Pálido monstruo (9 page)

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Authors: Juan Bolea

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Pálido monstruo
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—¿Eran muchos? —quiere saber ella.

—Cincuenta, quizá cien fieles. Yo me había ganado la amistad del pastor y tuve la suerte de hallarme presente cuando obró su primer milagro. Una anciana se levantó de su silla de ruedas y fue caminando sin ayuda hacia el altar. Los hermanos empezaron a gritar «¡Milagro!», y a cantar salmos de alabanza. Escribí el reportaje y seguí cultivando a Antonio Sevilla. Pero pronto lo calé. El milagro había sido una farsa y él era un pícaro. Un mujeriego. No creía en Dios ni en la Biblia. Sólo en él. Estafó a muchos y de manera cruel a Rufino Buendía. La madre de los Buendía se estaba muriendo de un cáncer de médula. Sólo un trasplante podía salvarla. El predicador se comprometió a movilizar a sus fieles para recaudar fondos, pero un mal día se fugó con los donativos, más los ahorros familiares. Antonio Sevilla había seducido a la hermana de Rufino, una pobre mujer llamada Marcelina. Consiguió introducirla en la secta y una noche él mismo se metió en su casa. La violó, le robó cuatro mil euros y se dio a la fuga. Rufino fue tras él. Lo encontró en Tudela. El predicador había cambiado de oficio: se había hecho cocinero en una crepería. Rufino lo esperó a la salida del local, lo apuñaló y fue a entregarse a la Guardia Civil.

Declina el sol. En esa terraza junto al Ebro, las sombras de la tarde juegan con el anguloso rostro de Eloísa.

Seguimos charlando hasta el anochecer. Ella tiene hambre y propone ir a cenar. Le gusta un restaurante en las afueras, especializado en caza. Vamos y nos sentamos como una pareja establecida que sale para celebrar algo íntimo, un aniversario, un embarazo. Bebemos vino. Me toca sentarme frente a la cabeza de un jabalí. Colmillos amarillentos, cerdas grisáceas. Apenas puedo comer. Seguimos bebiendo vino.

No recuerdo mucho más. Salimos del restaurante. Me gustaría escribir que la noche era estrellada, pero, aunque me hubieran puesto delante el sol, tampoco lo habría visto. Llevo una buena. Me derrumbo, borracho, y ella se inclina para ayudarme. Al incorporarme, nuestros cuerpos se traban. Siento su aliento, su picadura de amor.

Paramos otro taxi y vamos a su casa. Eloísa vive en Residencial Paraíso, una urbanización céntrica.

El portal tiene espejos y alfombras. Nos besamos con una fiebre delirante de pasión. Intento dar un paso más, pero ella me para los pies y, trastabillando, dirige los suyos al ascensor.

Fin de la aventura. ¿O será el principio de algo?

* * *

Capítulo 17

H
ABITUALMENTE, los abogados de la firma Paternoy & Asociados abandonaban el bufete a partir de las ocho. Pero aquella nublada tarde del 15 de marzo permanecieron en sus despachos a la espera de reunirse en la sala de juntas.

Era el propio Fidel quien los había citado. La hora —ocho y cuarto— les había sido comunicada por Alicia, su secretaria.

Aunque amenazaba lluvia, el Viejo había pasado un buen rato en su huerto. Además de por el teatro y el fútbol, Fidel sentía predilección por la naturaleza. Era dueño de una parcela en el término de Garrapinillos, a unos quince kilómetros de la ciudad. Un huerto al que, evangélicamente, había llamado
Getsemaní
. Con ayuda de un agricultor del pueblo, cultivaba árboles frutales y especies exóticas. Tras ensayar con diferentes clases de tierras, semillas y abonos, había conseguido aclimatar palmeras, yucas, árboles del pan, buganvillas e hibiscos, incluso airosas ceibas
[6]
cuyos troncos se cimbreaban con el viento del valle del Ebro. Fidel compartía con Chesterton, un autor al que veneraba, su amor por los árboles. Le gustaba cuidarlos y aplicarles injertos, pero su mayor gozo consistía, simplemente, en contemplarlos. En una caseta de aperos guardaba una mecedora que había pertenecido a su madre. Nada podía proporcionarle mayor placer, mientras cambiaba la luz y las nubes se sucedían en el cielo, que sentarse a fumar, observando el movimiento de las ramas y abandonando su pensamiento al azar.

