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Authors: Andrew Hartley

Tags: #Intriga, #Narrativa

Lo que devora el tiempo (43 page)

BOOK: Lo que devora el tiempo
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—Hola, ¿la señorita Anson, por favor?

—Señora —dijo una voz eficiente—. Usted debe de ser el caballero que ha llamado preguntando por el Caballo Blanco. ¿En qué puedo ayudarle?

—La limpieza del caballo —dijo Thomas—. ¿En qué consiste exactamente y cuánto tiempo lleva?

—Bueno, ha variado con el paso de los siglos —dijo ella—. En ocasiones no era más que podar la hierba y mucha bebida y jolgorio, aunque probablemente en la antigüedad guardara más relación con rituales y adoraciones…

—¿Y recientemente?

—Bueno, el caballo estaba completamente cubierto al finalizar la primera guerra mundial y fue tapado deliberadamente durante la segunda, pero desde que este organismo público del gobierno se hiciera cargo del caballo, su conservación es más periódica y científica.

—¿Puede hablarme de cuando se celebró ese festejo en 1982?

—Eso fue antes de que asumiéramos la conservación del monumento, me temo. Este organismo se creó mediante ley parlamentaria el año siguiente.

—Entonces, ¿quién era el propietario antes?

—El terreno donde se encuentra el Caballo Blanco fue donado al National Trust por el muy honorable David Astor en 1979, así que pasó a ser propiedad del Patrimonio Inglés en 1982.

—¿Y la limpieza y conservación?

—Puesto que el caballo fue puesto bajo custodia en 1936 —dijo la señora Anson—, el mantenimiento y reparación recaía en el estado. En 1982 puede que ya fuera competencia del Departamento de Medioambiente.

—¿Y la gente de la zona pudo haber ayudado?

—No dispongo de documentos al respecto, pero sí, supongo que sí, siempre que fueran supervisados.

—De acuerdo —dijo Thomas—. Gracias.

—¿Puedo ayudarle con alguna otra cosa?

—No, creo que no… —dijo Thomas—. Bueno, quizá sí. Si alguien… Permítame que lo plantee de otra manera. ¿Es posible que pudiera haber algo enterrado en la colina del Caballo Blanco? Es roca, ¿no? Caliza, sí, pero roca de todos modos.

—Espero que no tenga pensado excavar en ese terreno —dijo Anson con voz severa—. Es un monumento nacional…

—No, por supuesto que no —insistió Thomas—. Tan solo me preguntaba si podía haber huecos en la roca. Túneles, quizá. Lugares donde se pudiera haber enterrado algo…

—Lo dudo, pero tendría que preguntárselo a un arqueólogo —dijo la señora Anson.

—Por supuesto —dijo Thomas—. Gracias. Ha sido de gran ayuda.

Colgó y al instante marcó el número del móvil de Deborah. Sonó durante bastante tiempo y cuando Deborah respondió parecía agobiada. Thomas habló con rapidez: ¿existía algún documento o archivo arqueológico de huecos, pasadizos, tumbas o cuevas debajo del Caballo Blanco de Uffington?

—No es un buen momento, Thomas. Ha ocurrido algo…

—Es urgente, Deborah. No te habría llamado, pero…

—Thomas, estoy en una plataforma de madera a bastante altura en la selva mexicana. Mi yacimiento está sumido en el caos…

—Puedo llamarte más tarde.

Deborah suspiró.

—De acuerdo, de acuerdo. Lo intentaré. ¿Cómo has dicho que se llamaba?

—El Caballo Blanco de Uffington, en Oxfordshire. Es roca caliza expuesta de una colina y tiene forma de…

—Caballo —dijo—. Sí. Si no puedo encontrar nada en internet, puede que tenga que hacer unas llamadas. No creo que tenga aquí ningún libro actualizado sobre esa zona…

—De acuerdo —dijo Thomas—. Lo más rápido posible, por favor.

—Haré lo que pueda.

Le dio el número de teléfono y colgó.

Pasó los siguientes veinte minutos mirando al teléfono. La joven polaca se alejó sigilosamente de él y le susurró algo a la dueña, que lo miró con recelo.

—Estoy esperando una llamada —dijo Thomas—. No tardará mucho. Se lo pagaré…

El teléfono sonó.

Lo cogió.

—¿Deborah?

—Solo tengo un minuto, así que tendrás que prestar atención.

—De acuerdo —dijo.

—Ese Caballo Blanco tuyo —dijo—, he revisado varias publicaciones arqueológicas en internet y no he encontrado nada acerca de algún hueco o un espacio bajo este, pero la parte blanca no es la caliza de la colina.

—¿No?

—Bueno, piénsalo —dijo Deborah—. La hierba no puede crecer de la caliza, ¿no? Lo he comprobado. Hay tierra debajo de la hierba, varios metros antes de alcanzar el lecho de la caliza.

—Entonces, ¿el Caballo Blanco no es el lecho de la roca?

