Cejador sintió que su corazón dejaba de bombear.
—¿Contra el alcalde? ¿Me está tomando el pelo? ¡Eso no es posible!
Legazpi le mostró el documento.
—Firmado por el juez. Como también está firmada la orden de registro.
—Santo Dios… ¿De qué se le acusa?
—Eso no es asunto suyo. ¿Se encuentra Paternoy en el ayuntamiento?
Cejador repuso que no y el inspector le preguntó dónde podían localizarle. En esos momentos, el alcalde se dirigía a la
Feria de Muestras
para inaugurar un certamen.
Legazpi dejó a dos hombres para proceder al registro de las dependencias de Alcaldía. Al frente de los restantes, volvió a bajar la escalera a paso de carga.
Cejador se encerró en su despacho y marcó en su móvil el número privado del alcalde.
—¿Sí, Luis, qué hay?
—No sé qué está pasando, Fidel —dijo el jefe de gabinete muy nervioso—. La policía acaba de presentarse en el ayuntamiento. Preguntaban por ti.
—¿Otra vez los municipales, con sus guerras de horarios y sueldos? Ya sabes lo poco que entiendo de uniformes… Dile al teniente de alcalde Leal que lealmente los atienda de mi parte.
—No eran los municipales, alcalde, sino la Policía Nacional. Venían con un inspector y con una… Con una orden de detención a tu nombre.
El alcalde tardó en responder, pero lo hizo con voz tranquila.
—¿Se han ido?
—Están registrando tu despacho y otros van a buscarte a la
Feria.
No he podido hacer nada por evitarlo.
Durante unos segundos, Fidel mantuvo abierta la línea, pero nada añadió. Al otro lado, Cejador escuchaba el asedado zumbido del motor del coche oficial. Pudo imaginar el Audi negro, con un escolta en el asiento delantero, avanzando por la carretera de Madrid, y al alcalde con la mirada perdida hacia los calizos campos que la primavera se esforzaba por tapizar con los primeros brotes.
* * *
N
OS queda por inspeccionar el huerto donde Judas llevó a cabo su traición —dijo el comisario frente a uno de los ordenadores de la sección de Homicidios. Leyó en voz alta—:
Propiedad
: Getsemaní.
Propietario
: Fidel María Paternoy.
Extensión
: dos mil setecientos metros cuadrados.
Dirección
: Camino de la Vela, s/n, Garrapinillos.
Legazpi venía de buscar al alcalde en su domicilio, pero no se encontraba allí. El chófer municipal que lo trasladaba a la
Feria de Muestras
le dijo al inspector que a medio camino había recibido orden del propio alcalde de dar marcha atrás y regresar a la ciudad. Paternoy se había bajado en el centro, en la
plaza de Aragón
. A partir de ese momento, no se le había visto más.
—Getsemaní… ¿Por qué lo llamaría Getsemaní? ¿Tan religioso es Paternoy? —preguntó Legazpi.
—Un cristiano de base —recordó el comisario—. Pero sólo Dios sabe por qué diablos bautizaría así su parcela. Puede ocultarse allí. No perdamos más tiempo, inspector. ¡Andando!
El coche patrulla se dirigió al barrio rural de
Garrapinillos
por la carretera del aeropuerto. Eran las dos de la tarde. El sol brillaba con suavidad y la atmósfera parecía más limpia a medida que se alejaban de la ciudad. El
Moncayo
se veía a lo lejos.
El
camino de la Vela
arrancaba desde la salida norte del pueblo. Se trataba de un antiguo sendero de carros, con rodaduras de tractores y una acequia flanqueada por un cañaveral.
El huerto de Getsemaní quedaba a unos dos kilómetros, justo al final del camino. Un seto con rosales salvajes lo protegía de miradas curiosas. Junto a la valla cancel, pintada en un desleído color caldero, estaba aparcado un Opel Astra.
Moro indicó a Legazpi que le esperara en el camino. Ignoraba a qué se iba a enfrentar, pero prefería hacerlo solo.
Por una bucólica vereda, entre frutales, el comisario avanzó hacia una caseta de ladrillo rodeada de acacias. Detrás de esa modesta construcción se levantaban árboles más vistosos. Entre ellos, unas majestuosas palmeras. Junto con el perfume de azahar y una alberca de mosaicos verdes, sus troncos proporcionaban al retiro de Fidel un aire arábigo, taifal.
El Viejo estaba sentado en una mecedora, a la sombra de un tronco nervudo y ancho —«druídico», pensó el comisario— cuyas retorcidas ramas le cobijaban del sol. Tenía en el regazo una manta de cuadros escoceses y las manos ocultas debajo de ella.
Moro se detuvo a pocos pasos. Con expresión serena, Fidel se impulsaba adelante y atrás en la mecedora. Sus ojos parecían más tristes de lo habitual y también su voz sonó más apagada.
—Nunca habías estado en mi huerto, Antonio. Te invité una vez, pero no llegaste a venir.
—No lo he olvidado. Fue hace unos cuantos años.
