José Clavé permaneció en su despacho alrededor de treinta minutos. Concluida la entrevista, se despidió de la abogada en la puerta, tal como otra mujer que salía de la oficina contigua pudo ver. José Clavé bajó en el ascensor con esa mujer, que está empleada en una de las firmas instaladas en la planta, y salió de la casa. Durante un rato, el declarante se entretuvo en el pasaje comercial para hacer una llamada a su padre, confirmándole que había hablado con la abogada y que la defensa de su hermano Jesús iba por buen camino.
En todo momento, José Clavé negó haber agredido a Eloísa Ángel. Y, con vehemencia y reiteración, considerándose siempre inocente, negó haberle dado muerte.
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El Periódico
, Sucesos, 7 de junio de 2011
ESPECTACULAR GIRO EN EL CRIMEN DE LA ABOGADA
LUIS MURILLO. Zaragoza.
El caso de la abogada Eloísa Ángel Ruiz acaba de dar un nuevo y espectacular giro
.
Si hace unos días el juez instructor del sumario, Mariano Allepuz, dejaba en libertad, por falta de pruebas, a José Clavé Jiménez, señalado en primera instancia como único sospechoso del crimen, en la mañana de ayer ordenó la detención del abogado zaragozano D. G. M
.
La policía sospechó de él a raíz de unas declaraciones radiofónicas en las que éste había apuntado a que el asesinato de Eloísa Ángel podía haber obedecido a una cuestión de índole privada o a una venganza relacionada con alguno de sus casos.
Aunque
D. G. M.
se retractaría posteriormente en su toma de declaración, asegurando que dicho comentario había obedecido a un lapsus o confusión derivada de la tensión del momento, y que, en realidad, quiso decir que Eloísa, amiga suya, corría demasiados riesgos al llevar asuntos de malos tratos y violencia de género, el juez decidió abrirle una investigación. Basándose, entre otros indicios, en la declaración de un testigo que ha situado a
D. G. M.
en las inmediaciones del escenario del crimen. Dicho testimonio apunta a que, en la noche del 26 de mayo,
D. G. M.
estuvo en el despacho de la abogada, donde dejó evidencias. Concretamente, colillas de una característica marca de cigarrillos franceses
.
Una relación sentimental
Según las informaciones y los datos reunidos por este periódico, procedentes de muy diversas fuentes, entre Eloísa Ángel y
D. G. M.
existió una relación sentimental
.
Ambos se habían conocido meses atrás por su actividad profesional. Sin embargo, la relación afectiva no funcionó y Eloísa decidió interrumpirla. La visita de
D. G. M.
a su despacho en la noche del crimen pudo obedecer al intento por parte de él de rehacer los interrumpidos lazos
.
El nuevo sospechoso del crimen trabaja como letrado auxiliar en una conocida firma zaragozana de abogados.
D. G. M.
está adscrito a asuntos laborales, aunque ocasionalmente lleva casos de índole penal. Carece de antecedentes penales por conducta violenta y está considerado un buen profesional.
Su detención ha causado un verdadero revuelo en los medios jurídicos. A la hora de la redacción de esta crónica,
D. G. M.
seguía retenido en dependencias judiciales. Tras interrogarle, el juez Allepuz decretó la recogida de muestras biológicas y un registro domiciliario de su apartamento, situado en la plaza de Salamero de la capital aragonesa.
Si se confirman las pruebas acusatorias de homicidio, el detenido podría ser temporalmente privado de libertad y confinado en prisión, a la espera de ser formalmente acusado del asesinato de Eloísa Ángel Ruiz
.
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C
LARAMENTE, era aquélla una gestión particular. Al alcalde Paternoy ni siquiera se le pasó por la cabeza recurrir al coche oficial.
Cogió las llaves del suyo, un Opel Astra con ciento cincuenta mil kilómetros, y lo sacó del garaje de su casa, en el barrio residencial de La Romareda. En la rampa se le caló, por falta de práctica. Apenas había conducido en los dos últimos meses y lo notó al atravesar Fernando el Católico, Gran Vía, Independencia, hasta desembocar en el Mercado Central y salir de la ciudad por el puente de Santiago.
Agosto avanzaba con su cegadora luz. Un sahariano calor se había instalado en la depresión del Ebro. El río discurría fangoso, con tan escasa corriente que podría cruzarse con agua a la cintura.
Fidel pisó el acelerador y enfiló la autovía de Huesca en dirección a la cárcel de Zuera. Faltaban pocos minutos para las diez de la mañana cuando divisó su perímetro. Aparcó el coche y se identificó en el control. Un guardia civil se le cuadró.
—A la orden, señor alcalde. Avisaré al director.
—No será necesario —se apresuró a replicar Fidel—. El director tendrá cosas más importantes que hacer. Además, no he venido como alcalde, sino como abogado.
—Permítame escoltarle, señor alcalde —insistió, como si no le hubiera oído, un segundo vigilante, cuyos rasgos no se distinguían a través de la opaca ventanilla.
