Ahora que tenía algunas provisiones, todo el mundo en Tara trataba de restablecer en lo posible un plan de vida normal. Había allí trabajo para todas las manos, demasiado trabajo, incesante e interminable. Había que arrancar los tallos secos del algodón del año anterior para dejar sitio a las semillas de este año, y el reacio caballo, no acostumbrado a tirar de un arado, lo arrastraba por los campos de mala gana. Había que quitar las malas hierbas del huerto y plantar las semillas, había que cortar la leña para la lumbre, y había que comenzar a rehacer las pocilgas y los muchos kilómetros de valla que tan despreocupadamente quemaran los yanquis, había que inspeccionar dos veces al día los cepos para conejos que tendía Pork, y no se podía dejar de reponer el cebo en las cañas de pesca junto al río. Había camas por hacer, suelos por barrer, comidas que preparar, platos y cubiertos que lavar, cerdos y gallinas que alimentar, huevos que recoger. Había que ordeñar la vaca y llevarla a pastar junto al pantano, y alguien tenía que quedarse a vigilarla por miedo a que los yanquis o los mismos hombres de Frank volviesen y se llevasen a tan útilísimo animal. Incluso el pequeño Wade trabajaba. Todas las mañanas salía con aire de persona importante para recoger ramitas secas y trozos de corteza de árbol que servían para encender la lumbre.
Fueron los chicos de los Fontaine los primeros del condado que regresaron de la guerra, los que trajeron la noticia de la rendición. Alex, que todavía llevaba las botas, iba a pie, y Tony, descalzo, cabalgaba a pelo sobre un mulo. Tony siempre se las componía para salir el mejor librado de la familia. Los Fontaine estaban más curtidos que nunca, después de cuatro años de exposición al sol y a los elementos, más delgados y enjutos, y las descuidadas barbas negras que traían de la guerra les hacían parecer hombres desconocidos.
De camino para Mimosa y ansiosos de llegar a su casa, sólo se detuvieron en Tara unos instantes para saludar a las chicas y darles la noticia de la rendición. Todo había terminado, dijeron, y no parecían querer hablar mucho de ello. Lo único que les interesaba saber era si Mimosa había sido quemada o no. En su viaje de regreso desde Atlanta, habían pasado por delante de chimeneas desnudas que se erguían en los lugares en donde antes estaban las casas de sus amigos, y les parecía demasiado esperar que la suya hubiera resultado indemne. Suspiraron con alivio al escuchar tan agradable información, y rieron y se dieron palmadas en los muslos cuando Scarlett les contó la loca carrera de Sally y cómo había saltado tan magníficamente por encima de la cerca de malezas.
—Es una chica con mucho coraje —dijo Tony—, y es una lástima que haya tenido la desgracia de que matasen a Joe. ¿No tendría usted por ahí tabaco de mascar, Scarlett?
—Nada más que eso que llaman «tabaco conejero». Papá lo fuma en una pipa de maíz.
—Todavía no he caído tan bajo —respondió Tony—, pero llegaré seguramente a ello.
—¿Y Dimity Munroe, está bien? —preguntó Alex con ansiedad, aunque algo embarazado.
Scarlett recordó entonces vagamente que antes parecía él andar enamorado de la hermana pequeña de Sally.
—¡Oh, sí! Vive con su tía en Fayetteville. No sé si sabe usted que también ardió su casa de Lovejoy. Y el resto de la familia está en Macón.
—Lo que él quiere preguntar es si se ha casado Dimity con algún bravo coronel de la Guardia Territorial —dijo Tony burlonamente.
Alex le miró con aire furioso.
—Por supuesto, no se ha casado —repuso Scarlett, divertida.
—Acaso hubiera hecho mejor casándose —dijo Alex con melancolía—. ¿Cómo demonios... y perdone usted, Scarlett; pero cómo puede un hombre atreverse a pedir a una chica que se case con él cuando se ha quedado sin negros y sin ganado y no tiene un centavo en el bolsillo?
