Lo que el viento se llevó (165 page)

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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: Lo que el viento se llevó
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Los ojos de Ashley despertaron como atormentados.

—No se lo dijo a nadie, Scarlett, y a ti menos que a nadie; tenia miedo de que la riñeras si lo sabías. Quería esperar tres meses; después creía ella que ya estaría tranquila y segura, y entonces sorprenderos a todas, y reír, y deciros lo equivocados que habían estado los médicos. ¡Y era tan feliz! Ya sabes cómo era con los niños y cuánto deseaba una hija. Y todo iba tan bien hasta... Y entonces, sin ninguna razón en absoluto...

La puerta del cuarto de Melanie se abrió suavemente y el doctor Meade salió al vestíbulo, cerrando la puerta tras de sí. Permaneció unos momentos con su barba gris hundida en el pecho y miró a las cuatro personas, súbitamente petrificadas por su presencia. Su mirada cayó por fin en Scarlett. Al acercarse a ella, Scarlett vio que los ojos del doctor rebosaban pesadumbre, y también tanta aversión y desprecio que inundaron de arrepentimiento su corazón.

—¿De modo que por fin ha venido?

Antes de que Scarlett pudiese responder, Ashley se precipitó hacia la cerrada puerta.

—Usted todavía no —dijo el doctor—. Su mujer quiere hablar con Scarlett.

—Doctor —dijo India, apoyando una mano en su brazo. Aunque su voz no tenía modulaciones, expresaba mucho más que las palabras—. Déjeme verla un momento. Estoy aquí desde esta mañana esperando, pero ella...; déjeme verla un momento... Quiero decirle... Tengo que decirle... que me había equivocado en... una cosa.

No miraba a Ashley ni a Scarlett mientras hablaba, pero el doctor Meade dejó caer sobre Scarlett su fría mirada.

—Haré lo que pueda, India —dijo brevemente—. Pero sólo si me da usted palabra de no gastar sus fuerzas diciéndole que se había equivocado. Ella sabe que usted se había equivocado y el oír sus disculpas sólo servirá para molestarla.

Pitty empezó tímidamente:

—Por favor, doctor Meade.

—Señorita Pitty, ya sabe usted que usted lloraría y se desmayaría.

Pitty enderezó su grueso cuerpecillo y devolvió al doctor mirada por mirada. Tenía los ojos secos y su ademán estaba lleno de dignidad.

—Bueno, muy bien, valiente; dentro de un rato —dijo el doctor, más amable—. Venga, Scarlett.

Se dirigieron de puntillas hacia la puerta, y el doctor puso una mano, semejante a una garra, sobre el hombro de Scarlett.

—Ahora, señora —murmuró brevemente—, nada de histerismos y nada de confesiones a la cabecera de la moribunda o... ¡por Dios que le retorceré el cuello! No me lance una de sus inocentes miradas. Ya sabe usted a lo que me refiero; Melanie va a morir con tranquilidad, y usted no va a tranquilizar su conciencia contándole todo lo referente a Ashley. Nunca he hecho daño a una mujer, pero si le dice usted algo ahora... tendrá que entendérselas conmigo.

Abrió la puerta antes de que Scarlett pudiera contestar, la metió en un empujón dentro del cuarto y volvió a cerrar. El cuartito, con muebles baratos de roble negro, estaba en la penumbra; la lámpara tenía una pantalla hecha con un periódico. Era una alcobita pequeña y cuidada, que parecía la de una colegiala, con la camita estrecha, de cabecera baja, las cortinas lisas y recogidas con un alzapaños, las alfombrillas gastadas. Todo era muy distinto del lujo de la alcoba de Scarlett, con sus grandes muebles de columnas talladas, sus cortinas de brocado color de rosa y la alfombra rosa de nudo.

