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Authors: Andrew Hartley

Tags: #Intriga, #Narrativa

Lo que devora el tiempo (8 page)

BOOK: Lo que devora el tiempo
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—¿Puedo…? —Thomas comenzó a hablar, colocándose tras la mesa y sentándose en la silla de la recepcionista. Sintió la mirada de las dos mujeres, pero le dio igual. Escribió en Google «VFL» e hizo clic en la página.

—Mire —dijo—. Échele un vistazo a la delegación de Nueva York.

—¿Qué? —dijo Polinski, a sus espaldas en ese momento.

—La lista de agentes… —comenzó Thomas.

Pero no había lista alguna de agentes. Accedió a las otras delegaciones y en ninguna de estas figuraba una lista de sus agentes.

—Su nombre aparecía aquí —dijo—. Tenía su propia página.

Ahí estaba de nuevo: la sensación de estar caminando por el techo: arañas donde debería haber mesas, las puertas del revés… No tenía sentido.

—¿Puedo usar su teléfono? —preguntó Polinski.

—Por favor —dijo la recepcionista, que contemplaba todo aquello como si se hubiera topado con una barraca.

Thomas escribió el nombre de David Escolme en el motor de búsqueda.

—¡Aquí! —dijo triunfal—. David Escolme, Vernon Fredericks Literary. —Hizo clic en el vínculo.

El ordenador vaciló y a continuación cargó la página. En ese mismo instante Thomas supo que esa no era la página que había visto antes. Al principio pensó que se trataba de una página de predicciones meteorológicas, pero el mapa del tiempo solo estaba llenando espacio. La información clave se encontraba debajo:

«Dominio libre. Si está interesado en adquirir el nombre de este dominio…»

Polinski, a su lado, estaba dando el nombre de Escolme a otro operador de la centralita. Tras unos segundos dijo:

—Entonces, ¿no es política de la compañía colgar información de los agentes? ¿Y eso no ha cambiado en los últimos días? —Se produjo una pausa, Polinski asintió y a continuación dijo—: No, está bien. Gracias.

Colgó.

—Esto es una locura —dijo Thomas—. La página estaba aquí.

—Mire la URL —dijo Polinski—. No es parte de la página de VFL. Si aquí hubo una página sobre Escolme, alguien copió el estilo de la agencia, colocó algunos vínculos de su propia página y la colgó a través de otro proveedor. Y hay algo más. Hemos buscado la dirección de Escolme en Nueva York.

—¿Y?

—Parece que se ha mudado. No hay ninguna dirección.

Thomas se sintió utilizado. Nada le enfurecía más.

—¿Y cuándo pensaba mencionarlo?

—No pensaba. —Polinski se encogió de hombros—. Porque yo soy la poli y usted…

—No. —Finalizó la frase por ella—. ¿Y ahora qué?

—Voy a hablar con la recepcionista… en privado, para averiguar quién se registró en la habitación 304.

—Lo que quiere decir que debería marcharme.

—Tendrá noticias mías en breve —dijo Polinski.

—¿Es una de esas advertencias para que no me marche de la ciudad? —preguntó Thomas.

—Sería útil que estuviera disponible para posibles cuestiones —dijo.

Thomas sonrió.

—Por supuesto —indicó—. Ahora, si no le importa, voy a acabar mi cerveza.

Pero no fue directamente al bar. Se acercó al tablón de anuncios de la conferencia sobre Shakespeare, cogió de la mesa contigua un folleto verde lima sobre la lectura dramatizada de una críptica obra de Middleton y escribió por detrás: «David Escolme (en caso de que sigas merodeando por aquí, disfrazado de shakesperiano): En relación con T. A. G. o cualquier otra cosa, no vuelvas a llamarme. Nunca. T. K.».

Subrayó con violencia dos veces la palabra «nunca», cogió una chincheta del corcho y clavó el papel con tanta fuerza que crujió. Una mujer oronda que había estado observando el tablón lo miró alarmada y se marchó a toda prisa de allí.

