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Authors: Andrew Hartley

Tags: #Intriga, #Narrativa

Lo que devora el tiempo (11 page)

BOOK: Lo que devora el tiempo
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—Entonces, ¿cómo pudo perderse?

—Probablemente haya más —dijo—. Los dos nobles caballeros también quedó fuera del First Folio. Para entonces, Shakespeare ya estaba muerto y el Globe había sido destruido por un incendio. ¿Quién sabe cuántos manuscritos más se perdieron?

—Pero no estamos hablando de un manuscrito escrito a mano —insistió Thomas—. Estamos hablando de una obra que fue publicada en cuarto, lo que significa que tendría que haber cientos de copias en circulación. ¿Cómo pudo perderse?

—¿Sabe cuántas copias del primer cuarto de Tito Andrónico hay? —dijo McBride—. Una. Las obras por aquel entonces eran de usar y tirar. No se las consideraba un arte elevado, ni siquiera eran poesía. Sabemos que existe al menos otra obra que Shakespeare escribió y que no tenemos, Cardenio, aunque un manuscrito pudo haber sobrevivido hasta 1808, cuando se incendió la biblioteca del Covent Garden Theatre.

»A principios del siglo XVII Shakespeare no era el icono literario que es en la actualidad. Era tan solo un escritor, un escritor populista que escribía obras de entretenimiento para ser representadas en el teatro. Era bueno e hizo bastante dinero con ellas, pero ¿el escritor más exquisito que el mundo haya jamás conocido, un artista de quien todos y cada uno de sus garabatos deberían ser conservados cual reliquias sagradas? No precisamente.

—Entonces, ¿cómo han podido sobrevivir sus obras? —dijo Thomas, cambiando de enfoque.

—Ahí, señor Knight —dijo. El flirteo había regresado a su voz, así que Thomas no pudo evitar imaginársela inclinándose hacia él con un vaso de cóctel en la mano—, me ha pillado.

Capítulo 20

Thomas pasó dos días más en la cama del hospital, cambiando continuamente de canal y gritando de tanto en tanto ante las tonterías que emitía la televisión, hasta que el dolor de su hombro le obligaba a recostarse de nuevo y cerrar la boca. Transcurrido ese tiempo dijo que se iba a casa. Su médico, un hombre de mediana edad, gesto duro, ojos entusiastas y voz nasal, dijo que preferiría que permaneciera allí un par de días más, pero que volver a casa no iba a matarlo.

—Bien —dijo Thomas—. He visto más televisión de la que una persona puede soportar.

—Podría leer un libro —dijo el médico—. Algunas personas aún lo hacen.

—Mis hordas de amigos y conocidos se han olvidado de traerme uno —dijo Thomas.

Además de la policía solo había tenido otra visita, Peter, el director, que había asomado con gesto avergonzado la cabeza por la puerta tras unas flores y una enorme tarjeta firmada por sus alumnos. Thomas no tenía muchos amigos, pero considerando dónde se encontraba hacía poco más de un año (la bebida, la pérdida de su puesto de trabajo y otros oscuros momentos), pensó que no le iba nada mal. Leyó los nombres garabateados en la tarjeta y sonrió.

Había llamado el día anterior a Kumi para saludarla y, por motivos que no podía identificar con claridad, no le había contado lo que le había ocurrido.

No quieres que se preocupe, concluyó.

Había salido de nuevo en el Chicago Tribune, algo inevitable dada su notoriedad en el pasado, pero Kumi no lo vería, y nadie había pensado en llamarla. Por lo que a la policía respectaba, seguían separados y no tenían demasiado contacto.

Por teléfono, Kumi le había hablado de su lucha continua por no ser demasiado agresiva en sus clases de kárate y la necesidad de controlarse de igual manera en el trabajo.

—Siento que estoy atrapada en mitad de algo —dijo—. De todo. No soy japonesa, pero tampoco estadounidense. La gente no sabe muy bien qué hacer conmigo. Y sigo pasando de puntillas por protocolos culturales que no comprendo del todo. A veces me siento como si estuviera intentando hacer mi trabajo con un traje espacial, o con uno de esos buzos, que estaría muy bien si mi trabajo estuviera relacionado con el espacio. O el submarinismo. Estoy mejorando, pero nunca llegaré a formar parte de todo esto.

Thomas sonrió. Le ayudaba oír su voz.

—Pues vuelve a casa —dijo—. Tómate unas vacaciones. Solicita un puesto en Estados Unidos.

—Deja que domine mi sushi primero —dijo refiriéndose a sus clases de cocina—. Todavía me da demasiado miedo preparar pescado crudo para otra persona que no sea yo. Espera a que aprenda a hacer maguro maki y luego ya veremos.

—Pronto, espero. —Se llevó la mano izquierda al hombro derecho y se frotó la zona dolorida. Parecía que el dolor no iba a desaparecer.

¿Por qué no se lo cuentas?, se preguntó. Por qué no le dices: Escucha, Kumi, siento lo del sushi y demás, pero me han disparado…

Pero no lo hizo. No mintió, pero tampoco lo contó, y posteriormente volvió a preguntárselo de nuevo. ¿Por qué no se lo había contado?

