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Authors: Andrew Hartley

Tags: #Intriga, #Narrativa

Lo que devora el tiempo (15 page)

BOOK: Lo que devora el tiempo
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Los libros de Blackstone y Church eran un extraño híbrido que combinaba el equivalente británico del suspense de la novela policíaca con los fantasmas y vampiros de las novelas de terror. Estilísticamente hablando eran muy floridos y rimbombantes, llenos de una prosa grandilocuente y dickensiana, inteligentes y muy bien ambientados. Thomas escogió La rosa de sangre y lo hojeó. Recordaba una escena en la que el intrépido inspector se había visto acorralado en un cementerio neblinoso por una asesina de cuya mortalidad no estaba seguro. Había estado leyéndolo hasta bien entrada la noche y, aunque se había sonreído al recordar algunas partes a la mañana siguiente, lo cierto era que la asesina espectral se le había aparecido en sueños. Encontró esa parte del libro y sintió como se le erizaba el vello, de modo que durante algunos segundos se olvidó de que el administrador podía regresar en cualquier momento.

El resto de los libros eran del mismo género, o variantes de este, pero la mayoría firmemente cimentados en un lado u otro de la línea divisoria de lo sobrenatural: P. D. James y Ruth Rendell por un lado, Stephen King y Ray Bradbury por el otro. Ahí era donde Daniella se mantenía al tanto de la competencia. Ni rastro de Shakespeare.

Thomas se asomó al pasillo, pero no había señales del administrador.

Las otras habitaciones de la planta baja resultaron menos instructivas incluso. Eran austeras y un tanto recargadas al gusto victoriano: roble oscuro y encajes, algunos retratos familiares al óleo, de los cuales solo uno era del siglo XX. Estaba colgado encima de la chimenea de piedra de la sala de estar y representaba a un joven, rubio, con un bigote que a Thomas le recordó al de Errol Flynn. Llevaba una especie de uniforme militar color caqui con botones de latón y sostenía en la mano una gorra con visera y una insignia. Un enorme revólver en una pistolera de cuero le cruzaba el pecho. Parecía un oficial, pero Thomas no sabía tanto de ese tema como para estar seguro, y tan solo la antigüedad aparente de la pintura y la rigidez de la pose le hicieron pensar que se trataba de la primera guerra mundial, no de la segunda. El hombre parecía un poco arrogante, seguro de sí mismo, pero Thomas no tenía manera de saber si el cuadro había sido pintado antes, durante o después de su servicio militar.

Se dirigió a la cocina. Desde ahí pudo oír los ocasionales e inaudibles comentarios del administrador por el teléfono. Thomas probó a abrir la primera puerta que vio. Daba a una escalera de piedra que descendía hasta lo que en la actualidad era una bodega con estantes llenos de vino y champán (todas las botellas de champán con el nombre Saint Evremond). Thomas supuso que en otros tiempos habría sido una carbonera. El suelo había sido limpiado, pero tenía ese brillo negro y persistente en aquellas paredes donde el carbón se amontonaba. Alzó la vista y vio una trampilla en un extremo de la habitación, donde la luz se filtraba a través de las grietas.

No había nada allí.

Regresó sobre sus pasos al vestíbulo principal, moviéndose con cautela, atento, y a continuación subió por una escalera en forma de media espiral, apoyando la mano sobre un pasamanos de roble que los años y el uso habían hecho que ya no pareciera de madera. Merodeó de habitación en habitación, encontrando más muebles recargados del siglo XIX, aunque allí sí encontró concesiones a las comodidades modernas. La cama tenía un dosel antiguo, pero el colchón era nuevo. El escritorio del estudio era nuevo y sólido y albergaba un ordenador de última tecnología, mientras que el escritorio antiguo del rincón parecía una pieza de museo que había sido muy usada. Había unos cuantos libros, todos modernos pero, una vez más, ninguna edición antigua de Shakespeare.

En una parte del rellano había otras escaleras que subían a un tercer nivel: la torrecilla que había visto desde fuera. Subió las escaleras, pero la puerta era muy pesada y estaba cerrada. Pasó la mano por el dintel y encontró una llave antigua.

Bien.

Estaba metiéndola por la cerradura e intentando girarla con su torpe mano izquierda cuando una voz a sus espaldas lo dejó helado.

—¿Qué cree usted que está haciendo?

El administrador estaba en el rellano inferior y lo miraba con gesto severo.

—¿Qué hay ahí? —preguntó Thomas, intentando sonar despreocupado.

—Era la habitación de la señorita Alice.

Lo dijo como si esa explicación fuera suficiente.

—¿Puedo echar un vistazo dentro? —preguntó Thomas.

¿Señorita Alice?

—No, le dije que me esperara abajo.

—¿Sigue viviendo aquí la señorita Alice? —dijo Thomas, haciendo caso omiso de la hostilidad de aquel hombre. Quizá Blackstone había tenido lo que llamaban una «compañera». Su marido, después de todo, llevaba mucho tiempo muerto.