—Rotundamente no —dijo con insistencia—. Se realizaron algunas excavaciones a mediados de la década de 1990 para intentar investigar cuánto había cambiado la forma del caballo a lo largo de los siglos, apenas nada, por cierto, y lo que descubrieron es que el contorno del caballo es en realidad una serie de zanjas interrelacionadas. Cada zanja tiene cerca de un metro de profundidad. Fueron excavadas en la tierra y a continuación rellenadas con bloques de roca caliza de un emplazamiento cercano. Debajo hay algo más de tierra y después está el lecho. Las zanjas fueron reforzadas recientemente para evitar su deterioro.

Thomas se quedó mirando la barra del bar.

—Bueno —dijo Deborah—. Tengo que irme. Hemos encontrado algo aquí, Thomas. Algo grande. Pero es extraño. Ya te lo contaré después, pero… ¿Thomas? —dijo Deborah—. ¿Sigues ahí?

Thomas respondió que sí, pero su mente ya estaba en lo alto de las colinas donde, hace algo más de un cuarto de siglo, dos mujeres afligidas por la pérdida de sus hijas habían encontrado lo que los arqueólogos tardarían otra década en descubrir.

El caballo de caliza no era roca viva. Había sido colocado en la tierra por la mano del hombre. Lo que significaba, claro está, que podía retirarse, sacarlo y posteriormente volverlo a colocar encima de lo que quiera que hubiesen enterrado.

Thomas pensó en el ojo del caballo, junto al que había estado solo un par de horas antes, y se preguntó si el libro seguiría allí.

Capítulo 88

En el coche Thomas volvió a poner la evocadora y lánguida Chalkhills and Children de XTC. Andy Partridge cantaba acerca de estar fondeado por la familia y la roca blanca de las colinas. Pero para Thomas esa roca blanca también eran los acantilados de Dover y los apuntalamientos de la región de la Champaña. Escuchar esa canción era como planear sobre los verdes campos, cual águila, contemplando al Caballo Blanco y lo que pudiera haber bajo él.

Eran las nueve en punto cuando estacionó su coche de alquiler en el aparcamiento de la ruta prehistórica de Ridgeway. No era el único coche aparcado. Había un Toyota Corolla verde lo suficientemente limpio como para ser de alquiler, aunque no vio el logo de la empresa. Quizá fuera una pareja que quería pasar la noche en las colinas, intentando redescubrir los vínculos ancestrales del caballo con la fertilidad. Pero también había una bicicleta que le era familiar.

Thomas calculó la distancia a la casa de Elsbeth Church. Unos veinticinco kilómetros. No se le había pasado por la cabeza que ella pudiera estar allí, pero en esos momentos le pareció lógico, inevitable incluso. Probablemente hubiera estado yendo allí durante años, con más frecuencia ahora que sabía que había gente buscando lo que había escondido tanto tiempo atrás. Y si estaba en lo cierto acerca de lo que estaba enterrado bajo el caballo, esas mujeres tuvieron que sacarlo de allí, al menos de manera temporal, mientras se realizaban las excavaciones. Quizá fuera en ese momento cuando comenzara todo. Daniella vio la obra y se preguntó si en vez de enterrarla de nuevo no sería mejor conseguir algo de dinero con ella. Elsbeth habría insistido en lo contrario, claro está, y quizá fuera ahí cuando las cosas comenzaron a complicarse para las dos escritoras.

Salió del aparcamiento corriendo. Estaba oscureciendo y el terreno era irregular, pero subió por la colina lo mejor que pudo, recordando el camino que había tomado ese mismo día con la acuciante sensación de que quizá fuera demasiado tarde.

Ya casi había alcanzado la cresta cuando vio luces en la carretera, abajo, un coche que se desviaba hacia el valle del Caballo Blanco, hacia el aparcamiento.

Otro de los cazadores, pensó.

Lo que podía haber pasado por una conclusión triunfal empezaba a parecer algo completamente diferente, algo apresurado y peligroso. En su desesperación, sacó su móvil estadounidense y lo encendió, pero no tenía señal, así que lo apagó de nuevo. Si sobrevivía a aquella noche, se compraría un móvil inglés.

Recordó la alambrada eléctrica justo antes de toparse con ella, y se vio obligado a frenar el paso y pasarla por encima. Probablemente tenía que haber seguido por el camino, pero al menos por ahí sabía que llegaría hasta el caballo. Estaba acalorado y sin aliento cuando llegó a la cima, y la luz era demasiado escasa para ver si había alguien más en la antigua fortaleza. Echó a correr por la hierba cortada de la cresta, hacia el caballo.

La luna ya se había puesto y las líneas de la figura de caliza brillaban de una manera increíble, resaltando más incluso que a la luz del día. Centelleaban como si fueran algo sobrenatural. Se dio la vuelta, pero el aparcamiento quedaba oculto entre los árboles, y aunque se esforzó por escuchar, no había ningún sonido de motor. Quizá quienquiera que fuera se había marchado a otra parte.

O vienen para acá.

Corrió hacia la cabeza del caballo y se puso en cuclillas. Si no hubiese estado allí, no habría notado ninguna diferencia, pero sí había estado, y estaba seguro. El círculo de caliza que era el ojo del caballo estaba más polvoriento que antes, más protuberante. Un buen chaparrón y habría regresado a su forma habitual, pero en ese momento era lo suficientemente distinto.

