Lo más extraño (46 page)

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Authors: Manuel Rivas

Tags: #Cuentos

BOOK: Lo más extraño
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¿Y él come bacalao?

¡Le gusta mucho! Un milhojas de bacalao para dos. ¡Mira cómo baila la cola! Más bien para tres. La guitarra también come.

La guitarra. Se le alegró la vista. Es palabra que no tiene espinas.

Pues yo todavía no sé lo que cenaré. Me gusta el bacalao. Fue lo que siempre comimos en Navidad, pero ahora se me hace muy pesado por la noche. Tengo que ver, tengo que ver. Ahora, sí. Me voy. Me alegro de verte bien. ¡Adiós,
Dandy
!

Y al marchar, directamente a los ojos, cerca y lejos, tierna y dura: parece un buen perro.

La cola de
Dandy,
medio caída, conectada a mi pensamiento.

Y se va. Ahora, sí. Si tú quisieras, Lorena, cocinaría para tres. Hay bacalao de sobra. Lo que pasó, pasó. Como las huertas fértiles, como el río. Como la pista de baile del Liceo de Monelos, como la Orquesta X, como la sombra musical de las palmeras. Todo derrumbado por la vorágine. Un milhojas de bacalao por todas las cartas sin respuesta, Lorena. No lo creerás, pero mi corazón atravesó mil veces el océano en tu busca. Cuando eso ocurría, no tenía papel a mano.

Ridículo. E infame. Un erizo en la boca. Mejor así, mejor callar.

A la vuelta del paseo, sintió un cierto dolor de cabeza que atribuyó al peso del cielo, enlosado en granito atlántico. Y también a la tortura tronante de los villancicos comerciales. Hacia Belén va una burra. El sentimiento de culpa, como el paso de la terca burra. En la marea de gente, alguien que lo hechiza, que abre un pasillo a contracorriente, una joven con walkman y guitarra en bandolera.

Toda la tarde cavilando, sin querer. La idea que no puede apartar. Qué disparate. Qué locura. Qué cursilada. Qué bochorno. Qué maravillosa idea.
Si regresara el amor, aquel amor verdadero. Si te pudiera querer con mi ilusión tempranera, si yo pudiera volver a mi fugaz primavera.
Sentados, hombre y perro, delante de la televisión. Es curioso cómo distingue
Dandy
la realidad y la pantalla. Se yergue vigilante, ladra, ante cualquier sonido inusual. Odia los taladros. Los martillos neumáticos. Pero no se inmuta con los disparos en la televisión, con los bólidos que chirrían en el circuito y estallan en llamas, con las muchedumbres que huyen despavoridas, ni, lo que es más increíble, con el rugido de un león en la reserva de Bostwana. Si una paloma se posa en el alféizar de la ventana, allá va
Dandy
con toda su cólera, rencoroso por la naturaleza incomprensible del vidrio. Pero la visión en el televisor de
Los pájaros,
que tanto perturbó al viejo, a él no le provocó ni un bostezo.

Hoy, a él, al viejo, hundido en el sofá, con un sueño furtivo, mientras
Dandy
yace a sus pies en la profundidad del propio ovillo, lo inquietan como rachas de viento las frases entrecortadas que le llegan del documental.

El mandril herido por el cocodrilo se interna en los bosques de Bostwana. La hiena manchada toma su misma dirección.

Al levantarse, le duelen los huesos. El calendario tiene los nudillos de un boxeador que golpea la saca del tiempo. El frío blando y pálido del bacalao en el agua. La melancolía eléctrica de la lámpara de la cocina. Abre el frigorífico en busca de las cebollas y los pimientos verdes. Allí está, a punto de caducar, la idea. Tómala ahora o tírala a la basura.

