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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (161 page)

BOOK: Lo que el viento se llevó
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—¿Y ayudarás a encarcelarlos? ¡Pero si han sido tus amigos! Ellos te metieron en aquel asunto de acciones de ferrocarriles en el que conseguiste tanta ganancia.

Rhett hizo una mueca, su antigua mueca burlona.

—¡Oh! ¡Y no les guardo rencor! Pero ahora estoy en el otro lado, y si puedo ayudar de algún modo a ponerlos donde deben estar, lo haré. Esto aumentaría enormemente mi crédito... Conozco bastante el interior de muchos de estos asuntos para que mi ayuda sea muy valiosa cuando el Parlamento empiece a investigar sobre ellos, y no tardará mucho, al paso que llevan las cosas. Van a indagar también sobre el gobernador y, si pueden, lo meterán en la cárcel. Harías bien en decirles a tus buenos amigos, los Gelert y los Hundon, que estén dispuestos a abandonar la ciudad en el momento preciso, porque, si pueden enredar al gobernador, también los enredarán a ellos.

Scarlett había visto durante demasiados años a los republicanos, apoyados por el Ejército yanqui, hacerse los amos de Georgia, para dar crédito a las palabras de Rhett. El gobernador estaba demasiado bien atrincherado para que Parlamento alguno pudiese perjudicarlo y mucho menos meterlo en la cárcel.

—¡Cómo corres! —observó.

—Si no lo meten en la cárcel, por lo menos no será reelegido. La próxima vez tendremos un gobernador demócrata, para variar.

—Y supongo que tú tendrás algo que ver con ello —dijo Scarlett, sarcàstica.

—Claro que sí, querida. Estoy teniendo algo que ver con ello ahora. Por eso vuelvo tan tarde por las noches. Estoy trabajando más duramente de lo que nunca he trabajado con un azadón en las minas de oro, ayudando a organizar las elecciones. Y yo sé que lo sentirás, señora Butler, pero estoy contribuyendo con mucho dinero a la organización. ¿Te acuerdas de haberme dicho hace muchos años, en el almacén de Frank, que no era honrado en mí el guardar el dinero de la Confederación? Por fin estoy de acuerdo contigo, y ese oro lo estoy empleando en traer de nuevo al poder a los confederados.

—Estás tirando el dinero a un pozo sin fondo.

—¿Cómo es eso? ¿Llamas al partido demócrata un pozo sin fondo? —La miró, burlón; luego continuó sin entusiasmo—: Me importa un comino quien pueda ganar las elecciones. Lo que importa es que todo el mundo sepa que he trabajado por ellas y que en ellas me he gastado gran cantidad de dinero. Y esto se recordará en bien de Bonnie en los años venideros.

—Tu noble peroración me había hecho temer que tu corazón hubiese cambiado, pero ya veo que no eres más sincero ahora con los demócratas que en los demás asuntos.

—Nada de cambio de corazón; sencillamente, un cambio de piel. Es posible que puedas borrar las manchas de la piel de un leopardo, pero seguirá siendo un leopardo a pesar de todo.

Bonnie, a quien las voces de sus padres en el vestíbulo habían despertado, llamó en aquel momento soñolienta pero imperiosa: «¡Papaíto!», y Rhett inmediatamente dejó a Scarlett.

—Rhett, espera un minuto, aún hay otra cosa que deseo decirte. Debes dejar de llevar a Bonnie contigo por las tardes a todas las reuniones políticas. No resulta bien. ¡Vaya una ocurrencia, una niña pequeña en esas reuniones! Y te hace parecer tonto. Yo no me podía suponer que la llevabas hasta que tío Henry habló de ello creyendo que yo lo sabía, y...

Rhett se volvió hacia Scarlett con una mirada dura en sus ojos.

