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Authors: Andrew Hartley

Tags: #Intriga, #Narrativa

Lo que devora el tiempo (6 page)

BOOK: Lo que devora el tiempo
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Llamó al Drake.

—Me gustaría que me pusiera con una habitación —dijo—. David Escolme.

—¿Podría deletrearlo, señor?

Thomas se lo deletreó, un tanto irritado, y esperó a que diera la señal del teléfono de la habitación. Sin embargo, escuchó de nuevo la voz del recepcionista.

—Me temo que no hay nadie con ese nombre alojado aquí —dijo.

Thomas notó crecer su irritación, mezclada con algo similar a la aprensión.

Colgó y se obligó a apartar la vista del reloj.

Nada encajaba. Dejó el café en la mesa, cruzó la habitación y fue hasta la puerta delantera.

Polinski y el otro agente no estaban y cualquier trabajo en la escena del crimen que hubieran comenzado antes del amanecer había sido aparentemente finalizado. El tramo de acera hasta la calle seguía precintado, pero no había nadie. Thomas rebuscó en los bolsillos la tarjeta de Polinski y entró de nuevo en su casa.

No respondió al teléfono y, en vez de solicitar que le pasaran con otro agente, Thomas esperó a que saltara el buzón de voz y dijo:

—Soy Thomas Knight, del 1247 de la calle Sycamore. Hemos hablado esta mañana. Tengo algo que contarle acerca del asesinato de Daniella Blackstone. Probablemente no sea importante, pero le ruego que me llame.

Dejó su número de teléfono y colgó.

Era un retroceso, más problemas, lo sabía. Iba a contarlo porque no quería verse involucrado, no porque no resultara conveniente verse investigado por la policía, sino porque no podía soportar la idea de que alguien a quien había dado clase pudiera ser responsable (aunque fuera de manera indirecta) de la muerte de una mujer.

A continuación llamó a cinco empresas de servicios de seguridad diferentes y preguntó por los costes de instalación. Nunca antes había tenido un sistema de alarma, nunca antes había tenido la necesidad. De repente quería uno, y pronto.

Capítulo 11

Llegó algo tarde a clase y sus alumnos estaban inquietos. Hizo todo lo que estuvo en sus manos para reconducir sus pensamientos (y a ellos), pero no podía centrarse, así que echó mano del libro de profesores, al que generalmente se refería (de manera un tanto pedante) como el Antídoto contra el aprendizaje. «Muy bien, ahora que hemos sacado nuestras propias respuestas, consultemos el Antídoto contra el aprendizaje…» Al final de su primera clase se disculpó por haber estado distraído y prometió a sus estudiantes que al día siguiente volvería a ser él mismo. Ellos asintieron solemnemente y se miraron de manera elocuente.

Saben que has estado hablando con la policía. Puede incluso que conozcan el motivo.

En ocasiones Thomas deseaba que hubiera un examen nacional que evaluara la capacidad de los chavales para llegar al mismo centro de los secretos y misterios que envolvían al profesorado. Todos sacarían grandes notas.

A la hora de comer miró su móvil para ver si tenía algún mensaje. Había tres, dos de empresas de alarmas solicitándole los detalles de su casa y preguntándole si estaba «precableada» para un sistema de seguridad. Thomas no sabía muy bien qué significaba aquello, pero les llamó y les dijo que, casi con toda probabilidad, no. Afirmaron que eso incrementaría los costes. Él les dijo que no había problema y concertó las citas para que se pasaran por su casa durante el fin de semana.

El tercer mensaje era de Polinski. Le pedía que la llamara. Así lo hizo y, en esa ocasión, ella respondió al primer tono.

—Soy Thomas Knight —dijo.

—Tiene cierta información para mí —contestó de manera muy formal.

—No estoy muy seguro —dijo Thomas—. Nada consistente. Más bien una extraña coincidencia…

—Prosiga —dijo Polinski.

Le contó todo: la llamada de Escolme, su encuentro en el Drake, su ataque de pánico por haber perdido la obra de Shakespeare y su afirmación de que esta había pertenecido a la novelista que había sido asesinada junto a su ventana. Se produjo un breve silencio cuando hubo terminado y Thomas esperó, sospechando que se limitaría a darle las gracias de manera educada y le colgaría.

—¿Puede deletrearme ese nombre, Escolme?

Así hizo, y se produjo otra pausa.

—¿Una obra de Shakespeare perdida? —dijo—. ¿Le parece a usted probable?

—Lo cierto es que no —dijo Thomas—. No sé mucho de ello.

—Al parecer él no piensa igual —dijo—. ¿Algo más?

—Creo que eso es todo.

—Estaremos en contacto —dijo Polinski, y después colgó.

En la sala de profesores, abrió el Tribune y le echó una hojeada. De tanto en tanto pasaba las páginas, buscando cualquier cosa relacionada con el asesinato. Sus ojos se detuvieron en una palabra del titular de una pequeña columna de la sección de cultura: «Shakespeare».