Y ahí tenemos al hombre, en camino, por las calles desiertas de la Nochebuena, pisando las hojas en rojo cuché de los catálogos de Toys ‘r’ Us. El hombre con el perro, husmeador y farandulero, con el regalo de este paseo no programado. El hombre con la guitarra en bandolera. Con una bolsa de operario donde lleva la marmita con el milhojas de bacalao y también una botella de oporto. En los bares, echan el cierre y algún náufrago en tierra sondea la caridad de la penúltima. La noche va a ser dura, dicen los olmos de Catro Camiños, como si otearan un temporal de motosierras. El hombre agradece la soledad pues peregrina en el tiempo, pero al escuchar el río, el rumor del cauce subterráneo, entubado, siente la zozobra de un desembarco fantasmal. La idea huye en la luz verde del último taxi y lo deja solo, con
Dandy
.

Cuando llega a la casa donde vive Lorena, arrecia ya la lluvia. Es el primer piso. Pispa desde el portal de enfrente. En la ventana que da al balcón, parpadean las luces de un árbol de Navidad, pero en el mate del techo rebotan los destellos harapientos del televisor.

La idea era cantar. Cantarle como antaño. Si regresara el amor, aquel amor verdadero. Desenfunda la guitarra. Tiene las manos entumecidas. El rabo de
Dandy
se mueve en interrogante. Estamos empapados, compañero. Qué estampa. Mejor será llamar. Sin más. Traigo un milhojas de bacalao, Lorena. Pero el timbre tiene el aspecto inconfundible de los timbres mudos hace tiempo. Y la puerta no tiene aldaba.

Lorena. Más fuerte. ¡Lorena!

Se abre la ventana del balcón de enfrente. Asoma un niño.

¡Mamá! Hay un señor con una guitarra y un perro.

Ahora viene la madre. Mira con incredulidad. Ese silencio que tanto moja en la intemperie. La mujer llega a una conclusión: inofensivos, empapados.

¿Necesita algo, señor?

Venía de visita, al primero. Está cerrado. No escuchan.

Espere, voy a abrirle nuestro portal.

Y cuando baja y abre, entonces sí que se apiada.

¡Por los clavos de Cristo! Están como sopas. ¿Viene a ver a Lorena? La llamaré por teléfono, para que abra.

Implorando con los ojos: ¡por favor, no haga eso! ¡Ni se le ocurra!

Extrañeza. Mucha extrañeza.

Déjeme esperar aquí a que escampe. Sólo eso.

¿Escampar? No va a parar en toda la noche. Irá a peor. Suba, ande, suba a secarse un poco.

No puedo. No puedo dejarlo aquí.

Pues suba el perro. ¿No morderá?

No, señora. Ni a los ladrones. Y menos, mojado.

Al entrar, murmuró: pórtate bien,
Dandy
.

El niño los observa, feliz con la novedad, pero manteniendo una distancia. La madre reaparece con las toallas.

Ésta, que ya está para trapo, puede usarla con el perro. No se quede a la puerta. Pase, pase. ¡Pobre animal! Pasa tú también.

Dandy
. Se llama
Dandy
.

¿Dandy?
A ella se le escapó una risa. Cierto es que
Dandy
había encogido, había perdido unos centímetros de estatura y de estima con la lluvia. También él. ¿Ves, Lorena? Una de esas ocasiones en que el corazón había atravesado a la otra orilla y lo había dejado al pairo. Secó la cara y el pelo.

Debo parecer uno de los del
Titanic
.

Ella volvió a reír. Seguro que le hacía gracia la coquetería de un viejo. Era una mujer muy morena, delgada y resuelta, de ojos grandes y negros, con una punta de brillante grafito que pintaba rápidos bocetos al mirar.

No puede estar así, con esa chaqueta mojada. ¡Va a coger una pulmonía!

Pero. Nada de peros. Al rato, ya traía en las manos otra chaqueta de hombre. Su talla, más o menos.

Y tampoco supo negarse cuando le dijo que se sentase a la mesa. Ellos ya estaban cenando. Asado de cordero con arroz y una ensalada. El viejo se acordó de su marmita.

Es un milhojas de bacalao. Si no le importa, podríamos calentarlo un poco. Ya está todo en su punto.

¡Por Dios! Eso no se pregunta. ¡Bacalao, qué maravilla! ¡Con lo que me gusta a mí el bacalao! De cría, siempre lo comíamos en Nochebuena. Pero estos niños de ahora, ¿sabe usted?, son carnívoros.

