Lo que devora el tiempo (20 page)

Read Lo que devora el tiempo Online

Authors: Andrew Hartley

Tags: #Intriga, #Narrativa

BOOK: Lo que devora el tiempo
9.26Mb size Format: txt, pdf, ePub

Oyó a alguien maldecir en voz alta. El otro perseguidor de Thomas había encontrado a su compañero. Durante un segundo Thomas permaneció en cuclillas junto a la ventana salediza hecha añicos, mirando hacia atrás y hacia abajo por entre la lluvia, cual gárgola medieval, intentando distinguir algo en la oscuridad.

Pasó una pierna por encima del muro y se dispuso a bajar, permaneciendo unos instantes suspendido en el aire hasta caer de cuclillas al suelo. A continuación avanzó con rapidez, atravesando los sótanos de la sala hacia el patio interior, deteniéndose un instante antes de salir de la oscuridad. Sintió la hoja en el bolsillo y el peso de las monedas moviéndose en la mano izquierda. Todavía estaba enfadado, indignado, por la agresión, pero no quería pelear si podía evitarlo, y no solo porque pudiera perder.

La sala principal se alzaba sobre él, abierta al cielo y a la lluvia incesante. El edificio tenía largas ventanas a ambos lados, de modo que la estructura daba la sensación de ser poco más que un marco de piedra, pétreas y estrechas columnas y enormes espacios entre estas. Se sentía vulnerable, pero la perspectiva de salir de allí, al patio abierto, era aterradora. Intentó de nuevo recordar lo que había visto cuando había visitado el castillo a la luz del día.

Había torres y un conjunto de habitaciones a la izquierda de la entrada a los sótanos, pero estaba seguro de haber salido por ahí cuando lo había visitado de día. Por algún lugar existía una entrada, pequeña, difícil de ver, que conducía al terraplén situado junto a la muralla del perímetro. Estaba seguro. Se asomó un instante y vio a su otro perseguidor a escasos metros.

Se estaba acercando lentamente, con las manos extendidas. Una de ellas sostenía una especie de porra o tubería. Parecía desorientado, pero estaba comportándose con tranquilidad, con profesionalidad…

Thomas se pegó al interior del nicho de piedra situado en la entrada y esperó a ver qué camino tomaba. Tras unos instantes, se aventuró a mirar de nuevo, solo una fracción de segundo, apoyando la mejilla contra la piedra.

El hombre de la porra no estaba allí.

Thomas se asomó más y miró a su alrededor, incluyendo arriba. Si él podía trepar, ellos también. A continuación miró a la izquierda y vio la entrada a una de las torres. De repente, lo supo. Recordó que en el descenso había una larga escalera en espiral que conducía a un almacén que más bien parecía una mazmorra. Pero más atrás, oculta en las sombras de las cámaras que se cernían sobre este, estaba la salida casi invisible que había estado buscando.

Era arriesgado. La puerta que daba a la torre resultaba más obvia y si su perseguidor había entrado allí, solo dispondría de un segundo, probablemente no más.

Corrió, tan livianamente como sus pasos le permitían, pasó junto a la torre, descendió a la segunda y tercera planta y cruzó la estrecha puerta que llevaba a los montículos del patio exterior y al muro cortina. Llovía con más fuerza que antes y avanzaba fiándose de sus recuerdos. Bordeó hacia el norte, pasando junto a la ventana con la rejilla de hierro desde la que se divisaban los campos que otrora habían sido un lago. A continuación la torre del Cisne y los restos de piedras, que saltó cual larguero, y estaba fuera.

Ni rastro de sus perseguidores.

Capítulo 37

Thomas se sentó en el borde de la cama y se quitó el vendaje del hombro. Estaba comenzando a sangrar de nuevo. Limpió la herida con un algodón empapado de un antiséptico llamado Dettol, que la recelosa dueña de la pensión le había proporcionado y se la cubrió de nuevo lo mejor que pudo. Tomó el doble de la medicación que tomaba para el dolor y se tumbó boca arriba, intentando no moverse. Tardó veinte minutos en dormirse, veinte minutos contemplando el techo oscuro, trazando mentalmente el contorno del enlucido, y todavía seguía en la misma posición cuando se levantó al día siguiente, después de la hora del desayuno.

