—Creo que son gente de mucho espíritu —dijo Melanie con orgullo—. ¿No te parece, Scarlett?
Esta asintió con la cabeza, con melancólico orgullo de su ciudad adoptiva. Como decía Frank, era una población emprendedora, insolente; pero por eso mismo le gustaba. No era una de esas poblaciones de ideas atrasadas y estrechas, dominadas por los convencionalismos, como otras ciudades más viejas, sino que poseía una exuberancia y una osadía comparables a las suyas. «Yo soy como Atlanta —pensó—. Hace falta algo más que los yanquis o el fuego para que yo me rinda.» —Si la tía Pitty vuelve a Atlanta, valdría más que nos fuésemos a vivir con ella —dijo Melanie interrumpiendo el engranaje de sus pensamientos—. Sola, se morirá de miedo.
—Pero, Melly, ¿cómo puedo yo dejar esto? —preguntó Scarlett enfadada—. Si tantas ganas tienes de salir de aquí, no seré yo quien te detenga.
—¡Oh, no quise decir eso, querida! —exclamó Melanie sonrojada por la angustia—. ¡Qué alocada soy! Naturalmente, tú no puedes dejar Tara y... me figuro que el tío Peter y la cocinera negra pueden cuidar bien a la tía.
—Nada te impide marcharte —repitió Scarlett con sequedad. —Sabes bien que yo no he de dejarte —contestó Melanie—. Sin ti, me... me moriría de miedo.
—Como gustes. Además, nunca se me ocurriría a volver a Atlanta. Tan pronto como levanten unas cuantas casas, irá Sherman otra vez y las incendiará.
—No irá —dijo Frank, y, a pesar de sus esfuerzos, su rostro se nubló—. Ha seguido atravesando el Estado hasta la costa. Savannah fue tomado esta semana, y dicen que los yanquis están penetrando ya por Carolina del Sur.
—¡Han tomado Savannah!
—Sí. Era inevitable, señora. Savannah tenía que caer por fuerza. No dejaron suficientes hombres para defenderla, aunque se echó mano de todos lo que fue posible reclutar..., a todo hombre que pudiese aunque no fuera más que arrastrar un pie detrás de otro. ¿No saben ustedes que cuando los yanquis marchaban contra Milledgeville se llamó a todos los cadetes de las academias militares, por jóvenes que fuesen, y hasta abrieron los presidios del Estado para conseguir más tropas? Sí, señor; dejaron en libertad a todos los presidiarios que quisiesen luchar e incluso se les prometió el perdón para después de la guerra, si vivían... Se me ponía la carne de gallina viendo a esos pobres cadetes alineados con ladrones y asesinos.
—¿Liberaron a los presidiarios para que puedan volver a empezar?
—Vamos, señora Scarlett, cálmese. Están muy lejos de aquí, y además, se portan bien como soldados. Ser ladrón no impide ser buen soldado, ¿verdad?
—Me parece bien esa medida —opinó Melanie con dulzura.
—Bueno, pues a mí no —repuso Scarlett categóricamente—. Bastantes bandidos hay ya por ahí, de todos modos, con los yanquis y con los...
Se detuvo a tiempo, pero los invitados se echaron a reír.
—Con los yanquis y con nuestro departamento de comisariado —añadieron para terminar la frase; y ella se sonrojó.
—Pero ¿dónde está el ejército del general Hood? —intervino Melanie presurosamente—. Me parece que él hubiera podido defender Savannah.
—¿Cómo, señora Melanie? —prorrumpió Frank, sorprendido y hasta indignado—. El general Hood no se ha aproximado siquiera a ese sector. Está combatiendo en Tennessee, tratando de atraer a los yanquis y de echarlos de Georgia.
—¡Pues sí que le resultaron bien sus planes! —exclamó Scarlett con ironía—. Dejó que los malditos yanquis entrasen por aquí sin que tuviéramos para protegernos más que chicos de la escuela, presidiarios y viejos de la Guardia Territorial.
—Hija mía —dijo de pronto Gerald, incorporándose—, estás usando un lenguaje censurable. Tu madre se disgustará.
