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Authors: Juan Bolea

Tags: #Intriga, #Policíaco

Pálido monstruo (21 page)

BOOK: Pálido monstruo
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El fiscal, Juan García del Cid (curiosamente, hijo del anterior alcalde del Partido Popular, derrotado por Paternoy en las últimas elecciones municipales), basó su acusación de asesinato con agravantes en la declaración del testigo que vio salir a Guzmán de la casa donde se cometió el crimen, y en las pruebas biológicas: semen, saliva, cabellos y restos de piel tanto en el cadáver de la víctima como en el entorno de su bufete. La acusación particular intentó demostrar que, además del homicidio de la abogada, Guzmán había incurrido en violación y profanación del cuerpo
.

Por su parte, Fidel Paternoy pidió la libre absolución de David Guzmán
.

El abogado defensor basó su tesis en que su defendido no se encontraba en el despacho de Eloísa cuando se perpetró el crimen. Para demostrarlo, presentó a un testigo, Tadeo Bárcena, un transeúnte, habitual en el comedor benéfico del Carmen, que aquella noche se hallaba pidiendo limosna a la entrada del pasaje comercial. Dicho testigo aseguró haber visto a un operario con gafas oscuras. Pero, frente al interrogatorio del fiscal, no pudo precisar la hora exacta, ni si salía del portal número 12 o si, sencillamente, transitaba por sus inmediaciones, como hicieron algunos operarios de las brigadas municipales, quienes, con parecido atuendo, se hallaban trabajando en una zanja cercana.

Paternoy justificó los restos biológicos de Guzmán en el cadáver de la víctima basándose en que esa tarde había mantenido relaciones sexuales consentidas con Eloísa, e insistió en las supuestas lagunas de la investigación, y en el hecho de no haber sido localizada el arma del crimen, un cuchillo de filo recto y hoja de unos quince centímetros de longitud por cinco de anchura. Tampoco aparecieron los zapatos que dejaron pisadas ensangrentadas en el escenario de la muerte
.

En el turno de los expertos médicos, comparecieron varios titulares del Instituto de Medicina Legal de Zaragoza, así como el psiquiatra que examinó al imputado. Posteriormente, fueron declarando el comisario jefe Antonio Moro y otros policías adscritos al caso, el presidente del Colegio de Abogados de Zaragoza, los padres de la víctima y el padre de la hija de Eloísa, un empresario llamado Bernardo Cuairán, que se encontraba en Jaca en la noche del crimen
.

Entre los testigos, vertió su declaración el periodista Luis Murillo, cuyo diario, intervenido durante la investigación, fue esgrimido por la defensa como supuesta prueba de una infidelidad de Eloísa, conflicto que explicaría las numerosas llamadas telefónicas de Guzmán en la tarde del crimen. Murillo, quien ya fuera exonerado de todo cargo, explicó su relación con la abogada, respondiendo a las preguntas que le formularon las partes. Su coartada era sólida. A la hora en que se había cometido el crimen se hallaba en la redacción, que no abandonó hasta el momento en que se dirigió a cubrir el suceso
.

Las comparecencias finalizaron a una hora tan tardía que el tribunal decidió suspender el juicio hasta las diez de la mañana de hoy, cuando la vista se reanudará con las declaraciones de los testigos restantes y las conclusiones de los letrados.

Al término de éstas, los miembros del jurado se retirarán al mismo hotel en el que han pasado la noche para deliberar y decidir si David Guzmán es inocente o culpable de la muerte de la abogada
.

* * *

Capítulo 34

A
L comisario le extrañó que la mañana hubiese amanecido tan fría. La noche anterior había visto las noticias en televisión y el hombre del tiempo había anunciado buen día y calor.

En el telediario nacional habían aparecido imágenes de la Audiencia de Zaragoza. Y de él mismo, casualmente, declarando frente al tribunal en uno de sus turnos de comparecencia. Sus hijos le habían reconocido y Sarita se había puesto a gritar.

Al salir de su casa, Antonio Moro notó el húmedo tacto de la niebla en la piel.

Aunque, por rango, habría podido disfrutar de ese servicio, no le gustaba que vinieran a recogerle en coche. Se dirigió hacia la jefatura caminando, como venía haciendo desde que era comisario. De forma paradójica, porque se pasaba el día montando dispositivos de vigilancia y seguridad, él nunca había tomado precauciones en previsión de un atentado. Todo lo más, variaba de itinerarios, aunque siempre acabase cruzando el río por el
puente de la Almozara
. No era el más bonito ni su preferido, pero sí el más directo a
El Portillo
, y de ahí a comisaría.

La niebla era tan densa que el comisario no pudo ver las aguas del Ebro.

Ya en su oficina despachó unos cuantos asuntos de rutina y luego se dirigió a la Audiencia para asistir a las conclusiones del juicio. Esta vez sí pidió que fuesen a recogerle porque a la hora de comer debía dirigirse a Pina de Ebro, una población cercana que esperaba la visita de un secretario de Estado, a quien tenía que proporcionar cobertura policial.

