—Me estás convenciendo —corroboró Murillo, rendido a la verborrea de Nipho.
—No sabes cuánto me alegro, por tu bien. Ahora dime quién era esa mujer de los juzgados.
—Una abogada.
—¿Cómo se llama?
—Eloísa, pero yo la llamo Medusa.
—¿Por qué?
—Porque es transparente y venenosa.
Nipho chasqueó la lengua en aprobación a esa metáfora y una rociada de su saliva, empapada en café, salpicó las solapas del traje de Luis.
—¡Lo siento! —se disculpó el gordo. Sacó un pañuelo e intentó limpiarle, pero tan sólo consiguió extender las manchas.
—Déjalo, Nipho. No tiene importancia.
—Si acabas de estrenarlo… ¿Te lo has comprado para impresionar a esa pelirroja?
—¡Vaya pregunta!
—¡No vayas a idealizarla, chaval! No cometas ese error. Sería como si yo creyese que los políticos dicen alguna vez la verdad. ¿Te imaginas llegar a ser tan estúpido?
—Carezco de tu experiencia, Nipho.
—En eso tienes razón, Luisito. Eres joven e ingenuo. Tu mente está reclamando la ayuda de mi amplio bagaje, el secreto del éxito. Es cierto: soy un hombre hecho al triunfo. Pero, si quieres imitarme, repara en mi modestia. Pese a mi manifiesta superioridad en tantos órdenes de la intelectualidad, la literatura, el periodismo, conservo y pongo en práctica la humildad como el más precioso de los dones.
Murillo le dedicó otra reverencia paródica.
—Sí, maestro. Eres humilde como un apóstol. Y tu palabra, desnuda como la verdad.
—Buena frase. Podría ser mía, perfectamente. Pero no me distraigas y sigamos con las lecciones de seducción. La clave de toda conquista reside en el elogio. Deberás acercarte a ella, a esa pelirroja, utilizando la adulación. Cuando hayas ganado su confianza, permitirás que asiente y ejerza su autoridad. Me decías que se llamaba…
—Eloísa.
—¿Gentilicio?
—Ángel.
—Eloísa Ángel… Nombre fatídico. Un tanto diabólico, ¿no te parece? ¿De qué me suena? ¿No la entrevistaste hace poco, a propósito de un libro que había escrito?
—Un estudio sobre criminales. No lo ha publicado todavía, pero sí, la entrevisté.
—Fue una genialidad por tu parte —le alabó Nipho—. Como entrevistar a un arquitecto que no ha puesto los cimientos o a un cirujano que no operará hasta que le compren un láser. Doy por supuesto que la señorita Ángel quedó satisfecha con tu gratuita inyección de publicidad.
—Me escribió una carta muy afectuosa.
—¿Cursaste respuesta?
—No, pero volvimos a coincidir en los juzgados y quedamos en celebrarlo cualquier día de éstos.
—¿Celebrar qué?
—La entrevista, imagino.
Nipho se pellizcó su adiposa barbilla.
—Eso está muy bien. ¿Te das cuenta? ¡Vais a brindar por algo, un éxito cuya divulgación fue posible gracias a ti! Ella está en deuda contigo. Querrá saldarla. ¿Qué te impide beneficiarte? ¿No es una situación idónea?
—Tanto que me resulta utópica. Y las utopías nunca se hacen realidad.
—¡Nada de eso! Quiero que conquistes a esa mujer y que lo hagas por mí. Dile que eres mi amigo, a veces funciona. Podemos comer juntos. La invitaré al estreno de
Dímelo con un beso
.
Murillo miró a Nipho con un poso de desconfianza.
—¿Qué ganas tú?
—Bagaje teórico. Quisiera escribir un ensayo sobre un sinónimo del crimen.
—¿Cuál?
—El amor.
—¿Un ensayo sobre crímenes de amor?
—El mal está en los sentimientos, he ahí el germen de toda violencia. Aspiro a coger la pluma para demostrar la naturaleza asesina del deseo. Incluso el más puro mata.
—Tal como lo pintas, no merece la pena enamorarse.
—Una aventurilla es bienvenida siempre. Todos tenemos un calentón.
—Ella es fría —arguyó Murillo—. Como Medusa.
Nipho sonrió mefistofélicamente.
—Pero quizá sus besos quemen.
—Me gustaría averiguarlo.
—Esa actitud ya me gusta más… ¡No la idealices! Ése es el gran error, Luisito. Elevar a la mujer a un altar, adorarla, postrarse ante su belleza. Sigue mis consejos, campeón. Contémplala como a un adversario. No son ángeles; son valquirias. Engáñala con tu verbo y déjate estafar por su cariño. —Nipho hizo una pausa, borracho de lirismo, y declamó—: Permite que esa medusa peregrina descargue en ti su mortal veneno. Absorbe su punción como un elixir y déjate flotar a la deriva, indefenso en un océano de dolor. Con el sufrimiento, desaparecerá la ilusión del amor. A partir de ahí, no resistirás la desgracia y pronto llegaremos al desenlace en toda su crudeza.
—¿Cómo será el final?