—¡Todos los yanquis son unos malditos! —exclamó Scarlett fogosamente—. Y siempre habré de llamarlos así.
Al nombrarse a Ellen, todo el mundo se sintió algo embarazado, y la conversación se cortó en seco. Melanie la reanudó de nuevo.
—Cuando estuvo usted en Macón, ¿vio a India y a Honey Wilkes? ¿Sabían... sabían algo de Ashley?
—Señora Melanie, ya sabe usted que si yo hubiese tenido la menor noticia de Ashley habría venido corriendo hasta aquí desde Macón para comunicársela —dijo Frank, en tono de reproche—. No, no sabían nada... pero no se inquiete usted por Ashley, señora Melly. Ya sé que hace tiempo que no se ha oído nada acerca de él; pero ¿cómo tener noticias de alguien que está prisionero? Y menos mal que las cosas andan mejor en las cárceles yanquis que en las nuestras. Después de todo, a los yanquis les sobra comida, y tienen medicamentos y mantas. No están como nosotros, que al no tener suficiente para alimentarnos tampoco podemos alimentar muy bien a nuestros prisioneros.
—¡Oh, a los yanquis siempre les sobra todo! —exclamó Melanie con amarga excitación—. Pero no se lo dan a los prisioneros. Ya sabe usted que no, señor Kennedy. Lo dice únicamente para que yo esté tranquila. Ya sabe usted bien que nuestros muchachos se hielan allí, cuando no se mueren de hambre, sin doctores ni medicamentos, y esto, claro, porque los yanquis los odian. ¡Oh, si pudiésemos hacer desaparecer del mundo hasta el último yanqui! Yo sé que Ashley está... —¡No lo digas! —le gritó Scarlett, sintiendo el corazón en la garganta.
Mientras nadie dijese que Ashley estaba muerto, persistía en su corazón una vaga esperanza de que viviese; pero le parecía que, si oía pronunciar las fatales palabras, él moriría en aquel mismo momento.
—Vaya, señora Wilkes, no se preocupe usted por su marido —dijo el soldado tuerto en tono persuasivo—. Yo fui capturado después de la primera batalla de Manassas, y canjeado después, y mientras estuve en el calabozo me sirvieron de lo mejor: pollo asado, bizcochos...
—Creo que es usted un embustero —dijo Melanie con leve sonrisa; y era ésta la primera vez que Scarlett le veía desplegar alguna agresividad con un hombre—. ¿No tengo razón?
—¡Sí, la tiene! —concedió el soldado tuerto, dándose una palmada sobre el muslo mientras soltaba una carcajada.
—Si vienen ustedes al salón, les cantaré algunos villancicos de Navidad —dijo Melanie, contenta de poder variar de conversación—. El piano fue la única cosa que los yanquis no pudieron llevarse. ¿Está muy desafinado, Suellen?
—Atrozmente —contestó ésta, dirigiendo una sonrisa invitadora a Frank.
Pero, al salir del comedor, Frank se quedó rezagado y tiró de la manga a Scarlett.
—¿Puedo hablarle a solas?
Durante unos terribles instantes, ella temió que fuera a hablarle de los animales escondidos y se dispuso a soltarle cualquier mentira.
Cuando se despejó la estancia y ambos quedaron de pie junto a la lumbre, todo el buen humor ficticio que había mostrado Frank delante de los demás desapareció, y Scarlett observó que parecía un viejo. Su rostro estaba demacrado y tan pardusco como las hojas que danzaban por el prado de Tara, y su barba rojiza y rala estaba veteada de gris. Frank se la alisó maquinalmente y tosió con embarazo antes de comenzar a hablar.
—Siento mucho lo de su madre, señora Scarlett.
—Por favor, no hable de ello.
—¿Y su padre? ¿Está así desde...?
—Sí... No es el mismo, como puede usted ver.
—Ciertamente, la quería de veras.
—¡Oh, señor Kennedy, se lo ruego, no hablemos de...!
—Lo siento, señora Scarlett; perdóneme —dijo él moviendo los pies nerviosamente—. La verdad es que quería hablar con su padre de un asunto, y ahora veo que sería inútil.