Porque si se lo dices y no viene, eso significaría que no está preparada para abandonar su trabajo, por mucho que se queje de él, para estar contigo, que no te quiere lo suficiente…

En ocasiones cierta incertidumbre era preferible a saber algo con certeza.

Pensó en Julia McBride, la atractiva shakesperiana que también figuraba en la lista de gente a la que no le había contado lo de su disparo. Tampoco se lo había contado a ella, pero era consciente de que no lo había hecho, y eso le preocupaba.

Cuidado, Thomas, se recordó.

Cuando recibió el disparo llevaba un albornoz que le habían cortado para acceder mejor a la herida, así que no tenía nada más que unos calzoncillos que le habían dado en el hospital. Le pidió a Peter que le llevara unos vaqueros y una camiseta de casa, una petición que a su jefe pareció resultarle humillante y desconcertante. Peter había aparecido al día siguiente con ropa que Thomas no se ponía desde hacía años, ropa que debía de haber sacado del lugar más recóndito de su armario. Thomas ocultó su exasperación y le dio las gracias, pero protestó cuando el director se mostró de acuerdo con la policía.

—No, Thomas —dijo mientras le daba una palmadita en las piernas, tapadas por la sábana—. Todas tus clases están cubiertas. Descansa. Disfruta del verano.

Tras días en cama, Thomas echaba chispas ante la perspectiva de no tener nada que hacer cuando saliera del hospital, pero durante diez minutos después de que Peter se marchara, permaneció donde estaba, con los ojos fijos en la horrible ropa colocada a los pies de la cama. Encendió la televisión para distraerse y cambió de canal hasta que encontró una reposición de El ala oeste de la Casa Blanca. Estaba viendo el capítulo, pensando aún en levantarse, cuando la puerta se abrió de nuevo y una mujer entró en la habitación. Llevaba un traje de pantalón y chaqueta gris muy formal y el pelo de una manera bastante diferente a la última vez que la había visto, pero aquellos andares de jirafa eran inconfundibles. Se detuvo junto a la cama, con las manos en las caderas, cerniéndose sobre él como si acabara de cortarle el paso.

—No paras quieto hasta que logras que te disparen, ¿verdad? —dijo Deborah Miller.

Capítulo 21

—Hola, Deborah —dijo Thomas—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Tengo una reunión en la ciudad —dijo—. Pensé en pasarme a verte. Para saludarte, ya sabes. Supuse que podríamos tomar una cerveza y rememorar nuestras experiencias al filo de la muerte. Pero sigues ganándote el derecho a tenerlas, ¿verdad? En el instituto me dijeron que te encontrabas aquí.

—Estaban en lo cierto.

—Si fueras cualquier otra persona —dijo, todavía con el ceño fruncido—, habría pensado que te intentaron atracar o que te viste en medio de un fuego cruzado pero, dado que se trata de ti, supongo que has estado metiendo las narices donde no debías.

Le contó todo, en parte porque era el tipo de persona que no se tomaba demasiado bien las evasivas, y en parte porque su relación (si es que podía llamarse así) siempre había estado rodeada de intrigas, conspiraciones y hombres que querían verlos muertos. Hacía seis meses que no hablaba con ella, pero era como si estuvieran retomando la conversación en el mismo punto donde la habían dejado.

Deborah era conservadora de museos en Atlanta. Thomas la había conocido brevemente en Italia, pero su interés común en la arqueología los había situado en medio de un asesinato especialmente desagradable, un asesinato relacionado con la muerte de su hermano y con cosas más grandes y extrañas aún. Tras regresar a Estados Unidos, ella hizo uso de sus contactos en el FBI de manera tal que, Thomas estaba convencido, había salvado su vida.

—Una obra perdida de Shakespeare, ¿eh? —dijo—. ¿Por eso estás lleno de agujeros?

Se había sentado en el único sillón que había, con las piernas estiradas y los tobillos cruzados. Parecía llenar toda la habitación y el sillón pareciera haber sido fabricado para un niño.

Thomas asintió.

—Un agujero —dijo—. Una bala.

—Porque alguien quiere la obra —dijo sin asentir siquiera al comentario de Thomas—, o porque alguien quiere mantenerla en secreto.

Thomas se encogió de hombros.

—Quizá contenga Información secreta acerca del autor —dijo con una sonrisa burlona—. Recuerdo haber leído un libro así en la universidad. Hablaba de si Shakespeare había escrito realmente todas esas obras o si había sido otra persona. La cuestión de la autoría lo llaman, ¿no?

—Así es —dijo Thomas. Lo recordaba vagamente, pero nunca había coincidido con un experto que se tomara demasiado en serio aquel asunto, por lo que no había dedicado demasiado tiempo a reflexionar sobre ello.

—Se lo llevé a mi profesor de inglés —dijo, sonriéndose ante su propia ingenuidad—. Creo que estaba intentando llamar su atención, intentando entablar una conversación con él acerca de «asuntos serios». Me parecía muy guapo.

