—Dos —dijo Thomas.
—¿Villanos?
Thomas no supo qué responder a eso. Supuso que era la palabra que utilizarían en Inglaterra para referirse a algo más que delincuentes, pero resultaba difícil no pensar en Iachimo, de Cimbelino, o en Edmond, de El rey Lear. Ni Dagenhart ni Bradley parecían adecuados para los personajes. A modo de respuesta, se limitó a decir sus nombres.
—¿Bradley? —dijo el señor Wattling con las cejas arqueadas—. No lo vi venir.
—Aun así —dijo el señor Barnabus—, todo esto guarda una cierta sensación de, ¿cómo se dice?, de cierre. Se ha hecho justicia, los malos han muerto y el señor Knight vivirá otro día más. Todo muy bien ejecutado. Muy, ¿podría decirse?, muy shakesperiano.
Thomas volvió a reír de nuevo, tan fuerte que empezó a toser. Se produjo otro largo silencio y Thomas dejó de preguntarse si iban a atacarlo.
—Gresham —dijo el señor Wattling de repente.
—¿El productor? —dijo Thomas—. ¿Los contrató él?
—Así es —dijo el señor Wattling.
Thomas observó al señor Barnabus, que estaba mirando pensativo a su colega.
—¿Por qué me está contando esto ahora? —preguntó Thomas.
—Como ha dicho —dijo el señor Wattling—, es lo mínimo que podemos hacer. Pero no compartiré esa información con nadie más.
—¿Sí? —dijo Thomas—. ¿Por qué?
—El señor Gresham… Miles se llamaba, era… ambicioso, en ocasiones un tanto sospechoso, pero no más que la mayoría de la gente triunfadora. Estaba casado y tenía dos hijos: una niña de ocho años y un niño de doce. El niño juega en el equipo de fútbol de su colegio.
—¿Por qué me está contando esto? —preguntó Thomas de nuevo, esta vez con más insistencia.
—Tan solo pensé que debería saberlo. —Wattling se encogió de hombros—. No quería que pensase en él como otro de los malos, o como otra víctima. Sé algunas cosas del señor Miles Gresham. ¿Le gustaría oírlas?
Thomas negó con la cabeza.
—Creo que lo he captado.
—Bien entonces —dijo Wattling.
Dos silenciosos minutos después Thomas percibió el sonido del helicóptero del hospital repiqueteando sobre la colina del Caballo Blanco, en dirección hacia ellos.
—¿Ve? —dijo el señor Barnabus mientras contemplaba como las luces del helicóptero se posaban sobre los árboles—. «Bien está lo que bien acaba.»
—No es la obra más apropiada para este momento —dijo Thomas.
El helicóptero rugió por encima de sus cabezas y, una vez los focos reflectores los localizaron, se desvió a un campo colindante y aterrizó allí. Thomas estaba observando a los camilleros agachados bajo las hélices cuando se dio cuenta de que, salvo la forma acurrucada de Elsbeth Church, estaba solo.
Se dio la vuelta, pero los dos hombres que habían estado junto a él habían desaparecido tras el pinar que tenía a sus espaldas.
Mientras un par de profesionales paramédicos atendían a Elsbeth y los demás se dirigían hacia Wayland’s Smithy, Thomas paró al policía que los estaba escoltando.
—Uno de los hombres que han muerto allí arriba era el profesor Randall Dagenhart —dijo—. Tiene un ordenador portátil. Puede que esté en su coche o en el Instituto Shakespeare en Stratford. Es importante que se hagan con él antes de que alguien se entere de su muerte. Por el bien del caso. Cuando lo tengan en su poder, me gustaría hablar con usted de su contenido y proponerle algo.
El policía rebuscó entre sus cosas hasta sacar un bloc.
—Y también querrá hablar con el administrador de Daniella Blackstone —dijo Thomas—. Creo que descubrirá que ha estado chantajeando a Dagenhart con el fin de que le revelara el paradero de cierta obra de teatro.
—¿Una obra?
—Sí —dijo Thomas—. Pero ya no importa. Ha desaparecido.
—¿Y estaba chantajeando a Dagenhart acerca de la muerte de Daniella Blackstone?
—No —dijo Thomas—. Por algo que ocurrió antes. Hace mucho tiempo.
Thomas echó a andar por el oscuro camino que conducía hasta la colina del Caballo Blanco, y pensó en la manera en que aquellas vidas habían estado relacionadas, los académicos y los estudiantes, los vivos y los muertos, todos unidos por el contacto, por una historia compartida, y las palabras de aquella canción de Paul Simon resonaron en su mente. Algo acerca de dos cuerpos que giraban hasta convertirse en uno…
Muy cierto, pensó, muy shakesperiano.
No he de ser yo quien al enlace de almas sinceras
oponga impedimento. Pues no es amor aquello
que se altera si alteración encuentra, o se aviene
a marcharse cediendo a otras fuerzas.