Al igual que en la jornada anterior, la vista comenzó con retraso. La expectación era máxima. Más de medio centenar de periodistas se apretaban en la sala. Cuando apareció David Guzmán, escoltado por dos policías y por Fidel Paternoy, hubo tal revuelo que al alguacil le costó cerrar las puertas de la sala.

El presidente del tribunal llamó al primero de los testigos pendientes de declarar. Era un médico forense, Santiago Rentería, contratado por la acusación particular. Por un lado, Rentería arguyó que la víctima, según su interpretación de los dictámenes médico-forenses derivados de la autopsia y los análisis biológicos, había sido violada ante mórtem; por otro, que las características físicas del imputado coincidían con las lesiones recibidas por Eloísa Ángel.

Los restantes testigos, policías, en su mayoría, no aportaron sustanciales novedades, sino que se limitaron a reiterar las declaraciones ya vertidas por sus superiores durante el primer día.

En sus capítulos de conclusiones, tanto el ministerio fiscal como la defensa reiteraron los argumentos en los que habían basado sus primeros informes.

El fiscal, Juan García del Cid, consideró probado que David Guzmán era culpable de asesinato deliberado con agravantes y pidió veinticinco años de reclusión para él. La acusación particular exigió otros diez por violación, más una indemnización de dos millones y medio de euros para la familia Ángel.

Por su parte, la defensa, convencida de su inocencia, solicitó la libre absolución del procesado. Para ello, Paternoy volvió a poner de manifiesto la ausencia del arma y la incongruencia, en su opinión, de las pruebas incorporadas al sumario. Justificó la existencia de restos biológicos de su defendido en el cadáver de la víctima a partir de un contacto sexual mutuamente consentido, y previo en varias horas —entre cuatro y cinco, concretó— a la muerte de Eloísa, e insistió en que Guzmán no se encontraba en su despacho en el momento del crimen. Paternoy se mostró seguro de que el asesinato había sido cometido por otro hombre, pero no pudo demostrar este extremo.

El jurado se retiró a deliberar al hotel Alfonso, un establecimiento próximo a la Audiencia.

La opinión generalizada apuntaba a que la deliberación de los nueve miembros de la corte popular iba a ser rápida, y así fue. Cuarenta y cinco minutos bastaron para decidir, por práctica unanimidad, el destino de David Guzmán.

A la una y media de la tarde, los integrantes del jurado se hallaban de regreso en la Sala de lo Penal. A instancias del magistrado presidente, su portavoz, una mujer de cuarenta años, administrativa de profesión, se puso en pie y, con voz titubeante, y sin mirar a David Guzmán, desveló el veredicto.

Culpable.

* * *

Capítulo 35

E
L condenado carecía de familia directa. Sólo un pariente lejano, un tío segundo, se acercó a consolarle mientras los magistrados se levantaban de sus estrados y Fidel Paternoy permanecía estático, petrificado por el veredicto. Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para acercarse a Guzmán.

—Lo siento en el alma, David. Yo… te he defraudado por completo, no tengo excusa. ¡A partir de ahora, deberé vivir con esta horrible frustración!

Guzmán estaba terriblemente pálido. Su mirada, vacía. Con un hilo de voz, le absolvió de toda responsabilidad.

—No ha sido culpa tuya, Fidel. Has hecho cuanto estaba en tu mano.

—Y lo seguiré haciendo. ¡Apelaremos! Presentaré un recurso de casación. La instrucción está plagada de errores. ¡No nos rendiremos!

El condenado sonrió con debilidad.

—Ven a verme… Ya sabes dónde encontrarme.

La policía sacó a Guzmán de la sala. En el patio le esperaba un furgón de la Guardia Civil con destino a la prisión de Zuera.

Descompuesto, Fidel fue recogiendo sus papeles con tal lentitud que se quedó solo en la sala. Abandonó el escenario de su derrota con la cabeza baja. Los pasillos de la Audiencia estaban atestados de fotógrafos. El fiscal se había negado a hacer declaraciones y una colmena de reporteros se abatió sobre Paternoy. El abogado salió del paso insistiendo en la inocencia de Guzmán y anunciando que, fuera cual fuese la sentencia condenatoria que en breve impondría el tribunal, interpondría recurso. Las preguntas se sucedieron y quiso marcharse, hastiado, pero algunos reporteros fueron corriendo tras él. El comisario Moro se le acercó y le cogió del brazo.

—Venga conmigo, señor alcalde.

—¿Cuántas veces te habré dicho que me tutees, Antonio?

El policía hizo caso omiso.

—Permítame que le trate como lo que es.

Fidel se encogió de hombros y se dejó conducir a un coche policial aparcado en el patio de la Audiencia. El conductor esperó a que los periodistas despejaran la entrada y salió a
El Coso
. Dobló a la derecha, en dirección al
Mercado Central
, y fue dejando atrás la fachada lateral del
palacio de los Luna
.

