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Authors: Andrew Hartley

Tags: #Intriga, #Narrativa

Lo que devora el tiempo (17 page)

BOOK: Lo que devora el tiempo
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—Eso es porque no sabe nada de mí —le respondió Thomas. Su enfado estaba sacando lo mejor de él—. Nunca ha visto ningún escrito mío, ni me ha oído dar clases, y sin duda desconoce sobre qué iba a escribir mi tesis porque ni yo mismo lo sabía. No me conoce, Julia.

Angela se sonrojó y apartó la vista.

—Bueno —dijo Julia, cambiando de táctica y adoptando su sonrisa felina—. Eso podemos solucionarlo.

—Creo que voy a irme —dijo Thomas.

Ella se volvió para mirarlo y el gesto de su rostro fue sincero y evaluador, como si estuviera decidiendo qué hacer o decir. Respecto a Angela, era como si no estuviera en ese momento. En esa ocasión fue Thomas quien apartó la vista.

—De acuerdo —dijo Julia—. ¿Tiene un número de teléfono local?

Thomas vaciló.

—Yo… me voy a ir —dijo de nuevo—. Gracias por ayudarme. A entrar a la charla, me refiero.

—Cuando quiera —dijo. Sonrió de nuevo, formándosele una pequeña arruguita en la comisura del labio—. Nos veremos.

Thomas se dirigió a la puerta principal. Estaba casi fuera cuando una voz a sus espaldas lo llamó.

—¿Thomas?

Se volvió. Había un hombre a unos metros de él. Era muy blanco y tenía el gesto serio. Quizá había sido alumno de Thomas. Tardó un instante en caer en la cuenta.

—¿Taylor? —dijo Thomas—. ¡No puede ser!

—Ha pasado mucho tiempo —dijo Taylor.

—¿Diez años?

—Algo así.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Thomas.

—¿Aparte de ver cómo lanzas granadas en la conferencia?

—Dios, ¿has estado allí? —dijo Thomas—. Lo siento, yo solo…

—Querías dar por culo a ese petulante hijo de puta —apostilló Taylor—. Bien por ti.

Taylor Bradley había sido estudiante de doctorado en la Universidad de Boston con Thomas. Habían compartido incluso un destartalado despacho en Bay State Road durante uno o dos semestres y se habían hecho amigos mientras compartían quejas sobre los estudiantes en sus primeras clases como novatos. Después habían participado juntos en un seminario sobre el drama renacentista. Hacía años que Thomas no pensaba en él.

—¿Sigues en la Universidad de Boston? —dijo.

—Dios, no —dijo Bradley—. Tengo un trabajo.

—¿Haciendo qué?

Durante un instante, Bradley pareció confuso.

—Terminé —dijo. Parecía avergonzado o, más probablemente, temía avergonzar con aquella afirmación a Thomas—. Terminé mi tesis y salí al mercado laboral. Me costó un poco pero tengo un puesto de trabajo.

—¿Una interinidad?

—Sí —dijo Bradley, incapaz de ocultar el orgullo de su voz—. Creo que dieron por sentado que era descendiente de A. C. Bradley. Es una facultad pequeña, mucho trabajo, pero aun así…

—Eso es fantástico —dijo Thomas. Le estrechó la mano.

—Escucha —dijo como si se le acabara de ocurrir—, ¿cuánto tiempo vas a estar en la ciudad? Tengo que volver a entrar, pero quizá podamos tomarnos una copa o así.

—Claro —dijo Thomas—. Estaría muy bien. ¿Esta noche?

—Voy a ver una función de tarde de El rey Lear en el Courtyard, pero podemos vernos después.

—Suena bien. ¿Dónde?

—En el Dirty Duck —dijo Bradley—. ¿A las seis?

—Mientras me dé tiempo a coger el autobús de regreso a mi bed & breakfast.

—¿No estás en la ciudad?

—Estoy en Kenilworth.