Thomas regresó al Coq d’Or con la cabeza gacha, pero con actitud optimista.

Capítulo 14

—¿Dónde está mi cerveza? —preguntó al sobresaltado camarero—. Estaba sentado allí. Tuve que salir un minuto y…

—Lo siento, señor. La tiré. Pensé que se había marchado.

—Bueno, estoy de vuelta —dijo—. Y tengo sed, y soy profesor, lo que significa que no puedo permitirme darle dos tragos a una cerveza de seis dólares y luego tirarla.

Seguía muy enfadado, y ser consciente de que estaba haciéndoselo pagar al camarero no le hacía sentirse mejor.

—Deje que le ponga otra —dijo el camarero—. Era una Goose Island, ¿verdad?

—Sí, la Honker’s Ale —asintió Thomas.

—Yo soy más de Wheatmiser —dijo el camarero.

—Quizá la pruebe luego —dijo Thomas.

—Tiene mucha garra —dijo el camarero.

—Como yo —dijo Thomas.

—Ya lo veo. —El camarero sonrió burlonamente.

—Lo siento —dijo Thomas—. Ha sido un día raro.

—Todos lo son —dijo el camarero. Sirvió la cerveza delante de él—. Que la disfrute.

—Salud —dijo Thomas. Le dio un trago y la saboreó—. Muy buena. ¿Entiende de champán?

—Algo —dijo el camarero—. Nuestra selección, sin embargo, es limitada. ¿En qué estaba pensando?

—¿Ha oído hablar del Saint Evremond Reims?

—Reims es una ciudad de Francia, en la región de Champaña, más concretamente —dijo el camarero, contento de tener la respuesta, al menos parte de ella—. ¿Sabía que los franceses consideran que todo lo que esté fuera de esa región no debería llamarse champán? Si es de California, se trata tan solo de vino espumoso.

—¿Qué hay de Saint Evremond?

—Probablemente sea la casa, como Moët o Krug, pero nunca antes lo había oído. Quizá solo produzcan para el mercado francés, como Mercier.

—Gracias —dijo Thomas, impresionado.

—¿Estamos en paz?

—En el mismo instante en que me reemplazó la cerveza. —Thomas sonrió.

—Nunca se entrometa entre un shakesperiano y su cerveza —dijo una voz a su izquierda.

Thomas se volvió. Era una mujer de complexión delgada y vestida con un traje formal de pantalón y chaqueta marrón. Tenía el cabello castaño y liso, recogido en una infantil, y por tanto chocante, cola de caballo, y su mirada era serena y madura. Tendría unos treinta y cinco años, pero su sonrisa, al igual que la coleta, le restaba diez años. Resultaba atractiva. Y familiar.

—Lo cierto es que soy un civil —dijo Thomas.

—Pensé que había dicho que era profesor —dijo ella.

—De instituto —dijo Thomas.

—Oh —dijo ella—. Diría algo alentador acerca de su asistencia a la conferencia, pero eso resultaría condescendiente, ¿no?

—Probablemente —dijo Thomas—. Y lo cierto es que no asisto a la conferencia.

—Su etiqueta de identificación sugiere lo contrario, Thomas —dijo.

—Oh —dijo Thomas—. Sí, bueno, solo pasaba por aquí.

—¿Ha oído alguna ponencia interesante? —dijo, y después se detuvo—. Espere. No responda a eso. Se marchó durante las preguntas después de mi ponencia, así que no sea demasiado honesto.

Thomas sonrió al reconocerla.

—Tenía otras cosas en la cabeza —dijo—. Estoy seguro de que la ponencia fue muy inteligente.

—¿Qué tiene eso que ver aquí?

—Aquí están las joyas de la corona, ¿no?

—Esa es la versión oficial —dijo con aquella sonrisa levemente pícara—. Todos somos increíblemente inteligentes y decimos cosas profundas y perspicaces, y si no las entiendes, entonces es que obviamente ni eres inteligente ni perspicaz y este no es tu lugar. Es un poco como El traje nuevo del emperador.

