Badía era rico y culto. Influyentes mujeres se casaron con sus trajes de novia. «La moda es como el amor —solía repetir en sus entrevistas—. Un completo misterio».
Pienso: «Ya no lo resolverá».
Hombre mundano, Badía viajaba con o sin su pareja. Safaris sexuales. Cuba, Tailandia, paraísos del sexo. A veces se desmadraba por la geografía española. En Zaragoza había entrado en contacto con un grupo de delincuentes juveniles. Con semejante escoria nunca se mostraba en público, pero los buscaba en sus guaridas nocturnas. Los chaperos
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le pillaron el tranquillo. Lo drogaban y extorsionaban con vídeos donde lucía correajes y lencería. Un poli que ha visto esas pelis me dijo que eran escenas de humillación máxima. Candidatas a los Oscar del porno. El mancebo Pepín no llegó a tratar con los chaperos ni participaba en sus orgías, pero era él quien debía cuidar al modisto cuando regresaba de las mazmorras del sexo.
La policía ha atribuido el crimen de Néstor Badía a Jesús Clavé, del clan de los Claveles.
El patriarca, Casimiro Clavé, empezó vendiendo flores en la acera del cementerio de Torrero. Pero los gustos de su hijo Jesús fueron evolucionando y su flor preferida es la amapola. Traficante duro, acuñó antecedentes por atraco a mano armada, violación y extorsiones a otros homosexuales de buena posición.
En un principio, el despacho de Paternoy & Asociados había asumido su defensa, pero los Claveles no aceptaron una estrategia que pasaba por el reconocimiento del crimen. Ahora buscan otro abogado para Jesús. ¡A ver quién es el valiente que carga con su defensa!
El caso de Néstor Badía tiene morbo… Como morbosa es la abogada que, sin salir de los juzgados, me presenta el fiscal Juan García del Cid, ese niño bonito, hijo del alcalde.
Se llama Eloísa Ángel. Yo no la conocía. Es nueva en la plaza, hace poco que ha abierto despacho.
—Luis Murillo, reportero de Sucesos —me presenta Juan García del Cid—. No obstante, amigo.
—Puedes llamarme Pelos. Así me llama todo el mundo —añado yo, zumbón.
Eloísa asiente y me cuenta que lleva divorcios y casos de maltrato de género. Después se pone a hablarme de algo que parece interesarle más: un libro que está escribiendo sobre asesinos en serie.
—¿Se va a publicar? —pregunto.
—Eso espero —confía ella, aunque carece de editor.
Lo que no le falta es atractivo. Tiene el pelo rojo y un cuerpo… Le propongo hacerle una entrevista. Se pone a mi disposición. Le digo que yo para ella también estoy disponible a tiempo completo y vuelve a soltar una risa fácil. Pero sus ojos no ríen. Su mirada es pétrea. Y, sin embargo, irradia calor… una hembra así puede hacer sentir cualquier cosa a cualquier hombre. Desde luego, a mí.
A nuestro lado pasa un juez y el fiscal Juan García del Cid nos abandona para darle jabón. Eloísa me pregunta si debido a mi actividad periodística «especializada» (¿hace cuánto que alguien no me considera como algo más que un carroñero de malas noticias?) conservo un archivo de criminales.
—A Noé le vas a hablar de lluvias —le replico, haciéndome el gracioso.
Pero ella, poniéndose seria, me pregunta si he entrevistado a muchos asesinos.
—A unos cuantos. La sangre vende, ya sabes —contesto.
—¿Eran interesantes, inteligentes?
—No mucho, o la policía no los hubiera pillado.
Eloísa ríe y me propone que nos veamos otro día para hablar de mi archivo de casos criminales como posible fuente de documentación para su estudio. Se compromete a respetar mis informaciones.
—Tal vez, a pagar algún dinero —añade con astucia.
Y yo me digo: «Esta hermosa mujer medusa parece lo bastante loca y perversa como para cumplir sus promesas».
* * *
C
ON entrada por el pasaje del Ciclón, el bufete de Fidel María Paternoy & Asociados estaba radicado en uno de los edificios de la plaza del Pilar. Bastante más amplio de lo que solían ser los despachos de abogados, ocupaba toda la segunda planta de una casa de noble fachada, situada frente a la basílica del Pilar.
Fidel había fundado su firma en 1968, año de la
revolución de las flores
y del
Mayo francés
, sin que se percibiera aún, entre los estertores de la dictadura franquista, un horizonte de libertad en España.
En principio, Paternoy había adquirido sólo uno de los pisos, el 2º A, pero, con el tiempo, a medida que se iba abriendo camino en la profesión, compró el contiguo, uniendo ambos en una planta de doscientos ochenta metros cuadrados que daban para albergar su despacho, una sala de espera, otra de juntas, un archivo, cuatro despachos más para sus socios y pasantes de penal, mercantil y laboral, un aseo y una cocina donde preparar un tentempié. Si, por algún motivo especial, se pretendía convertir la sede en un improvisado restaurante, alguien tenía que ofrecerse como cocinero, pues el Viejo no sabía freír un huevo, pero nunca faltaban voluntarios para ponerse el mandil y con cierta frecuencia se celebraban cumpleaños o los éxitos de la firma.