Bradley lo miró sin comprender, pero Thomas se limitó a negar con la cabeza y sonreír: No quieras saber…

—Nos vemos luego —dijo Bradley.

Thomas se marchó pensando en todo lo acontecido, pensando sobre todo en Randall Dagenhart, que había sido (al menos eso pensaba) un mentor para él como Thomas lo había sido para David Escolme, preguntándose también por el brote de ira del anciano profesor y qué lo había podido motivar. Al pasar junto a una papelera en el pasillo, tiró la bola que había hecho con el cabestrillo.

Capítulo 31

—Hola, Kumi —dijo Thomas.

Había encontrado una cabina de teléfono y estaba usando una tarjeta telefónica que había comprado en el kiosco de la calle principal. La diferencia horaria con Japón era más razonable desde el Reino Unido y supuso que, dadas las horas absurdas hasta las que Kumi se quedaba trabajando, acabaría de llegar a casa. Quería hablar con ella de sus días como estudiante de doctorado, de la acusación de Dagenhart de que nunca había tenido lo necesario…

—¿Tom? —respondió.

Entonces comenzó. Estaba enfadada y molesta. ¿Dónde demonios había estado? Había llamado a su instituto al ver que él no la llamaba, ¡y el director le había dicho que lo habían disparado! Al principio no lo había creído. Estaba segura de que si eso hubiera ocurrido, él la habría llamado. Tenía que haber algún error. Pero Peter había insistido y entonces ella había llamado al hospital y allí le habían dicho que Thomas había recibido un disparo pero que estaba bien y se había dado de alta voluntariamente. Así que había llamado a su casa unas mil veces, dejado otros mil mensajes en el contestador, y nada. ¿Se le había cruzado algún cable o estaba demasiado ocupado resolviendo misterios?

—¡Y ahora me llamas como si nada hubiera pasado y me dices que estás en Inglaterra!…

—Lo siento —dijo—. He debido de perder la noción del tiempo.

Pero Kumi no estaba dispuesta a dejarlo estar. Le dijo que era un egoísta. Que creía que ya habían superado eso, pero que estaba claro que él no pensaba en ella o en por lo que pudiera estar pasando…

No se le ocurría qué decir, ni siquiera recordaba por qué no le había hablado del tiroteo.

La llamada duró dos minutos y treinta y siete segundos, y Thomas salió a la luz cegadora de la tarde como si hubiera estado todo ese tiempo conteniendo la respiración. O mordiéndose la lengua. Tenía derecho a estar molesta e indignada, pero había una ira en su voz que no alcanzaba a comprender, un dolor más profundo que las cosas que le había dicho.

O por lo que pudiera estar pasando…

¿A qué se refería? Se preguntó si ocurría algo que no le hubiese contado, algo más allá de su preocupación por él. Después de todo, en el hospital le habían dicho que estaba bien. Probablemente se sentía humillada por no haberla informado, pero aun así, no era propio de ella…

—No quería preocuparte —le había dicho Thomas.

—Muy bonito, Tom —le había respondido con ese sarcasmo tan propio de ella y que sus compañeros japoneses encontraban de lo más desconcertante—. Otro ejemplo más de tu habilidad comunicativa.

Y había colgado.

No podía culparla. Habría sido mejor que hubiese comenzado la llamada contándole lo del tiroteo, pero lo cierto es que no había tenido intención de mencionárselo cuando la había llamado, por lo que la bronca le había cogido doblemente desprevenido. Al final de la llamada, Thomas sospechaba que Kumi había estado conteniendo las lágrimas. Eso le preocupó. Kumi no lloraba con facilidad.

Deambuló por el canal y observó a los estrechos barcos atravesar la esclusa, preguntándose si telefonearla de nuevo o no, pero decidió dejarlo para otro día. Si la llamaba en ese momento no se lo cogería, o el teléfono se tragaría su tarjeta telefónica con largos y enojados silencios.