—Ya sabe que eso no le importaría a Dimity —dijo Scarlett.
Podía ser leal a Dimity y hablar bien de ella, porque Alex Fontaine no había figurado nunca en el coro de sus propios admiradores.
—¡Qué demonios! Perdón otra vez, Scarlett. Como no me quite este vicio de jurar, la abuela me va a dar una buena tunda. Yo no puedo pedir a una señorita que se case con un pordiosero. Acaso no le importase a ella, pero a mí sí.
Mientras Scarlett hablaba con los muchachos, en el pórtico delantero, Melanie, Suellen y Carreen se deslizaron dentro de la casa tan pronto como oyeron la noticia de la rendición. Cuando se marcharon los chicos, atravesando los campos de Tara hacia su casa, Scarlett entró y oyó sollozar a las chicas, sentadas todas en el sofá del despachito de Ellen. Se había disipado para siempre aquel hermoso y brillante sueño tan esperado y tan querido: la Causa que habían abrazado sus amigos, novios y esposos, y que había arruinado a sus familias, la Causa que ellas creían invencible estaba perdida para siempre. Pero para Scarlett no era ocasión de lágrimas. En el instante en que oyó la noticia sólo pensó: «¡Gracias a Dios! Ya no me robarán la vaca. Ya está el caballo a salvo. Ahora podemos sacar del pozo los cubiertos de plata y todos usaremos tenedor y cuchillo. Ahora ya no tendré miedo al salir a buscar algo que comer.»
¡Qué alivio! Nunca más tendría que asustarse al oír el ruido de cascos de caballos. Nunca más se despertaría por la noche, reteniendo la respiración para escuchar mejor, dudando si era real o soñado el ruido de sables y cascos que había creído oír en el patio, las roncas voces de mando de los yanquis... Y, sobre todo, ¡Tara estaba a salvo! Su más terrible pesadilla ya no se convertiría en realidad. Ahora ya jamás tendría que ver desde fuera cómo se arremolinaban las nubes de humo que salían de la casa ni escuchar el rugido de las llamas al desplomarse el tejado.
Sí, la Causa había muerto, pero la guerra siempre le pareció a ella una cosa estúpida, y la paz era siempre preferible. Jamás se quedó con los ojos iluminados y extáticos cuando izaban la bandera de las estrellas y las franjas en lo alto de un mástil, ni sintió escalofríos cuando tocaban el himno
Dixie.
No había sido el fanatismo el que la había sostenido a través de todas las privaciones, de las fatigosas labores de enfermera, de los temores del ataque y el hambre de los últimos meses, que era lo que hacía soportable todo ello a los demás, con tal de que la Causa prosperase. Todo había terminado para siempre, pero no era Scarlett quien iba a derramar lágrimas por ello.
¡Todo había terminado! Aquella guerra que parecía interminable, aquella guerra que, indeseada por todos, había seccionado su vida en dos, había socavado una hendidura tan profunda entre ambas partes que era ahora difícil para ella recordar los días tranquilos y plácidos. Podía mirar hacia atrás sin emoción, a la linda muchacha que fuera, con los delicados zapatitos de tafilete verde y con los volantes de la falda perfumados de lavanda; pero dudaba de poder volver a ser la misma persona, la misma Scarlett O'Hara, con todo el condado a sus pies, con cien esclavos para atender sus caprichos y con el muro de la riqueza de Tara y el apoyo de amantísimos padres, ansiosos de complacer su menor deseo. Aquella Scarlett mimada y superficial que jamás tuvo un antojo que no quedase satisfecho, a excepción de lo que se refería a Ashley...
En alguna parte, en la prolongada cuesta que había tenido que recorrer durante esos cuatro años, la señorita perfumada y con zapatitos de baile se había esfumado, dejando su puesto a una mujer de acerados ojos verdes, que contaba los centavos y empleaba sus manos en diversos trabajos manuales, una mujer a la que nada quedaba del naufragio excepto la indestructible tierra rojiza que pisaba.
