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Authors: Andrew Hartley

Tags: #Intriga, #Narrativa

Lo que devora el tiempo (2 page)

BOOK: Lo que devora el tiempo
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El mal que hacen los hombres les sobrevive;

el bien queda frecuentemente enterrado con sus huesos;

sea así con César. El noble Bruto

os ha dicho que César era ambicioso:

si lo fue, era la suya una falta,

y gravemente lo ha pagado.

Con la venia de Bruto y los demás,

pues Bruto es un hombre honrado

como son todos ellos, hombres todos honrados,

vengo a hablar en el funeral de César.

A Thomas le sorprendió lo bien que recordaba aquellos versos, pero sin embargo había olvidado (o casi) al chico que los había hecho memorables.

Veintitrés. Si solo lo hubiera leído en la prensa, si nunca hubiese conocido a Williams, el funeral le habría producido una diatriba privada acerca de la guerra, pero no sentía indignación, solo pérdida y futilidad. Comenzó a pensar en el potencial frustrado de Williams, pero desechó esos pensamientos por ser tópicos. Deseaba una conexión mayor con su otrora alumno, pero no recordaba nada de él más allá de la representación para convertir a aquel chico en algo real. Pensaba en Williams, pero también en que sus treinta y ocho años pesaban, y mucho, en él. A los veintitrés estaba dando clases en Japón, ni siquiera había comenzado el doctorado. Había conocido a Kumi. Es más, ya se había enamorado de ella. Veintitrés.

Qué extraño, pensó, que a los veintitrés ya fueras gran parte de lo que eres.

Lo recordaba todo, el olor de su apartamento en Japón, la bicicleta que había usado todos los días, la emoción de ir a ver a Kumi. Había pasado mucho tiempo, pero el recuerdo era tan vívido que Thomas sonrió como si siguiera en ese momento, como si no hubiera abandonado el doctorado, como si no se hubiera separado de su mujer, como si no hubiera encontrado un cadáver en la ventana de su cocina. Contempló sus manos, apoyadas a las diez y a las dos en punto sobre el volante del coche. Manos grandes. Fuertes. Pero la piel era más recia que antes, no tan suave. Miró de nuevo la iglesia y se preguntó si perder a un antiguo alumno era como sobrevivir a tus propios hijos.

Es sorprendente, pensó, la manera en que haces que todo lo referente a ti…

—La naturaleza de la bestia —dijo en voz alta.

¿Y por «bestia» te refieres a?

La vida, suponía.

Permaneció allí sentado, repitiendo mentalmente todo lo que pudo desenterrar de Ben Williams y observando a los chicos subir a los coches y a los autobuses amarillos mientras los antiguos compañeros de clase de Ben Williams se abrazaban, estrechaban manos y juraban mantenerse en contacto.

Capítulo 3

Ya bien entrada la tarde, el horror de la mañana parecía muy lejano y no le sorprendió del todo encontrarse la casa vacía cuando llegó. El único rastro de la investigación era la cinta amarilla, que habían colocado para evitar que la gente se acercara al lugar donde se había hallado el cadáver, y un coche patrulla al final de la calle. Un par de agentes estaban yendo de casa en casa. Casi había logrado olvidar lo que había ocurrido, lo había empujado a algún oscuro lugar de su mente y había intentado no mirar allí. Ahora que había regresado, todo volvía a ser real. Mientras recorría el camino que conducía a la puerta principal, le entraron náuseas de nuevo.

Una vez dentro, Thomas tomó un vaso de agua, cogió el teléfono, marcó un número de dieciséis dígitos y esperó.

—Hola Tom —dijo Kumi.

—Ya no dices moshi moshi —dijo Thomas, sonriendo.

—A ti no —dijo ella—. Eres la única persona que me llama a estas horas intempestivas.

—¿Qué tal todo por Tokio? —dijo. Oír la voz de Kumi era como obsequiarse con un buen baño caliente.