El perro también come bacalao. ¿Le importaría que se lo sirviera en la escudilla?

¿Te das cuenta, Antón?, le dijo al niño. ¡El perro come el bacalao!

Pruebe usted, señora, por favor. Va con patatas y salsa de pimiento verde y cebolla. Lo preparé yo mismo.

Eso tiene que ser una delicia.

Cuando iban a dar las doce, la mujer se levantó de repente. Recordó algo que debía ser muy importante. El grafito de los ojos pintó en el aire una picardía.

¡Van a dar las doce, Antón! ¡Se va a ir la luz!

¿La luz?

Miró al viejo como una bruja juguetona y le guiñó un ojo: mi marido está de guardia. En la central de abastecimiento. Es electricista. Nos prometió un apagón para las doce en punto. Va a ser sólo un minuto. Su manera de estar con nosotros. ¡Venga, venga al balcón! ¡Verá qué magnífico, qué oscuro queda todo!

Y a las doce en punto se fue la luz en la ciudad. Una música de fin de mundo, de lluvia cabalgando en el viento, de río que retorna, abarcó con su fuelle la tierra toda. Fue entonces cuando se abrió la ventana del balcón de Lorena. Pensó con certeza que las sombras se reconocían de un lado al otro del océano de la calle. Cuánto, y con qué dolor, se habían amado aquellas dos sombras. Y era verdad que todo resultaba magnífico, oscuro, los añicos de luz.

El enamorado de María

A mí me había llamado Chefa y yo a Chefa, a mi querida Nora, no le podía decir que no.

Ella sabía muy bien que a mí siempre me tendría dispuesto. Haría cualquier cosa por verla un instante feliz. Estaba pegado a aquel amor imposible como una lengua sedienta, ardorosa, a una barra de hielo.

Sí, me había llamado Chefa y allí iba yo, otra vez, dispuesto a hacer el tonto por ella. Iba de rey mago, de Gaspar, para participar en su belén viviente. Y había cumplido el pedido por completo. Le llevaba un magnífico Melchor, mi amigo Nacho Lamas, el
Sportman,
y un auténtico Baltasar llamado Marcelino, el vendedor de corbatas por la calle. Porque ella me había insistido mucho en que de Baltasar fuese un negro genuino y no un sucedáneo con la cara embetunada. Su voz me había llegado con una excitación juvenil, fuera del tiempo, con aquella ola envolvente, narcótica, de la que nunca seré capaz de librarme. Si se callase un momento, si prestase atención, podría escuchar mi pulso por el hilo telefónico, e incluso el desdoblamiento de los latidos. Me derrotaba siempre, hacía de mí un blando y decadente vate rendido ante el fantasma de una camelia, y capaz, ante ella, de llamarle «rosada aurora» al amanecer. Me pasaré toda la existencia preguntándome el porqué de haber escogido como marido a aquel tipo vulgar y que sólo parecía emocionarse con la caza. Lo único interesante que tenía este hombre era el dinero. En realidad, yo debería estarle agradecido. Ella sólo se acordaba de mí cuando imaginaba la vida como un teatro.

Pobre Chefa. Muy aburrida tenía que estar en el pazo señorial, con blasón de impostor, asediada por los chasquidos de los sueños desamparados, esos insectos que nunca se extinguen. Bueno, esto último era de mi cosecha, pero con qué placer la imaginaba melancólica o aun sonámbula, con los pies descalzos por las frías losas de piedra, en una fuga secreta hacia el pasado. ¡Yo, el Señor del Pasado!

—¡Ya verás, Martín! ¡Va a ser un belén único, algo nunca visto en Galicia! Participarán todos los aldeanos. Cada uno hará de sí mismo. Labradores, pastores, costureras, lecheras, lavanderas, el zapatero, el herrero, el panadero… ¡Y habrá un Niño Jesús de verdad! Un niño que acaba de nacer aquí, en la casa, hijo de una criada. ¿Quieres creer que la madre se llama María?