La dueña lo miró con el ceño fruncido, pero aun así le preparó una salchicha gorda, un huevo frito, champiñones y —por razones que no alcanzó a comprender— judías al horno, mientras no dejaba de decirle que tenía que comer para recuperar las fuerzas. Thomas no le había contado lo que había causado la herida de su hombro o lo que le había ocurrido la noche anterior, así que se imaginó que tan solo tenía un aspecto lamentable. El ceño de la mujer se frunció todavía más cuando le preguntó la dirección de la comisaría.

Thomas rebuscó en el bolsillo y sacó una bolsa de plástico transparente con el cúter y su hoja casi circular.

—Menuda arma —dijo el policía.

—Pensé que quizá podrían buscar huellas —dijo Thomas.

—Una idea excelente, señor, gracias.

El policía tenía un gesto tan inexpresivo que Thomas no sabía a ciencia cierta si estaba siendo sarcástico o no. La conversación había sido así desde que había llegado a la comisaría. Todo el mundo se comportaba de manera seria y profesional, pero había un deje de humor en cuanto decían, una sequedad levemente irónica que a Thomas le desorientaba. Mientras había estado esperando para dar los detalles de su ataque, había oído el inicio de la conversación entre un policía y un tipo que había ido a pagar una multa de tráfico. El agente había comprobado los datos y detalles y le había dicho: —Buenos días, teniente. ¿No pudo alcanzar la velocidad de despegue?

El otro tipo se había limitado a encogerse de hombros y a sonreír tímidamente antes de proceder a pagar la multa.

El policía asignado al caso de Thomas, un tal agente Robson, había respondido con similar aguda indiferencia.

—¿Y condujo a esos hombres al castillo porque se imaginó que podría lanzarles aceite hirviendo o bajar la verja levadiza y dejar a sus caballos allí encerrados?

—Bueno, no —dijo Thomas que, perplejo, había respondido como si esa hubiera sido realmente una pregunta—. Me encontraba cerca y, como había estado allí recientemente, supuse que lo conocería mejor que los tipos que me perseguían.

—Cerca —repitió el agente—. A mano, incluso.

—Sí.

—Bueno, eso está bien, ¿no? —dijo el policía mientras sonreía amigablemente—. No es muy habitual poder esconderse de unos atracadores en un castillo. Me apuesto a que lo construyeron con usted en mente.

—¿Está diciendo que no me cree? —dijo Thomas. No estaba nada seguro de que así fuera.

—En absoluto, señor —dijo el agente, todavía sonriente—. Tan solo hago hincapié en la conveniencia de la cercanía del castillo en relación a su persecución y posterior agresión.

—Puedo darle una descripción de esos dos hombres —dijo Thomas.

—Claro —dijo el jovial policía mientras se encogía de hombros—. ¿Cómo no iba a ser así? No llevaban armaduras ni arietes, ¿verdad? Así resultaría más fácil encontrarlos por la calle principal.

—Me temo que no —dijo Thomas, intentando decidir si estaba enfadado o divertido.

—Bueno, es una lástima. Tenemos tan pocas bandas de maleantes medievales en estos días, que probablemente no habrían pasado desapercibidos…

—No hay mucho que pueda hacer —dijo Thomas.

—Es una cuestión de hora-hombre —dijo el agente Robson—. No le han robado. No ha resultado herido. Lo han asustado sí, pero es complicado dedicar recursos a algo así. Es decir, a mí me asusta Angelina Jolie. Y Cliff Richard. Me pone los pelos de punta. Nunca me he podido explicar por qué. De cualquier modo, ¿comprende la problemática?