—¿Qué puedes ver de malo en que una nena esté sentada en las rodillas de su padre, mientras éste habla con los amigos? Puede parecerte tonto, pero no lo es. La gente recordará años enteros que Bonnie estaba sentada en mis rodillas mientras yo ayudaba a expulsar de este Estado a los republicanos. La gente lo recordará muchos años... —De su rostro desapareció la expresión de dureza y una luz maliciosa brilló en sus ojos—. ¿No sabes que cuando le preguntan a quién quiere más contesta: «A papaíto y a los demócratas», y que cuando le preguntan a quién odia más dice: «A los
scallatvags»?
Gracias a Dios, la gente recuerda esas cosas.

La voz de Scarlett sonó furiosa:

—Y supongo que le dirás que soy una
scdlawag.

—¡Papaíto! —gritó la vocecita, enfadada ahora; y Rhett, riendo aún, cruzó el vestíbulo para reunirse con su hija.

En octubre, el gobernador Bullock dimitió su cargo y huyó de Georgia. La malversación de los fondos públicos, el derroche y la corrupción habían alcanzado durante su administración proporciones tan desmesuradas, que el edificio se derrumbaba por su propio peso. Hasta su mismo partido estaba dividido, tan grande era la indignación pública. Los demócratas eran ahora mayoría en el Parlamento, y esto tenía un hondo significado. Comprendiendo que iba a ser investigado, y temiendo la cárcel, Bullock no esperó. Desapareció rápida y secretamente, arreglándose para que su dimisión no trascendiese hasta que él se encontrara a salvo en el Norte.

Cuando se hizo pública su huida una semana después, Atlanta estaba loca de excitación y alegría. La gente se agolpaba en las calles; los hombres, sonriendo, se estrechaban las manos, las mujeres se abrazaban, llorando. Todo el mundo organizó fiestas, y el cuerpo de bomberos estuvo ocupadísimo apagando los fuegos ocasionados por las hogueras de los chiquillos exaltados por la alegría.

Lo más probable era que el próximo gobernador fuese también republicano, pero la elección no sería hasta diciembre, y todo el mundo tenía grandes esperanzas en el resultado. Y cuando llegaron las elecciones, a pesar de los desesperados esfuerzos de los republicanos, Georgia volvió a tener un gobernante demócrata.

También esto ocasionó excitación y alegría, pero distinta de la que se había apoderado de la ciudad cuando BuQock había tomado las de Villadiego. Era una alegría más íntima, menos estruendosa; un sentimiento de acción de gracias llenó las almas; las multitudes se agolpaban en las iglesias, donde daban reverentemente gracias a Dios por la liberación del Estado. Había también cierto orgullo mezclado con la alegría, porque Georgia estaba de nuevo en manos de los suyos, a pesar de todo lo que la Administración de Washington pudiera hacer, a pesar del ejército de los
scallatvags,
de los
carpetbaggers
y de los republicanos de la región.

Siete veces, el Congreso había dictado leyes contra el Estado para hacer de él una provincia conquistada; tres veces, el Ejército había echado a un lado la ley civil. Los negros habían realizado verdaderas orgías a través del Parlamento; forasteros rapaces habían abusado del poder, individuos particulares se habían Henrycido con los fondos públicos. Georgia se había visto impotente, sin ayuda, atormentada, burlada, desgarrada. Pero ahora, venciéndolo todo, Georgia se pertenecía de nuevo gracias a los esfuerzos de su pueblo.

La caída repentina de los republicanos no fue motivo de alegría para todo el mundo. Reinaba la consternación en las filas de los
scdlawags, carpetbaggers
y republicanos. Los Gelert y los Hundon, enterados probablemente de la huida de Bullock antes de que su dimisión se hiciese pública, abandonaron la ciudad apresuradamente, volviendo al olvido del que habían salido. Los otros
carpetbaggers
y
scallawags
que se quedaron estaban indecisos y asustados y se agrupaban para darse ánimos; pensaban, inquietos, qué sería lo que el nuevo Parlamento descubriría de sus asuntos privados. Ya no se mostraban insolentes. Estaban aturdidos y asustados. Y las señoras que iban a visitar a Scarlett comentaban una y otra vez:

—¿Pero quién había de pensar que las cosas cambiarían de este modo? Nosotras creíamos que el gobernador era más poderoso; nosotras creíamos que estaba aquí para largo tiempo; nosotras creíamos...