—Oh, ya sabes, lo normal. El Departamento de Estado quiere que me encargue de unos asuntos de propiedad intelectual con China, un tema que desconozco por completo.

—¿Y están al tanto de que hablas japonés, que no es lo mismo que chino?

—Oh, sí. Les han dado una beca.

—Entonces, ¿por qué tú?

—Quién sabe. Les parezco simpática.

—Eso es que no te conocen —dijo Thomas.

—Nadie me conoce como tú, Tom —dijo con la misma ironía de siempre—. O al menos hay partes de mí que solo tú ves.

—Eso espero —dijo Thomas.

—No me refería a eso —dijo ella—. Tienes la mente de un…

—¿Estudiante?

—Sí, supongo —dijo—. ¿No eres ya un poco mayor para esas cosas?

—Probablemente —dijo—. Pero en ocasiones siento que solo llegué a conocerte de veras a esa edad.

Le pareció oír que suspiraba. Durante años habían estado separados, furiosamente separados. Al menos en esos momentos volvían a hablarse, quizá más que eso, aunque resultaba difícil saberlo. Nunca habían dejado de estar casados, al menos técnicamente.

—¿Qué tal van tus clases? —preguntó Thomas.

Kumi había decidido que, dado que iba a estar en Japón, no le vendría mal una inmersión en su patrimonio cultural. Se había apuntado a tres cursos: kárate, cocina japonesa tradicional e ikebana, el arte japonés de arreglo floral. Ese era el primero al que había ido.

«Esas mujeres me volvieron loca», le había dicho. Todo tenía que ser exactamente como decían. Y solo había una manera de hacerlo. «Colocan dos trozos de bambú y una camelia sobre una piedra y parece que estén desactivando un misil nuclear. Miran el mío y dicen: “Está mal”. Mal? ¡Es un arreglo floral! Tuve que salir de allí antes de matar a alguien».

Eso había sido dos semanas antes.

—No sé cuánto tiempo voy a durar en kárate —le dijo esa noche—. Dicen que no me concentro y que soy demasiado agresiva.

Thomas soltó una carcajada.

—Deja de reírte, profesor de inglés —dijo Kumi—, o iré allí y te patearé el culo.

—¿Cuándo? —dijo él.

—Cuando haya dominado el sushi —respondió Kumi—. Eso se me da mejor. Todo eso del zen tiene más sentido cuando estás preparando arroz y aperitivos de algas marinas que cuando alguien está intentando darte una patada en la cabeza.

—Escucha —dijo Thomas—. Ha ocurrido algo y necesito hablar contigo.

Le habló de la mujer muerta y ella le formuló las preguntas adecuadas hasta que Thomas ya no tuvo más respuestas y se hizo el silencio. Entonces le comentó lo del funeral de Ben Williams.

—No me suena que me hayas hablado de él —dijo Kumi.

No había sido una crítica, pero Thomas se irritó.

—Por aquel entonces no me hablabas, ¿recuerdas?

—Dos no pelean si uno no… —dijo ella.

—Cierto —admitió Thomas.

—Siento no poder ir a los Estados Unidos en este momento, Tom.

—Oh, lo sé —dijo Thomas, contento de que al menos se lo hubiera planteado—. No sé qué me ha afectado más, el asesinato o el funeral. Ha muerto a la misma edad que yo tenía cuando nos conocimos.

—¿Sí?

—Esas cosas te hacen pensar —dijo. La vacuidad de la frase le obligó a seguir hablando—. Es decir, hacen que te des cuenta del poco tiempo que tienes, o que puedes tener, de que deberíamos…

—¿Vivir el momento?

—Algo parecido, sí.

—¿Estás bien, Tom?

—Sí —dijo—. Perdona, tan solo me siento un tanto… melancólico, supongo. Tengo treinta y ocho años, Kumi, ¿sabes? Treinta y ocho. Eso me sitúa en el ecuador.