—Lo recuerdo —dijo Thomas, y añadió—: Fui estudiante de doctorado.

—¿Sobre Shakespeare? —dijo—. ¿Dónde?

—En la Universidad de Boston.

—¿Con quién trabajó?

—Dagenhart —dijo Thomas.

—Dios mío, ¿de veras? —dijo, claramente encantada—. ¡Randy Randall Dagenhart! Está aquí, ¿lo sabe?

—Sí, lo he visto.

—Era el terror de los estudiantes virginales.

—Tal como yo lo recuerdo, esa es una circunscripción bastante pequeña —dijo Thomas.

—Cierto —dijo ella. Lo miró fijamente como para que terminara la afirmación, pero Thomas no lo hizo—. Soy Julia McBride —dijo—. Jules para mis amigos y para los que se hacen pasar por tales en el mundo académico.

—Thomas Knight —dijo y le estrechó la mano.

—Encantada de conocerlo, Thomas —dijo. Brindó con un cóctel color crema en una copa de acero inoxidable de martini—. No debería burlarme de Randall. Ha sufrido bastante.

—No sé mucho de su vida.

—Oh, ya sabe, lo habitual. Un mal matrimonio. O que acabó mal. Por eso cambió tanto, me temo, al menos durante un tiempo.

—¿Y luego?

—No estoy segura. Su mujer enfermó. Una de esas enfermedades graves y debilitantes. Un infarto, quizá. Tuvo que cuidar de ella. Por lo que sé, ella no se mostraba muy agradecida. Cambiando de tema, Dagenhart va a participar en una sesión sobre las comedias tempranas mañana —recalcó—. ¿Va usted a ir?

Thomas se encogió de hombros. No se lo había planteado.

—Se comenta que no es más que una excusa para promocionar el seminario que va a impartir en el instituto en Stratford la semana próxima —dijo—. Habrá una miniconferencia especial allí. No coincide con la C. I. S., por lo que todas las normas serán diferentes.

—¿La C. I. S.?

—Disculpe. La Conferencia Internacional sobre Shakespeare. Se celebra cada dos años. Solo se puede acudir con invitación. Dicen que si faltas dos veces sin un buen motivo te tachan de la lista. Pero esta conferencia es diferente. Es más pequeña. Menos intensa. Hasta dejan que los estudiantes de doctorado presenten ponencias, imagínese. Todos los críticos textuales de la antigua escuela han sido invitados. Para mí es una excusa para viajar a Reino Unido y ver algunas representaciones, pero probablemente no asistiré a muchas de las sesiones. No soy de esos. Al menos no tendremos que aguantar a los oxfordianos allí.

—¿Los oxfordianos?

—Esos lunáticos que afirman que el conde de Oxford escribió las obras y Shakespeare, por razones más allá de toda comprensión racional, se llevó el dinero y el reconocimiento. Chiflados. Stratford es el único lugar que evitan. —Se volvió hacia el camarero y alzó su copa vacía—. Otro más, por favor.

—¿Qué es eso?

—Lo llaman Beso de chocolate Drake —dijo con una sonrisa juguetona—. Es una pena que ya haya pedido su bebida. Pero puede probarlo si quiere.

Thomas notó que se ruborizaba levemente.

—No se preocupe. Estoy bien así —dijo—. ¿Qué es lo que sabe acerca de Trabajos de amor ganados? —preguntó Thomas.

Pareció desconcertada por la pregunta, pero también pudo deberse al cambio de tema.

—No demasiado —respondió—. No lo tenemos.

—Pero ¿existió?

—Quizá —dijo—. No recuerdo los detalles, ¿por qué?

—Si apareciera ahora —dijo Thomas—. Es decir, si alguien encontrara una copia del original… sería todo un hallazgo, ¿no?

Su rostro se mudó y esa vez su perplejidad pareció todavía mayor, pero también había algo más, algo así como cautela o recelo.

—No soy un chiflado —añadió Thomas apresuradamente—. Es tan solo curiosidad.