Comenzó a sentirse incómodo de nuevo, y a continuación tenso cuando empezó a leer la noticia. Segundos después se relajó. No era nada. Al parecer, la Conferencia Nacional sobre Shakespeare iba a celebrarse en Chicago. Ochocientos o más profesores y estudiosos de Shakespeare de todas partes del mundo iban a reunirse para una serie de ponencias y debates. Thomas sonrió sombríamente. Había asistido a esa conferencia cuando se celebró en Boston, en sus tiempos de estudiante de doctorado, y le había parecido impresionante, desalentadora y absurda por momentos.

Era una tontería, claro está, pensar que la conferencia fuera relevante para lo que había ocurrido. Llevaría meses programada, años quizá. Hacía más de diez años que Thomas ya no formaba parte de ese mundo. Lo cierto era que había dejado de formar parte al abandonar su tesis doctoral antes de llevar ni una cuarta parte hecha. Sin embargo, como profesor de lengua y literatura inglesa, nunca había podido dejar marchar a Shakespeare del todo, aunque en ocasiones le pareciera que era Shakespeare el que no le dejaba marchar. Y ahora la conferencia volvía a su ciudad, a su vida, y Thomas no podía evitar pensar que eso significaba algo.

Alzó la vista con el ceño fruncido, y lo decidió. Se marcharía del instituto tan pronto como sus clases le permitieran e iría a la conferencia. Miró de nuevo el periódico para ver dónde se celebraba la reunión. Se quedó sin habla.

La conferencia se celebraba en el Drake.

Naturalmente…

Capítulo 12

Thomas llegó al hotel sin noticias ni de la policía ni de Escolme, pero apenas había pensado en ello desde la comida. La idea de acudir a la conferencia de Shakespeare le había llenado de excitante curiosidad. Sin duda habría gente allí a la que conocería, sus nombres o sus caras, aunque lo último no era descartable. Estarían los dinosaurios de siempre insistiendo todavía en los mismos preceptos que todos los demás habían abandonado treinta años atrás, los ases de la teoría con su jerga, los «Shakespeare-devotos» (a menudo actores callejeros) y los que los trataban como admiradores irreflexivos. Se vería de nuevo inmerso en esa vieja energía, la chispa del debate inteligente, la emoción del descubrimiento, pero también se encontraría rodeado de quisquillosos y bravucones, inmerso en la pedantería y el ultraje intelectual, la pasmosa corrección política llevada al fervor ciego y las ambiciones opresivas, todos los allí congregados al acecho, cual buitres, por si alguien decía algo indescriptiblemente estúpido. Sería como pasarse por su propio funeral.

Y alegrarse de estar muerto, pensó con una sonrisa adusta.

Si es que eso era lo que significaba estar fuera del mundo académico. Quizá fuera así.

El Drake se le antojó diferente esta vez y, aunque no tenía una idea muy clara de qué esperaba encontrar allí, Thomas entró con seguridad, como si sí formara parte de ese mundo. Uno de los salones de baile acogía una exposición de libros y en el otro se realizaban las inscripciones para la conferencia. Se dirigió a ese último.

Había un par de docenas de académicos haciendo cola en tres mesas alfabetizadas, recogiendo los programas y sus identificaciones. Necesitaba una de las dos cosas para moverse a sus anchas por el lugar. Se acercó a la mesa más próxima y miró las letras (P-Z en ese caso), como si no estuviera seguro de dónde se encontraba su nombre, y apoyó con total tranquilidad la mano sobre una de las etiquetas de identificación vacías. La cogió y se fue derecho al baño.

Ya en uno de los compartimentos, escribió su nombre en un trozo de papel y lo metió en la funda de plástico. A continuación regresó con aire decidido a la recepción de la conferencia, escogió la fila de la mesa A-K y se acercó sigilosamente a ella con gesto contrito.

—Lo siento —le dijo a la agobiada estudiante que tenía ante sí—. Debo de haber traspapelado mi programa. ¿Le importa si…?

—Por supuesto que no —dijo la joven mientras le señalaba un montón de folletos en forma de pergaminos.

Thomas se marchó y echó una ojeada al programa para ver a qué ponencias podía acudir antes de que terminara el día. Se sentía satisfecho consigo mismo.

—¿Knight? ¿Thomas Knight?

Thomas se dio la vuelta. A pocos pasos de él estaba un hombre que rondaba los sesenta, con rostro de perro sabueso y ojos grandes y acuosos. Llevaba el maletín de un portátil al hombro e iba vestido a la manera de los catedráticos (un traje de tweed color brezo que quizá cincuenta años atrás fuera la última moda). Era un hombre alto, un tanto redondeado en los costados pero bastante robusto y erguido a pesar de su cabello canoso. Estaba mirando a Thomas con un gesto de incredulidad. Thomas lo reconoció a la primera.

—Profesor Dagenhart —dijo, ahogando la sensación de pánico por el hecho de que lo hubieran reconocido tan pronto, pero también contento de que fuera Dagenhart—. ¿Cómo está?

—Estoy bien —dijo el anciano. Sonrió, pero el gesto de incredulidad aún seguía ahí—. ¿Qué hay de usted? Jamás pensé que fuera a verlo de nuevo aquí —dijo. Cogió la mano de Thomas y la estrechó con firmeza.