Scarlett estaba tan asombrada como ellas por el cambio de los acontecimientos, a pesar del aviso de Rhett sobre la dirección que iban a tomar. No es que estuviese disgustada porque se hubiera marchado Bullock y hubieran vuelto los demócratas; aunque nadie pudiera creerlo, ella también sentía disimulada alegría de que por fin Georgia se viese libre de la ley yanqui. Se acordaba demasiado vivamente de sus luchas en los primeros días de reconstrucción y del temor de que le fuesen confiscados su dinero y sus bienes. Recordaba su desamparo, y su pánico, y su odio a los yanquis que habían impuesto al Sur aquellas horribles leyes. Y nunca había cesado de odiarlos. Pero, intentando hacer lo mejor, intentando obtener la seguridad completa, se había puesto del lado de los vencedores. Poco le importaba el que no le gustasen; se había rodeado de ellos y separado de sus antiguos amigos y su antigua vida. Y ahora el poder de los vencedores se acababa. Había jugado a la duración del régimen de Bullock y había perdido.

Al mirar a su alrededor en aquellas Navidades de 1871, las más felices que el Estado había conocido desde hacía diez años, Scarlett se sentía inquieta. No podía por menos de ver que Rhett, que había sido el hombre más odiado de Atlanta, era ahora uno de los más populares porque se había retractado humildemente de sus antiguas herejías y había dado su tiempo, dinero y trabajo a la lucha por la liberación de Georgia. Cuando pasaba a caballo por las calles, sonriente, saludando, con aquel paquetito azul que era Bonnie encaramada delante de él en la silla, todo el mundo le sonreía, le hablaba con entusiasmo y miraba con cariño a la nena. Mientras que Scarlett...

59

Nadie ponía en duda que Bonnie Butler se estaba haciendo una salvaje y necesitaba una mano severa que la dominase. Pero, como era el mimo de toda Atlanta, nadie tenía corazón para emplear la necesaria severidad. Primero se había acostumbrado a que nadie la mandara en los meses que pasó viajando con su padre. Cuando estuvo con Rhett en Nueva Orleáns y en Charleston, la había dejado acostarse a la hora que se le antojaba; y se había dormido en brazos de su padre en teatros, restaurantes o mesas de juego. Desde entonces no hubo fuerza humana capaz de hacerla acostarse a la misma hora que la obediente Ella. Mientras estuvo fuera con Rhett, éste le había dejado ponerse el traje que quisiera, y desde entonces cogía terribles rabietas cada vez que Mamita intentaba vestirla con trajecitos de percal y delantales en lugar de terciopelo azul y cuellos de encaje.

Parecía imposible recobrar el terreno perdido mientras la niña estuvo lejos de casa, y, luego, mientras Scarlett estuvo enferma en Tara. Al crecer Bonnie, Scarlett intentó educarla un poco, evitar que se hiciera demasiado terca y mimada, pero con poco éxito. Rhett se ponía siempre de parte de la niña por disparatados que fuesen sus deseos o por muy mal que se hubiese portado. La animaba a hablar y la trataba como a una persona mayor, escuchando sus opiniones con aparente seriedad y simulando dejarse guiar por ellas. El resultado fue que Bonnie interrumpía a los mayores cuando le venía en gana, contradecía a su padre y le hacía callar. Él se limitaba a reírse y no permitía a Scarlett ni dar un cachete en la mano a la chiquilla a guisa de reprimenda.

