Hablando de salud mental: debo hacer caso al doctor Iniesta, que así se llama mi psiquiatra. Seguir al pie de la letra sus recomendaciones. Tomar los fármacos. Ir al cine, practicar vida social. ¿Aislarse conduce a algo? Buscar estímulos, razones para sonreír. Sacar de la rueda a ese anónimo Luis Murillo en la edad de los hombres solitarios que caminan en círculos.
Me he cortado el pelo al uno. ¿Cómo me apodarán ahora en la redacción si ya no pueden llamarme
Pelos
? ¡Voy a dejarles sin argumentos!
Y me he comprado un traje de espiguilla.
Quedo con Eloísa Ángel en la rotonda del Gran Hotel, pero calculo mal y llego demasiado pronto a la cita. Estoy nervioso y me pongo a pensar en cien cosas a la vez.
Realmente, he acertado al llamarla
Medusa
, porque uno no puede contemplar a esa mujer sin quedar paralizado por su misteriosa atracción. He revisado en mis enciclopedias el mito clásico, y el héroe Perseo tuvo que aproximarse a ella mientras dormía, ocultándose tras un escudo para cortarle la cabeza. Debía evitar su letal mirada o moriría. Perseo ignoraba que Medusa esperaba un hijo. Estaba embarazada de su padre, Poseidón. Hasta entonces, Medusa había sido una hermosa doncella a la que cantaban los poetas —divino Píndaro, olímpico Horacio—, pero, al sufrir la violación del señor del mar, su espíritu se anegó de odio. La sed de venganza hizo que sus cabellos se transformaran en horribles serpientes. Al ser decapitada por Perseo, la sangre derramada hirvió de odio y creó los corales del mar Rojo y las víboras del Sáhara… También, la teoría de la castración de Freud.
¡Adoro al viejo Sigmund! Con mayor motivo, ahora que está de moda renegar de él. Estoy de acuerdo en que el niño, al ver por primera vez los genitales femeninos, puede sufrir una conmoción similar a la que experimentaban los antiguos frente a la cabeza de la Gorgona. En la mente infantil, la ausencia de falo equivale a una castración. ¿Quién ha mutilado a su madre?, piensa el niño. ¿Su padre? ¿Alguno de sus hermanos? El reino de la infancia es el reino del incesto. El de Medusa…
Gira la puerta rotatoria del vestíbulo del Gran Hotel y entra Eloísa vestida de blanco. Una ártica luz nimba sus ojos de hielo y su rojo cabello se desparrama en mechones sobre sus hombros.
—Buenos días, Luis. ¿Llego tarde?
—Nunca es tarde si la dicha es buena.
—No seas tan considerado conmigo, no lo merezco. Te pido disculpas.
—¿Y yo, te pido un café?
Se sienta a mi lado y pide un
bloody mary
. Aunque no se permite fumar, enciende un cigarrillo. El camarero la ve, pero no se atreve a llamarle la atención. Está deseando tenerla como clienta fija.
Eloísa me observa, velada por el humo. Su piel es puro alabastro, con rosadas pecas.
Enciendo la grabadora y doy comienzo a la entrevista. Durante un cuarto de hora, Medusa es mía. Sólo mía.
* * *
El Periódico
, Sucesos, 8 de marzo de 2011
ASESINOS MELANCÓLICOS
Ensayo de Eloísa Ángel sobre
criminales múltiples
LUIS MURILLO.
¿Late en usted un asesino? ¿No? ¿Por qué está tan seguro? Una discusión familiar o vecinal, un cruce de cables, una circunstancia extrema y acaso aflore el monstruo que, según la abogada Eloísa Ángel, todos llevamos en nuestro interior.
Su libro
En torno a la razón criminal,
de próxima publicación, presentará una galería de asesinos en serie y un estudio sobre el origen de la violencia y el mal
.
—Usted es abogada en ejercicio y lleva casos penales. ¿Es eficaz nuestro sistema? ¿Cree en la redención por la pena?
—No es posible generalizar. Cada caso es diferente. He conocido a asesinos que se arrepintieron de haber cometido el crimen un minuto después de haberse manchado las manos con sangre humana. Sin embargo, hay otros, muchos, que jamás experimentaron angustia o contrición
.
—Bestias feroces
…
—No lo crea. Se trata de hombres y mujeres como usted o como yo. La violencia irrumpió en sus mentes y algo, un impulso, una voz, les conminó a matar
.
—¿Un dragón interior?
—El individuo sólo tiene un cuerpo, pero no una única identidad. Varios seres habitan bajo su piel
.
—¿Niega el determinismo?
—Absolutamente. El criminal se hace. Hay factores que lo desarrollan
.
—¿Cuáles?
—Un elemento muy común es la soledad. Otras causas pueden ser el aislamiento, la falta de empatía, el sexo compulsivo, llevado a sus extremos, particularmente en aspectos relacionados con el sometimiento o dominio de otras personas. Tampoco debemos olvidar la codicia ni la melancolía
.
