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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (81 page)

BOOK: Lo que el viento se llevó
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Cathleen se inclinó y Melanie se puso de puntillas. Se besaron. Entonces, Cathleen dio una fuerte sacudida a las riendas y la vieja mula se puso en movimiento.

Melanie la siguió con la vista; las lágrimas le corrían ahora por las mejillas. Scarlett miraba al vacío todavía, como aturdida.

—Melly, ¿estará loca? No es posible que pueda haberse enamorado de él.

—¿Enamorado? ¡Oh, Scarlett!, ¿cómo se te ocurre pensar una cosa tan horrenda? ¡Oh, pobre Cathleen! ¡Pobre Cade!

—¡Bobadas! —exclamó Scarlett, que comenzaba a sentirse irritada. Era molesto que Melanie siempre pareciese comprender ciertas situaciones mejor que ella. La de Cathleen le parecía a ella más inesperada que catastrófica. Por supuesto, no era cosa muy agradable lo de casarse con un yanqui de clase baja, pero, después de todo, una mujer no podía vivir sola en una plantación; era forzoso tener un marido que la ayudase a dirigirla.

—Es lo que te decía yo el otro día, Melly... No hay nadie con quien puedan casarse las chicas, y tienen que casarse con alguien.

—¡Oh, no necesitan casarse! No es ninguna vergüenza quedarse soltera. Ahí tienes a tía Pitty. ¡Yo hubiera preferido ver a Cathleen muerta! El mismo Cade, estoy segura, lo hubiera preferido también. Este es el fin de los Calvert. ¡Pensar que ella..., pensar lo que serán sus hijos! ¡Oh, Scarlett, di a Pork que ensille el caballo y corra tras ella para decirle que se venga a vivir con nosotras!

—¡Santo Dios! —exclamó Scarlett, horrorizada por la facilidad con que Melanie ofrecía Tara a los demás. Por supuesto, Scarlett no tenía ninguna intención de alimentar otra boca. Iba a decirlo así, pero algo en el rostro emocionado de Melanie retuvo sus palabras.

—No vendría, Melly —dijo, corrigiéndose—. Ya sabes tú que no vendría. Es muy soberbia, y le parecería que le ofrecemos una limosna.

—¡Es verdad, es verdad! —prorrumpió afligida Melanie contemplando cómo la nubecilla de rojizo polvo se iba esfumando a lo lejos por la carretera.

«Llevas conmigo varios meses —pensó Scarlett gravemente, mirando a su cuñada— y jamás se te ha ocurrido pensar que tú vives también de limosna. Probablemente no se te ocurrirá nunca. Eres una de esas personas a las que la guerra no ha cambiado en lo más mínimo, y sigues pensando y obrando como si no hubiese pasado nada..., como si fuésemos todavía ricos como Creso y tuviésemos tanto que comer que no supiéramos cómo deshacernos de todo y los huéspedes no nos importaran. Me figuro que habré de cargar contigo por todo lo que me queda de vida. Pero no quiero cargar también con Cathleen.»

30

Durante el caluroso verano que siguió a la paz, Tara salió repentinamente de su aislamiento. A lo largo de varios meses, una riada de espectros barbudos, andrajosos y siempre hambrientos y con los pies doloridos, subieron trabajosamente el rojizo cerro hasta Tara para descansar sobre los sombreados peldaños del pórtico delantero, solicitando algo que comer y alojamiento por una noche. Eran soldados confederados que regresaban a pie a sus casas. El ferrocarril había transportado los restos del ejército de Johnston desde Carolina del Norte hasta Atlanta, y los había descargado a todos allí, y desde Atlanta comenzaban las peregrinaciones individuales. Cuando pasó la oleada de soldados de Johnston comenzaron a llegar los fatigados veteranos del ejército de Virginia, y después las tropas occidentales, dirigiéndose todos hacia el sur, hacia hogares que acaso no existieran ya, y a unirse con familias que quizás estuvieran dispersas o muertas. La mayoría caminaban a pie, unos cuanto afortunados cabalgaban sobre flacos jamelgos y muías que, según las cláusulas de la rendición, podían conservar, extenuados animales que aun el más lerdo podía ver que no llegarían jamás a Florida o a Georgia meridional.