Melanie yacía en la cama, con el rostro hundido bajo la colcha, como el de una niña. Dos trenzas negras le caían a cada lado de la cara, y los ojos cerrados estaban rodeados por dos círculos purpúreos. A su vista, Scarlett quedó como petrificada, y se apoyó en la puerta. A pesar de la poca luz de la habitación, podía ver que la faz de Melanie tenía color de amarillenta cera. Había huido de ella hasta la última gota de sangre, y su nariz estaba muy afilada. Hasta aquel momento Scarlett había esperado que el doctor Meade estuviera equivocado. Pero ahora sabía que no. En los hospitales, durante la guerra, había visto demasiados rostros con aquella nariz afilada para no saber lo que presagiaba infaliblemente.

Melanie se moría, pero por un momento la mente de Scarlett se negó a creerlo. Melanie no podía morir. Era imposible que muriese. Dios no podía dejar morir a Melanie cuando ella, Scarlett, la necesitaba tanto. Nunca hasta entonces se le había ocurrido a Scarlett pensar que necesitaba a Melanie. Pero ahora la verdad surgió de lo más recóndito de su alma. Había dependido de Melanie aún más que de sí misma, y nunca lo había sabido. Ahora Melanie se moría y Scarlett se daba cuenta de que no iba a poder pasarse sin ella. Ahora, cuando se dirigía de puntillas hacia la tranquila figurita, con el pánico atenazando su corazón, comprendió que Melanie había sido su espada y su escudo, su valor y su fuerza.

«Tengo que retenerla. No puedo dejarla marchar», pensaba mientras se dejaba caer al lado de su cama con un gran crujido de enaguas. Rápidamente se apoderó de la frágil manita que yacía sobre la colcha y se sintió asustada de nuevo al sentirla tan fría. —Soy yo, Melanie —dijo.

Los ojos de Melanie se entreabrieron, y luego, como si se hubiera convencido de que era realmente Scarlett, se cerraron de nuevo. Después de una pausa, lanzó un suspiro y murmuró:

—¿Me prometes...?

—¡Oh, todo lo que quieras!

—Beau... Vela por él.

Scarlett sólo pudo mover la cabeza, pues sentía en la garganta una extraña opresión. Apretó la mano que sostenía en señal de asentimiento.

—Te lo entrego.

Con una débil sonrisa añadió:

—Te lo di una vez antes... Acuérdate... Antes de que naciera.

Sí se acordaba. ¿Podría olvidar nunca aquel tiempo? Casi con tanta claridad como si aquel espantoso día hubiera vuelto, podía sentir el asfixiante calor de aquella tarde de septiembre, recordar el terror a los yanquis, oír la pesada marcha de las tropas en retirada, escuchar la voz de Melanie rogándole que se encargase del niño si ella moría..., recordar también que aquel día había odiado a Melanie y había deseado que muriese.

«La he matado —pensó con una supersticiosa tortura—. He deseado tan a menudo que muriera, que Dios me ha oído y me castiga.»

—¡Oh, Melly! No hables así. Sabes que te repondrás de esto...

—No; promete...

Scarlett hizo un esfuerzo.

—Ya sabes que lo he prometido. Lo trataré como si fuera mi propio hijo.

—¿Colegio? —preguntó la débil vocecita de Melanie.

—¡Oh, sí! La Universidad, y Harvard, y Europa, y todo lo que quiera... y... y una jaca... y lecciones de música... ¡Oh, por Dios, Melly, procura...! Haz un esfuerzo.

El silencio cayó de nuevo y el rostro de Melanie reflejó la lucha por reunir fuerzas para hablar de nuevo.

—Ashley —dijo—. Ashley y tú... —La voz le faltó.

A la mención del nombre de Ashley, el corazón de Scarlett se volvió frío como el granito. ¡Melanie lo había sabido siempre! Scarlett hundió la cabeza en la colcha y un sollozo que no quiso salir le atenazó la garganta con mano cruel. Melanie lo sabía. Scarlett ya no sentía vergüenza ahora, no sentía más que un remordimiento salvaje por haber herido a una criatura tan angelical durante tantos años. Melanie lo había sabido... y, sin embargo, había seguido siendo su amiga leal. ¡Oh, si fuera posible volver a vivir aquellos años! ¡Nunca volvería a dejar que sus ojos se encontraran siquiera con los de Ashley!