—¿La melancolía? ¿Lo dice en serio?
—Por completo. Un cambio brusco del estado anímico que comporte sensación de pérdida y, al mismo tiempo, una invitación a la creatividad predispone a este tipo de individuos a un estado de exaltación como el que antiguamente podría experimentarse frente a una ofrenda o un sacrificio
.
—¿Ha conocido asesinos melancólicos?
—Y los he entrevistado, como usted me está entrevistando a mí. Pertenecen a la élite o aristocracia del crimen, si se me permite frivolizar.
—Sin hacerlo yo, déjeme preguntarle si dentro de usted se esconde una asesina melancólica
.
Eloísa Ángel se me queda mirando con intensidad. A lo largo de nuestra conversación periodística, es el único momento en el que la abogada titubea
.
—Sí —responde—. Mucho me temo que, bajo erróneos impulsos, yo también podría… No se lo pido a Dios porque soy agnóstica, pero ruego al destino que me libre de esa desgracia
.
—Si le parece, terminemos con una definición del crimen
.
—Un crimen es una perversión del orden social, pero la naturaleza no califica su acción. El asesinato es un concepto humano. Cada criminal es diferente, y distinto cada homicidio. Toda muerte violenta supone otra victoria del mal, que también es una invención humana, y detiene el paso del tiempo. Nos hace regresar a la era del hierro o del fuego
.
—¿Como un volcán que entrase en erupción?
—Las heridas de la Tierra y del ser son distintas, pero ambas dejan cicatrices profundas.
—¿La bestia volverá a matar?
—Porque volverá a nacer
.
—Entonces, ¿la bestia debe morir? —pregunto, parafraseando el título de una famosa novela policíaca
.
Eloísa Ángel me destina una mirada en la que no se ha desterrado la fatalidad
.
—Permítame que no le responda
.
* * *
D
URANTE dos horas que se le hicieron interminables, David Guzmán aguantó como buenamente pudo en una de las asfixiantes salas de los Juzgados de la Plaza del Pilar. La calefacción no hubiera sido necesaria, pero estaba al máximo. Además de la elevada temperatura, el abogado tuvo que soportar una fuerte jaqueca derivada de la media docena de ginebras ingeridas la noche anterior, en la que había vuelto a salir de juerga.
Apenas había comenzado la exposición del fiscal, Guzmán pidió permiso al juez, porque se ahogaba, y se levantó para abrir una ventana.
Normalmente, solía llevar asuntos laborales, pero los penalistas de su bufete estaban sobrecargados de trabajo, y de vacaciones Ochandía, el segundo de a bordo de Paternoy. Guzmán comparecía como suplente suyo ante el juez Ignacio Carbonero, famoso por su intransigencia, y frente al fiscal Juan García del Cid, con quien la mayoría de los miembros del bufete Paternoy & Asociados mantenían una tirante relación.
A Guzmán le correspondía la defensa de Berta Solorzano, de cuarenta y siete años, divorciada y madre de dos hijos menores de edad.
La señora Solorzano comparecía en el juzgado bajo la acusación de infligir malos tratos a sus pequeños. Con anterioridad, ya había sido procesada y condenada por el mismo delito. Reincidente, había vuelto a causar lesiones a sus hijos. Y, de nuevo denunciada por su expareja, un hombre menudo y torvo que se hallaba presente en la sala, volvía a personarse ante el juez.
El caso, con sus penosas circunstancias, resultaba particularmente desagradable para el defensor. La razón era simple: el propio David Guzmán había sido maltratado de niño.
De aquello hacía década y media, pero el transcurso del tiempo no le había hecho olvidar. Castigos, golpes e insultos habían tenido lugar en un piso del barrio de San José, en el que David había vivido de niño con sus padres. En la época en que se produjeron las agresiones, causadas por su progenitor, el niño habría deseado con todas sus fuerzas que fiscales y jueces de menores, policías o guardias civiles, quien fuera que detentase una autoridad superior a la tiranía paterna, le hubieran obligado a alejarse de su madre y de él. Pero eso no había ocurrido. Por el contrario, el viejo Guzmán, Pablo, su padre —y aquél sí que había sido un viejo en el más peyorativo de los sentidos, nada que ver con la probada bonhomía
[4]
de Fidel Paternoy—, le había pegado con injustificable frecuencia. En más de una ocasión, a puñetazo limpio.
Con la excepción de Fidel y de algunos amigos íntimos que conocían por su boca aquellos tristes episodios de su pasado, Guzmán se mostraba reacio a hablar de un capítulo de su vida que le había costado superar y que le había dejado secuelas.
Su madre había muerto cuando él se licenció en Derecho. Desde entonces, David vivía solo. Al fallecer ella, había vendido el piso de San José y había destinado ese dinero a la adquisición de un apartamento en la plaza de Salamero, más conocida como
plaza del Carbón
. Cambiar de aires había sido una manera de emprender un camino personal, una vida diferenciada, propia.