—La señorita Alice era su hija —dijo el hombre y sus ojos empañados lo miraron como si Thomas hubiese dicho algo ofensivo—. ¿Para qué publicación me dijo que trabajaba?

—Lo lamento —dijo Thomas—. Lo olvidé. Siempre intentamos mantenernos fuera de la tragedia personal de la señorita Blackstone.

—Y, sin embargo, aquí está usted.

Se produjo una pausa.

—La llave, por favor —dijo el administrador.

Extendió la mano sin dar un paso, y Thomas tuvo que bajar a dársela. Alargó su mano izquierda, girando el cuerpo de manera que el dolor de su hombro se agudizó. El administrador se dio cuenta y ladeó la cabeza con interés, divertido incluso.

—¿Ha estado en la guerra, señor Knight? —dijo.

—Me llevé una puerta por delante —dijo Thomas.

—Y ahora ya puede ir saliendo por esta.

Con la llave en el puño, el administrador se dio la vuelta y echó a andar. Bajó las escaleras con tanta rapidez que Thomas tuvo que apretar el paso para seguirlo.

Entró en la cocina, donde se hallaba una mesa de madera debajo de unos estantes con cacerolas. La habitación estaba inmaculada, pero era tan lúgubre y fría como el resto de las estancias. Había una caja de madera junto a la mesa con el emblema de Saint Evremond. Encima había una especie de armario con llaves colgadas. El administrador puso la llave allí y se volvió hacia Thomas. Su rostro mostraba el mismo gesto de perplejidad, pero los músculos de su mandíbula estaban tensos y sus ojos lo miraban con dureza.

—A la señorita Blackstone le gustaba el champán —dijo Thomas mientras hacía un gesto con la cabeza indicando la caja.

No resultó la manera más adecuada de decirlo.

—Le gustaban muchas cosas refinadas con moderación —dijo el hombre de forma harto significativa. A Thomas no se le ocurrió qué decir.

—Lo acompañaré a la puerta —dijo el administrador.

En la puerta añadió:

—Oh, y señor Knight…

—¿Sí? —dijo Thomas, volviéndose hacia él.

—Sea buen chico y no vuelva más.

Los ojos impasibles del administrador se mantuvieron fijos en Thomas hasta que la puerta se cerró con un golpe seco que resonó por toda la casa.

Capítulo 28

El Instituto Shakespeare de la Universidad de Birmingham se encuentra en Mason Croft, un edificio ampliado de ladrillo y con dos plantas en la calle Church, Stratford, en el que vivió la novelista Marie Corelli. A escasos minutos de los lugares que guardaban mayor relación con Shakespeare (la casa donde nació, la casa que compró y en la que vivió, el colegio en el que estudió y la iglesia donde descansan sus huesos), proporcionaba un núcleo único para el estudio académico y la celebración de conferencias periódicas. Era allí donde Julia McBride, Randall Dagenhart y otra veintena de shakesperianos se habían reunido para pasar una semana especial de seminarios y ponencias con sus colegas y estudiantes, una conferencia liberada de la rigidez de las normas de la Conferencia Internacional sobre Shakespeare en la que, como Julia había señalado, no se permitía la participación de estudiantes. Thomas se preguntó si los shakesperianos profesionales sentirían el aura de peregrinación que rodeaba aquel sitio, o si (como estudiosos instruidos en la actual crítica literaria poshumanista) eran inmunes a tal misticismo romántico.

Thomas sabía que el anonimato del que había disfrutado en la conferencia de Chicago no iba a ser tal en el instituto, pues Mason Croft era grande para ser una casa, pero no para un centro de conferencias. Aun así, le sorprendió encontrar la puerta delantera cerrada. Había una aldaba antigua. Llamó.

Instantes después, la puerta se abrió.

—¿En qué puedo ayudarle?

La mujer era alta y con aspecto arrogante, una mujer de mediana edad cuyo carácter le hacía parecer mayor; una mujer acostumbrada a negar la entrada a la gente que no tenía que estar en ese lugar. Gente como él.

—Buscaba una sesión de la conferencia —dijo Thomas, intentando parecer un delegado confuso y no un intruso.

—Hay una guía del instituto en sus materiales de inscripción. He de suponer que usted está inscrito, ¿no?

Lo cierto era que para nada lo suponía. Sabía que no lo estaba, o de lo contrario habría abierto la puerta. Thomas optó por la honestidad.

—Lo cierto es que no —dijo—. Pero va a haber una sesión sobre comedias tempranas a la que me gustaría muchísimo asistir. Randall Dagenhart va a participar…

—Lo siento —dijo con un tono que demostraba lo contrario y se irguió aún más—. Este instituto no está abierto al público.

—Sí, ya lo veo —dijo, obligándose a tener paciencia—. Me preguntaba si podría inscribirme solo para esa sesión. Algo así como un pase de un día.

—Lo siento —dijo ella—. Eso es imposible. Las sesiones están todas llenas.

—Puedo pagar —dijo Thomas.