Ah, no, que es señal indeleble que afronta
tempestades sin zozobra; estrella
es de todo barco errante, inaprehensible
su valor, aunque su altura oriente.
No es el amor el juguete del Tiempo, aunque al compás
de su guadaña caiga la frescura de labios y mejillas;
no se altera el amor con sus fugaces horas y semanas:
sino que firme perdura hasta el mismo fin del mundo.
Y si todo es erróneo y se me puede probar,
yo nunca nada escribí, ni nadie nunca amó.
William Shakespeare.
«Soneto 116»
Una semana después
Hacía mucho calor en Chicago. Incluso allí, junto al lago, resultaba bochornoso y sofocante. La caravana de coches se extendía a lo largo de todo Lakeshore Drive, y con los Cubs con verdaderas posibilidades de ganar el título de la División Central de la Liga Nacional, la cosa se pondría mucho peor conforme fuera acercándose la hora del partido.
Thomas no estaba seguro de por qué Polinski le había propuesto que se encontraran allí, donde se habían visto por última vez. Quizá la sensación de cierre sería más completa de esa manera (lo que el señor Barnabus habría llamado un cierre shakesperiano), ponerle fin a todo aquello en el lugar donde había comenzado, en su propia casa, pero Thomas tenía sus dudas acerca de si los cierres de las obras de Shakespeare eran realmente tales, lo prefería así. Durante los últimos días había pensando mucho en lo que había ocurrido, en cómo se había visto metido en todo aquello y qué había conseguido (si es que había conseguido algo), y había descubierto que gran parte de ello le remitía a David Escolme.
La obra, que había estado desaparecida, seguía desaparecida, y la única copia cuya existencia conocían había sido destruida. Blackstone estaba muerta, al igual que Escolme, Gresham, Dagenhart y Taylor Bradley.
Una lista de muertos propia de Hamlet.
¿Era alguna de esas muertes culpa suya? Ninguna de manera directa, salvo la de Bradley, y quién sabe, quizá habría sido peor si no se hubiera involucrado. Y había descubierto cosas, verdades, que eran valiosas, incluso aunque estas no pudieran resucitar a los muertos o recuperar la obra perdida de Shakespeare. ¿Acaso no era ese el aspecto central de su trabajo como profesor? ¿Encontrar verdades, transmitirlas y alentar a los demás a que las busquen por sí mismos?
Resultaba fácil olvidarlo, probablemente más en el mundo académico, con toda la presión de las publicaciones y las interinidades y Thomas no pudo evitar simpatizar con el escepticismo de Bradley acerca de lo que tenía que hacer para mantener su puesto. Taylor había sido un apasionado de Shakespeare, pero no había sido suficiente, no de una manera sana. Quizá si hubiera dado clases en un instituto o trabajado en un teatro y su puesto hubiese sido ocupado por alguien que escribiera artículos de investigación sobre el género y la dinámica de clases sobre el Renacimiento tal como manifestaban algunas obras de un tal Shakespeare, nadie habría muerto. Quizá.
Thomas también simpatizaba con la indignación de Taylor al ver quemarse la obra, un acto de vandalismo cultural que por muchas penurias que hubiese sufrido Dagenhart no era justificable. Durante los últimos días Thomas había estado escuchando a los XTC de manera casi obsesiva, había comprado todos sus álbumes y se había bajado los videoclips de internet. Ahí se había topado con la canción Burning Books, que pasaba con destreza de la quema de libros a la quema de la gente que los escribía o leía. Aunque Dagenhart nunca había pretendido matar a las chicas, ni siquiera a Taylor, su fanatismo había ardido con el mismo calor y peligrosidad que el de cualquier ideología política o religiosa.
Palabras, palabras, palabras. Más poderosas que la espada y al menos tan letales, aunque Thomas creía que la afirmación de Andy Partridge de que la palabra impresa es más que sagrada era la única manera en que podía pensarse en ellas. Quemar libros, cualesquiera fueran los motivos, siempre sería el acto de un bárbaro o de un dictador.
Esa mañana había llamado a Deborah Miller a Atlanta para darle las gracias por su ayuda y para ponerle la canción, pero seguía en México y Tonya no sabía cuándo iba a regresar. Le pareció notar cierta preocupación en su voz tras los pertinentes y jocosos comentarios acerca de Deborah bronceándose en alguna playa en Cancún mientras Tonya luchaba por mantener en pie el museo.
—Ascendiendo y descendiendo de alguna pirámide maya, más bien —murmuró Thomas en voz alta mientras miraba las aguas chapotear en la orilla.
—¿Hablando solo, Knight?
No había visto a Polinski acercarse.
—Hola —dijo.
—¿Ensayando su próxima entrevista? —dijo mientras su ancha boca esbozaba una sonrisa de complicidad—. Cada vez que enciendo la televisión está usted ahí.
—Es horrible, ¿verdad? —dijo totalmente en serio.
