Lo que devora el tiempo (19 page)

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Authors: Andrew Hartley

Tags: #Intriga, #Narrativa

BOOK: Lo que devora el tiempo
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Tenían un aspecto similar, aunque uno era completamente calvo y llevaba un pendiente que brillaba. El otro, el fumador, tenía un rostro rubicundo y una nariz chata como la de un boxeador profesional. Iban bien vestidos, con trajes de corte recto que hacían que sus espaldas parecieran lo suficientemente anchas como para bloquear puertas, y encima de los trajes llevaban gabardinas. Sin embargo, lo que realmente llamó la atención de Thomas fue la sensación de que no encajaban en aquel lugar con aquellas ropas, donde los pobres y los borrachos se disponían a volver a casa. No hablaban entre sí, ni miraban a nadie, y sus movimientos eran escasos. El tipo calvo había enrollado el periódico. El otro llevaba un paraguas.

A Thomas no le gustaba nada aquello.

Tenía la leve esperanza de que cuando las puertas se abrieran se quedaran donde estaban, aguardando otro autobús, y por un momento su deseo pareció ir a cumplirse. Thomas se había sentado en la parte trasera, donde había unos chavales de lo más ruidosos y un par de señoras mayores, pero no había ni rastro de los dos hombres, hasta que se encendió el motor. Se subieron en marcha, moviéndose con despreocupación animal, pagaron y se sentaron en la mitad del autobús, de manera que Thomas podía ver sus nucas desde su asiento. No lo miraron ni intercambiaron palabra alguna, pero el corazón de Thomas había comenzado a latir de manera descontrolada.

Observó las luces de la ciudad, que iban quedándose atrás hasta convertirse en una masa uniforme al llegar a los alrededores de Warwick. Entraron en Kenilworth. Los dos hombres aún no habían cruzado una palabra y Thomas sintió que se le hacía un nudo en el estómago, aunque intentó no pensar en ello. Sin duda estaba exagerando. Era una coincidencia, no demasiado destacable, que esos dos hombres hubieran estado en el pub más conocido de Stratford y que en esos momentos estuvieran regresando a su casa. Observó la oscuridad exterior mientras los árboles se reflejaban con la luz proveniente de las ventanillas del autobús. Ya casi era su parada.

Pensó con rapidez. La parada estaba a unos cuatrocientos metros del hotel, pero no recordaba demasiado del camino: ¿había una casa o dos? Un montón de árboles, eso sí, y una carretera tranquila: en aquellos momentos, prácticamente desierta. Podía hacer amago de bajarse y, si ellos también se levantaban, fingir que había cambiado de opinión y permanecer allí, aunque no sabía adónde iría luego. Podía hablar con el conductor, pero no se le ocurría nada que pudiera decirle que no sonara patético, una majadería incluso.

Una anciana cargada de bolsas se colocó junto a las puertas y apretó un botón. Sonó un timbre. Instantes después, el autobús comenzó a detenerse y ella se dispuso a coger sus pertenencias con gran lentitud. Thomas miró por la ventanilla y se puso en pie.

Adelantó a la mujer en tres zancadas y se bajó del autobús cuando los dos hombres, cogidos por sorpresa, corrieron tras él, momentáneamente bloqueados por las bolsas de la anciana.

Thomas no volvió la vista atrás. Oyó el alboroto, pero cruzó con rapidez la carretera, alejándose en la medida de lo posible de la luz proveniente del interior del bus y acelerando el paso conforme se acercaba al sendero de grava y madera con la señal que conducía al aparcamiento del castillo de Kenilworth.

Capítulo 35

Tenía que haberse quedado en el autobús, lo había sabido desde el mismo instante en que habían ido tras él. Tenía que haberlos hecho frente o sugerir al conductor que contactara por radio con la policía. En el peor de los casos, habría quedado como un idiota.

Demasiado tarde.

Siguió corriendo.

Para ser más precisos, siguió trotando con el brazo derecho pegado a su estómago como si todavía llevara el cabestrillo. Era esperar demasiado que no hubieran visto el camino que había tomado. Iban tras él, quizá solo unos metros por detrás. Pero Thomas estaba dispuesto a apostarse que su visita previa a las ruinas implicaba que conocía el trazado y la distribución del castillo mejor que sus perseguidores. También sabía que, salvo una cadena que pendía delante del portalón, nada impediría su entrada.

Así que corrió, golpeando la grava con más torpeza de lo habitual, alerta por si escuchaba los ruidos de sus perseguidores, pero sin detenerse a mirar atrás y con los bolsillos (llenos de calderilla) tintineando a cada paso. Instantes después estaba atravesando el puente y cruzando entre las dos torres en ruinas que custodiaban la entrada.

Y ahora, ¿qué?