—¿Y qué fue lo que te dijo?

—Digamos que hizo un flaco favor a mi credibilidad como estudiante. Y ahora estoy totalmente segura de que las obras de Shakespeare fueron escritas por un tipo de Stratford llamado Shakespeare. Imagínate.

Thomas se echó a reír.

En la televisión, Martin Sheen (en el papel del presidente Bartlett) estaba dando una conferencia de prensa.

—Es un buen episodio —dijo Deborah, señalando con la cabeza en dirección a la tele.

Thomas asintió.

—Siempre es agradable encontrar a alguien instruido en la caja tonta —afirmó Thomas.

—Creo que los tipos que no pueden pasarse ni un año sin que los disparen deberían usar con cautela la palabra «tonto».

—Quizá —dijo Thomas—. ¿Para qué es la reunión por la que estás aquí?

—¿Para qué son siempre? —respondió—. Dinero. La economía se tambalea y cuando hay escasez de dinero, todas esas piezas culturales que la gente considera lujos son siempre las peor paradas. El museo, al igual que cualquier otro museo del país, lucha por resistir y hemos formado una especie de consorcio con otro par de museos más para compartir recursos. El principal museo es el Museo Arqueológico de Charlotte, Carolina del Norte, pero nos reunimos aquí para discutir la logística y las iniciativas que seguir. Terreno neutral.

—¿En el Drake?

—¿El Drake?

—Es un hotel.

—Oh —dijo ella—. No, nada tan solemne. Mañana regreso a Atlanta, tengo que preparar un viaje a México.

—Suena bien.

—Sí —dijo—, pero es por motivos de trabajo. Trabajo de campo, excavaciones para ser más precisos, no reuniones con tipos que quieren «optimizar las ganancias» llenando mi museo de dinosaurios electrónicos.

La misma Deborah de siempre, pensó.

—¿Está Kumi en la ciudad? —preguntó.

Thomas cambió de postura.

—No. Sigue en Tokio —dijo—. ¿Por qué?

—Bueno, como te han disparado…

—Oh, ya sabes lo ocupada que está. —Thomas probó a salirse por la tangente—. Y me marcho a última hora del día de aquí…

—No se lo has dicho.

No había sido una pregunta. Thomas apartó la vista y dijo simplemente:

—No.

Deborah negó con la cabeza y recogió las rodillas.

—No os entiendo —dijo.

—¡Si no la conoces! —respondió Thomas.

—¿Cómo iba a hacerlo? —contraatacó Deborah—. Nunca os halláis en el mismo continente excepto, claro está, cuando tenéis que huir de unos francotiradores. Me sorprende que no esté en la cama de al lado.

—No quiero implicarla en esto —dijo Thomas. No quería hablar de ello.

—¿La estás protegiendo? —dijo. Sonrió con frialdad—. Por lo que he oído, no necesita protección.

—Quizá —admitió Thomas—. Es… todo es complicado.

Le había hablado con anterioridad a Deborah de su matrimonio, del aborto que los había apartado el uno del otro, de la separación que los había aislado durante años, de las amargas llamadas telefónicas de larga distancia que habían acabado desapareciendo casi por completo, de los años de silencio. Deborah conocía de primera mano los acontecimientos de la primavera pasada que habían logrado en cierto modo aliviar la grieta existente entre ellos, pero ¿cómo se arregla una década de desconfianza y distanciamiento cuando nunca permanecían juntos más de unos días? Deborah tenía razón: Kumi y él casi nunca estaban en el mismo continente.

—No estamos aún en ese punto —dijo—. Estamos llegando, creo, pero seguimos siendo bastante independientes. Hemos tenido mucho tiempo para acostumbrarnos a ello. Resulta difícil cambiar. No quiero que se preocupe. No quiero que ella dependa de mí —dijo tras encontrar la palabra adecuada—. No estamos preparados para ello.

—No lo dejes mucho —le dijo Deborah—. La vida es corta. De todas las personas, tú eres el que mejor debería saberlo.

Capítulo 22

Media hora después de que Deborah se marchara, prometiendo seguir en contacto, Thomas metió sus pocas pertenencias en una bolsa y le dio una patada cuando esta se cayó de la cama. Tenía el hombro todavía inmovilizado, si bien menos tirante que antes, y le dolía cuando se movía. Mientras rellenaba los papeles del alta, una enfermera de gesto serio le dio un sobre grande de papel Manila.

—Ha llegado esto para usted —dijo, aparentemente ofendida—. Lo dejaron en recepción. El nombre de Thomas estaba escrito en cuidadosas mayúsculas. Dentro había otro sobre, más pequeño, y una carta escrita a mano.

Lo siento, señor Knight. Las cosas no tenían que haber salido así.

Había más, pero los ojos de Thomas se posaron en la firma que había al final de la segunda página: David Escolme. La ira se apoderó de él, se sintió cual caballo encabritado, y le entraron ganas de hacer trizas la carta o estrujarla y lanzarla al otro extremo de la habitación. En vez de eso tomó aire y siguió leyendo.

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