—Conozco el camino —aseguró Fidel.
El guardia porfió y el alcalde de Zaragoza, resignado, se dejó acompañar, en calidad de tal, hasta el bloque administrativo de ingreso a los módulos.
En su puerta le esperaba un funcionario, conocido suyo, a quien acababan de advertir de su llegada. Fidel le saludó con efusión.
—Tiene usted muy buen aspecto, señor Paternoy.
—Antes me tuteabas, Evaristo. ¿Qué ha ocurrido para que dejes de hacerlo?
El celador hizo una mueca.
—Que ahora es usted el alcalde.
—Olvídalo —le rogó Fidel con llaneza—, no es más que una simple circunstancia. Pienso venir a Zuera con frecuencia, tantas veces como necesite hablar con mi defendido. De modo que, por favor, ve retirándome todo protocolo.
—No sé si…
—Te confesaré algo, Evaristo. Estoy harto de que me traten como a un bicho raro. Sólo soy un abogado. Uno más.
—Es usted uno de los mejores.
—Ojalá fuera verdad, porque mi cliente va a necesitar toda mi ayuda.
—¿Quién es?
—David Guzmán.
—¡Ah, sí! También abogado.
—¿Cómo se adapta a la vida de presidio?
—Mal —fue la alarmante respuesta—. No habla con nadie y está deprimido.
—Tú sabes tratar a los presos. Intenta animarle.
—Haré cuanto esté en mi mano.
—Sabré agradecértelo.
El funcionario abrió la puerta y Fidel pasó a la sala de locutorios, donde se celebraban los encuentros entre los reclusos y sus abogados.
Siempre había entrado en aquel recinto con la cabeza fría y la misión de devolver la libertad a alguien que la había perdido por errores propios o por fallos del sistema. En esta ocasión, no se sentía particularmente lúcido, y sí dominado por una intensa emoción.
David Guzmán, acusado de homicidio en primer grado, era casi como un hijo para él.
Alguien muy querido y próximo que, como bien sabía y temía Paternoy, podía ser condenado.
* * *
A
L fondo de la desnuda nave de paredes grises se había abierto una puerta metálica. La silueta de David Guzmán se recortó bajo los rayos de sol, que se filtraban por un alto ventanal, moteando el polvo con una miríada de brillantes puntitos.
El corazón de Fidel se encogió al ver a su colega reducido a la condición de preso preventivo. Hizo un esfuerzo por sobreponerse y ocupó el locutorio. Guzmán tomó asiento al otro lado del cristal de seguridad. El Viejo le dedicó una cariñosa sonrisa.
—¿Cómo van esos ánimos, David?
—Podrían ir mejor —fue la lúgubre respuesta. En tono deprimido, Guzmán agregó—: Y también podría estar muerto.
Fidel intentó quitar hierro a su grave situación.
—Siempre has sido un exagerado.
—Es la verdad. Llevo tres peleas, con una costilla y dos dientes rotos, y estoy amenazado de muerte.
El recluso se había dejado crecer la barba. Estaba desmejorado, más flaco. La estancia en prisión le había hecho daño. Su orgullo había decaído en la misma proporción que la línea de sus hombros, vencidos por el abatimiento. Pero aún no había sido derrotado y sus ojos seguían brillando con inteligencia, aunque con algo oscuro —una sombra de temor, quizá— agazapado en el fondo de sus pupilas.
El Viejo intentó insuflarle esperanza.
—Además de exagerado en todo, incluido el afecto hacia tus amigos, entre los que tengo el honor de contarme, siempre has sido un hombre íntegro. Aférrate a tus principios, David, y saldrás indemne de esta prueba.
—No te imaginas lo que hay aquí dentro.
—Conozco las cárceles.
—No lo dudo, pero desde ese lado del locutorio en que te encuentras ahora. Por suerte para ti, nunca te has visto obligado a convivir con bestias. Aquí dentro no hay humanidad.
Afectado por el injusto reproche, Fidel renunció a polemizar y bajó la vista a sus papeles. Unos cuantos segundos transcurrieron en silencio. La mirada de Guzmán se humedeció y su voz sonó arrepentida.
—Discúlpame, Viejo. Ni siquiera soy consciente de lo que digo. Gracias por tu ayuda y por malgastar en mí un tiempo del que no dispones.
—Todo lo contrario, David. Tu defensa va a suponer todo un reto para mí y es un orgullo que me hayas aceptado como tu representante legal. Estoy y estaré contigo, como siempre te he apoyado. Con un matiz. Tengo que reconocer que, al aceptar tu caso —Fidel volvió a esgrimir su limpia y afectuosa sonrisa—, hubo cierto egoísmo por mi parte. No te imaginas cómo estaba echando en falta la abogacía ni lo aburrido que resulta el oficio de alcalde.
—Creí que te apasionaba la política.