Deja que esté enfadada, pensó. Tiene derecho a estarlo. Llámala mañana y hablad como es debido.

No estaba muy seguro acerca de la estrategia que debía seguir, pero una vez hubo tomado la decisión, no volvió a reconsiderarlo. Aun así, el enojo de Kumi le preocupaba.

Quizá haya algo más. Algo que no te ha dicho.

—La llamaré mañana —dijo en voz alta.

Buscó en su cartera la tarjeta de Polinski y llamó a la jefatura de policía de Evanston. La teniente tardó un rato en ponerse al teléfono y se mostró de lo más fría.

—¿Cuánto tiempo tiene pensado estar fuera del país? —preguntó.

—No lo sé. Sigo sin ser sospechoso, ¿no?

Pareció considerarlo durante unos segundos, antes de responder que no lo era, que todavía no tenían ningún sospechoso y que (en respuesta a su pregunta) el ladrillo con el que habían matado a Daniella Blackstone no había revelado nada concluyente.

—¿Qué hay de usted? —dijo—. ¿Cómo le va? ¿Ha logrado que no lo disparen?

—Estoy bien —respondió Thomas—. No estoy haciendo demasiados progresos.

—¿Sobre qué? —preguntó Polinski, mostrándose desconfiada de nuevo.

—Oh, ya sabe —dijo Thomas, retrocediendo—. Investigación. Cosas del trabajo.

—No interfiera en los asuntos policiales, señor Knight.

—De acuerdo —dijo Thomas.

—Pero si descubre algo que pueda servirnos… —añadió.

—Se lo haré saber —dijo.

Puesto que hasta el momento no había descubierto nada, resultaba una promesa fácil (si bien desalentadora) de hacer.

Capítulo 32

Thomas pasó la tarde visitando la ciudad, o parte de ella. Estaba llena de turistas, y aunque resultara extraño, había algo en aquellos edificios medievales y renacentistas meticulosamente conservados que parecía inverosímilmente pintoresco, algo que le hacía tener la sensación de estar caminando por algún parque temático. El lugar de nacimiento de Shakespeare era una casa de madera que parecía sacada de una postal, con un jardín exquisito, quizá demasiado perfecto para el hombre que escribió El sueño de una noche de verano, Mucho ruido y pocas nueces y Como gustéis. En el interior había una exposición muy completa, y gente de lo más servicial en cada sala que te hablaban encantados de cómo había sido Stratford, las condiciones de la casa, los cambios que había sufrido en su estructura con el paso del tiempo y, por supuesto, el tipo de entorno que había influido en su más famoso inquilino. Ninguno iba disfrazado con trajes isabelinos, ni citaban a Shakespeare o (a Dios gracias) fingían ser habitantes de hace cuatrocientos años de esa ciudad, haciendo bromas sobre la tecnología moderna y añadiendo interjecciones arcaicas al final de cada frase. En otras palabras, no fue tan terrible como se había temido, por lo que Thomas no alcanzaba a entender por qué se sentía tan poco afectado por el lugar. Quizá fuera la avalancha de turistas, muchos de los cuales sabían menos de Shakespeare que de neurociencia. Quizá fuera ese aire a Colonial Williamsburg
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(todo demasiado bonito y estudiado), esa historia reluciente, como algo que podría encontrarse dentro de una de esas bolas de nieve. O quizá fuera que prefería la historia y cultura al mismo estilo que prefería la religión: privada, y meditativa; incertidumbres resonando en un aire quieto y silencioso. Pero, casi con toda probabilidad, su ánimo gruñón no se debía tanto a la ciudad como a su desastrosa llamada a Kumi.