Llevaba un traje de chaqueta de color gris. La pistola le sobresalía de la chaqueta. Parecía acalorada.
—Pero ha ayudado a limpiar el nombre de Escolme, ha demostrado que estaba diciendo la verdad. Toda esa locura con la obra de Shakespeare. No me extraña que sea famoso.
—Supongo que sí —asintió Thomas.
—Y, por lo que he oído, la búsqueda no ha terminado, ¿verdad?
—Para mí sí —dijo Thomas—, pero la noticia de que una de las copias de la obra sobrevivió ha desatado la búsqueda de otras personas. La gente está encima de Elsbeth Church, intentando que les cuente lo que recuerda, pero dudo mucho que ella les diga nada. Va a ser la comidilla del mundo académico durante un tiempo.
—¿Y cree que lo encontrarán?
—Quién sabe. Puede que haya una copia allí fuera, en algún archivo descatalogado o en un almacén olvidado… ¿Quién sabe?
Desde lo acontecido aquella noche en Ridgeway, Thomas y Polinski habían hablado varias veces al día, a menudo en conferencias con representantes de la policía inglesa y francesa, coordinados por la Interpol. Juntos habían logrado unir todas las piezas. El rostro de Bradley había sido identificado en las cámaras de circuito cerrado de las bodegas de Demier, y su registro en el Drake durante la Conferencia Nacional sobre Shakespeare había sido confirmado también. La mayoría de las pruebas eran circunstanciales, pero suficientes como para abrir una causa contra él, y los forenses completarían los huecos que faltaban. Elsbeth Church, que iba a recuperarse por completo, había dicho a la policía de Newbury que había invitado a Thomas a su casa, y aunque sabían que no era cierto, habían retirado los cargos contra él. La causa judicial estaba cerrada. Thomas no sabía de qué tenían que hablar, pero Polinski había insistido mucho en que se encontraran cara a cara cuando regresara a Estados Unidos.
—Escolme quería que se demostrara que decía la verdad —dijo Polinski.
—¿Cómo sabe eso?
—Lo sé —dijo mientras sacaba del bolsillo del pecho un sobre—. Escolme no poseía demasiadas cosas, pero temía por su vida y dejó todo bien arreglado. El día que le escribió también escribió a un abogado, dejando constancia de su última voluntad y testamento.
Thomas la miró. No sabía adónde quería llegar.
—El total no es demasiado, unos miles de dólares en bienes —dijo—. Pero estipuló una condición. No tenía familiares ni amigos cercanos. Su patrimonio sería para usted si podía demostrar que su historia acerca de la obra de teatro era cierta y que él no había matado a Daniella Blackstone. Lo hizo, así que es suyo.
Thomas siguió mirándola. Estaban a escasos metros de donde habían encontrado el cuerpo de Escolme.
—Hay otra cosa —dijo. Frunció el ceño al intentar discernir lo que decía la carta—. El dinero deberá ser empleado por el señor Thomas Knight para financiar la investigación de futuros casos, investigación que deberá realizar a la manera de un detective.
Polinski lo miró con ironía.
—Se está burlando de mí —dijo Thomas.
—Ojalá —dijo Polinski—, porque usted es el tipo de persona que se toma este tipo de «peticiones desde la tumba» muy en serio.
Thomas evocó en su mente el poco logrado acento británico de Escolme por teléfono: «“¡Ves, pero no observas!” Grandes libros».
Supuso que tenía razón.
—¿Un detective? —dijo.
—Olvídelo —dijo Polinski—. Lo último que necesito es un payaso que se cree Sherlock Holmes.
—¿Cree que soy un payaso?
—Creo que es un profesor de instituto —dijo Polinski con una sonrisa.
—Lo soy —dijo, devolviéndole la sonrisa—. Y muy orgulloso de serlo. Pero —añadió con un guiño poco común en él—, me voy de vacaciones.
Un mes después
Thomas giró el mapa del campus hasta que consiguió orientarse y se fue derecho a un edificio de piedra marrón de tres plantas resguardado del sol por unos arces. Hacía un tiempo muy seco y los árboles estaban empezando a ponerse mustios y sus hojas a amarillear antes de tiempo. El departamento de lengua y literatura inglesa había conocido tiempos mejores, y su otrora suelo de lujoso mármol estaba agrietado y manchado. Las desvencijadas escaleras que daban a la tercera planta eran estrechas y el pasillo embaldosado se combaba formando ondas ascendentes y descendentes.
Julia McBride estaba sentada en su escritorio, bolígrafo en mano, hojeando una pila de libros parduzcos etiquetados cada uno con una signatura de la biblioteca. No alzó la vista cuando Thomas llamó con los nudillos a la puerta, sino que le dijo que entrara antes de percatarse de quién era.
El juego de emociones de su rostro fue rápido y complejo. A Thomas le pareció ver sorpresa, preocupación incluso, a continuación circunspección y finalmente una atención insinuante que le era ya conocida.