—Si no fuese una criatura tan cariñosa, sería insoportable —decía Scarlett, comprobando con disgusto que tenía una hija con una voluntad tan firme como la suya propia—. Adora a Rhett, y si él quisiera conseguiría de ella que se portase mejor.

Pero Rhett no mostraba intenciones de mejorar la conducta de Bonnie. Cualquier cosa que la pequeña hiciese estaba bien hecha, y si se le hubiese antojado la luna la hubiera tenido, si su padre hubiera podido alcanzársela. El orgullo de Rhett por la belleza, los rizos, los hoyuelos, los graciosos ademanes de la niña, no tenía límites. Le gustaban su descaro, su ingenio, la extraña manera que tenía de demostrarle su cariño. A pesar de sus caprichosas y voluntariosas maneras, era una nena tan adorable que Rhett no tenía valor para corregirla. Él era el dios, el centro del pequeño mundo de la niña. ¡Y esto era de demasiado valor, para arriesgarse a perderlo riñéndola!

Bonnie iba siempre pegada a él como su sombra. Le despertaba más temprano de lo que él quería despertarse, se sentaba a su lado en la mesa, comiendo alternativamente de su plato y del de ella, cabalgaba delante de él en su caballo, y no permitía que nadie que no fuese Rhett la desnudase y la acostase en su cunita al lado de la cama grande.

A Scarlett la divertía y conmovía a un tiempo el ver la férrea mano con que la pequeña gobernaba a su padre. ¿Quién iba a haber imaginado que Rhett, precisamente Rhett, había de tomar la paternidad tan en serio? Pero algunas veces una espina de celos arañaba a Scarlett, porque Bonnie a los cuatro años entendía a Rhett mejor que ella lo había entendido nunca, y lo manejaba como ella nunca lo había menejado.

Cuando Bonnie cumplió los cuatro años, Mamita empezó a refunfuñar de lo impropio que parecía que la niña montase en una silla de hombre delante de su padre con todo el traje levantado. Rhett prestó atención a tal observación como la prestaba a todas las observaciones de Mamita sobre lo que era propio e impropio en la educación de las niñas. El resultado fue adquirir una jaquita de Shetland, castaña y blanca, con largas y sedosas crines y cola, y una sillita de mujer con remaches de plata. Aparentemente, la jaca fue para los tres niños, y Rhett compró también una silla de montar para Wade. Pero Wade prefería cien mil veces su perro de San Bernardo y Ella tenía un miedo horrible a cualquier animal. Así, la jaca llegó a ser propiedad de Bonnie, y se llamó «Señor Butler». La única nube en la felicidad de su tierna propietaria era que ya no podía montar a horcajadas como su padre; pero, después de que éste le hubo explicado que era mucho más fácil el montar en silla de señora, se consoló y aprendió rápidamente. El orgullo de Rhett por el aplomo y firmes manos de su hija era enorme.

«Esperad a que tenga edad para cazar —alardeaba—. No va a haber otra como ella. La llevaré a Virginia, que es donde se caza de verdad. Y a Kentucky, que es donde aprecian a los buenos jinetes.»

Cuando hubo que hacerle un traje de amazona, fue llamada como siempre para elegir el color y, como siempre también, eligió el azul.

—Pero, monina, no puede ser ese terciopelo azul. El terciopelo azul está bien para un traje de noche para mí —rió Scarlett—. Un paño negro suave es lo que llevan las niñas. —Y viendo el ceño de la chiquilla—: ¡Por amor de Dios, Rhett! Dile lo poco a propósito que resultaría y lo sucio que iba a ser.

—¡Oh! Déjala que tenga su terciopelo azul. Cuando se ensucie, se le hace otro y en paz —dijo Rhett tranquilamente.

Así, pues, Bonnie tuvo su traje de terciopelo azul, con una falda que colgaba por el costado de la jaca, y un sombrero negro adornado con una pluma roja, porque las historias que tía Melanie le contaba de la pluma de Jeb Stuart habían conmovido su imaginación.

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