—Sí —dijo Thomas, sonriendo en esos momentos.

—Pero gracias por el arma. Estaba pensando remodelar mi cocina y me vendrá muy bien. Solo estaba bromeando, señor. Comprobaremos las huellas y lo llamaré si hay algo.

—Si ven a algún maleante merodeando —dijo Thomas.

—Vikingos, quizá —afirmó el policía—. Hace siglos que no vemos a ninguno por aquí, así que probablemente estén deseando arrasar la ciudad.

Capítulo 38

Ya de nuevo en la calle principal, Thomas le preguntó a un hombre trajeado dónde podía encontrar una tienda de vinos y licores.

—Hay un Threshers en Warwick Road —dijo el hombre mientras señalaba con el dedo la dirección—. Qué gusto no tener que trabajar, ¿eh? Tómese una por mí.

Thomas no sabía si había sido una broma amigable o si se había burlado de él por no tener trabajo, así que se limitó a sonreír, le dio las gracias y siguió la dirección que señalaba su dedo.

Después de la noche anterior, estaba listo para tomar una copa, pero no tenía intención de comprar salvo, se dijo a sí mismo, a efectos de la investigación. Encontró la tienda de licores y recorrió los pasillos llenos de botelleros con vinos hasta localizar la sección del champán. A diferencia de la selección de los supermercados estándares estadounidenses, el champán era todo francés salvo una botella o dos de espumosos italianos y una marca inglesa llamada Nyetimber Classic Cuvée. Había Moët Henessy, Taittinger y Louis Roederer. Ni rastro de Saint Evremond.

—¿Puedo ayudarle en algo, señor?

El hombre era corpulento y llevaba un delantal verde. Tenía una tablilla con sujetapapeles en una mano y ladeaba la cabeza de manera solícita.

—Un amigo me ha recomendado una marca de champán, pero no la encuentro por ningún lado —mintió Thomas—. Saint Evremond.

—No, me temo que no vendemos esa marca, señor —dijo el propietario—. ¿Saint Evremond, dice? No me suena el nombre. Espere un segundo. Iré a mirarlo.

Se marchó caminando como un pato y regresó con un mamotreto muy usado con la sobrecubierta rota en la que se podía leer Un compañero del vino. Lo abrió y comenzó a pasar las hojas con su gordo dedo índice mientras murmuraba los nombres de las marcas.

—Aquí está, señor —anunció—. Saint Evremond Brut. Oh, es una marca de Taittinger. «Una mezcla de varios crus de viñedos de la región de Champaña, cerca de Reims y Épernay. Se compone de un treinta por ciento de Chardonnay y un sesenta por ciento de Pinot Noir y Pinot Meunier, además de una selección de vinos de reserva, tal como recomendó el desterrado francés del siglo XVII, Charles de Saint Denis, lord de Saint Evremond».

Thomas asintió a pesar de no haberse enterado de nada y le dio las gracias. Estaba pensando en qué comprar para demostrarle su gratitud cuando recordó algo.

—¿Podría verlo de nuevo? —dijo.

Se inclinó y contempló la entrada hasta encontrar el nombre. Instantes después estaba en la calle, buscando por las aceras alguna cabina telefónica y hurgando en sus bolsillos para sacar la cartera.

Tardó cinco minutos en encontrar una cabina y otros seis en contactar con la abadía de Westminster.

—Disculpe —dijo—, estoy intentando contactar con un sacristán en concreto. No sé su nombre, pero estaba en la abadía hace dos días. Un tipo menudo, cabello largo y negro, gafas con montura metálica…

—Ese es el señor Hazlehurst —dijo una mujer con un acento cual cristal tallado—. ¿Desea hablar con él?

—Si fuera posible.

—Estoy segura de que es posible —dijo como si le hubiera pedido al señor Hazlehurst que nadara de espaldas—, aunque puede que tarde algo en localizarlo. ¿Puede decirme qué es lo que quiere hablar con él?