Estaba oscuro, el tipo de oscuridad a la que un tipo de ciudad como Thomas no estaba habituado. Había un tenue resplandor en el cielo, en dirección norte y este, allí donde se encontraba la ciudad, pero las ruinas eran meras siluetas contra el cielo, conforme sus ojos se iban habituando a la oscuridad, descubrió que el castillo en sí no dejaba de ser un negro laberinto de piedra. Había mucha niebla y no se veía la luna. Thomas miró a su alrededor para orientarse y sintió como le invadía una oleada de pánico. El lugar con el que estaba razonablemente familiarizado era un monumento pintoresco de piedra rosada frente a un cielo azul; ese entramado de piedras negras e irregulares era un lugar totalmente distinto. Entonces oyó voces y pasos acercándose.

Ya vienen.

Subió por la elevación cubierta de hierba que conducía al patio interior, intentando recordar lo que había visto. La torre del homenaje se cernía a su derecha, rotunda e imponente. Estaba demasiado oscuro para ver nada, pero creía recordar que solo había una manera de entrar desde ese lado, que podía quedarse atrapado si iba allí. Pero girar a la izquierda, hacia el edificio de Leicester, lo llevaría junto a sus perseguidores. Si lo habían visto entrando en el patio, podía toparse con ellos al volver sobre sus pasos…

El patio interior estaba cubierto de césped al ras y los zapatos de Thomas no hicieron ningún ruido al pisarlo. Se metió las manos en los bolsillos para que no sonaran las monedas. Se asomó por una de las entradas y, por primera vez desde que se bajó del autobús, dejó de correr. Se pegó al marco de piedra de la puerta y miró de nuevo al patio interior. Tomó aire. No podía seguir a ese ritmo. El dolor del hombro se le estaba extendiendo al pecho. Necesitaba una estrategia. No llevaba pensando más de cinco segundos cuando ocurrieron dos cosas a la vez.

La primera, dos figuras aparecieron a escasos cien metros, revelándose sus sombras en la parte mejor conservada de la torre del homenaje. Entraron corriendo, pero luego se detuvieron, gritándose palabras que resonaron de manera ininteligible en las piedras contra las que estaba apoyado Thomas. Uno de ellos se quitó la gabardina y la dejó caer. Comenzaron a gritarse órdenes entre sí, y entonces, cuando parecía que Thomas comenzaba a perderlos de vista en la oscuridad, empezaron a moverse de nuevo, separándose con profesional apremio, cual perros de caza acorralando a su presa. Uno se dirigió hacia la torre del homenaje y desapareció. Probablemente se había metido dentro. El segundo se dirigió directamente al lugar donde estaba Thomas, atravesando al trote la hierba, agachado, listo para luchar. Algo destelló en su mano derecha. Una hoja.

La segunda cosa que ocurrió es que comenzó a llover.

Capítulo 36

Thomas pensó con rapidez. Uno iba directo hacia él, pero no podían haberlo visto o de lo contrario los dos se habrían acercado. Si podía superar a ese, podría escapar mientras el otro inspeccionaba la torre del homenaje. Miró hacia el este, el camino que recorrería para acceder al patio exterior y regresar por donde había venido, e intentó traer a la memoria dónde se encontraba exactamente. Estaba de espaldas y no era capaz de orientarse con lo poco que recordaba de la distribución del castillo. Estaba oscuro y lo estaban persiguiendo. Eso le impedía recordar algo que fuera de utilidad.

Para.

Cerró los ojos. Respiró todo lo despacio que pudo e intentó recuperar la imagen de aquel lugar tal como era a la luz del día.

Piensa.

Lo verían en cualquier momento.

Espera. Un segundo más.

Abrió los ojos y miró a su alrededor.

Estaba en el mirador, eso creía, la entrada a la cámara principal y los aposentos donde se recibía a los monarcas. Si se dirigía hacia el este, llegaría al edificio de Leicester, pero esa parte del castillo era más reciente y estaba mejor conservada. Aunque faltaran los suelos y gran parte de los muros estuvieran derruidos, seguían siendo demasiado altos como para pasarlos.

No se puede ir en esa dirección.

Se esforzó por recordar más, incluso la planta que incluía su guía, y a continuación se agachó y asomó por el muro más alejado. Tras él se alzaba una estrecha torre, un fragmento de mampostería que se levantaba cual chimenea y, debajo, un muro con las ventanas rotas bastante elevadas del suelo.

Tampoco por aquí.

Podía ir hacia el oeste a través de la cámara principal, hacia la torre de Saintlowe. Desde allí supuso que podía acceder a la sala principal de Juan de Gante, descender hasta la muralla del perímetro y salir por la torre del Cisne, en ruinas. En ese punto podría localizar la carretera que llevaba hasta la casa solariega de Daniella Blackstone. Si se libraba de ellos en el castillo, no lo seguirían hasta allí.

Si siguieran corriendo, pensó, ya estarían aquí. Te están acorralando.

Se aferró a un trozo de pared derruida y escuchó. La lluvia caía con fuerza, golpeando contra el pavimento agrietado y lleno de hierbajos, tornando la piedra rojiza en resbaladiza y oscura de manera tal que el castillo parecía desvanecerse en la noche. La poca luz que había instantes antes había desaparecido por completo. Permaneció inmóvil, pero sabía que no podría verlos ni oírlos hasta que los tuviera encima.