Nipho extendió los brazos como un dramaturgo a la hora de recoger los aplausos.
—Una explosión de pureza, gracias a la muerte.
—¿A la muerte de los amantes?
—De uno de ellos. El otro, el traidor, siempre se salva.
El orondo columnista dejó el vaso vacío de su café en la fuente de agua del pasillo. Su extravagante conversación había tenido lugar allí, estorbando el paso de los reporteros que entraban o salían de la redacción.
—Hay que pasar a la acción —decidió Nipho—. ¡Demonios, tengo una idea! Iremos en busca de tu Medusa. ¿Dónde está su reino, en los juzgados? Partamos sin demora, no sea que conozca a otro… ¡En marcha, Pelos!
* * *
11 de marzo de 2011
H
E probado su lengua anfibia, el sabor de sus labios. Sus besos son como la nieve al derretirse, salpicaduras de un lago en invierno. Fríos, casi punzantes, como sus dedos. Eloísa Ángel es una mujer hecha de vértices. Góngora diría «hipotenusa».
Lo contaré en presente, pues presente quiero tenerla a partir de ahora.
Nipho y yo nos dirigimos a los juzgados. Nada más cruzar las puertas, nos tropezamos con ella. Lleva un traje gris y su amuleto de la fertilidad.
La saludo, me saluda. Le presento a Nipho y se declara lectora asidua suya. Nipho le dice que ha leído mi entrevista —«esa pequeña joya periodística», pareciéndome que el muy canalla subrayaba lo de «pequeña»—. Desde ese momento, sigue diciéndole Nipho, ardía en deseos de hablar con ella para intercambiar opiniones sobre las claves psicológicas de los asesinos múltiples. En el fondo, no tiene el menor interés en tal asunto, pero parece dispuesto a ayudarme. Le dejo hacer de mil amores y con otros tantos temores, pues con Nipho nunca se sabe.
Suya es la idea de ir a comer. Nos invita a un buen restaurante. Ambos nos sentamos frente a Eloísa. Nipho carga con el peso de la conversación. Expone anécdotas suyas con los gobernadores civiles del franquismo y con inspectores de policía que le habían detenido en la época de las revueltas estudiantiles, pero que, corriendo el tiempo y la transición política, llegaron a convertirse en sus fuentes de información.
De vez en cuando, Eloísa me mira con disimulo, reprimiendo la hilaridad. Nipho le sirve con tanta delicadeza como si pretendiera seducirla. En el colmo de la ingratitud, sospecho que me está haciendo la cama. Pero no puede ser. Nipho sólo tiene ojos para los efebos que protagonizan sus comedias. Aunque es imprevisible, ya digo. Bien mirado, puede que brotase algo entre Eloísa y él, una chispa emocional en su común desierto de espejismos eróticos. Pues pronto iba a saber yo que Medusa no era ortodoxa en el amor. De haberlo sido, quizá no me habría concedido una oportunidad. Para una guapa abogada con despacho propio y un futuro por delante, alguien como yo no podía ser sino un mero entretenimiento. Una muesca en el cinturón. En el peor de los casos, un error.
A medida que transcurre la comida, Eloísa se va sintiendo más a gusto con nosotros. Nipho está inspirado. La oratoria del maestro fluye como el vino espeso y cálido que estamos bebiendo. Se ha puesto a hablar del mundo del cabaré y a su expresión asoman registros mundanos. Tardo en darme cuenta, y en reconocérselo, pero lo que pretende el maestro, en su inmensa generosidad, es empujarnos a Medusa y a mí hasta el umbral de la transgresión. Hasta un océano de placer sin orillas.
—Los primeros
strip-tease
causaron furor —dice Nipho, al mismo tiempo que mastica y engulle.
—¿Conociste a las bailarinas? —le pregunta Eloísa.
—A todas. Yo me preguntaba qué las movería a subirse a un escenario y quitarse la ropa ante el público. Unas cuantas me respondieron: por dinero. Por sus hijos, por una madre enferma, por un chulo al que alimentar. Solo una, Cintia, admitió que lo hacía porque le gustaba exhibirse, mostrar su cuerpo a la adoración anónima. Fue de ella de quien me enamoré y con quien llegué a casarme por primera y última vez.
Aquel vínculo había durado un año, sigue exponiendo, o confesando Nipho. El nombre artístico de Cintia era
Pretty Star
. Los fines de semana, ya entrada la madrugada, subía al escenario de
El Oasis
para protagonizar un atrevido show.
—Yo había emprendido mi carrera periodística en un pequeño rotativo,
Aragón Exprés
—recuerda Nipho—, y me las ingenié para hacerle una interviú con el secreto objetivo de iniciar una relación. Un poco —agrega, señalándome con el tenedor—, la intención de este muchacho aquí presente al entrevistarte, divina Eloísa, a fin de establecer un vínculo contigo.
Ya casados, Nipho continuó asistiendo de incógnito a las actuaciones de
Pretty Star
. Pagaba su entrada como uno más y se acomodaba junto a otros espectadores en las últimas filas.