De estilo modernista, el edificio que albergaba el bufete de Paternoy alzaba cuatro plantas, más un entresuelo y un sótano donde antaño estuvieron las calderas de carbón. Tenía un defecto: carecía de ascensor. Con tenaz, aunque vana insistencia, Fidel sugería periódicamente proceder a su instalación, pero los restantes propietarios, la mayor parte de los cuales mantenía sus viviendas en régimen de alquiler, preferían ahorrarse el gasto, lo que obligaba a sus inquilinos a bajar y subir las escaleras cargando con toda clase de enseres.
Por otro lado, y cuando la mayor parte de las comunidades vecinales estaban prescindiendo del servicio de portería, el inmueble donde Fidel no trabajaba menos de diez horas diarias tenía portero. Junto con la señorial escalera y los gruesos muros que moderaban las extremas temperaturas y los ruidos procedentes de la plaza del Pilar, a menudo abarrotada de turistas, era uno de los activos de la finca.
Fidel empujó la hoja de hierro forjado de la puerta principal, que daba al pasaje del Ciclón —oficialmente llamado pasaje del Comercio—, y entró al oscuro vestíbulo. Las arcadas interiores evitaban que desde la calle llegase la luz natural, por lo que las lámparas en forma de conchas marinas estaban siempre encendidas.
—Buenos días, Andrés.
—Buenos de verdad, don Fidel.
Muy contra su voluntad, el portero, un exjardinero municipal que había sufrido la mutilación de varios dedos, le llamaba así, con el «don» o el «señor» por delante. El Viejo había insistido innumerables veces en que le tuteara, pero había sido inútil.
—Iba a subirle unos paquetes.
—No te molestes. Dámelos.
—Pesan bastante, don Fidel.
—Así haré gimnasia.
—Deben de ser libros.
—Puedes apostar. Jamones me regalan pocos.
—¿Cuántos libros lee usted?
—Los de leyes son para aplicarlos. De los otros, los que me consuelan y a veces me hacen feliz, novelas, ensayos, poesía, leo muchos menos de los que quisiera.
—¿No le molesta la vista?
—Acabo de someterme a una revisión y he perdido. Me paso el tiempo entre legajos… Dentro de poco no veré tres fiscales en un burro. ¡Qué le vamos a hacer! Son gajes del oficio.
—Otra cosa, señor Paternoy —vaciló Andrés, con reparo, como si fuese a excederse en sus funciones—. Ha estado el señor Motis.
Al Viejo le extrañó.
—¿Leandro Motis?
—El mismo.
—¿Estás seguro?
—Subió directamente a su oficina. Si me hubiese preguntado, le habría dicho que se encontraba usted en los juzgados, pero no se detuvo. Parecía tener prisa y no me atreví…
—No irás a decirme que te cortaste con él.
—Pues sí.
—¿Por qué? Es uno de los nuestros, Andrés. Un socialista.
—No uno cualquiera.
—¿Qué tiene de especial?
—Es el secretario general.
Fidel comenzó a subir la escalera, mientras su mente descendía los peldaños del pasado.
Más que como un histórico camarada de luchas políticas, Leandro Motis se materializó en su memoria como una referencia arcaica, desprovista de espacio concreto en su presente. Hacía mucho que no se veían. En la última década, Fidel se había mantenido alejado del partido. Cuando se encontraba con algún militante de su época, solía bromear con que estaba al día en sus cuotas, pero no en sus cuitas internas.
Sin embargo, en los años setenta y ochenta, sus vínculos con el
PSOE
habían sido estrechos.
Con poco más de treinta años, Fidel había contribuido a organizar la Federación Socialista Aragonesa. Representó a los zaragozanos en las primeras Cortes constituyentes y, apenas dos años después, en 1979, ganó las elecciones municipales a la alcaldía de Zaragoza. La crónica de aquella legislatura, que ya comenzaba a ser legendaria, seguía viva en su memoria, pero los detalles se iban difuminando en imprecisos recuerdos y sus protagonistas, en anónimas sombras. Fidel había sido uno de los diputados más jóvenes de la Cámara baja y un buen alcalde para su ciudad. En opinión de los comentaristas parlamentarios, un sutil estratega y un vibrante orador. Tenía ante sí una brillante carrera política cuando, contrariando los deseos de la dirección federal, la interrumpió para regresar a su despacho de penalista. Leandro Motis, que ya por los primeros años ochenta figuraba en la ejecutiva federal, había intentado que Fidel no se desvinculara por completo del partido. Le llamaba, le invitaba a actos… pero la huidiza táctica de Paternoy y sus constantes excusas terminaron por cansarle.