—Acaso pueda yo servirle para el caso, señor Kennedy. Soy ahora el cabeza de familia.
—Bueno, yo... —comenzó Frank, dando nuevos tirones a su pobre barba—. La verdad es que... Bueno, señora Scarlett; yo tenía intenciones de pedir en matrimonio a la señorita Suellen.
—¿Quiere usted decir —exclamó Scarlett con sorpresa— que todavía no había pedido el consentimiento de mi padre? ¡Sí ha estado usted cortejándola desde hace años!
Frank se ruborizó y sonrió muy embarazado y confuso, como un adolescente vergonzoso.
—Bien... ¿Qué sabía yo si ella me haría caso o no? Tengo bastante más edad que ella y... había tantos muchachos jóvenes y buenos mozos que rondaban por Tara, que...
«¡Qué tonto! —pensó Scarlett—. Si venían era por mí, no por ella.»
—Todavía no sé si Suellen me aceptará o no. No le he preguntado nada, pero seguramente adivina mis sentimientos. Yo tenía intenciones de decir... de decírselo al señor O'Hara, de decirle la verdad, señora Scarlett. No poseo ahora ni un solo centavo. Tenía antes bastante dinero, si me permite mencionarlo; pero ahora lo único que poseo es mi caballo y la ropa que llevo encima. Verá usted: cuando me alisté en el Ejército vendí la mayor parte de mis tierras, invirtiendo el dinero en bonos de la Confederación y... ya sabe usted cuánto valen hoy: menos que el papel en que se imprimieron. De todos modos, ni siquiera me queda el papel: al quemar los yanquis la casa de mi hermana, quemaron también esos bonos. Ya sé que es casi una insolencia por mi parte pedir la mano de la señorita Suellen ahora que estoy sin un centavo; pero así son las cosas. He pensado y he reflexionado, y veo que no sabemos cómo acabará todo; nadie lo sabe. Para mí, esto es como el fin del mundo: nada hay seguro; y sería un gran consuelo (y acaso significaría también cierta tranquilidad para ella) estar ya prometidos. Siempre sería una seguridad. No me atrevería a proponer matrimonio hasta convencerme de que soy capaz de encargarme de ella, señora Scarlett y no sé cuándo podrá ser. Pero si el amor sincero tiene para usted algún valor, puede usted estar persuadida de que la señorita Suellen será rica de este valor, aunque no lo sea de otro. Pronunció las últimas palabras con cierta sencilla dignidad que conmovió a Scarlett, incluso en su irónica actitud. No acertaba a comprender que nadie pudiese enamorarse de Suellen. Su hermana le parecía un monstruo de egoísmo, una de esas niñas tontas que jamás están contentas, una mujer que nunca podía hacer más que amargar la vida a los demás.
—Eso no importa, señor Kennedy —contestó ella con amabilidad—. Estoy segura de poder hablar en nombre de mi padre. El siempre le apreció a usted y esperaba que algún día Suellen y usted se casaran.
—¿De veras? —exclamó Frank, con alegría reflejada en su rostro.
—Ciertamente —contestó Scarlett, ocultando la risa, porque recordaba que frecuentemente Gerald había gritado a Suellen a la hora de cenar: «¿Y qué hay de eso, señorita? Ese ardiente admirador tuyo, ¿no se ha declarado todavía? ¿Voy a tener que preguntarle qué intenciones trae?»
—Entonces, le hablaré esta noche —dijo él, con la faz temblorosa mientras agarraba la mano de la joven y se la sacudía con inconsciente vigor—. ¡Es usted muy bondadosa, señora Scarlett!
—Voy a decir a mi hermana que venga —contestó Scarlett con una sonrisa y dirigiéndose al salón.
Melanie comenzaba a tocar. El piano estaba desafinado; pero algunas notas sonaban pasablemente, y Melanie levantaba la voz para dirigir a los demás el canto de
¡Escuchad, los ángeles anunciadores cantan!