No sólo no había despejado la niebla, sino que se había hecho más espesa. Parecía invierno. Los coches llevaban encendidas las luces de cruce. No se veía más allá de cada semáforo.

—¿Le dejamos en el ayuntamiento, señor? —consultó el comisario.

—Tutéame, Antonio —suplicó Fidel—. Siempre lo habías hecho. Somos miembros de una misma sociedad…

—¿Gastronómica? —completó el comisario, sonriendo.

—Sí… ¿Recuerdas? Todo empezó con nuestra cena del año pasado. Acababan de elegirme alcalde y te acercaste para informarme de que habían asesinado a una colega mía. No podía sospechar que esa tragedia iba a acabar arrastrando a David Guzmán. No puedo soportar la idea de que vaya a pasar lo mejor de su vida en la cárcel. ¡Qué triste final! ¡Qué absurda derrota! ¿Y si, en buena parte, ha sido culpa mía? Me empeñé en defenderle, pero ¿he sabido estar a la altura de las circunstancias?

El comisario se animó a tutearle.

—De eso no hay duda, Fidel. Estuviste intachable, con momentos muy inspirados y una oratoria de gran brillantez. Pero las pruebas biológicas tienen un peso definitivo, lo sabes mejor que nadie. Contra ellas, es difícil luchar. Sin embargo, sembraste la duda y muchos, con los ojos de la imaginación, llegamos a representarnos a ese misterioso asesino en el despacho de Eloísa Ángel, apuñalándola, cambiándose de ropa y escondiéndose en la ducha cuando la prima entró a la oficina… Por cierto, Fidel, ¿cómo sabías eso?

—¿El qué?

—Que el asesino se escondió en la ducha.

Paternoy miró al comisario con una expresión de extrañeza.

—No entiendo tu pregunta, Antonio.

—Ese detalle, el de las huellas del asesino en el plato de la ducha, no constaba en las diligencias. El informe policial debería haber hecho mención de ellas, pero finalmente, por un error en su instrucción, no constó.

Fidel pensó unos segundos.

—Sigo sin entenderte, Antonio —repitió.

—En la noche del crimen —explicó el comisario—, tras presentarme en el despacho de la abogada, con el cadáver junto al escritorio, entré al cuarto de baño y vi huellas de pisadas en el plato de la ducha. Algo más tarde, cuando uno de mis policías estaba desmontando la cortinilla, por si había señales dactilográficas, abrió por error el grifo y un chorro de agua borró esas huellas antes de que las fotografiaran. En la posterior redacción del informe se hizo constar, adjuntando fotografías, la existencia de huellas en el cuarto de baño, pero el instructor olvidó mencionar las de la ducha, de las que no llegaron a tomarse fotos, y yo no advertí esa omisión hasta el día de la vista, demasiado tarde para hacer reparar a las partes en un detalle que, en principio, no tenía importancia para el desarrollo del juicio. Pero me extrañó que tú lo supieses y que mencionaras en tu defensa la existencia de huellas ensangrentadas en el plato de la ducha.

El comisario miró por el rabillo del ojo a Fidel. El alcalde parecía haberse encogido en el asiento contiguo.

—No es que tenga demasiada importancia —continuó Moro, ante el silencio de Paternoy—, pero me llamó la atención que acertases de pleno con lo que con toda seguridad hizo el asesino. Debía de ser un tipo muy frío, con un gran control sobre sí mismo. ¿Vamos al ayuntamiento?

—No —musitó Fidel—. Decididamente, hoy no me acercaré a la alcaldía. No tengo fuerzas para nada. Llevadme a casa, por favor. Sólo quiero descansar.

—Diríjase a
La Romareda
, al domicilio del señor Paternoy —le indicó Moro al conductor.

Dando muestras de cansancio, el Viejo suspiró y apoyó la cabeza contra la ventanilla del coche. En esa postura, y en silencio, permaneció hasta que llegaron a su casa. El conductor salió para abrirle la portezuela y Fidel se alejó en medio de la niebla.

El comisario se lo quedó mirando pensativamente a través de la ventanilla, en cuyo cristal, empañado por el vaho, se había marcado una nítida huella de su perfil.

* * *

Capítulo 36

U
NA semana después, un grupo de policías nacionales irrumpió en el ayuntamiento de Zaragoza.

Los guardias municipales que estaban de turno los dejaron entrar. Los agentes subieron con rapidez la ancha escalera tapizada con alfombra roja, hasta el rellano de la primera planta, donde estaba el área de Alcaldía.

El jefe de gabinete, Luis Cejador, les salió al paso.

—¿Qué ocurre? ¿Puedo saber qué están haciendo aquí?

—Traigo una orden de detención contra Fidel Paternoy —contestó el inspector Legazpi.

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