En principio, Eloísa no debería haber permanecido con Fidel más allá de media hora, pero la conversación debió de resultar interesante para ambos, porque hasta las dos de la tarde no concluyó. Al salir, se dirigieron al despacho de Guzmán y asomaron juntos sus cabezas, sonriéndole.
—Buenas noticias, David. Vamos a comer los tres juntos —le hizo saber Fidel—. He reservado en el Club Náutico. Un lugar romántico, si exceptuamos el hándicap de mi presencia. De la que os libraré a las cuatro en punto, pues me espera un compromiso. A partir de entonces, podréis abandonaros a la magia del ambiente, a fin de que, en efecto, acabe siendo una comida romántica. Que es, por lo que voy sabiendo de vosotros y de vuestras afinidades, lo que os merecéis.
En boca de su jefe, aquellas festivas palabras hicieron enrojecer a Guzmán como a un adolescente sorprendido por sus padres al besar a una chica en el portal de su casa. En el fondo, nada podía apetecerle más que aquella comida. Se levantó y salió junto a su maestro y su chica confortado y ligero, como si en el secreto castillo que Eloísa y él estaban levantando a cubierto de miradas ajenas se hubiese abierto una hospitalaria puerta.
Durante la comida, Guzmán apenas intervino. Fue Eloísa la que llevó la voz cantante. Se había preparado a fondo para su encuentro con Paternoy y aprovechó la oportunidad para consultarle algunas dudas sobre antiguos casos suyos que pensaba incluir en su estudio, como el de Claudia Osera, la asesina de Vigo.
—¿Te importa que grabe? —le consultó de forma cautelar. Conocedora, por David, de sus gustos, Eloísa había tuteado al Viejo desde el momento de saludarle.
Fidel le dio permiso y tampoco tuvo inconveniente en aclararle los puntos sobre los que Eloísa carecía de información o criterio. Además, le sugirió la posibilidad de incorporar a su libro otros casos particularmente dramáticos en los que le había tocado intervenir.
En uno de ellos, del que Fidel guardaba un nítido recuerdo, la víctima había sido un joyero de San Sebastián, un hombre de sesenta años llamado Laureano Requena. Sus asesinos fueron sus propios hijos. Lo habían liquidado de común acuerdo, aunque sólo uno de ellos apretó el gatillo.
—Los hechos ocurrieron en septiembre de 1989 —precisó Fidel, pasándose una mano por su fino y blanco cabello, peinado con raya a un lado; su memoria seguía siendo infalible—. El primero en confesar, inculpándose como único actor del crimen, fue el hermano mayor, Laureano, alias
Nano
, de veintidós años. Pero los dos pequeños, un chico y una chica, de dieciocho y dieciséis, Gorka y Edurne, no quisieron dejarle en la estacada y se arriesgaron a compartir su suerte, ejerciendo desde el primer momento el papel de cómplices. En realidad, fue una ejecución. Habían condenado al padre en un tribunal familiar y entre todos le redujeron y lo ataron a un banco de carpintero en el sótano de su chalet. Le metieron un pañuelo en la boca y le explicaron lo que le iban a hacer y por qué. Acto seguido, le vendaron los ojos y el primogénito le disparó a quemarropa con una escopeta de caza mayor.
—¿Y la madre? —preguntó Eloísa—. ¿Cuál fue su papel?
—El de la inspiradora intelectual. También ella estaba siendo maltratada por el padre, que era un déspota. Sembró en la mente de sus hijos la idea del crimen, pero, a la hora de la verdad, se quedó en su cuarto alegando que no podría resistir la tensión. Todo salió conforme al plan, hasta el instante en que se efectuó el disparo. El paso siguiente, deshacerse del cadáver, complicó las cosas. De forma vaga, los hijos barajaban diversas opciones: enterrarlo en algún bosque o, utilizando un velero de su propiedad, arrojarlo Cantábrico adentro. Discutieron entre ellos y, al final, muy alterados, con las mentes ofuscadas, decidieron quemar el cadáver en la chimenea de la bodega, tabique con tabique con el sótano donde había tenido lugar el crimen. El cuerpo de Laureano Requena estuvo ardiendo durante horas. El olor a carne quemada fue tan intenso que los vecinos lo recordaron cuando la policía, a raíz de la desaparición del joyero, comenzó a investigar su entorno…
Eran cerca de las cuatro. Falto de tiempo, Fidel no pudo concluir el relato. En su sede electoral le aguardaba una reunión con interventores de mesas electorales, pero prometió a Eloísa facilitarle toda la información sobre el caso Requena.
—¿Accederías a escribir un prólogo para mi ensayo? —le pidió ella.
—Será un placer. ¿Tienes editor?
—Todavía no.
—Envíame el manuscrito y veré qué se puede hacer.
Eloísa le despidió con un cariñoso beso. El Viejo abandonó el restaurante convencido de que David Guzmán y aquella joven y atractiva escritora y abogada, además de hacer una buena pareja, estaban sinceramente enamorados. Se alegró por él.
* * *
E
N apariencia, lo estaban. A Eloísa se la veía relajada. Y a David, más abierto y amable.