—¿Y el padre es carpintero? —pregunté por preguntar, con algo de sorna.

Fue un extraño silencio. Ahora sí que podía escuchar yo sus latidos, un lento y doloroso piano de Satie por sus venas.

—Del padre no se sabe nada —dijo ella, por fin—. María no suelta prenda. Se volvió muda.

Pero pronto Chefa retomó su tono brioso, como si todo en la vida fuese una comedia, y se echó a reír: «¡Bueno, eso no tiene importancia! ¿Qué más da un hombre que otro? ¡Ya le buscaré un padre al niño! O mejor aún, no se lo busco. Lo cuidaré yo, que no tengo a quién. Tu misión ahora es traer a los Reyes Magos, con un Baltasar de verdad. Por aquí todavía hay gente que nunca vio a un negrito».

Y luego añadió ese zarpazo eléctrico de gata, sabedora de que me estremecía: «¡No me falle, doctor Rank!».

De verdad. Repitió esa idea una y otra vez. Todo tenía que ser de verdad. Dar la sensación de verdad. Inventar la verdad. Ésa era la regla. Como cuando estábamos juntos en el escenario del Teatro Rosalía. Son aquella horas, aquellos breves insertos en que éramos otros, lo que conservo como verdad de mi vida. ¡Éramos bárbaros, fantásticos! Las hojas no se caían del calendario. Éramos unos hermosos y extraños lepidópteros, ignorantes de que las calderas del mundo estaban a punto de estallar de odio. Pero nosotros vivíamos en el escenario. Corríamos hacia el teatro pisando las nubes de la ciudad. Allí, en el Rosalía, estaba la verdad.

—Hablando en serio, ¿os vais a atrever con el gran Ibsen? —preguntó Camilo Díaz cuando le pedimos un boceto de la escenografía.

—¡Sí, señor! ¿Imaginas algo más coruñés que Ibsen? —dijo Chefa exultante, abarcando la luz de la galería con las alas de su echarpe plateado. Y luego añadió, imparable, con su particular y vehemente precisión—: ¡Somos el sur del norte! ¡Escandinavos de sangre caliente! ¡Los Contradictorios! ¡Estorninos noruegos en las palmeras del Cantón!

Y así fui su doctor Rank en la
Casa de muñecas,
de Henrik Ibsen. Y creo que no hubo otra Nora como Chefa en la historia del teatro. Porque su cabecita era igual, soñadora y alocada. Y quizá tampoco hubo otro doctor Rank como yo. ¡Maldita memoria! Va borrando todo menos aquello. Vuelve cada frase con más nitidez. El tiempo vacía su saco de hojas secas sobre mis hombros.

RANK.—
(Mira hacia ella.)
¡Hum!…

NORA.—
(Después de una pausa)
¿Por qué sonríe?

RANK.— Si ha sido usted quien sonrió…

NORA.— No, doctor, le juro que fue usted.

¡Ah, maldición! ¡Nadie murió como yo morí en la
Casa de muñecas
! ¡No hay otro doctor Rank en el mundo entero que haya puesto una cruz tan certera en su tarjeta de visita! Cumplí el mandato de Ibsen más allá del escenario. Cuando Chefa encontró su Helmer, ese hombre mediocre, me fui de su vida como un animal herido. El día de la boda me pidió fuego y encendí su cigarro con un billete de dólar americano. Y marché. Marché como un difunto que tiene la suerte del bacará. Me libré de la guerra, mientras mi país se despedazaba en la matanza. Y sólo volví después de que el mundo reventase por todos los costados. Era otro hombre, de mente fría. Nunca me interesó jugar contra Dios el póquer de la Historia. En la geopolítica, los grandes amos ya habían decidido la suerte de España. Y, en cuanto a mí, me habían expulsado de la enfermiza ficción. Conducía mi
coupe
Packard y compartía el veloz desapego de las ruedas sobre el suelo. Pronto volvería a marchar. Quizá para siempre. El mío era un país condenado a la insuficiencia respiratoria.

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