—No demasiados. Cinco, diría yo. Por entonces, todavía organizaba barbacoas. Otros muchos amigos acudieron, pero tú me fallaste. Seguramente estarías persiguiendo a algún malvado criminal. Un momento, querido amigo… ¿Debería pensar «como ahora»?
Moro tuvo la impresión de que ese sarcástico comentario surgía de un fondo revuelto, como un pez que hubiese saltado desde el fondo de aguas pantanosas. Miró al cielo. Una formación de patos volaba en forma de proa. Bajó los ojos a Paternoy.
—¿Qué árbol es ése? —preguntó.
El Viejo miró a uno y otro lado.
—¿Cuál?
—El que te da sombra.
—¡Ah! Un baobab.
—Parece muy antiguo.
—Es centenario o está a punto de cumplir el siglo. Lo importé de un país africano. No adivinarías lo que pagué… Es un árbol mágico, con vida propia. Me escucha cuando le cuento mis cosas. Podría decirse que me confieso con él.
—Muy interesante. ¿Cuántas especies tienes en el huerto?
—No las he contado. Trescientas, tal vez.
—¿Alguna australiana?
—¿De las antípodas? ¿Por qué lo preguntas? Nunca he viajado tan lejos.
—Supongo que tampoco viajarías al país del baobab para traértelo a cuestas.
—Gambia. Tampoco fui, es verdad. Lo encargué. Pero ¿a qué venía tu pregunta?
El comisario se abrió la americana, en un movimiento que dejó ver la pistola. Llevaba funda de sobaquera, con la que se sentía más cómodo. Sacó su cartera y de ella un papel, un recibo de color rosa que blandió en el aire cálido y tranquilo del jardín.
—Robles australianos. Muy jóvenes. Una partida de doce. Llegaron por barco al puerto de Barcelona, y de ahí a esta propiedad. Getsemaní, Camino de la Vela, Garrapinillos. Anotaron correctamente la dirección, cosa que no siempre ocurre en este tipo de portes. También tu nombre, como adquirente, y el número de teléfono de tu casa. Un repartidor venezolano, un chico llamado Lenny, te entregó los esquejes el 20 de mayo de 2011. Lenny nos ha dicho que estuvo contigo un buen rato, aquí, en Getsemaní, mientras un ayudante tuyo iba plantando los robles australianos, y que se marchó admirado de lo mucho que sabías sobre plantas y de cómo habías adaptado especies exóticas al clima estepario del valle del Ebro. ¿Le pones cara a ese muchacho?
—En absoluto. Por aquí vienen jardineros a menudo. ¿Cómo acordarme de él?
—Era muy simpático. Y competente. Te dio buenos consejos para aclimatar los robles y te advirtió que tuvieras cuidado con las hormigas amarillas. Una especie invasora, muy agresiva, que había viajado en la corteza de tus robles y que, si no tomabas precauciones, podía llegar a suponer una verdadera plaga, tal como ya estaba sucediendo en Australia y en sus islas cercanas.
La voz de Fidel se redujo a un susurro.
—¿Hormigas amarillas?
—Eso es. Una de sus hermanas apareció en el cadáver de Eloísa. En su cabello. ¿Se te ocurre alguna explicación?
—Se mencionaba en algún informe, pero no le presté atención. ¿Y a ti, Antonio, se te ocurre alguna explicación acerca de esa hormiga amarilla?
—Sólo una.
—¿Cuál?
—Que salió de aquí enganchada con sus patitas a un mono azul de jardinería y que, en medio de la lucha, cuando estabas apuñalando a Eloísa, se desprendió y se ocultó en su pelo rojo.
Pese a la gravedad de la acusación, Fidel no dejó de columpiarse en la mecedora. Su rostro seguía impávido. Sus ojos parecían mirar hacia dentro.
—Basta de juegos, señor alcalde —dijo el comisario.
—¿Vuelves a tratarme de usted?
—Traigo una orden de detención. ¿Quiere verla?
—Dime el nombre del juez que la ha firmado.
Moro pronunció su apellido y la garganta de Fidel desgranó una desagradable risa. Al comisario le pareció sorprender un movimiento de sus manos debajo de la manta.
—¡En pie! —ordenó.
—Estás faltándome al respeto, Antonio.
Una subida de adrenalina saturó la voz del comisario.
—Usted la mató.
Fidel volvió a reír.
—¿Cómo piensas probarlo?
—Con su ayuda. ¿Recuerda que a la salida de la Audiencia le llevé en coche a su casa? Apoyó su cabeza en la ventanilla empañada en vaho, y pudimos fotografiar, revelar y volcar la huella de su oreja. El otograma la hizo coincidir con las huellas de orejas reveladas en la escena del crimen, concretamente en el reverso de la puerta de entrada del bufete de la víctima, donde el criminal se apoyó para observar por la mirilla.
Fidel le miraba sin pestañear.
—Por eso hizo usted todo lo posible para que condenasen a David Guzmán —continuó Moro—. Por eso utilizó como testigo a un mendigo. Por eso, sabiendo que la verdad era increíble, se la contó al jurado con pelos y señales. Nadie mejor que usted podía saber lo que realmente pasó en el despacho de Eloísa. Nadie más inteligente que usted para ocultarse en el lugar más evidente, pero más difícil de descubrir.