Eloísa le sorprendía constantemente. No tenía término medio: rayaba lo superficial o rozaba lo trascendente. Sufría altibajos, una ciclotimia
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crónica. Muchos días bebía más de la cuenta y entonces, como si jugara, trataba con frivolidad a su novio, hasta conseguir irritarle. Si David protestaba, recriminándole su actitud, ella daba marcha atrás y se justificaba:
—Quisiera rescatar el niño que hay en ti.
—¿Cómo se te ha ocurrido semejante idea?
—Si lo consigo, estoy segura de que no te perderé nunca.
Abril pasó en un abrir y cerrar de ojos. Guardaban un buen recuerdo de la Costa Brava y el primer fin de semana de mayo regresaron a Palamós.
Fueron días tranquilos, proclives a las confidencias. Hacía mucho tiempo que Guzmán, absorbido por su trabajo, y sin relaciones estables, no sentía nada parecido por una mujer. Se abrió con sinceridad a Eloísa contándole cosas íntimas y de su familia, sin ocultarle sus amargos sufrimientos y el calvario de su madre bajo la tiranía de un marido alcohólico.
—El niño que pretendes resucitar ni siquiera existió —le confesó David con tristeza—. Yo no tuve infancia, Eloísa. Aquellos años fueron como una cámara oscura, sin luz al final del túnel. ¡No imaginas lo cruel que podía llegar a ser mi padre! Una noche le pegó tal paliza a mi madre que no la mató de milagro. La pobre tuvo que levantarse porque no soportaba el dolor. Yo desperté al oírla sollozar. Estaba en el baño, lavándose las heridas. La mente se me nubló. Entré al dormitorio y golpeé a mi padre con lo primero que encontré. Con una lámpara, creo. Pero estaba oscuro y no conseguí herirle, tan sólo enfurecerle.
David entrecerró los ojos a la luz del sol. Estaban en la playa, cerca de la orilla. El mar era una lámina turquesa. Tumbada a su lado, sobre una toalla, Eloísa le escuchaba medio adormilada. Su pálida piel corría el riesgo de quemarse. David la había embadurnado de crema, pero, a pesar de su protección, se estaba abrasando.
Una gaviota chilló y Eloísa pareció despertar. Una traviesa mueca afloró a sus labios, pero lo que preguntó no tenía nada de romántico.
—¿De verdad quisiste matar a tu padre?
—En aquel momento, sí —admitió Guzmán—. Pero él encendió de un manotazo la luz del dormitorio y me molió a golpes.
—¿Cuántos años tenías?
—Trece.
—Demostraste mucho valor.
—Aquella fue la única ocasión en que me atreví a enfrentarme con él. Pero nada cambió. Siguió golpeando a mi madre a la menor excusa y yo… no hacía nada. Optaba por irme de casa, huir. Salía cada noche, hasta la madrugada. Tuve problemas con las drogas. Iba de bar en bar. Me resultaba horrible encontrar a mi padre en cualquiera de aquellos garitos. A veces, según le daba, y si yo iba con amigos, se hacía el simpático y me invitaba a merendar o a una partida de futbolín… pero nunca cambió.
—¿Murió joven?
—No había cumplido cincuenta.
—¿Qué sentiste?
—Liberación.
—¿Está sepultado en Zaragoza?
—En el cementerio de Torrero.
—¿Junto a tu madre?
—Ella yace en la otra punta del camposanto, o ni muerta hubiera podido descansar.
—¿Cuántas veces has ido a visitar la tumba de tu padre?
—¡Vaya pregunta!
—No me juzgues. No debes fiscalizarme, eso ya nos ocurre en nuestros puestos de trabajo.
—¿Qué debo hacer entonces?
—Adorarme.
—Me refería a tu pregunta.
—Contestarla.
David se puso rígido.
—Te diré la verdad. Nunca he visitado la tumba de mi padre.
Los ojos de Eloísa reflejaron el sol como espejos líquidos.
—¿Llevas flores a tu madre pero te marchas del cementerio sin visitarle a él?
El abogado tragó saliva.
—¿Por qué tendré la sensación de que me estás interrogando?
—Porque lo estoy haciendo.
—¿Me has incluido en tu inventario de cobayas humanas?
—No has cometido ningún crimen. —Eloísa le destinó una mirada extraña, como si fuera otra persona—. Todavía.
—No me subestimes. Quise matar a mi padre, ¿recuerdas?
—He tomado buena nota, abogado Guzmán —ironizó ella—. Todo apunta a que en su interior se está desarrollando un feroz asesino. Espero hallarme lejos cuando su doble empiece a afilar el cuchillo.
—No irás a ninguna parte.
David la recostó en la arena y la besó con ardor. Aquella madrugada, en un hotel cercano, habían hecho el amor hasta quedarse dormidos, pero era como si no pudiera saciarse. Eloísa tuvo que quitárselo de encima.
—¿Nunca tienes bastante? ¡No me dejas pensar!
—Esa actividad está prohibida en la playa. Hemos venido a relajarnos.
—Quizá tú sepas cómo vaciar tu mente, pero yo sigo pensando en ellos.