—¿En el ecuador de qué?

—De la vida —dijo Thomas—. Es decir, de acuerdo con la esperanza de vida media. Más del ecuador si algo ocurre…

—Oh, qué conversación tan alegre —dijo Kumi.

—Lo siento.

—Lamento no estar allí, Tom, pero tú no me quisiste de vuelta antes.

—No es cierto —dijo Thomas—. Sí que quería, aunque no lo supiera.

Kumi se rió y Thomas intentó sacar provecho de la ventaja que aquello le proporcionaba.

—Entonces, ¿de cuánto tiempo estamos hablando? ¿Seis meses? ¿Un año?

—Tom —dijo Kumi. Ahí estaba de nuevo, el tono cauteloso, la negativa a implicarse con él, con «ellos»—. No estoy segura. Ahora mismo no puedo pensar en eso. El proyecto en el que estoy trabajando promete mucho. Me quejo de mi trabajo, pero es parte de mí. Entre tú y yo, soy bastante buena en esto y, la mayor parte del tiempo, me encanta. Deja que lo termine y luego hablaremos. Te lo prometo.

—¿Semanas?

—Dos. Tres, quizá.

—De acuerdo.

—Bien —dijo Kumi. Se rió, una breve exhalación que expulsó la tensión de su pecho, un sonido tan familiar que Thomas casi pudo verlo y cuyo significado comprendía. Era un sonido de alivio, feliz y agradecido, y Thomas supo en ese momento que, mucho tiempo antes de esa llamada, ella se había estado armando de valor para decirle que todavía no iba a ir, que ni siquiera estaba preparada para plantearlo.

—De acuerdo —dijo de nuevo, preguntándose cuándo volvería a verla, preguntándose también por qué esas llamadas siempre hacían que se sintiera como el participante de un concurso de televisión que queda segundo y regresa a su casa con unos premios de consolación que o bien ya posee o que nunca ha querido poseer—. Tan solo deseo tenerte aquí de nuevo.

—Pronto —dijo ella—. Lo prometo.

Capítulo 4

Thomas estaba ordenando el trastero a rebosar de libros, que con su sorna habitual llamaba «biblioteca», cuando sonó el teléfono. Leía novelas de manera obsesiva durante todo el año. Incluso tras haberse pasado horas corrigiendo trabajos, se repantingaba en el sillón con un vaso de algo y un libro hasta que apenas podía mantener los ojos abiertos. Eso era lo que hacía. Leía despacio, ponderando cada frase en su mente, independientemente del género literario, y siempre terminaba los libros, incluso aunque le llevara semanas, por muy malos que fueran. Aunque por lo general podía prever qué libro iba a ser una pérdida de tiempo ya en las primeras páginas (al igual que, con respecto a sus estudiantes, podía prever con qué tipo de trabajo iba a encontrarse ya en el primer párrafo), no podía dejarlo. Mientras ponía en el suelo una pila de ejemplares en edición rústica en perfecto estado para poder coger el teléfono, pensó que se trataba de un defecto del que estaba secreta y absurdamente orgulloso.

—¿Cómo va todo, señor Knight?

No conocía la voz.

—Bien —dijo Thomas de forma reflexiva—. ¿Quién es?

—Soy David Escolme. Probablemente ya no se acuerde de mí.

—No es así, David —dijo Thomas mientras pensaba en que lo cierto era que sí que se había olvidado por completo de él hasta que había sonado el teléfono.

David Escolme había sido alumno suyo hacía cuánto, ¿diez años? Algo así. Antes que Ben Williams seguro. Y, a diferencia de Williams, Escolme había sido un chico raro, lleno de acné y asocial, bastante más inteligente de lo que le convenía. Habían hablado de música, de lo que en esos momentos se llamaba rock alternativo y sus diversos antepasados, desde el grunge hasta grupos más antiguos, extravagantes y difíciles de etiquetar como XTC. Lo cierto era que había sido Escolme quien le había dado a conocer algunos de esos grupos y le había regalado uno de los álbumes de XTC al terminar el instituto. Thomas todavía lo escuchaba de tanto en cuando.