Alguien había pasado por allí.

Thomas se quedó mirando la luz de la luna en la roca caliza y se obligó a pensar.

El coche y la bicicleta seguían en el aparcamiento y no se había topado con nadie en el ascenso. Incluso aunque se hubiera desviado un tramo de la ruta, estaba prácticamente seguro de que no habían regresado por allí.

Entonces, ¿adónde habían ido?

La colina descendía abruptamente hasta campo abierto. No había adónde ir. Solo estaba el sendero desde la cima que solo llegaba hasta el aparcamiento y luego estaba la ruta prehistórica de Ridgeway que torcía en dirección oeste, hacia Wayland’s Smithy. Thomas vaciló. Estaba a ciegas, desesperado. Echó a correr.

Capítulo 89

El camino de la ruta prehistórica de Ridgeway era ancho y recto, una superficie de tierra compacta y dura impregnada en roca con la suficiente caliza como para brillar bajo la luz de la luna. A ambos lados se alzaban setos desiguales, protegiendo el camino de oscuros campos y los tramos de un pinar. Salvo por el sonido sordo de sus pisadas y su respiración (cada vez más dificultosa), la noche estaba en completo silencio.

Siguió corriendo, sudando, resollando, pero manteniendo el ritmo, hasta que supuso que habría recorrido cerca de kilómetro y medio. Y entonces, casi de repente, en los prados a su derecha vio otro camino y una señal que rezaba «Wayland’s Smithy».

Se detuvo y se agachó, intentando recuperar el aliento, y a continuación echó a correr por el camino. Un par de cientos de metros más allá había unas hayas, le pareció, y entre ellas unas enormes piedras. No eran tan grandes como imaginaba que sería el monumento megalítico de Stonehenge y resultaban menos regulares, pero algunas tenían el tamaño de un hombre y se encontraban colocadas hacia arriba, cual colmillos que parecían trazar una especie de curva irregular bajo los árboles.

Thomas se acercó lentamente, observando aquel antiguo círculo de piedras, intentando discernir sus sombras. Conforme se fue acercando comprobó que el círculo era más bien un óvalo alargado y que, en el extremo más próximo, el terreno de la parte central se elevaba en un alargado montículo con una entrada de piedra. Junto a esta, sentadas en el suelo, estaban dos personas.

Una de ellas era Elsbeth Church, la otra Randall Dagenhart.

Observaron a Thomas, que se acercaba en silencio.

—¿Cuándo volveremos a vernos los tres? —dijo Dagenhart.

Su voz pareció salir de la oscuridad, empujada por el viento cual humo y, aunque lo había dicho en broma, a Thomas aquella cita le resultó de lo más perturbadora.

—¿Qué es este lugar? —dijo.

—Un túmulo —dijo Dagenhart—. Un túmulo funerario del neolítico.

Hablaba como si fuera algo normal, como si hubieran quedado en reunirse en ese punto a aquella hora infame. Era la primera vez desde que se habían encontrado en el Drake que Dagenhart no parecía enfadado ni despreciativo con él. Al contrario, parecía bastante tranquilo.

—¿Y qué están haciendo aquí? —dijo Thomas mientras daba un paso hacia ellos.

—Oh, creo que lo sabe, señor Knight —dijo el profesor—. Le presentaría a mi amiga, pero creo que ya se conocen.

Thomas no dijo nada. Observó a Elsbeth, que no lo estaba mirando, sino que se aferraba a algo que tenía en las manos. Era una bolsa de plástico, manchada de tierra y con marcas blancas de la caliza, bien precintada. Tenía el tamaño de un libro en rústica fino. A su lado había una piqueta o azadón, con un extremo afilado y el otro plano, cual escoplo, brillante por el uso.

—Así que lo ha encontrado —le dijo Dagenhart a Thomas—. Tenía la sensación de que iba a ser usted. Siempre fue más inteligente de lo que le convenía, aunque no la clase de inteligencia que conforma a un académico. Y tenía mucha determinación. En el momento en que apareció supe que mientras los académicos meditarían sobre las pistas y volverían una y otra vez sobre ellas, usted llegaría hasta aquí y excavaría la tierra con sus propios dientes si fuera necesario hasta dar con ello.

—¿Qué tienen pensado hacer ahora? —dijo Thomas.

Church se movió y miró hacia donde Dagenhart estaba sentado. Thomas vio entonces una lata de metal oxidado en la que ponía «gasolina». Los examinó atónito.

—¿Van a quemarla? —dijo—. Eso… ¡Eso es una locura!

—Quizá —dijo Dagenhart—. Yo también pensaba así. Hace mucho tiempo.

Miró a Elsbeth, pero esta seguía con la mirada en la nada.

—¡Pero es de Shakespeare! —dijo Thomas, horrorizado—. ¿No es cierto?

Dagenhart se limitó a asentir.

—¡Y usted ha construido su vida en torno a Shakespeare!

—Partes de ella —le corrigió Dagenhart—. Pero la clave está en las partes restantes.

—¿De qué está hablando? —dijo Thomas, presa de la ira—. ¡Ha muerto gente por ella!

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