A las siete de la tarde, Paternoy regresó de su huerto al centro de la ciudad, tomó un café en El Real, en la plaza del Pilar, y se dirigió a la reunión.

A la mesa de la sala de juntas estaban sentados tres de sus cuatro socios: Julio Cremades, Manuel Escolar y Jaime Recio. Faltaba Luis Ochandía, que se encontraba de vacaciones en algún lugar de Extremo Oriente.

—En Vietnam, creo —recordó Cremades. Era espigado, como Paternoy, pero carecía de su distinción—. Lejos y a salvo de nuestras aceradas garras.

—Dichoso él —convino Fidel. Parecía nervioso. Anudó y desanudó las manos, y dijo en tono críptico—: También yo creí estar lejos y a salvo de toda tentación, pero el diablo ha descubierto mi retiro y se ha arrastrado hasta mi secreta gruta.

Buen conocedor de la Biblia, Fidel solía utilizar, tanto en los juicios como en sus tertulias, parábolas y citas de los libros sagrados. Sin embargo, aquella metáfora inspirada en las tentaciones de Cristo durante su penitencia en el desierto había sonado ambigua a sus colegas. En la sala se adensó un cauteloso silencio. La curiosidad aleteaba como un pájaro apresado en una red.

—¿Cómo acabó tu lucha con el maligno? —preguntó Escolar.

—Me temo que no resistí —repuso Fidel con un contrito mohín—. A duras penas aguanté su primera asechanza. A la segunda, no me mostré lo bastante fuerte y a la tercera caí.

—¿Conocemos el nombre de ese demonio tentador?

—Es un antiguo camarada de lucha.

—¿Un político? —dedujo Cremades.

—Sí.

—¿Qué te ofreció?

—Una ciudad.

Más de una pregunta sobre su candidatura flotó en la cargada atmósfera. Hasta el momento, Fidel no les había hablado de ello y ninguno se arrancó a preguntarle.

El Viejo se puso a rebuscar por sus bolsillos. De sus fondos fueron apareciendo hojitas sueltas con anotaciones, su encendedor Ronson, un paquete de Ducados, cupones de la
ONCE
, una entrada del Teatro Principal, un díptico de una librería jurídica y una cajita de pastillas de regaliz.

—Aquí está —dijo, esgrimiendo una cuartilla escrita por ambas caras—. Es de Alfonso Guerra —indicó, con sencillez, como si recibir cartas del exvicepresidente del Gobierno no tuviera nada de excepcional—. Podéis leerla.

Cremades expresó el estupor general.

—¿Por qué no te dejas de adivinanzas y nos cuentas qué está pasando? ¿Vas a presentarte como candidato a la alcaldía, según ha dicho la prensa?

Como si se sintiese incómodo, el penalista se puso en pie y se apoyó en el respaldo de la silla. Se le veía inquieto, pero tenía muy presente que no debía jugar con sus colegas y no lo hizo.

—En ningún momento he cedido a la vanidad o a la ambición personal —se justificó, aunque sabía que ninguno de los presentes le iba a acusar de ello—. Lo hago por quienes me necesitan y han venido a pedírmelo. Por ellos volveré a ser alcalde. Tendré que dejar el despacho. La incompatibilidad es clara.

Recio expuso sus dudas.

—¿Volverás a ser alcalde de Zaragoza? ¿Es que vas a ganar?

—Eso creo.

—¿Así de fácil?

—En política nadie regala nada, pero ganaré.