Comenzó a llover con más fuerza, golpeteando en el terreno. La lluvia hizo que se enfriara, y le vino muy bien. El corazón le brincaba en el pecho, el dolor del hombro se había convertido en una punzada constante y le costaba respirar. Quizá el aguacero dificultara que lo vieran. Se adentró en la oscuridad, con la mirada fija en la parte superior de los muros que tenía ante sí para no perder la orientación. Podía ver la ventana salediza de la sala principal y, a su izquierda, las ruinas de la torre de Saintlowe. Unos metros más allá, discurrió, y llegaría a la sala principal, descendería hasta el muro y saldría de allí en dirección a la casa de Blackstone antes de que sus perseguidores se dieran cuenta.

Permaneció quieto otro instante, esforzándose por escuchar, escudriñando el oscuro e irregular vacío de la cámara que tenía a sus espaldas.

Nada.

Dio un paso más, mirando hacia atrás. A continuación otro. Intentó dar uno más pero se topó contra algo sólido y frío. Se dio la vuelta rápidamente. Un muro.

No, pensó. Tiene que haber un punto por donde poder atravesarlo.

El miedo se apoderó de él mientras palpaba el muro en busca de una puerta o ventana desde la que acceder al resto de estructuras, pero no había nada.

La cámara principal podía haber estado en otro tiempo conectada a la torre de Saintlowe, pero en la segunda planta, que estaba derruida. En la planta baja no había pasadizo.

Thomas se dio la vuelta y apoyó la espalda contra el muro. En cualquier momento su perseguidor, al no encontrar manera de acceder al edificio de Leicester, doblaría la esquina. Se quitó el zapato izquierdo, luego el calcetín, y comenzó a rebuscar en los bolsillos.

Estaba levantándose cuando descubrió a un hombre junto a él. Era el calvo del pendiente e, incluso en la oscuridad, Thomas pudo ver el gesto frío e impasible de su rostro. La hoja que llevaba en la mano era corta y curvada (tres cuartos de un círculo), y el extremo era similar al de los cúteres para cortar linóleo. Extendió los brazos y a continuación ladeó la cabeza levemente, con la mirada fija en Thomas. Gritó a sus espaldas.

—¡Aquí!

Thomas cogió aire.

—Mire —dijo, intentando contener la ira y el terror—. No sé qué es lo que quieren…

No era cierto. Sabía lo que querían, y no era mantener una conversación precisamente. Había confiado en que si fingía no saber qué ocurría quizá el calvo bajara la guardia, pero pareció tener el efecto contrario. Se puso más tenso, y la hoja se elevó un par de centímetros, pero no dio ningún paso, por lo que Thomas supuso que estaría esperando a que llegara el otro tipo.

—Tengo dinero —dijo Thomas, dando un paso adelante y girando el hombro derecho hacia el hombre como si estuviera sacando la cartera, intentando parecer débil y arrepentido. El otro tipo respondió tal como esperaba, acercando la hoja al estómago de Thomas.

Dos centímetros más y lo habría abierto en canal. Pero Thomas estaba preparado. Giró hacia su derecha, cogiendo la mano del atacante que blandía el cuchillo y alejándolo de él. Tuvo que hacer uso de toda la fuerza que le quedaba para alejar el arma, y su hombro gritó a modo de protesta. En ese mismo instante blandió cual maza, con la mano izquierda, el calcetín lleno de monedas y golpeó al hombre en la cabeza. El primer golpe lo aturdió, pero no cayó, así que Thomas (cuya rabia se abría paso en su interior impulsada por la adrenalina) lo golpeó de nuevo, más fuerte, alcanzándolo justo por encima de la sien derecha. Se escuchó un golpe sordo al impactar. El arma cayó y las rodillas del tipo comenzaron a flaquear. Se desplomó cual árbol talado.

El otro estaría a punto de llegar, y no quería ni imaginar con qué podía ir armado. Thomas cogió aquella especie de cúter, pero no le gustó la sensación de llevar algo así. Se lo metió en el bolsillo y miró a su alrededor. Si regresaba sobre sus pasos, el otro tipo lo vería y cabía la posibilidad de que le saliera al encuentro. Se dio la vuelta, hacia el muro, se metió el pie desnudo en el zapato y empezó a buscar algún punto por donde trepar.

Había un lugar, en el rincón. No era más bajo, pero había un montón de escombros, los restos de mampostería de algún contrafuerte. Thomas buscó algún punto donde asirse y comenzó a trepar.

La piedra estaba resbaladiza por la lluvia, pero no se desmoronó al sujetarse, y logró meter los pies en las grietas lo suficiente como para soportar su peso. Fue trepando, subiendo un pie cada vez, haciendo todo el trabajo con su lado izquierdo, hasta que llegó al borde irregular. Ante sí tenía la estructura sombría de la sala principal donde Enrique V juró convertir las pelotas de tenis en proyectiles…

«Porque su burla burlará a buen número de viudas de sus queridos esposos, a madres de sus hijos, a castillos de sus murallas…»

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