Mientras permanecía en el corredor oyendo los sollozos de las chicas, su imaginación trabajaba.
«Plantaremos más algodón, mucho más. Enviaré a Pork mañana a Macón para comprar más semilla. Ahora, los yanquis no lo quemarán, y nuestras tropas no lo necesitan. ¡Dios mío! ¡El algodón tendrá una subida enorme este otoño!»
Entró en el despachito y, sin hacer caso de las muchachas que sollozaban en el sofá, se sentó ante el pupitre y cogió una pluma para calcular el coste de la semilla y cuánto dinero disponible le quedaría.
«La guerra ha terminado», pensó de nuevo, y de pronto soltó la pluma y se dejó inundar de intensa felicidad. La guerra se había acabado, y Ashley —¡si Ashley estaba vivo!— no tardaría en volver. Dudaba de que Melanie, dominada por su tristeza al llorar por la Causa perdida, hubiese pensado en ello.
«Pronto habremos de recibir alguna carta... No, cartas no. No se pueden recibir cartas. Pero pronto... ¡Oh, él nos avisará de un modo o de otro!»
Mas los días se convirtieron en semanas, y todavía no llegaban noticias de Ashley. El servicio postal en el Sur era inseguro, y en los distritos rurales ni siquiera lo había. Ocasionalmente, algún viajero que pasaba por allí desde Atlanta les traía una notita de la tía Pitty rogando a las muchachas que volviesen. Pero jamás la menor noticia de Ashley.
Después de la rendición, la jamás desaparecida disensión entre Suellen y Scarlett se avivó. Ahora que ya no existía el temor a los yanquis, Suellen quería ir a hacer visitas a sus vecinos. Solitaria y echando de menos la agradable sociabilidad de otros tiempos, Suellen ansiaba ver a sus amistades, aunque sólo fuese para cerciorarse de que el resto del condado estaba en tan mala situación como Tara. Pero Scarlett se mostró inflexible. El caballo era para el trabajo, para arrastrar troncos del bosque, para arar, para que Pork fuese en búsqueda de alimentos. Y los domingos, el pobre animal tenía derecho a pastar por el prado y descansar. Si Suellen quería darse el gusto de ir de visitas, que fuese a pie.
Antes del año precedente, Suellen jamás había caminado cien metros, y la perspectiva distaba mucho de ser agradable para ella. Por lo tanto, se quedaba en casa lloriqueando y gimiendo y repitiendo sin cesar: «¡Oh, si mamá estuviese aquí!» Hasta que Scarlett le soltó el tan prometido bofetón, con tanto vigor que la derribó sobre la cama chillando, lo que causó gran consternación en toda la casa. Pero, en adelante, Suellen no se quejó tanto, por lo menos en presencia de Scarlett.
Esta era sincera al decir que quería dar descanso al caballo, pero sólo a medias. La otra mitad de la verdad era que ella había hecho una tanda de visitas en el primer mes después de la rendición, y el espectáculo de los antiguos amigos y de las antiguas plantaciones había minado su valor más de lo que quería reconocer.
Los Fontaine habían salido mejor librados que nadie, gracias a la prodigiosa carrera de Sally; pero su situación era floreciente sólo por comparación con la desesperada situación de los demás vecinos. La abuela Fontaine jamás pudo recuperarse totalmente del ataque al corazón que sufrió al dirigir a los demás para apagar las llamas y salvar la casa. El viejo doctor Fontaine convalecía lentamente de la amputación de un brazo. Alex y Tony tenían que emplear sus inexpertas manos en el manejo del arado y la hoz. Se inclinaron sobre la valla para estrechar la mano de Scarlett cuando llegó, y se rieron de su destartalado carromato, aunque con amargura en los ojos porque se burlaban de sí mismos tanto como de ella. Quería comprarles semillas de maíz. Ellos le prometieron vendérselas, y se pusieron a charlar de los problemas del campo. Poseían doce gallinas, dos vacas, cinco cerdos y la mula que llevaban consigo al venir de la guerra. Uno de los cerdos acababa de morir, y tenían gran miedo a perder los otros. Al escuchar frases tan serias acerca de los cerdos en boca de aquellos señoritos antaño tan elegantes que jamás habían tenido problemas más serios que la elección de corbata, Scarlett se rió; pero también su risa era amarga.