—¿No estás demasiado seguro de ti mismo?

—Puede… Ni yo mismo sabría deciros por qué… Es como cuando intuimos las conclusiones de una sentencia. Cuestión de olfato, supongo.

—Por mi parte, estaré encantado de que nos libres de García del Cid —intervino Cremades, intentando restar dramatismo a la situación. Aceptaba la decisión de Paternoy porque, conociéndole a fondo, sabía que ni la había tomado a la ligera ni habría manera de revocarla—. La ciudad saldrá ganando —pronosticó—, eso es seguro. Tan previsible como que nosotros, sin ti, resultaremos claramente perjudicados.

—¿Será sólo por cuatro años? —aventuró Escolar.

—Ni un día más —aseguró Fidel—. Mi compromiso es para una legislatura.

—¿Qué pasará si pierdes? —planteó Recio.

—Tú siempre tan optimista —refunfuñó el Viejo—. En esa improbable circunstancia, permaneceré en la oposición.

—¿Como simple concejal?

—Hay que ser consecuente. No me parecería ético defraudar a los votantes.

—Y no lo sería —coincidió Escolar. Al igual que Paternoy, era un veterano de la transición política. No procedía del
PSOE
, sino del
Partido del Trabajo
, por lo que solía posicionarse a la izquierda de Fidel.

—Sería un engaño a la ciudadanía —reiteró el Viejo.

Parecía cansado. Se dirigió al fondo de la estancia, encendió un Ducados y abrió una ventana. La lluvia caía sobre la plaza en mansa cortina. Con los mástiles desnudos en el balcón principal, el ayuntamiento ocupaba un prisma junto a la basílica. Las arcadas del puente de Hierro se perfilaban detrás de la fachada italiana, mediterránea, de La Lonja. El encapotado cielo teñía de plomo la corriente del Ebro.

La voz de Cremades, el más irónico del equipo, sacó a Fidel de su ensimismamiento.

—¿Soñando con tu próximo despacho? Desde ese balcón dirigirás arengas al pueblo y le pegarás fuego al cohete de las fiestas. Hablando en serio, Viejo. Espero que, de vez en cuando, vengas a vernos. Seguiremos estando cerca de ti. Cruzar la calle, como quien dice.

—Cerca de mí —musitó Fidel, sintiendo una especie de pesadumbre, un principio de arrepentimiento por la decisión tomada.

Fumó con avidez, exhalando el humo mientras se armaba de valor para cerrar una de las pocas puertas que le había gustado abrir en la vida.

En cuanto se hubo serenado, volvió a presidir la reunión. Había que reorganizar los departamentos del bufete y asignar las nuevas responsabilidades.

Entre otras propuestas, Paternoy deseaba formalizar un contrato estable con David Guzmán, a fin de implicarle en mayor medida en la firma. Ni siquiera se lo había adelantado al propio interesado, pero confiaba plenamente en su capacidad y estaba satisfecho con la forma en que había enfocado y resuelto la mayoría de los variados asuntos que se le habían venido encomendando.

El Periódico
, Opinión, 22 de marzo de 2011

El murmurador, Nipho

CARAMELOS ENVENENADOS

¡Patito, patito!, 22 de marzo. Ya sólo faltan dos meses para la cita electoral. Puedo afirmar sin temor a quemarme que la cosa está que arde.

En el cielo abrasa el sol, pero a la luna de Valencia, más feliz que Ortiz, sigue don Gregorio García del Cid —¿y el día de las urnas, 22 de mayo, colorín, se comerá otra perdiz o se comerá al «colorado»?—
.

Tranquilo estaba el alcalde de la Inmortal cuando un coro de ladridos —¡perrito, perrito!— ha venido a perturbar su coro de tontos, y quién sabe si a pegarle un mordisco de votos. La salvaje jauría viene comandada por un lobo solitario —¡viejito, viejito!— que ya clavó sus fauces en las arcas públicas de una Zaragoza pecadora en la movida: Fidel Paternoy.