—No lo dudo —respondió ella, como si su oferta solo hubiera servido para poner más de relieve su falta de tacto—. Pero esa no es la cuestión.

—Sí —dijo él. Su sonrisa se iba endureciendo por momentos—. Ya veo que admitir a una persona más podría sacudir los cimientos del mundo académico. No queremos compartir los misterios de la erudición literaria con el populacho…

—Buenos días —dijo con gesto pétreo.

—Muchísimas gracias —dijo Thomas—. Me alegra saber que el conocimiento está tan bien custodiado.

—Hay muchísimo conocimiento allí fuera —respondió ella—. Y siempre puede ir a echar un vistazo a los patos.

Muy acorde con su imagen de turista, añadió con la mirada.

—¿Hay algún problema, Thomas?

Se volvió y se topó con la sonrisa pícara de Julia McBride.

—¿Conoce a este caballero? —dijo la sargenta con una sorpresa apenas disimulada.

—Tom Knight y yo nos conocemos desde hace mucho —dijo Julia—. ¿Le importa si entra conmigo? Tenía muchas ganas de acudir a esta sesión.

—Para nada —respondió la mujer con la mirada llena de dureza—. Sería una pena no compartir los misterios de la erudición literaria con… todo aquel que muestre interés.

Regaló a Thomas una mirada gélida y se fue.

McBride se rió.

—Esa es la señora Covington —dijo—. Es una especie de ama de llaves e historiadora local. Pero también se ha autoerigido en guardiana de este lugar. Se muestra muy deferente con los shakesperianos, pero es un poco fiera con el público en general.

—Ya me he dado cuenta —dijo Thomas.

Estaba irritado, por la mujer y por el hecho de que Julia hubiera tenido que rescatarlo.

—Gracias —recordó decir—. Quería escuchar esta charla.

—¿Qué le ha ocurrido? —preguntó al verle el cabestrillo.

—Me caí —respondió Thomas—. Nada importante.

—Venga conmigo —susurró—. Si intentan echarlo, lo esconderé bajo mi asiento.

Le cogió la mano izquierda y lo condujo, casi corriendo, a la ponencia. Su piel era suave y cálida.

La sala había sido en otros tiempos un lugar muy acogedor y todavía mantenía parte de esa antigua domesticidad, pero aun así parecía más la sala principal de un palacio o castillo que una sala de estar. Había una enorme chimenea y junto a esta un sencillo estrado. La audiencia (Thomas contó veintitrés personas) estaba colocada en sillas muy juntas entre sí. No había dos sillas juntas libres y, con una mueca de decepción, McBride se sentó por el lado derecho mientras que Thomas se sentó en el izquierdo, muy cerca de las cristaleras, al final de la sala, donde pudo.

Se acomodó entre gente a la que no conocía, a medio camino entre el pesar y el alivio por haber tenido que separarse de Julia McBride. Ambos sentimientos le hicieron desear llamar a Kumi, que no sabía que él estaba en Inglaterra, que no sabía que le habían disparado. Se había acostumbrado a estar solo desde que ella lo había dejado, pero desde su reconciliación (o reconciliación parcial, no sabía muy bien qué era aún) habían hablado al menos una vez a la semana, por lo general más veces. Sentía una punzada de culpabilidad por el hecho de que Kumi se pudiera preocupar y se preguntó si ella habría echado en falta su llamada y habría intentado ponerse en contacto con él. Si estaba muy ocupada en el trabajo, quizá no se hubiera percatado del silencio. Ese pensamiento le molestó, así que centró su interés en descubrir cuál sería el contenido de la ponencia.

Política cultural, probablemente. El no descubrimiento (anunció con rectitud jubilosa) de que somos más perspicaces en cuestiones de sexo, raza y clase que Shakespeare…

Había un molesto susurro de verdad en todo aquello, lo que hizo que Thomas se sintiera confuso, cansado y decepcionado. Minaba todo el color de la literatura, toda la vida y la excitación y el matiz. Al menos en su clase del instituto la idea de que la literatura comunicaba con el presente, que enriquecía al lector, no resultaba obviamente risible.

Ese pensamiento le molestó tanto como en la conferencia celebrada en el Drake pero, antes de poder borrar su ceño fruncido, comenzó la ponencia.

El ponente se llamaba Alonso Petersohn, profesor adjunto de literatura en Stanford, y su charla se titulaba «La virtud de vuestros ojos me ha impelido a infringir mi juramento: el espíritu/ética y el objeto poslacaniano en Trabajos de amor perdidos». Petersohn era joven y seguro de sí mismo, un hombre más bien menudo que iba vestido cual ejecutivo de algún estudio de Hollywood (o al menos así se imaginaba Thomas que vestían), con una camisa de seda con el cuello abierto y unos chinos de gama alta con raya. Llevaba unos zapatos de cuero marrón parecidos a sandalias, todo correas, sin calcetines, y un pendiente con una brillante piedra azul. Hablaba con fluidez, en un tono bien modulado y expertamente pausado, aunque lo que decía resultaba completamente incomprensible.

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