Como si le hubiera leído el pensamiento, Escolme dijo:

—¿Sigue escuchando música?

—Algo —dijo Thomas—. No estoy muy al día. Probablemente siga escuchando lo mismo que cuando estabas aquí.

—¿Y leyendo a Sherlock Holmes? Fue usted quien me lo recomendó, ¿recuerda?

Thomas no lo recordaba, y hacía años que no leía a Conan Doyle. Escolme no esperó a oír la respuesta, sino que citó con un ridículo acento británico:

—«¡Ves, pero no observas!» Grandes libros. ¿Recuerda la serie de televisión con Jeremy Brett? Increíble.

—Era buena —dijo Thomas.

Era más que sorprendente escuchar a Escolme tras todos esos años. Había algo extraño en ello. Bajo las apresuradas explicaciones del joven acerca de cómo había dado con su antiguo profesor de instituto, tras las bromas afables sobre aquel periodo, había algo premeditado. Parecía estar leyendo un guión, no con el tono desapasionado de un teleoperador, sino con un afectado descuido, como un actor que intenta pasar por espontáneo cuando lo cierto es que lo lleva todo memorizado.

—¿Conocías a Ben Williams? —preguntó Thomas.

—No —dijo Escolme—. Lo leí la semana pasada. El funeral ha sido hoy, ¿verdad?

—Sí.

—Mala suerte.

Tan inadecuada afirmación irritó a Thomas, por lo que decidió precipitar el final de la conversación.

—¿Querías algo en particular, David? —preguntó.

—Bueno, tiene gracia —dijo su voz, a través de lo que parecía un móvil, con un tono que intentaba enfatizar que realmente sí que tenía gracia, aunque Thomas lo dudaba mucho—. No sabía a quién recurrir. Sé que han pasado muchos años y que hemos perdido el contacto, pero… bueno, ¿a quién más conozco que lea a Shakespeare?

Thomas frunció el ceño.

—¿Shakespeare? —dijo.

—Sí —dijo David—. Necesito un poco de ayuda con Shakespeare.

Escolme parecía al borde de la risa de tan absurda que era su petición, y Thomas se preguntó durante un instante si todo aquello no sería una broma. Quizá se trataba de un grupo de estudiantes que, con el funeral de Ben Williams aún reciente, estaban agolpados alrededor del teléfono intentando no romper a reír mientras se mofaban de su antiguo profesor…

—Tienes que conocer a más gente que lea a Shakespeare, David —dijo Thomas.

—Quizá —dijo Escolme sin ni siquiera molestarse en eludir la respuesta—, pero usted estaba haciendo un doctorado sobre él, ¿verdad? Lo recuerdo. Esa es la razón por la que era tan buen profesor.

Thomas se sonrió ante la non sequitur.

—Nunca lo terminé —dijo—, y eso fue hace mucho, mucho tiempo. ¿Por qué no hablas con alguien del departamento de literatura de…? ¿A qué universidad fuiste?

—¡Boston! —dijo, momentáneamente sorprendido—. Usted me ayudó a entrar, ¿no lo recuerda?

—Por supuesto —dijo Thomas. La Universidad de Boston: su antigua universidad, de la que se había marchado para enseñar en un instituto de su Chicago natal, intentando así acallar los comentarios de sus profesores acerca de su talento desperdiciado, de la misma manera que había acallado la chirriante falla sobre la que se sostenía su matrimonio.

Eso fue hace mucho tiempo.

Y el terreno sobre el que se sostenía su matrimonio había dejado de moverse. Hasta el momento. La mente de Thomas regresó a la conversación que había tenido con Kumi y se preguntó distraídamente cuándo volvería a verla.

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