—Se trata de una materia un tanto extraña por la que sentir curiosidad —dijo. La malicia estaba de vuelta en su voz—. Pero sí, supongo que sería todo un acontecimiento. ¿Por qué?

—Como ya le he dicho —respondió Thomas—, tan solo sentía curiosidad.

Su bebida llegó y ella le dio un sorbo. Thomas olió el chocolate. Los ojos de Julia estaban fijos en un punto sobre el hombro de Thomas. Thomas siguió su mirada hasta un joven alto de aspecto serio que permanecía vacilante junto a la puerta como si estuviera meditando unirse a ellos.

—¿Lo conoce? —preguntó Thomas.

—Un alumno de doctorado mío —respondió—. Deje que los presente.

—Tendría que marcharme ya —dijo Thomas, poniéndose en pie.

—Al menos acabe su cerveza —dijo.

—Sobre ese tema no puedo discutir —respondió Thomas. Se sentó de nuevo y tomó un trago de la Honker’s Ale. Cuando dejó el vaso en la mesa, el joven ya se había unido a ellos.

A Thomas le pareció un crío, pero probablemente tuviera unos veinticinco años. Estaba comenzando a quedarse calvo y llevaba la típica perilla tan característica de los estudiantes de doctorado y los jugadores de béisbol.

—Thomas —dijo Jules—, este es Chad Everett. Uno de mis candidatos al doctorado.

Thomas asintió y le estrechó la mano. Los ojos de Chad eran cautos, atentos.

—¿También es usted estudiante de doctorado? —preguntó.

—Estoy en rehabilitación —dijo Thomas—. Lo dejé hace una década y sigo limpio. Jules se rió, no así Chad. Seguía de pie.

—¿Quiere unirse a nosotros? —dijo Thomas—. Me voy en un minuto…

—No —respondió con brusquedad—. Tengo que trabajar en mi artículo.

—Chad presenta una ponencia mañana —dijo Jules—. Es su primera conferencia.

Chad la miró como si hubiera dicho que mojaba la cama por las noches.

—He oído algo hoy que me gustaría comprobar —dijo, lanzándole una clara indirecta a Thomas.

—Muy bien, Chad —dijo ella con rebuscado hastío—. Tome asiento. ¿Me equivoco al pensar que trae consigo su artículo?

—Sí, está en lo cierto —respondió mientras abría una cartera vieja.

—Piensa usted en todo —dijo ella—. Thomas, me temo que tenemos que hablar de trabajo.

—Es el momento de que me vaya a casa —dijo Thomas. Se acabó la cerveza. —Quizá volvamos a vernos pronto —dijo ella. Lo miró con ojos sinceros y divertidos que hicieron que Thomas se sonrojara cual adolescente.

—Quizá —dijo Thomas mientras se ponía en pie—. Chad —añadió, a modo de despedida. El estudiante no lo miró.

Mientras salía del hotel, Thomas recordó la irascible nota que había dejado para Escolme en el tablón de anuncios. Quizá fuera por la cerveza, o por la conversación, pero se sentía indulgente. Escolme no había pretendido en modo alguno que Blackstone muriera en su casa. No podía culpar a ese joven por no percatarse de en dónde estaba metiendo a su antiguo profesor.

Thomas recorrió con brío el silencioso vestíbulo, llegó al tablón de anuncios y buscó el folleto verde. Escolme, o alguien, lo había cogido. ¿Por qué te preocupa?, pensó.

Capítulo 15

Eran poco más de las cuatro de la mañana. Thomas no estaba seguro de por qué se había despertado, pero sí sabía lo cansado que estaba, por lo que se dio la vuelta e intentó buscar la postura para volverse a dormir. Quizá tenía ganas de ir al baño. No tenía la vejiga especialmente llena, pero sabía que le costaría dormirse tras habérsele pasado la idea por la cabeza. Se levantó de la cama, con los ojos apenas abiertos, y se dirigió hacia el baño. Ya estaba casi dentro, cerca del rellano junto al inicio de las escaleras, cuando se detuvo.

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