Todos la recibieron muy cordialmente en Mimosa, e insistieron en regalarle, no en venderle, la semilla de maíz. Los vivos temperamentos de la familia Fontaine saltaron en cuanto ella puso un billete sobre la mesa, y se negaron en absoluto a admitir el pago. Por lo tanto, Scarlett recogió el billete y lo deslizó ocultamente en la mano de Sally. Sally era muy diferente de la joven que había recibido a Scarlett ocho meses antes, cuando ella acababa de regresar a Tara. Ahora, toda su vivacidad había desaparecido, como si la rendición le hubiese quitado todas las esperanzas.
—Scarlett —le preguntó asiendo el billete—. ¿De qué ha servido todo? ¿Por qué peleamos? ¡Oh, mi pobre Joe! ¡Oh, mi pobre niño!
—No sé por qué combatimos ni me importa —replicó Scarlett—. No me interesa. No me interesó nunca. La guerra es cosa para los hombres, no para las mujeres. Lo único que me interesa ahora es una buena cosecha de algodón. Toma ese dólar y cómprale un vestidito al pequeño. Bien sabe Dios que lo necesita. Yo no quiero robaros ese maíz, a pesar de toda la gentileza de Alex y de Tony.
Los muchachos la acompañaron hasta el carro y la ayudaron, corteses a pesar de sus harapos, con el buen humor de los Fontaine; pero el cuadro de su pobreza reflejado aún en sus ojos hacía temblar a Scarlett al abandonar Mimosa. Estaba ya cansada de la miseria y la penuria. ¡Qué agradable debía de ser tratarse con gentes ricas que no tuviesen que preocuparse acerca de si comerían o no al día siguiente!
Cade Calvert estaba en su casa de Pine Bloom, y, cuando ella subió los peldaños de aquella morada en la cual había bailado tan frecuentemente en días más felices, vio que la muerte se retrataba en si rostro. Se hallaba demacrado y tosía atrozmente al sentarse en un sillón al sol, con una manta sobre las rodillas, pero sus facciones se iluminaron al verla. Sólo tenía un poco de frío que le había bajado al pecho, dijo, al tratar de levantarse para recibirla. Pero desaparecería pronto y entonces podría ayudar también en el trabajo.
Cathleen Calvert, que salió del interior de la casa al oír el sonido de voces, cruzó su mirada con la de Scarlett por encima de la cabeza de su hermano, y en ella leyó un exacto conocimiento de su estado y la natural desesperación. Cade podía ignorarlo, pero Cathleen lo sabía. Pine Bloom estaba sin arar e invadida por hierbas de toda clase, las pinas comenzaban a soltar sus semillas por los campos y la casa tenía un aire de abandono y de ruina. Cathleen estaba flaca y como en tensión.
Ellos dos, con su madrastra yanqui, sus cuatro hermanastros e Hilton, el capataz yanqui, continuaban en la silenciosa casa llena de inusitados ecos. A Scarlett el capataz yanqui, Hilton, nunca le había resultado más simpático que su propio capataz, Jonnas Wilkerson, y le era todavía menos simpático ahora que andaba por allí y la saludaba como a una igual. Anteriormente mostraba ya la misma combinación de servilismo e impertinencia que Wilkerson, pero ahora, muertos en la guerra el serñor Calvert y Raiford, y enfermo Cade, había descartado todo servilismo, La segunda señora de Calvert jamás había sabido inspirar respeto a sus criados negros, y no se podía esperar que se lo impusiese a un blanco.