—¿Presidir comisiones y plenos, lidiar con la oposición y con el gobierno autonómico y el central? ¡Eso nada tiene que ver con la política entendida como una de las bellas artes! Todo son compromisos, expedientes… Presión y adulación.
David sonrió con timidez.
—Siempre has sido un presumido.
—Mis piropos favoritos proceden de las últimas páginas de las sentencias.
El comentario hizo sonreír a Guzmán más abiertamente.
—Estás a tiempo de dimitir y volver a la abogacía.
—Cometí un error al presentarme a las elecciones y otro aún mayor al ganarlas, pero flaco favor haría al partido si me voy… Cambiando de asunto, David. Puede que yo tenga problemas de conciencia, pero quien se encuentra en serias dificultades eres tú. Debemos ser conscientes de la gravedad de tu situación. Te pueden caer veinte años.
La sonrisa se heló en la cara del joven letrado.
—Eso sólo ocurriría si me asistiera una mala defensa, y no será el caso.
—Temo estar un poco oxidado.
—Si hay alguien capacitado para sacarme de este atolladero, eres tú.
—Me ha gustado eso que acabas de decir —avanzó Fidel.
—¿El qué?
—Lo del atolladero.
—¿Por qué?
—Sólo un inocente se habría expresado con tanta ingenuidad.
—¿Tenías alguna duda de mi inocencia?
Fidel se limitó a devolverle una inexpresiva mirada. Acto seguido, espigó unos papeles de su cartera y le anunció que se disponía a dirigirle algunas preguntas útiles para articular su defensa.
—Varias ya te las formuló el juez y constan en el sumario, pero prefiero oír las respuestas de tu boca. Ten paciencia y colabora.
Guzmán respiró hondo.
—De acuerdo.
El Viejo sacó un lapicero y una agenda de tapas de cuero con fecha de 2009. Tenía por costumbre reciclar los materiales de escritorio. A menudo, sus notas estaban redactadas en los márgenes de los periódicos. «Shakespeare escribía sus inmortales versos en el dorso de las facturas del mercado», replicaba a sus colaboradores cuando se chanceaban de sus hábitos.
—Muy bien, David, comencemos. Lo haremos yendo hacia atrás. Regresemos al 26 de mayo. ¿Viste aquel día a Eloísa?
—Sí.
—¿A qué hora?
—A la hora de comer, en un restaurante céntrico.
—¿Cuál?
—
Casa Lac
, en El Tubo.
Fidel tomó nota.
—¿Habíais quedado allí a iniciativa tuya?
—Sí.
—¿Con qué propósito?
—Enderezar nuestra relación, que no pasaba por sus mejores momentos.
—¿Discutisteis en el restaurante?
—Tanto como…
—¿Llegaste a amenazar a Eloísa?
—No.
—¿Se te escapó alguna expresión inadecuada?
—Es posible.
—¿Alguien la oyó? Otro comensal, un camarero…
—Puede. Pero te insisto, Fidel: fue en el contexto de una riña de pareja.
El veterano abogado lo anotó.
—¿Por qué estabas tan irritado? ¿A causa de los celos? —siguió preguntando.
—Eloísa quedaba con otros —estalló David.
—¿Con quiénes?
—Con ese periodista, Murillo…
—¿Luis Murillo era su amante?
—Lo ignoro. En cualquier caso, ella lo llevó a la oscuridad y…
El preso enmudeció. Fidel no le había entendido.
—¿Qué fue lo que Eloísa llevó a la oscuridad?
—Lo nuestro —murmuró David—. Ella odiaba lo previsible. No aspiraba a nada estable, ni conmigo ni con nadie. Es… era una chica herida.
—¿Herida por quién?
—Por su padre y por el padre de su hija… En el fondo, Eloísa no quería que la quisieran. Disfrutaba haciendo daño a las personas que la amaban.
—Estás describiendo a una mujer perversa.
—Lo era, pero yo me cegué con su atractivo —admitió David, y sus manos se retorcieron como expresando una tortura interior—. La nuestra nunca fue una relación normal, como las que yo había mantenido con otras chicas. Eloísa era provocativa y desconcertante a la vez… Independiente, lejana… Ni siquiera cuando hacíamos el amor yo tenía la sensación de que ella me perteneciese más allá del tiempo que dura un beso o una canción. Llegué a pensar que me estaba utilizando, que yo era un simple peldaño de la escalera que se había propuesto subir.
—¿Adónde ascendía esa escalera?
—Al éxito profesional, imagino.
—¿Con veintinueve años?
—Era precoz.
—Y superdotada. Por aquí tengo sus tests de inteligencia.
—¿Cómo los has conseguido?
Fidel sonrió.
—Truquillos de perro viejo.
Por primera vez en la entrevista, Guzmán tuvo la impresión de que Paternoy le iba a representar en un juicio, delante de un tribunal, de la opinión pública y de la familia de Eloísa Ángel.