SINOPSIS
El crimen sólo necesita un detonante, que algo o alguien apague la ficticia luz que ilumina sesgadamente nuestra existencia y vuelva a sumergirnos en la tiniebla primigenia. Un simple clic y sobrevendrá la oscuridad. El silencio se teñirá de horror y la mano criminal se alzará para cobrarse una vida.
Bella y enigmática, la joven abogada
Eloísa Ángel
es una auténtica
femme fatale
de inteligencia prodigiosa fascinada por los asesinos en serie, sobre los que está escribiendo un libro. Para ello, contacta con un periodista, un abogado y un político que, al borde de la vejez, está a punto de convertirse en alcalde de Zaragoza. De todos se vale y a todos, atraídos por su sensualidad y turbio pasado, manipula.
Una mañana de primavera, la ciudad se despierta con la noticia del brutal asesinato de
Eloísa
. La posterior investigación pondrá al descubierto las miserias humanas y también las pasiones desatadas bajo la aparente tranquilidad de la vida en una capital de provincias.
«
Beware of jealousy, my lord!
It’s a green-eyed monster…»
.
WILLIAM SHAKESPEARE,
Othello
Juan Bolea
Pálido monstruo
ePUB v1.0
NEC5026.04.13
Título original:
Pálido monstruo
Juan Bolea, 09 - 10 - 2012.
Editor original: NEC50 (v1.0)
ePub base v2.1
A Belén (madre e hija), Edu y Juan.
Y al navegante y letrado que
me asesoró debajo de las ardillas.
—¿U
N décimo? ¡Hoy toca! ¡Mañana pueden ser millonarios!
Fidel María Paternoy, el abogado penalista que treinta años atrás había sido alcalde de Zaragoza, vio a Ramiro, el ciego de El Tubo, y se dirigió hacia él para comprarle un cupón. Lo hacía siempre que podía, aunque raramente consultase después el resultado de los sorteos.
Los ciegos nunca le habían tocado. Si en alguna ocasión su número había salido en el bombo, no se había enterado. A veces se le ocurría pensar que por desidia podía haber perdido millones, pero no tenía apego al dinero. Su abuelo solía repetir una máxima que él suscribía: «No hay mejor lotería que el trabajo y la economía».
Con su pelo blanco y su distinguido porte, Fidel se parecía al recuerdo que él mismo tenía de su abuelo. En los Juzgados de la Plaza del Pilar y en los ambientes de la Zaragoza jurídica le conocían por el sobrenombre del Viejo. El apodo solía pronunciarse con simpatía, por lo que no le molestaba.
—A ver, Ramiro —le dijo al invidente—. Elígeme un numerito.
El ciego había reconocido la voz de Paternoy, modulada y grave como la de un locutor de radio. Apenas había pronunciado esas palabras, Fidel se recriminó por haberlas prologado con ese improcedente «a ver». Ramiro no parecía haberse dado cuenta, pero para el puntilloso abogado el respeto al prójimo y, en especial, a los menos favorecidos era un principio moral.
—¿Cuál?
—El que más rabia te dé.
La mano de Ramiro fue tanteando los cupones prendidos a su solapa.
—Aquí tiene, don Fidel. Un capicúa.
—¿Saldrá premiado?
—Con ayuda de la Virgen del Pilar, que ampara las causas perdidas…
El abogado sonrió.
—Ésas son las mías. Dame otro.
—Muy agradecido, don Fidel. ¡Que tenga un buen día!
Al Viejo no le gustaba que le trataran de usted, pero no se atrevió a corregir a Ramiro.
El ciego le daba pena por su condición y porque su trágica historia no le era indiferente. Años atrás, Paternoy le había visto muchas noches actuar con sombrero andaluz y botines de charol. En su época de esplendor, cuando sólo podía temer que le cegasen otras luces, las de la fama, se hacía llamar
Ramiro del Barrio Verde
. Era artista. Cantaba coplas y bailaba flamenco sobre el escenario de El Plata. Una aciaga madrugada, tras una juerga de alcohol y mujeres, Ramiro perdió la vista en un accidente de tráfico. Su madre le ayudó a sobrevivir y la
Organización Nacional de Ciegos
le fichó para vender el cupón. En Zaragoza todo el mundo le conocía.
—Resguárdate del sol, Ramirico —le aconsejó Fidel—. Cogerás una insolación.
—En El Tubo siempre hace frío —replicó el vendedor de cupones.
El Viejo le dio la razón, porque era verdad, y se alejó desanudándose la corbata. Aborrecía esa prenda y sólo la llevaba por compromiso. Esa mañana no tenía que regresar al juzgado, así que podía quitársela, enrollarla en un bolsillo y, como un ciudadano libre de ataduras, respirar a pleno pulmón la brisa del Ebro, con su húmeda sensación de frescor.
* * *
S
IEMPRE que enderezaba El Tubo, ese callejón de los milagros, un soplo de su perdida juventud le animaba y Fidel volvía a ver a las cigarreras, al limpiabotas, que dejaba los zapatos como espejos, y a los camareros de pelo grasiento, con raya a un lado, despachando chatos de vino y raciones de caracoles.
También, aunque hacía mucho tiempo que había muerto, solía reencontrarse con el espíritu de Bragueta Floja, como llamaban los chicos de su pandilla al dueño de
La Ortopedia Francesa
.
El espectro de Bragueta Floja parecía seguir alentando su fantasmal existencia tras la luna de su abandonada tienda, escudriñando el escaparate como hacía antiguamente, en vida, acechante y obsceno, entre maniquíes y prótesis, a la espera de que algún adolescente se animara a entrar para comprarle condones. Cuando eso ocurría, Bragueta Floja servía el paquete de gomas con la cremallera del pantalón a medio tiro y un gesto tan degenerado que los chicos de la pandilla de Paternoy se preguntaban qué haría, en qué antros, con qué cómplices o víctimas ejercería aquel sátiro sus secretos vicios cuando cerraba
La Ortopedia Francesa
y se alejaba por los callejones envuelto en un oscuro gabán.