Thomas le dijo que habían hablado en el Poets’ Corner y que quería comprobar una cosa de un monumento, o más bien de la persona conmemorada por el monumento…

—No cuelgue, por favor —dijo, seca cual brisa de enero.

El teléfono permaneció en silencio durante siete minutos. Thomas estuvo todo el tiempo observando el visualizador, pues temía que el saldo de su tarjeta estuviera a punto de agotarse.

—¿Hola? Soy Ron Hazlehurst.

La voz sonó vacilante.

—Lamento molestarle —dijo Thomas, hablando a toda velocidad—. Nos conocimos en la abadía dos días atrás en el Poets’ Corner. Hablamos de El código Da Vinci.

—¿De veras?

—Y… no sé, sobre lo británico y los turistas…

—Usted es el caballero perdido que no sabía muy bien qué estaba buscando —dijo el sacristán, satisfecho de haberse acordado.

—Eso es.

—¿Y lo ha encontrado?

—No lo sé —dijo Thomas—. Quizá.

—Pero necesita ayuda.

—Así es. ¿Le importaría?

—Mientras no tenga nada que ver con los templarios, estoy a su disposición —dijo el sacristán.

Thomas casi podía oír su risita maliciosa.

Capítulo 39

Thomas cogió el autobús a Stratford y caminó junto al río hasta el Gower Memorial, donde un Shakespeare de bronce se alzaba rodeado por estatuas de sus creaciones: Falstaff, lady Macbeth, el príncipe Hal y Hamlet. Había un grupo de turistas haciendo fotos y, tras ellos, con el mismo traje que llevaba la vez anterior, el anciano que recitaba largas citas del dramaturgo. Thomas lo miró y asintió a modo de saludo, pero el hombre estaba en medio de una declamación (Puck, parecía) y no le respondió. A Thomas no le importó. Había algo en aquel juego que lo deprimía más de lo que le satisfacía identificar las alocuciones. Quizá fuera el hombre. Había algo en él, más bien algo ausente en él.

Thomas apartó esos pensamientos de su mente y regresó a la ribera y al lugar bajo el sauce donde había echado una cabezada. Se puso cómodo y comenzó a releer Trabajos de amor perdidos. No lo había vuelto a leer desde sus tiempos de doctorado y entonces lo había hecho someramente. Ni siquiera recordaba bien el argumento. Leyó la obra del tirón, en dos horas.

La trama principal era sencilla: el rey de Navarra crea una especie de academia con sus compañeros Longaville, Dumaine y Berowne con el objetivo de estudiar y reflexionar durante tres años, mortificando sus carnes al evitar los banquetes, la bebida, la compañía de mujeres y cualquier cosa que pueda distraerlos de sus labores filosóficas. El pacto dura hasta la visita diplomática de la princesa de Francia y su séquito de tres damas, Rosalina, María y Catalina. Los hombres se enamoran de las mujeres y abandonan su retiro, persiguiéndolas con diversas invenciones románticas, faustos y lenguaje rimbombante. Todo parece ir bien, avanzando en dirección similar al desenlace (las bodas múltiples) de El sueño de una noche de verano, hasta que algo ocurre. Al final de la obra, llega un mensajero anunciando la muerte del rey de Francia, el padre de la princesa, por lo que las damas se disponen a marcharse. Los hombres intentan obtener palabras de amor de sus respectivas mujeres (presumiblemente, promesas de matrimonio), pero los ánimos han cambiado drásticamente. Todas las ocurrencias y las convenciones románticas son rechazadas como meros juegos de cortejo por las mujeres, quienes prometen ser de ellos si estos logran aguantar un año de soledad y privación. Pero entonces la obra termina.

Other books

El incendio de Alejandría by Jean-Pierre Luminet
The Sex Was Great But... by Tyne O'Connell
All of Me by Kim Noble
Risky Negotiations by Elizabeth Lennox
The Widow Clicquot by Tilar J. Mazzeo