Años después, debido a la insistencia de sus camaradas zaragozanos, el abogado no tuvo más remedio que aceptar la presidencia de honor de la Junta del Casco Antiguo, una agrupación de cierta relevancia, pues aglutinaba a un millar de militantes y tenía peso en la designación de candidaturas.
En la práctica, Fidel no asistía a sus reuniones. En un par de ocasiones se vio forzado a hacerlo, pero se negó a intervenir, alegando que su cargo era meramente simbólico y renunciando a inmiscuirse en la vida interior del partido.
* * *
E
L abogado subió las escaleras con el paquete de libros y empujó la puerta de su bufete, que siempre estaba abierta.
—Buenos días, Fidel. ¿A que no adivinas quién acaba de salir? —le informó su secretaria, Alicia, nada más verle.
—Leandro Motis.
—¿Cómo lo sabes?
—Me lo ha dicho el portero. ¿Qué quería?
—Le pregunté, pero no especificó el motivo de su visita. Parecía muy interesado en verte.
Alicia llevaba cinco años con Fidel. Siguiendo sus instrucciones, le había tuteado desde el primer momento.
—Me preguntó si ibas a regresar al despacho —agregó la secretaria—. Le contesté que creía que sí, pero que no sabía la hora.
Fidel le destinó una afectuosa mirada. Apreciaba sinceramente a Alicia y jamás la trataba como a una subalterna.
Era hija de un amigo suyo, Felipe Carrizo, un abogado del Partido Comunista que había estado en las cárceles de Franco y a quien las cosas le habían ido de mal en peor. Carrizo bebía demasiado y cada vez tenía menos clientela. Se le podía ver por las tardes, en las tabernas de la calle de El Temple, tomando vinos. Cada día un poco más acabado, más solo.
—Hay muchas cosas que me gustan de ti, Alicia —divagó Fidel en ese tono protector, pero al mismo tiempo cálido y cercano, con que solía dirigirse a los jóvenes—. Empezando por el hecho de que me tutees.
—Creí que ibas a decir algo trascendental —sonrió ella—. ¿Por qué te agrada tanto el tuteo?
—Hace que me sienta joven y enérgico, ahora que ya no lo soy.
El Viejo volvió a sonreír. Alicia pensó que sabía hacerlo. Su sonrisa era espontánea y cómplice.
—Estaré trabajando en mi despacho —añadió él, un tanto avergonzado por haber cedido a un impulso sentimental—. ¿Me has puesto alguna visita?
—No.
—Tengo que preparar un caso difícil. Si no es imprescindible, que no me molesten.
—¿Y si regresa Motis?
—En ese caso, que pase.
—No sé por qué, pero tengo la impresión de que venía a ofrecerte algo.
—¡Curiosa observación! ¿En qué la basas?
—Estaba nervioso y pronunció tu nombre de una forma…
—¿De qué forma?
—No sé, como con reverencia.
—¿No estaré convirtiéndome en un santón?
Alicia se echó a reír.
—Voy a revelarte algo —le confió Fidel, asegurándose de que no había nadie por el pasillo, pese a lo cual moderó la voz—. ¿Sabes cómo me llamaban cuando estaba en política?
—No. ¿Cómo?
—El Párroco.
—¿Por qué?
—Adivínalo.
—¡Imposible! Nunca has sido aficionado a los sermones.
—Estuve en el seminario —le confesó su jefe, con un guiño.
—¿Ibas para cura? ¡No puedo creerlo!
—Me reboté. Ahora ya conoces otro de mis secretos.
—Quedará bien guardado, no te preocupes. ¿Te llevo un café al despacho?
—Eres un ángel. ¿Te lo dicen alguna vez?
—Alguna —sonrió ella, zalamera—. Ahí fuera hay un montón de demonios.
—Legiones. Conozco a unos cuantos y no todos tienen pezuñas y rabo. Delante de los jueces ponen cara de santos, y algunas, caritas de ángel.
—No es justo generalizar. Al menos, una de esas diablesas es admiradora tuya.
Fidel se había llevado un cigarrillo a la boca, pero no llegó a encenderlo.
—¿Qué está pasando aquí? ¿Os habéis puesto de acuerdo David Guzmán y tú en buscarme novia?
—¿Quién sabe? —Alicia dejó escapar otra risa y buscó un dato en su agenda—. ¿Te suena de algo una mujer llamada Eloísa Ángel?
—De nada.
—¿Estás seguro?
—Tan seguro como que dentro de hora y media me voy a comer un cocido en Pascualillo que no se lo salta un gitano. ¿Quién es esa señorita o señora?
—Señorita, supongo. Y una de tus fans. Metro setenta, pelirroja. Con un físico de escándalo.
—Se dirigiría al piso de arriba, a la agencia de modelos, y se equivocó de planta.
—Nada de eso. Venía a verte. Preguntó por ti.
—¿Y qué quería de un carcamal como yo?
—Entrevistarte para un libro que está escribiendo sobre asesinos en serie.
Fidel prendió el pitillo.
—¿Ángel de apellido?
—Sí.