—¿Y cuál es ese lugar tan secreto?
—La cara de la verdad.
Fidel hizo una mueca admirativa.
—Has equivocado tu vocación, Antonio. Deberías haber sido abogado penalista. ¿En serio crees que un tribunal me condenará por un otograma? ¡Tendrían que ser tan idiotas como el jurado que crucificó al pobre Guzmán!
El comisario omitió el comentario y preguntó:
—¿Por qué la mató?
La mirada del Viejo se había endurecido como la de un patriarca frente al desierto, abandonado o traicionado por su divinidad. Se pasó la lengua por sus resecos labios y su saliva brilló al sol. Habló en voz baja, como si estuviera rezando.
—Me poseyó, y no sólo físicamente. Se hizo dueña de mi voluntad y después me despreció. Me humilló hasta límites inhumanos y yo me rebajé aún más para que me permitiese volver a verla a cualquier precio, aunque sólo fuese un minuto. Quiso volverme loco y lo consiguió… Al principio, era un juego. Yo me sentía tan joven… ¡Volvía a jugar, a sonreír! Pero no duró nada. A las pocas semanas, comenzó a torturarme. Me contaba que venía de hacer el amor con David y yo reconocía su olor en su piel. O que había estado en casa del periodista, que lo había cabalgado en un sofá hasta dejarlo exhausto… O que, entrevistándose con un convicto…
Fidel hundió el rostro entre las manos. Moro cuestionó:
—¿Dónde se veía con ella? ¿En algún hotel?
—Eloísa no era tan vulgar como para registrarse en uno de esos moteles de carretera. Venía aquí, al huerto. Se sentaba a mi lado. Hablábamos. No íbamos a ningún lado. ¿Para qué? En Getsemaní podíamos besarnos, amarnos. Un hombre y una mujer entre los árboles, pisando la hierba, la tierra, lejos y a salvo del mundo. ¿Puede pedirse algo más en la vida?
—¿Fidelidad? —sugirió Moro.
Fidel lo aprobó con un gesto.
—¡Por ahí atacará el fiscal! ¡Tan fácil como efectista! Me acusará de lo mismo que al pobre David: celos, ira ciega, homicidio… Un buen penalista lo desmontaría en un abrir y cerrar de ojos. Me refiero a uno honesto, no como el que contrató Guzmán.
De la garganta de Fidel brotó una carcajada híspida
[12]
. En su rostro se había instalado una expresión perversa. Su voz sonó con más fuerza.
—Aquella noche discutimos en su despacho. Perdí los nervios y la golpeé. Forcejeamos en el suelo y la aturdí con otro golpe. Empezó a gritar y me arrancó la medalla. Era demasiado tarde para retroceder, así que seguí golpeándola hasta que quedó desvanecida. Recuperé mi medalla y me la quedé mirando. No podía dejarla vivir. Si lo hacía, me denunciaría, acabaría conmigo. No lo pensé más y le clavé en el pecho un cuchillo de jardinería que llevaba en mi mochila de jardinero, junto con un mono y unas zapatillas viejas. Había estado comprando material y no supe qué hacer con él antes de subir a su despacho para verla, de modo que me presenté con la bolsa. Enterré el cuchillo aquí, en mi huerto, junto al mono manchado de sangre y los zapatos, también manchados con su sangre inocente.
Fidel calló.
—Aunque sea lo último que haga en mi vida, sacaré a David Guzmán de la cárcel y le meteré a usted —prometió el comisario.
—Jamás pisaré una celda, Antonio. Antes tendrás que matarme.
—Voy armado. No me obligue a disparar.
El Viejo alzó la manta y en su mano brilló el cañón de una pistola. Dando un grito, el comisario se tiró al suelo y rodó sobre la hierba. Cuando recuperó el equilibrio, Fidel seguía apuntándole. A cinco metros, Moro vació el cargador. Paternoy cayó de rodillas y luego de bruces.
El comisario se le acercó, sin aliento. Detrás, en dirección al camino, se oyeron gritos, carreras. Eran el inspector Legazpi y otro agente.
De las heridas de Fidel manaba sangre. Una blancura súbita había robado el color a su cara. Agonizante, le oyeron decir:
—Mi arma no estaba cargada. Era una vieja pistola de mi padre, vieja como la guerra… Pero no importa… Es mejor así, señoría… ¡Visto para sentencia! ¡Que alguien haga justicia, por Dios! Que Eloísa y yo recuperemos la vida y la libertad. Volvamos a Getsemaní, amor, a seguir escuchando el viento entre los árboles…
Fin
* * *
A
LGUNAS escenas realistas y el uso de materiales documentales adaptados a la narración podrían hacer pensar que
Pálido monstruo
tiene algo de novela social, denuncia o crónica, pero todo, salvo el escenario —los personajes, sus conflictos, el proceso judicial—, es ficción. Ésa era mi única arma para intentar rendir literariamente a una ciudad tan real como Zaragoza.