¡A casa! ¡A casa! Este era el único pensamiento que albergaba la mente de aquellos soldados. Unos estaban tristes y silenciosos; otros alegres y sin hacer caso de todas las dificultades, porque la idea de que la guerra había terminado y de que volvían a sus casas sostenía su ánimo. Muy pocos se mostraban enconados y vengativos. Dejaban los odios a las mujeres y a los viejos. Habían sostenido una buena pelea, habían perdido, y ahora estaban dispuestos a empuñar el arado otra vez bajo la misma bandera contra la que combatieran activamente.

¡A casa! ¡A casa! No sabían hablar de otra cosa, ni de batallas, ni de heridas, ni de prisiones, ni siquiera del porvenir. Más tarde revivirían las batallas y contarían a sus hijos y a sus nietos estrategias y expediciones y cargas, y marchas forzadas, y heridas recibidas, y días de hambre, pero ahora no. Algunos de ellos habían perdido un brazo, una pierna o un ojo, muchos ostentaban cicatrices que les dolerían en tiempo lluvioso aunque viviesen hasta los setenta años, pero todas estas cosas eran insignificantes por el momento. Más tarde sería distinto.

Viejos y jóvenes, charlatanes y taciturnos, ricos plantadores y curtidos obreros, todos tenían dos cosas en común: los piojos y la disentería. El soldado confederado estaba ya tan acostumbrado a este estado parasitario, que ni pensaba en ello siquiera, y se rascaba sin el menor reparo en presencia de las damas. En cuanto a la disentería —el «flujo de sangre», como lo llamaban las damas delicadamente—, parecía no haber perdonado a nadie, ya fuera simple soldado o general. Cuatro años de deficiente nutrición, cuatro años de raciones indigestas o en mal estado, habían dejado rastros profundos en cada uno de los militares que se detuvieron en Tara, y el que no estaba convaleciente de tal enfermedad era porque la padecía aún.

—No hay un solo vientre sano en todo el ejército confederado —observaba Mamita sombríamente, mientras sudaba junto a la lumbre preparando una amarga infusión de raíces de morera que había sido el soberano remedio de Ellen para tales afecciones—. Para mí no fueron los yanquis los que vencieron a nuestros señores. Fueron esas cosas que llevan dentro. No hay nadie que pueda pelear cuando las tripas se le vuelven agua.

Mamita daba su medicina a todos, sin detenerse a hacer inútiles preguntas acerca del estado de sus órganos interiores, y todos ellos bebían la poción sumisamente y con caras contraídas por el amargor, recordando acaso otros rostros negros mucho más duros y otras manos negras e inexorables que sostenían cucharas con medicamentos.

En cuanto a la «compañía», Mamita se mostraba no menos severa. En Tara no podía entrar ningún soldado piojoso. Los obligaba a ir tras un grupo de malezas, los despojaba de sus uniformes, les daba un barreño de agua y un recio jabón de greda para lavarse, y les dejaba mantas o colchas para cubrir su desnudez mientras ella metía en agua hirviendo todas sus ropas en el enorme caldero de la colada. Era inútil que las señoritas le dijesen que esto humillaba a los pobres soldados. Mamita argumentaba que mucho más humilladas habrían de sentirse ellas si se encontraban piojos encima.

Cuando los soldados comenzaron a venir todos los días, Mamita protestó de que se les permitiese utilizar los dormitorios. Siempre temía que se le hubiese escapado algún bicho. En vez de discutir con ella, Scarlett decidió convertir en dormitorio el salón, con su mullida alfombra de terciopelo. Mamita gritó más aún ante el sacrilegio de que se permitiese a los soldados acostarse sobre las alfombras de Ellen, pero Scarlett se mantuvo firme. En alguna parte tenían que dormir los pobrecillos. Y, en los meses que siguieron a la rendición, la espesa y mullida trama de la alfombra comenzó a mostrar señales de deterioro, y el cañamazo no tardó en asomar por los lugares en donde los taconazos eran más frecuentes o en donde las espuelas habían dado más dentelladas.