¿Le recuerdan? Es conocido como abogado, pero fue el primer alcalde democrático. Leyenda de la transición, por un lado, hombre de sabiduría y edad de las pirámides, por otro. Siendo sus años no el menor de sus misterios, hace lunas y soles que el chamán de las tribus socialistas debió superar los sesenta.

Tomando su rábano por las hojas, nuestro reciclado Paternoy es político pretérito, menos de acción que de esa reflexión contemplativa y sensata del jubilata. Sesentón —¿o setentón?, ¿qué más da?—, ¡carrozón!, no es el único munícipe que a las profanas puertas de la plaza del Pilar ha llamado dos veces, pero sí uno de los más astutos
.

¿Lo logrará? ¿Volverá a obtener el infiel socialista Fidel, treinta años después de su olvidado éxito, el voto de los jóvenes, las mujeres, los desengañados? ¿O fracasará sin colectar siquiera el corporativo sufragio de sus compañeros de toga?

Tengan paciencia. En la bola de cristal de Nipho todavía no se han disipado los turbios vapores de la intoxicación
.

Sí sé sibilinamente que el Viejo socialista hará su campaña a base de caramelos.

Han leído bien. A Paternoy le gustan los Sugus de naranja. Nada de mítines, vallas, vídeos… Nada de azafatas, comilonas… Tan sólo unas bolsas de caramelos, con las que, como ya hiciera en la campaña de 1979, Fidel recorrerá casa por casa. A todos entregará su mensaje y programa, una entrada para los espectáculos de El Plata y su correspondiente caramelo con el celofán del partido para endulzar el voto… A todos, menos al actual alcalde, Gregorio García del Cid.

El ligero florete de Paternoy contra la pesada Tizona de
mío
Cid. Pífano contra tambor, estaño contra hierro.

La campaña municipal irá de espadas y de caramelos… envenenados
.

* * *

Capítulo 18

E
L 22 de marzo, a eso de las siete y media de la tarde, David Guzmán salió del bufete de Paternoy & Asociados, en el pasaje del Ciclón, y se encaminó hacia el despacho de Eloísa Ángel, situado en la parte alta del paseo de Independencia, a unos diez minutos, caminando de lo suyo. Había recibido con pena la confirmación de que Fidel les abandonaba, y con satisfacción sus nuevas condiciones de trabajo en el bufete. Con mayor placer había atendido una llamada de Eloísa Ángel, citándole en su bufete a las ocho y media para charlar un rato y, si se terciaba —así se había expresado ella, textualmente—, tomar una copa.

Esa tarde, Guzmán había estado trabajando en la defensa de un colectivo de trabajadores despedidos de una empresa de transporte tan arraigada en la ciudad, tan identificada, durante generaciones, con el nombre de Zaragoza como sede matriz que parecía imposible que hubiese suspendido pagos. Pero una mala gestión había descapitalizado la firma y suprimido clientes, compromisos, rutas comerciales, obligando a la patronal a prescindir de buena parte de la plantilla. Los empleados —chóferes, en su mayoría— sospechaban que una encubierta declaración de quiebra enmascaraba la drástica regulación y se habían puesto en manos de abogados laboralistas. Un grupo de afectados se había dirigido a Paternoy & Asociados. Entre ellos, un tal Javier Pereira, que en la anterior legislatura había llegado a ser diputado autonómico de «Izquierda Unida» por la vía de Comisiones Obreras, sindicato en el que había desempeñado labores jerárquicas. Una circunstancia, como bien sabía Guzmán, susceptible de politizar aquel expediente.

No era algo que agradase al joven abogado, aunque en determinadas ocasiones este tipo de factores hubiera beneficiado sus intereses. Por mucho que la prensa, la opinión pública, los sindicatos o los poderes fácticos presionasen, Guzmán tenía fe en la integridad de los jueces.

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