«Aquí» no quiere decir en Chicago o en el Drake, pensó Thomas. Quiere decir en la Conferencia Nacional sobre Shakespeare.

El emplazamiento no importaba. La conferencia sería prácticamente igual independientemente de la ciudad en la que se celebrara, y la mayoría de los delegados verían poco más allá de los muros del hotel.

—Es mi ciudad —dijo Thomas de manera poco convincente—. Pensé en venir y echar un vistazo.

¿Un vistazo? Estaba retrocediendo en el tiempo, hablando como sus alumnos.

—¿Participa usted? —preguntó Dagenhart.

—Dios me libre —dijo con una franqueza de la que se arrepintió al instante—. Solo quería ver qué se cuece en los estudios shakesperianos estos días.

Dagenhart sonrió ante esa frase, aunque fue una sonrisa seca, irónica, y Thomas se apresuró a poner fin a aquel silencio.

—¿Va a participar usted, profesor? —preguntó.

—No voy a hacer una ponencia, si se refiere a eso —dijo Dagenhart—. Estoy en un seminario sobre el género en las comedias tempranas.

—Ah —dijo Thomas. Asintió como si nada pudiera ser más fascinante mientras intentaba pensar en algo inteligente que decir, intentando impresionarlo como en su momento hizo en sus clases.

—¿Y sigue dando clases en el instituto? —preguntó Dagenhart con la misma sonrisa levemente incrédula, como si Thomas hubiera dicho que reparaba chimeneas o que era domador de leones.

—Para mi castigo —sonrió Thomas.

—¿Y no piensa terminar el doctorado?

—Dios, no —dijo, también con demasiado entusiasmo—. Es decir, me encanta enseñar a los de esa edad. Siento que…

—¿Puede marcar la diferencia? —dijo Dagenhart con la misma ironía.

—Bueno, sí —dijo Thomas, intentando no sonar demasiado a la defensiva—. Un poco. Ya sabe.

—Bueno, supongo que alguien tiene que estar en las trincheras de primera línea —dijo Dagenhart—. Mejor usted que la mayoría. Aun así, no sé cómo lo aguanta.

—¿Aguantar el qué?

—La vaguería. La mediocridad institucionalizada. Todos esos malditos exámenes para demostrar lo contrario de lo que todos sabemos: que realmente no están aprendiendo nada y que a nadie le importa.

—Bueno —dijo Thomas—. No es tan malo. Estoy en un buen instituto. Y si te preocupas de verdad por tu materia y tus alumnos…

Una mujer le dio un golpecito a Dagenhart en el hombro y este se volvió. También tenía sesenta y tantos años, era alta y había algo levemente regio en su porte. De alguna manera se las arregló para no ver a Thomas.

—Ya están entrando —dijo con aburrida voz británica.

—Sí —dijo Dagenhart—. Enseguida voy. —Y, en el último momento, añadió—: Este es Tom Knight, antiguo estudiante mío. En la actualidad da clases en un instituto.

—¿De veras? —preguntó la emperatriz—. Qué solidario por su parte.

Thomas sonrió y asintió mientras leía el nombre de su etiqueta de identificación: Katrina Barker.

Casi se le desencaja la mandíbula.

—Señorita Barker —dijo—. Me encantó su libro. De veras… Era genial.

—¿El nuevo? —preguntó.

—Probablemente no —dijo Thomas—. El de las comedias en las ciudades.

—Oh, Dios santo —dijo—, eso fue en mi vida anterior. Ya no hago nada así. Pero me alegra que le gustara.

—Me pareció maravilloso. Su manera de abordar la religión en Jonson y Middleton…

Dagenhart miró el reloj y fijó sus vidriosos y perspicaces ojos en Thomas.

—Bueno, me alegra haberlo visto de nuevo, Knight. Le deseo todo lo mejor.

Barker esbozó una sonrisa de disculpa y lo miró con ojos amables. Thomas abrió las manos y negó con la cabeza. Lo comprendía, decía su gesto. Ella era alguien importante y estaba ocupada, mientras que él no era nadie…

A continuación ella siguió a Dagenhart, que se estaba abriendo paso entre la multitud que entraba por las puertas dobles a la sala donde se celebraba la conferencia, dejando a Thomas allí, mirando su programa como si supiera lo que estaba haciendo, como si tuviera derecho a estar en ese sitio.

Tuvo la dignidad suficiente como para no sentarse cerca de Dagenhart durante las tres ponencias que siguieron, aunque sus ojos siempre regresaban al lugar donde él estaba sentado, como si esperara que este fuera a volverse, sonreírle y proponerle tomar algo juntos en el bar para ponerse al día y presentarle a sus colegas. Pero el daño ya estaba hecho y las ponencias solo le sirvieron a Thomas para reafirmarse en que el mundo académico se había olvidado de él y había seguido avanzando, que más que rechazar él ese mundo por su mezquindad arcana y egoísmo y arrogancia, había sido el mundo académico el que lo había rechazado a él.

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