positivas de que Frey actuara a favor de los rusos. Al público se le podría hacer pensar que actuaba por su cuenta o en favor de una Alemania unida.

–Comprendo.

–Hasta ahora poquísimas personas están al tanto de los hechos. Por parte de la Policía, el ministro del Interior ha acordado, en principio, que harán lo que puedan por echar tierra al asunto… Y ese Mendel, ¿qué tal es? ¿Es de fiar?

Smiley odió a Maston por atreverse a decirlo.

–Sí -dijo.

Maston se levantó.

–Bueno -dijo-, bueno. Bien, tengo que marcharme. ¿Quiere alguna cosa, algo que pueda hacer por usted?

–No, gracias. Guillam me cuida admirablemente.

Maston se acercó hasta la puerta.

–Bueno, buena suerte, George. Coja el empleo si puede. -Lo dijo de prisa, con voz sorda y, con una sonrisa de perfil muy bonita, como si para él significara mucho.

–Gracias por las flores -dijo Smiley.

Dieter estaba muerto, y era él quien lo había matado. Los dedos rotos de su mano derecha, la rigidez de su cuerpo y el mareante dolor de cabeza, la náusea de la culpabilidad, todo ello lo atestiguaba. Y Dieter le dejó hacer, no había disparado su pistola, se acordó de su amistad cuando Smiley ni la recordó siquiera. Habían luchado como en una nube, en la corriente del río, en el claro de un bosque sin tiempo: se habían encontrado, eran dos amigos que volvían a verse y habían luchado como bestias. Dieter se acordó y Smiley no. Llegaron de diferentes hemisferios de la noche, de distintos mundos de pensamiento y conducta, Dieter, vivaz, absoluto, había luchado por construir una civilización. Smiley, racionalista, protector, luchó por impedírselo.

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