—A medida que Cintia se iba desnudando en escena —relata, rojo por el vino, la vergüenza o el placer—, el deseo ajeno inflamaba el mío. En mis fantasías eróticas, yo asumía el vigor sexual de los hombres que soñaban con poseer a mi mujer y después, en la cama con ella, tenía la fuerza de los cien admiradores que había puesto patas arriba abriéndose de patas abajo. Lo malo fue que ese huracán desatado por el deseo viril terminó arrastrándome a mí y, en fin, para qué negarlo… me crucé de acera.
Eloísa ríe, bebe, se lo pasa en grande. Tras los postres, los orujos y el café, Nipho se disculpa y nos deja solos. Eloísa me pregunta si tengo planes para la tarde.
—Ninguno.
—¿Te gustaría acompañarme a una entrevista?
—¿Con quién?
—Con un tal Silvestre Martín.
—¿Quién es?
—Eso es lo que tengo que descubrir. Hace diez años, cuando acababa de cumplir dieciocho, mató a su hermano menor arrojándolo por el balcón de un cuarto piso… He quedado con él a las seis. ¿Me acompañas?
Tomamos una última copa y luego cogemos un taxi. Aún no es primavera, pero la temperatura resulta casi veraniega. La escasa corriente del Ebro discurre lentamente por su cauce. El agua es de un color azul pizarra.
Nos apeamos en el puente de Hierro y descendemos unas escaleras de piedra. A escasos cincuenta metros de la ribera se levantan unas casas de protección oficial. De puro viejas, parecen a punto de venirse abajo.
El tal Silvestre Martín nos está esperando en un cuarto de estar que no merece tal nombre, pequeño y sucio, con las paredes desconchadas, muebles rescatados de contenedores, un desvencijado sillón y sillas de tijera. Raídas cortinas emboscan el balcón por el que, pienso, alarmado por la catadura del tipo, debió de arrojar a su hermano.
Al vernos, me señala.
—¿Y este pollo?
—Es mi ayudante —improvisa Eloísa.
—No me dijo que iba a venir acompañada.
—Ni tú me lo preguntaste.
—Está bien. ¿Ha traído la pasta?
Eloísa deja ciento cincuenta euros encima de la mesa. Silvestre se apresura a guardárselos.
Nos sentamos en las sillas de tijera. Eloísa con el busto muy recto y las piernas en escorzo, luciendo medias de seda negra.
—¿Puedo? —consulta mostrando una grabadora.
Silvestre se niega a dejarse grabar, pero, a cambio, habla interminablemente sobre su vida en la cárcel. Eloísa lo va estimulando a base de monosílabos. Pienso: «Es como si Medusa extendiera sus tentáculos». El aspecto del joven delincuente
—piercings
, pelo rapado, dedos cuajados de anillos— resulta más intranquilizador a medida que se expresa en su argot carcelario. Pero Eloísa no tiene miedo. De no haber ido yo, habría visitado sola la madriguera de aquel tarado.
Permanecemos con él una hora. En ningún momento se refiere a la muerte de su hermano. Tampoco aclara por qué está solo, si viven sus padres o no. Llego a temer que también se los haya cargado.
Al despedirse, Eloísa le suelta otros cincuenta euros y queda con él para la semana siguiente.
—Sin el pollo —pone como condición Silvestre, aludiéndome.
—Vendré sola —accede ella.
* * *
Yo no imaginaba que hubiese algo que celebrar, pero Eloísa está eufórica e insiste en tomar una copa. Vamos a un quiosco junto a la arboleda del parque Macanaz. Entre las ramas de los chopos se ven las torres del Pilar. Eloísa emplea unos minutos en transcribir la conversación con Silvestre. El sol refulge en su cabello rojo.
—¿A qué vienen tantas notas? —pregunto—. ¡Si no ha dicho nada!
—Acabamos de empezar. Hay que tener paciencia, dará juego. Calculo que no comenzará a hablar del crimen hasta la tercera o cuarta sesión.
—¿En todas le vas a pagar?
—¿Te parece mal?
—Por la misma razón —sugiero— tendrías que hablar con Rufino Buendía. Te daría mejor rendimiento y te saldrá más barato.
—¿Quién es ese Rufino y por qué tendría que pagarle?
—Le llamaban «El asesino del predicador».
—Muy sugerente.
—Yo mismo le puse el apodo.
—¿Le conociste?
—Cubrí el caso para todo el país.
Eloísa decide concederme una oportunidad. A mí o a Rufino. Enciende un cigarrillo.
—Háblame de él —invita.
Le explico que Rufino era un tipo normal, más bien apocado. Trabajaba como camarero en un puticlub de la calle San Pablo. Añado que le han soltado hace poco, después de cumplir quince años por homicidio.
—¿A quién se cargó?
—A un predicador, Antonio Sevilla. Pastor evangelista.
—¿Cómo?
—Lo cosió a cuchilladas.
—Podría interesarme. No te detengas.
No lo hago y le cuento que el predicador oficiaba en un solar de El Gancho cubierto con una remendada carpa. Entre basuras y cascotes, sin comodidad alguna. El frío o el calor, la niebla o la lluvia acompañaban a lo largo del año a los hermanos de su secta.