Scarlett se detuvo. Parecía imposible que la guerra hubiese pasado por allí dos veces, que viviesen en un país devastado, casi sin tener qué comer, y que pudiesen estar entonando ese cántico navideño como si nada ocurriese. Se volvió de pronto hacia Frank.
—¿A qué se refería cuando ha dicho que esto le parecía como si fuese el fin del mundo?
—Se lo diré con franqueza —respondió lentamente—, pero no quisiera que alarmase usted a los demás con lo que voy a explicarle. La guerra no puede prolongarse mucho. No hay hombres de refresco para nutrir las filas, y las deserciones menudean... más de lo que se admite oficialmente. Claro, esos hombres no pueden continuar alejados de sus familias cuando saben que éstas se mueren de hambre, y vuelven a sus casas con objeto de procurar cuidar de su alimentación. No se les puede criticar, pero eso debilita al Ejército. Y el mismo Ejército no puede combatir sin víveres, y no los hay. Lo sé porque yo me ocupo precisamente de eso. He recorrido esta comarca en todas direcciones desde que recuperamos Atlanta y no queda en ella ni lo bastante para alimentar a un tordo. Lo mismo ocurre si uno desciende quinientos kilómetros más al sur, hacia Savannah. La gente se muere de hambre, los ferrocarriles están destrozados, no hay fusiles, las municiones se acaban y no tenemos ni suelas para las botas... Como ve usted, ya hemos llegado casi al fin.
El eclipse de las esperanzas de la Confederación pesaba menos en el ánimo de Scarlett que sus manifestaciones acerca de la gran escasez de víveres. Ella había tenido la intención de enviar a Pork con el carro y el caballo, las monedas de oro y el dinero del Norte para que recorriese toda la comarca en búsqueda de provisiones. Pero si era verdad lo que Frank había dicho...
Sin embargo, Macón no había caído. Y debía de haber víveres de alguna clase en Macón. Tan pronto como se hubiesen alejado un poco los del comisariado, enviaría a Pork a la ciudad, arriesgándose a que el Ejército se quedase con el valioso animal. Tenía que intentarlo.
—Bueno, no hablemos más acerca de cosas desagradables esta noche, señor Kennedy —dijo—. Vaya usted a sentarse al despachito de mamá, y yo le enviaré a Suellen para que puedan..., bueno, para que puedan hablar ustedes un poco a solas.
Ruborizado y sonriente, Frank se deslizó afuera de la estancia, seguido por la mirada de Scarlett.
«¡Qué lástima que no puedan casarse en seguida! —pensó ella—. Sería una boca menos que alimentar.»
Al llegar abril, el general Johnston, a quien le habían devuelto los maltrechos restos de las tropas de su antiguo mando, se rindió con ellas en Carolina meridional y se terminó la guerra. Pero la noticia no llegó a Tara hasta dos semanas más tarde. Había demasiado que hacer en Tara para que nadie malgastase el tiempo en viajes y excursiones para averiguar lo que se rumoreaba, y, como sus vecinos andaban tan ocupados como ellos, no se hacían muchas visitas, y las noticias se difundían muy lentamente.
La labor de arado primaveral estaba en su punto culminante, y las semillas de algodón y de hortalizas que Pork trajera de Macón empezaban a sembrarse. Pork no servía ya casi para nada, desde tal viaje, de puro orgullo por haber regresado de Macón con el carro cargado de telas, semillas, aves de corral, jamones, carne fresca, harina. Una y otra vez contaba la historia de los peligros en que se viera, de los senderos por los que hubo de meterse al regresar a Tara. Había estado de viaje cinco semanas, cinco semanas de agonía para Scarlett. Pero no le reprendió a su vuelta a Tara, porque se sentía contentísima de que el negro hubiese podido efectuar su misión con tanto éxito, devolviéndole, además, casi tanto dinero como ella le había dado. Mucho sospechaba ella que la causa de que le sobrase tanto dinero era que la mayor parte de las aves y carnes que trajo no eran producto de compras. Pork se hubiera avergonzado de gastar el dinero cuando encontraba por el camino tantos ahumaderos y gallineros mal vigilados.