—¿En quiénes?
—En mis
ángeles exterminadores
.
A pesar del calor, Guzmán sintió un escalofrío.
—¿Tus asesinos en serie, esa pandilla de locos furiosos? ¿Por qué no te olvidas de ellos?
—¿Ahora que tengo editorial?
* * *
Con respecto a su ensayo, había buenas noticias. El apoyo de Fidel Paternoy había resultado decisivo. Un editor amigo suyo había leído el borrador y estaba dispuesto a publicarlo. Eloísa debía entregar el texto al finalizar el verano, para poder presentar el libro al público antes de Navidad.
El sol les estaba despellejando las espaldas. Guzmán volvió a bañarse.
—¿Voy a por unas cervezas? —propuso a la salida del agua.
—Preferiría un Martini.
Él pensaba que Eloísa bebía demasiado, pero no se había atrevido a comentárselo. El alcohol la afectaba de forma instantánea. A la primera copa tendía a prescindir de su habitual sarcasmo, sustituyéndolo por una expansiva afabilidad. Con la segunda, cualquier cosa la hacía reír. A la tercera se deslenguaba, estancándose a partir de ahí en una ensoñadora actitud que iba adormeciendo sus facultades hasta que la vencía el sueño o se reanimaba y decidía emborracharse y protagonizar una apasionada escena erótica. Eloísa bebía a diario. Tomaba los primeros tragos, manzanillas, algún cóctel, antes de comer. Por la tarde, nada, pues trabajaba sin descanso. De noche se inclinaba por la ginebra con tónica, aunque a veces saboreaba un brandy.
La noche anterior, después de hacer el amor con David, se había bebido media botella de champán, lo que la animó a revelar a su pareja ciertos episodios de su vida.
Eloísa le habló sin pudor de sus amantes y de las razones por las que no había llegado a casarse ni pensaba hacerlo en el futuro. El matrimonio no entraba en sus planes. Tampoco quería tener más hijos. Con Andrea era suficiente. El padre de la niña y ella habían terminado en los tribunales. Guzmán sabía que ese hombre, un diseñador gráfico con quien Eloísa había compartido una turbulenta relación, era mayor que ella, pero no su nombre. Se lo preguntó.
—Bernardo Cuairán.
Vivía en Jaca, donde dirigía un estudio de decoración. Sentimentalmente, no había rehecho su vida. Todavía, de vez en cuando, molestaba a Eloísa con llamadas telefónicas y trataba de enterarse de si ella salía con otros hombres. Eloísa estaba segura de que había llegado a seguirla.
A sus padres no les había ido mucho mejor. Se habían divorciado años atrás. A raíz de la separación, el padre de Eloísa, Fermín Ángel, había trasladado sus negocios inmobiliarios a Madrid. En la actualidad, compartía su existencia con otra mujer, una enfermera a la que había conocido en el hospital donde estuvo tratándose de una crisis coronaria.
—Con mi padre no empatizarías —concluyó ella—. Con mi madre, seguramente sí. ¿Te gustaría conocerla?
—¿Significaría eso que somos novios? —apuntó David.
—Simplemente, que confío en ti. Ella es una bendita y él un maldito diablo. Mi padre la engañó siempre, desde la noche de bodas. No le pegaba, como el tuyo, pero le infringía otra clase de daño, tan grave o incluso peor. Ha sido un golfo, un vividor. Y no con mujeres interesantes, sino con la primera que se le ponía a tiro. En Zaragoza tuvo un montón de queridas. La suerte le sonreía en los negocios, pero igualmente engañaba a sus socios. Su principal fuente de ingresos era una constructora dedicada a la reforma de casas antiguas. Se llevaba a partir un piñón con los políticos. Ya fueran de uno u otro partido, siempre obtenía de ellos información privilegiada.
—¿Y en el lado bueno, no hay nada?
—La generosidad. Le cueste o no ganar el dinero, mi padre lo gasta a manos llenas. Siempre está invitando. Constantemente había gente en casa. Yo me encerraba en mi cuarto y ponía la música a tope, hasta que él subía las escaleras hecho una furia.
Regresaron a Zaragoza en el coche de Guzmán. Había bastante tráfico en la autopista. Al cruzar el desierto de Los Monegros, un viento abrasador recalentó la cabina. Eloísa viajaba muy relajada, con una sonrisa de bienestar.
—¿Me quieres? —se animó a preguntarle David, al verla con la guardia baja.
Ella no contestó. Como si le hubiese disgustado lo que acababa de oír, sus labios se apretaron y se limitó a cambiar de disco. Había llevado un estuche de cedés. Una canción de Pink Floyd, «Cymbaline», volvió a sonar.
—¿No me contestas?
Eloísa siguió callada y se refugió en la música. Al cabo de un rato, escribió un mensaje en el móvil y lo envió. No volvió a hablar hasta que llegaron a Zaragoza.
No era demasiado tarde, apenas las ocho. David propuso tomar algo.
—Estoy cansada —se excusó ella; su voz sonaba débil, no parecía la suya—. Déjame en casa, si no te importa.