La memoria de Fidel era igualmente capaz de resucitar a la Reme, de carrillos como tomates maduros y senos arenosos como globos terráqueos. A su lado, las modelos de Rubens habrían resultado anoréxicas. En una lejana tarde del verano de 1953, la Reme había desvirgado a su hermano Martín, a su primo Felipe y a él en un zaquizamí
[1]
de la calle Osaú con olor a col hervida y un suelo de cemento crudo dibujando olas, como las alcobas que pintaba Van Gogh. «¿O puede que fuera el efecto del vino?», se preguntó Fidel, recordando que, antes de subir al piso de aquella loca que vivía rodeada de gatos cimarrones y vírgenes de escayola, su hermano, su primo y él se habían armado de valor trasegando litro y medio de pajarilla de Almonacid de la Sierra.
Nada de todo aquello existía ya.
Tampoco El Plata.
De la desconchada fachada del cabaré colgaba un andamio. Aunque casi nadie lo sabía, y a él, por un cívico pudor, no le agradaba comentarlo, Fidel Paternoy se había convertido en uno de sus nuevos propietarios.
Tras el cierre de la sala por ruina, un grupo de amigos —otros dos abogados, un editor y él— se habían asociado y la habían adquirido con el propósito de reformarla y volver a abrir el cabaré al público. Fidel había participado en esa operación no tanto por codicia, en cuanto a su expectativa de negocio, como debido a una mezcla de nostalgia y vocación de servicio a una ciudad en la que había transcurrido su vida, que había gobernado durante cuatro años, al comienzo de la transición, y a la que amaba. El Plata era una seña de identidad, un símbolo que valía la pena recuperar.
Con el propósito de comprobar cómo iba el curso de las obras, Fidel pasó debajo del andamio, apartó un panel de conglomerado que hacía las veces de puerta y entró al cabaré.
Dos albañiles trabajaban en el alicatado del zócalo. Bromeando entre sí, procedían a cementar las plateadas teselas que habrían de proporcionar a la sala un luminoso efecto de espejo.
Tras saludarles, la mirada de Fidel escrutó el local, cuya reforma avanzaba con exasperante lentitud por filtraciones de agua de misterioso origen, por la demora municipal en la concesión de permisos y por la falta de competencia del contratista.
Sin embargo, el abogado tuvo que reconocer que el escenario, un pequeño teatro con la pared de fondo como telón pintado, había quedado idéntico al original. Brillaban de nuevo los colores de la pintura de la isla con su exótica palmera, la blanca arena y el mar azul que hicieron soñar a generaciones enteras. Las que jamás habían salido de España. Las que, pensó el republicano Paternoy, quedaron enjauladas en la trampa del franquismo y buscaban en el cabaré o en cualquier otra evasión sueños de indisciplina y libertad.
El Viejo charló unos minutos con los albañiles, tratándolos con el respeto que le inspiraba su oficio.
Esa actitud obedecía a razones éticas. A diferencia de tantos socialistas que se habían aburguesado, aspirando a ascender de clase social, Fidel mantenía intactos sus principios. Para él, todos los hombres, trabajasen con la cabeza o con las manos, eran iguales a los ojos de los demás y de la ley. De ese modo, se mostraba consecuente con sus humildes orígenes.
Estaba orgulloso de sus raíces. Su abuelo había sido cantero y su padre, Francisco José Paternoy, empleado del transporte público. Ambos, ya fallecidos, habían sido militantes del Partido Socialista Obrero Español.
Su abuelo había muerto en la guerra civil, luchando por la República en el frente del Ebro. Cayó en combate, a la orilla del río, cerca de Gelsa. Sus restos jamás aparecieron. A Fidel le gustaba pensar que habían sido arrastrados corriente abajo, hasta las playas del delta, fundiéndose con las aguas del Mediterráneo.
Fidel se despidió de los albañiles y se dirigió al Bar Habana, en la plaza de España. Solía frecuentar esa pintoresca tasca, situada a pocos minutos de su despacho y de la sede de los juzgados.
«A tiro de piedra», decía él, campechanamente.
* * *
A
L salir a la plaza, Fidel coincidió con David Guzmán, uno de los pasantes de su bufete, y le invitó a tomar un café.
—Acepto, Viejo, pero te toca pagar —le advirtió Guzmán.
—Sabes bien, impertinente jovencito, que nunca llevo dinero encima.
Además de por sus éxitos profesionales, Fidel era célebre por sus despistes, por dejarse el maletín o el abrigo en cualquier sitio, y por no llevar efectivo. Si tenía que salir de viaje, su secretaria le metía un sobre en el bolsillo con unos cuantos billetes de cincuenta euros y una tarjeta con la dirección del hotel en que le había reservado habitación.
—Podemos dejarlo a tu cuenta del Habana —sugirió Guzmán.
—¿Por qué no abres tú una, David? Estoy seguro de que Miguelón, ese herético adorador del Real Madrid, te fiará muy a gusto.
—No discutamos, Viejo. Pagaré yo.
—Eso está mejor, pero no deberías rendirte tan pronto. Confío en que en la lucha procesal te muestres más guerrero.
El joven pasante encogió los hombros en un gesto de impotencia.
—¿A quién apelaré si me enfrento contigo?
El Viejo sonrió, complacido. Le gustaba confraternizar con sus pasantes. Desde el momento en que ponían un pie en el despacho, los animaba a que le tuteasen y tuvieran plena confianza con él.