«¡Oh, Dios! —rezó rápidamente—. Por favor, hazla vivir. Se lo haré olvidar. ¡Seré tan buena con ella! Yo nunca más volveré a hablar a Ashley en toda mi vida si Tú la dejas que se ponga buena.»

—Ashley —dijo Melanie débilmente, y extendió los dedos para tocar la inclinada cabeza de Scarlett.

Con el pulgar y el índice le tiró del pelo con menos fuerza que un recién nacido. Scarlett comprendió lo que aquello significaba, comprendió que Melanie quería que levantase la vista. Pero no podía, no podía encontrar los ojos de Melanie y leer en ellos que sabía...

—Ashley —murmuró Melanie de nuevo.

Scarlett hizo un esfuerzo. Cuando mirara el rostro de Dios en el día del Juicio y leyera en sus ojos la sentencia, no sería más terrible que aquello. El alma se le retorcía, pero Scarlett levantó la cabeza.

Sólo vio los mismos ojos negros, cariñosos, hundidos y empañados por la muerte, la misma boca Úena de ternura, cansada por la lucha que mantenía para respirar. No había reproche en ellos, no había acusación, no había miedo... Sólo la ansiedad de no tener fuerzas suficientes para hablar.

Durante un momento estuvo demasiado aturdida para sentir ni siquiera alivio. Luego, al estrechar la mano de Melanie con más fuerza, una oleada de ardiente gratitud a Dios la invadió, y por primera vez desde su infancia murmuró una humilde súplica exenta de egoísmo:

«¡Gracias, oh Dios mío! Sé que no lo merezco, pero te doy las gracias por no dejarla saber.»

—¿Qué quieres de Ashley, Melanie?

—Tú... Vela por él.

—¡Oh, sí!

—¡Se acatarra tan fácilmente!

Hubo una pausa.

—Vigila... sus negocios... ¿Me comprendes?

—Sí, comprendo. Lo haré.

Melanie hizo un gran esfuerzo.

—Ashley no es... nada práctico.

Sólo la muerte podía haber obligado a Melanie a cometer aquella deslealtad.

—Vela por él, Scarlett... Pero... nunca se lo dejes notar.

—Velaré por él y por sus negocios, y nunca se lo dejaré notar. Me limitaré a sugerirle ideas.

Melanie consiguió sonreír tenuemente, pero con sonrisa de triunfo, cuando sus ojos encontraron de nuevo los de Scarlett. Su mirada selló el pacto: la protección de Ashley Wilkes contra un mundo demasiado duro se transmitía de una mujer a otra, y el orgullo masculino de Ashley no debía sentirse nunca humillado por saberlo.

Ahora la lucha cesó y la serenidad se reflejó en el rostro de Melanie, como si la promesa de Scarlett le hubiera dado la suprema tranquilidad.

—Eres tan inteligente..., tan valiente..., tan buena conmigo...

A estas palabras, un sollozo salió de la garganta de Scarlett, quien apretó la mano de Melanie contra su boca. Iba a empezar a gritar como una niña y a llorar desconsoladamente: «He sido un demonio. Te he engañado. Nunca he hecho nada por ti. Todo lo hice por Ashley».

Se puso en pie bruscamente, clavándose los dientes en el pulgar para conseguir reaccionar. Las palabras de Rhett volvieron a su imaginación: «Te quiere: que ésa sea tu cruz». La cruz ahora era aún más pesada. Ya era bastante terrible para ella haber tratado por todos los medios de arrebatarle a Ashley. Pero ahora era mucho peor. Melanie, que había confiado ciegamente en ella durante toda su vida, estaba depositando en ella el mismo cariño y la misma confianza a la hora de la muerte. No, no podía hablar. Ni siquiera pudo volver a decir: «Haz un esfuerzo para vivir». Debía dejarla marcharse tranquilamente, sin lucha, sin lágrimas, sin miedo.