A todos los soldados les preguntaban ansiosamente por Ashley. Suellen, nerviosa, siempre pedía noticias de Kennedy. Pero ninguno parecía saber quiénes eran, ni se mostraban dispuestos a hablar de los desaparecidos. Bastante era que ellos hubiesen salvado la vida, y no querían pensar en los millares que yacían en anónimas tumbas y que jamás regresarían.

La familia procuraba levantar el ánimo de Melanie después de cada una de estas decepciones. Por supuesto, Ashley no podía haber muerto en una prisión. Si así hubiese ocurrido, algún capellán yanqui les habría escrito. Sin duda regresaría, pero quizá su prisión estuviera en algún punto lejano de Tara. Aun en tren, podían ser necesarios muchos días, y si Ashley tenía que venir a pie como aquellos pobres... «¿Por qué no habrá escrito?» «Bueno, querida, todos sabemos cómo andan ahora los correos..., tan inciertos e irregulares aun en donde se han restablecido las rutas postales.» ¿Y si ha muerto por el camino?» «Melanie, alguna mujer yanqui nos hubiera escrito...»

«¡Mujeres yanquis; bah!...» «Melly, hay mujeres yanquis que son buenas.» «Sí, naturalmente, Dios no podría crear una nación sin poner en ella mujeres buenas y decentes. Scarlett, ¿no te acuerdas de que conocimos a una yanqui muy simpática en Saratoga, aquella vez? Cuéntale, cuéntale a Melly...»

—¿Simpática? ¡Narices! —contestó Scarlett—. ¡Me preguntó cuántos sabuesos teníamos en la finca para cazar a los negros si se escapaban! Estoy de acuerdo con Melly. Jamás he conocido a ningún yanqui simpático, hombre o mujer. Pero ¡no llores, Melly! Ashley volverá. El trayecto es largo, y acaso el pobre no tenga ni zapatos.

Y, ante la sola idea de que Ashley pudiese andar descalzo, Scarlett sintió ganas de llorar. Otros soldados podían andar cojeando con los pies cubiertos de trapos o retazos de alfombra, pero Ashley no. Debía regresar sobre un gallardo caballo, vestido con elegantes ropas y relucientes botas, con una pluma en el sombrero. Para ella, la última degradación era pensar que Ashley se hallaba reducido al mismo estado de miseria que los otros soldados.

Una tarde de junio, cuando todo el mundo en Tara se había congregado en el pórtico trasero para contemplar ansiosamente cómo Pork arrancaba la primera sandía de la estación, a medio madurar nada más, oyeron pisadas de cascos por la enarenada senda de la entrada principal. Prissy se levantó lánguidamente para ir a la puerta mientras las demás discutían con ardor acerca de si debían esconder la sandía o reservarla para la cena de aquella noche, si el visitante resultaba ser algún soldado.

Melly y Carreen sugirieron que al soldado visitante se le diese también su ración, pero Scarlett, apoyada por Suellen y por Mamita, hizc señas a Pork para que la escondiese.

—¡No seáis idiotas! Ni siquiera tenemos bastante para nosotros, y si vienen dos o tres soldados hambrientos, ninguno de nosotros va a poder probarla siquiera.

Mientras Pork se quedaba quieto con la sandía apretada contra su cuerpo, inseguro de cuál sería la decisión final, oyeron chillar a Prissy:

—¡Dios Todopoderoso! ¡Señora Scarlett! ¡Señora Melly! ¡Vengan en seguida!

—¿Quién será? —gritó Scarlett, saltando por los escalones y corriendo hacia el vestíbulo con Melly a su lado y las otras detrás.

«¡Ashley! —pensó—. ¡Oh, acaso...!»

—¡Es el tío Peter! ¡El tío Peter, el de la señora Pittypat!