De camino al Memorial Theatre (en esos momentos medio derruido y lleno de andamios y lonas que se golpeaban con el aire) comió fish & chips con una cucharada de una cosa verde brillante que le dijeron que era puré de guisantes. Lo probó con recelo y le gustó. Estaba comiendo sus patatas, bien aderezadas con vinagre, y observando el canal de Birmingham cuando se percató de que a su izquierda había un grupo de turistas alrededor de un anciano sonriente vestido con un desgastado traje gris que parecía de fieltro. Era menudo y calvo, pero tenía una voz potente. Thomas oyó algunas frases aisladas: «¡Amarme! Bien. Eso hay que recompensarlo. He oído como me censuraban. Dicen que me henchiré de orgullo si me doy cuenta de que me adora. No debo parecer orgulloso. Felices aquellos que oyen la detracción de sus faltas y las saben enmendar…».

Uno de los turistas gritó «¡Romeo!», pero el anciano continuó como si no lo hubiera oído. Otro gritó «¡Petrucchio!», pero con el mismo resultado.

—Benedicto —susurró Thomas para sus adentros.

—«Y virtuosa; efectivamente, no lo he de negar. Y discreta; menos en amarme. Por mi fe, que eso no agrega nada a su talento…»

—¿Cuál es el nombre del personaje de Mucho ruido y pocas nueces? —preguntó una mujer con un vestido floreado—. ¡Benedicto!

El anciano hizo una reverencia y se oyeron algunos aplausos, pero en cuanto se irguió comenzó de nuevo.

—«Lo que está hecho ya no puede remediarse» —dijo—. «Los hombres a veces obran sin prudencia, y las horas posteriores les dan tiempo para arrepentirse…»

Parte de la muchedumbre permaneció, pero muchos ya habían tenido suficiente y se habían marchado. Otros sustituyeron a los anteriores, y Thomas se puso en pie y echó a andar hacia allí mientras alguien decía «lady Macbeth». De nuevo el anciano prosiguió como si no lo hubiera oído.

—«Si he matado la progenie de tu vientre —entonó el anciano—, para animar vuestra propagación engendraré progenie de mi sangre en tu hija».

—Ricardo III —dijo Thomas.

Algunos de los allí congregados se volvieron para mirar a Thomas, y el anciano lo miró para a continuación hacer una reverencia, erguirse y comenzar de nuevo.

—«¿Quién es el que desea eso?» —preguntó—. «¿Mi primo Westmoreland? No, mi querido primo. Si estamos destinados a morir, somos suficientes. En ese caso, nuestro país saldrá derrotado. Pero si vivimos…»

—Enrique V —dijo Thomas.

De nuevo el anciano hizo otra reverencia y de nuevo comenzó a hablar.

—«Al instante lo encuentra, asestando a los griegos muy débiles golpes; su vieja espada…»

Thomas asintió y sonrió. A continuación se dio la vuelta. Algunos de los turistas lo miraban impresionados y Thomas se sintió ridículamente satisfecho consigo mismo.

¿Ves? Dagenhart tenía razón. Estás intentando demostrar que abandonar el doctorado fue una opción, no un fracaso, que eres mejor que todos ellos.

No es cierto.

Por eso quieres sacar de tu chistera Trabajos de amor ganados cual prestidigitador de Las Vegas. Para que te aplaudan y digan que eres el mejor de todos ellos…

No es cierto. No lo es.

Siguió caminando. A sus espaldas todavía podía oír el constante flujo de citas del anciano. Por algún motivo, aquel sonido le resultaba molesto.

La iglesia donde Shakespeare había sido enterrado era más de su gusto, aunque solo fuera porque el aura de santidad de aquel lugar hacía que nadie abriera la boca. Hizo lo que siempre le gustaba hacer en aquellos lugares: sentarse solo y absorber el peso del tiempo y la seriedad y gravedad de las tumbas y de los espaciosos y aireados coro y presbiterio. Ya fuera, caminó por entre las tumbas y entre antiguos y enormes árboles, sintiéndose una mera mota atrapada en las brisas del tiempo y la mortalidad.

Julia tenía razón, pensó. Eres un humanista.

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