La puerta se abrió suavemente y el doctor Meade apareció en el umbral haciendo una seña imperiosa. Scarlett se inclinó sobre la cama, conteniendo las lágrimas y, cogiendo la mano de Melanie, la apoyó en sus mejillas.

—Buenas noches —dijo, y su voz estaba más tranquila de lo que nunca hubiera imaginado pudiera estar.

—Prométeme —repitió el murmullo, cada vez más tenue.

—Todo, querida mía.

—El capitán Butler...; sé buena con él... ¡Te quiere tanto!

«¿Rhett?», pensó Scarlett maravillada. Y las palabras de Melanie no tuvieron sentido alguno para ella.

—Sí, desde luego —contestó automáticamente, y poniendo un suave beso en la mano de su amiga la depositóle nuevo sobre la cama.

—Dígales a las señoras que vengan inmediatamente —balbuceó el doctor al salir Scarlett.

Con los ojos turbios, Scarlett vio a India y a Pitty seguir al doctor al cuarto de la enferma, recogiéndose las faldas para evitar que crujiesen. La puerta se cerró tras ellas y la casa quedó en silencio. A Ashley no se le veía por ninguna parte. Scarlett reclinó la cabeza contra la pared como una niña castigada a retirarse a un rincón y se frotó la dolorida garganta.

Detrás de aquella puerta expiraba Melanie, y con ella se iba la fuerza en la que se había apoyado inconscientemente durante tantos años. ¿Por qué, ¡oh!, por qué no se había dado cuenta antes de lo mucho que quería y necesitaba a Melanie? Pero ¿quién iba a haber pensado que aquella Melanie insignificante y menuda como en una fortaleza? Melanie, que se azoraba hasta las lágrimas delante de los extraños, tan tímida para levantar la voz dando una opinión, tan temerosa de la crítica de las personas mayores; Melanie, que carecía de valor hasta para espantar a un gato.

Y sin embargo...

La imaginación de Scarlett retrocedió, a través de los años, a aquella calurosa tarde en Tara, cuando una columnita de humo gris se elevaba sobre un cuerpo vestido de azul, y Melanie estaba de pie en lo alto de las escaleras con la espada de Charles en la mano. Scarlett recordaba haber pensado en aquel momento: «¡Qué tontería! Melanie no podría ni siquiera levantar esa arma» Pero ahora comprendía que, si hubiese sido necesario; Melanie se habría precipitado por las escaleras y hubiera matado al yanqui o la hubieran matado a ella.

Sí, Melanie había estado allí aquella tarde con una espada en su diminuta mano, dispuesta a luchar por Scarlett. Y ahora, mientras Scarlett volvía tristemente la vista atrás, se dio cuenta de que Melanie había estado siempre a su lado con una espada en la mano, tan intangible como su propia sombra, amándola, luchando por ella con lealtad ciega y apasionada, luchando contra los yanquis, el fuego, el hambre, la miseria, la opinión pública y hasta con las personas amadas de su misma sangre.

Scarlett sintió que el valor y la confianza en sí misma la abandonaban al comprobar que la espada que había relampagueado entre ellas y el mundo estaba envainada para siempre.

«Melanie ha sido la única amiga que he tenido —pensó con desconsuelo—, la única mujer, exceptuada mi madre, que me ha querido verdaderamente. Melanie es como mi madre. Todo aquel que la ha conocido se ha pegado a sus faldas.»

De repente sintió como si Ellen yaciese detrás de aquella puerta cerrada, abandonando el mundo por segunda vez. De pronto se vio de nuevo en Tara, con el aterrador peso del mundo sobre sus hombros, desolada ante el convencimiento de que no podría hacer frente a la vida sin la terrible fuerza del débil, del manso, del tierno de corazón...

Permaneció en el vestíbulo, indecisa, asustada. La oscilante luz de la chimenea del gabinete dibujaba sombras altas y oscuras en las paredes, a su alrededor. La casa estaba extraordinariamente silenciosa, y el silencio la penetraba como una llovizna. ¡Ashley! ¿Dónde estaba Ashley?

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