Corrieron todas hacia el pórtico delantero y vieron al alto y canoso viejo déspota de la casa de tía Pitty que desmontaba de una yegua con cola de ratón sobre cuyos lomos se había colocado un trozo de colchoneta. En la cara redonda y negra de tío Peter, el aire de dignidad que le era habitual pugnaba con el gozo de ver a antiguos amigos, y, como resultado, su frente quedaba surcada de profundas arrugas al tiempo que su boca se abría desdentada y feliz como la de un viejo sabueso.

Todos se precipitaron por la escalinata para saludarle, lo mismo blancos que negros, estrechando su mano y acribillándole a preguntas, pero la voz de Melly se elevó sobre la de los demás.

—¿Está enferma la tía Pitty?

—No, señora. No anda mal, gracias a Dios —contestó Peter, mirando severamente, primero a Melly y luego a Scarlett, que se sintieron algo avergonzadas sin saber por qué—. No anda mal, pero está indignada con ustedes, y, a decir verdad, también lo estoy yo. —Pero, tío Peter... ¿Qué pasa?

—No sirve de nada excusarse. ¿No les ha escrito la señora Pitty no sé cuántas veces que vayan ustedes a su casa? ¿No la he visto yo escribir y llorar después cuando le contestaban ustedes que tenían tanto que hacer aquí, en esta casucha vieja, y no podían ir? —Pero, tío Peter...

—¿Cómo la dejan ustedes tan sola, cuando ella está tan asustada? Saben tanto como yo que es una señora que no puede vivir sola y que se muere de miedo desde que volvió de Macón. Me ha dicho que les diga bien claro que no puede comprender cómo la dejan tan abandonada en estas horas de necesidad.

—Bueno, chitón ya —dijo Mamita, malhumorada, porque no le gustó que hablasen de Tara como de una «casucha vieja». Sólo un inculto negro de la ciudad podía ignorar la diferencia entre una plantación y una casucha—. ¿No estamos nosotros también en un momento de apuro? ¿No necesitamos nosotros aquí a la señora Scarlett y a la señora Melanie? Las necesitamos, y de veras. ¿Por qué la señora Pitty no pide ayuda a su hermano, si la necesita?

El tío Peter le dirigió una mirada fulminadora. —Hace años que no tenemos nada que ver con el señor Henry, y somos ya muy viejos para cambiar las cosas. —Se volvió hacia las muchachas, que trataban de reprimir la risa—. Ustedes, las señoras jóvenes, deberían sentir vergüenza de dejar tan sola a la señora Pitty, con la mitad de sus amigos muertos y la otra mitad en Macón, y Atlanta llena de soldados yanquis y de negros libres que creen poder hacer lo que les da la gana.

Las dos muchachas habían escuchado el sermón con cara seria mientras pudieron, pero la idea de que la tía Pitty les enviaba a Peter para reprenderlas y para llevárselas en brazos a todas hasta Atlanta rebasó su fuerza de voluntad. Rompieron en carcajadas y tuvieron que apoyarse unas en otras. Naturalmente, Pork, Dilcey y Mamita también lanzaron ruidosas risotadas al ver que se tomaba a broma al audaz que se atrevía a hablar de Tara con desprecio; Suellen y Carreen se ahogaban de risa, e incluso la fisonomía de Gerald parecía sonreír vagamente. Todo el mundo se reía, excepto Peter, que, en su indignación, sólo sabía apoyar su alto cuerpo tan pronto sobre una pierna como sobre la otra.

—Pero ¿qué te pasa, negro? —le preguntó Mamita, riéndose aún—. ¿Te has vuelto demasiado viejo para proteger a tu señora ama?

Peter se sintió insultado.

—¡Demasiado viejo...! ¿Demasiado viejo yo? ¡De ningún modo! Puedo proteger a la señora Pitty como la he protegido siempre. ¿No la protegí hasta Macón cuando íbamos huidos? ¿No la protegí cuando los yanquis llegaron a Macón y ella estaba tan asustada que se desmayaba a cada momento? ¿Y no compré esta yegua para llevarla a Atlanta otra vez y defenderla, a ella y a la plata que le dejó su padre, durante todo el camino? —Peter se erguía al reivindicarse a sí mismo—. Yo no hablo de protección. Hablo de las apariencias. —¿Qué apariencias?

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