Los sufrimientos de su infancia no habían agriado su carácter, pero le habían convertido en una persona desconfiada. En apariencia, David era serio, aunque no carecía de un sentido del humor un tanto vengativo o dañino que, mal que le pesara, había heredado de su padre. En vida, Pablo Guzmán solía mostrarse ocurrente. Cuando estaba sereno, contaba chistes de su invención con tal gracia que su hijo nunca se había reído tanto como con él. Pero tampoco había llorado así David por culpa de nadie. Sus sentimientos con respecto a la figura paterna se habían escindido hasta la esquizofrenia. Había querido a su padre con locura, pero a nadie había llegado a odiar con tanta intensidad.
Cuando Pablo Guzmán murió y lo hubieron enterrado en el cementerio de Torrero, su hijo David quiso sepultarle, además, bajo la losa del olvido. Sin embargo, a medida que dejaba atrás la adolescencia, iba reconociendo en sí rasgos claramente genéticos. Además de su altura y robustez, de su padre había heredado la malicia, el egoísmo, un aborrecimiento innato hacia los poderosos y una atormentada visión de la amistad y del amor. Cuando se daba cuenta de todo lo que, a su pesar, tenía de él, David se estremecía como si hubiesen sembrado en su alma la semilla del diablo.
En el juzgado, mientras volvía a escuchar por segunda vez las declaraciones de Berta Solorzano (la primera había sido la semana anterior, en el bufete, para preparar el juicio), su exculpatoria sarta de mentiras, Guzmán se obligó a apelar a su conciencia para utilizar tales y manifiestas falsedades en la defensa de su patrocinada, al tiempo que relegaba a los sótanos de su memoria su personal tormenta de fondo, la sucia espuma rebosante de su infancia. El juez que llevaba dentro nunca había absuelto a su padre. Aquel borracho había reventado finalmente en una de las tascas que rodeaban la plaza de toros. Con las botas puestas, o con un vino en la mano, lo que, en su caso, venía a ser lo mismo…
En la sala, Berta Solorzano no dejaba de mirarle de reojo. Guzmán la tenía a su lado, sentada muy derecha. Se había presentado con un falso collar de perlas y un traje estampado demasiado corto, que le dejaba las piernas al aire; indumentaria, desde el punto de vista de su representante legal, tan inapropiada como su fingida expresión de víctima.
En su turno, el fiscal la apretó de lo lindo. Debido a la tensión del interrogatorio y al calor de la sala, su defendida había roto a sudar. Olía a miedo. Guzmán estaba aprendiendo a identificar esa ácida emulsión. Miedo a la cárcel, a la autodestrucción. Pánico a la materia oscura de la naturaleza humana.
Y una sola mano, la del abogado, la de la esperanza, tendida hacia las fuerzas más benignas, en las que David Guzmán, aplicando la filosofía de su maestro Paternoy, se obligaba, caso a caso, culpable a culpable, a seguir creyendo.
* * *
A
L terminar la vista, cerca de la una del mediodía, exhausto y de mal humor, pero resuelto a alegrarse un poco el resto del día, Guzmán llamó por el móvil a la chica con la que había salido unos días atrás.
—¿Cómo estás, Martina?
—¿Quién es?
—Soy yo.
—¿Quién?
—El conde Drácula.
Ella dejó oír una risa mantecosa, como si a esa hora de la mañana la voz no se le hubiera aglutinado aún.
—¡Ah, hola! Pero no soy Martina, sino Marina… ¿Ni siquiera te acuerdas de mi nombre?
—Vaya fallo, perdona —apostilló Guzmán, avergonzado.
—No tienes por qué disculparte, tonto.
—¿De qué te ríes?
—De ti. Sabía que me ibas a llamar.
—Anoche volví a salir y estoy hecho polvo, pero me has venido a la cabeza y… ¿Dónde estás?
—En el campus —repuso Marina—, en el bar de Derecho. —También ella había salido de marcha. Como él, se caía de sueño.
—¿Nos vemos? —propuso Guzmán, a pesar de ello.
A Marina le pareció buena idea. Podía saltarse la próxima clase y acercarse a tomar un café con él.
—Había quedado con una prima mía —le previno—. Si no te importa que venga…
—¡Claro que no! ¿En veinte minutos en El Almacén? Una cafetería —precisó anticipándose a su pregunta—. Queda justo detrás de los juzgados, frente a la puerta por la que meten a los presos.
—¡Qué emocionante! ¿Me enseñarás los calabozos?
—Haré algo mejor. ¿Te apetece que comamos juntos?
—Si te apetece a ti…
—Me apeteces tú —barbotó Guzmán, sintiéndose ridículo y, a la vez, excitado por el tono de Marina, en cuya espesa voz le parecía adivinar una promesa de placer—. No he parado de pensar en tu…