—¡Vida mía! —dijo acercándose a él con la esperanza de que él alargase los brazos y la sentase sobre sus rodillas—. Vida mía, lo siento mucho; pero yo te compensaré de todo. Podemos ser muy felices, ahora que sabemos la verdad, y ¡Rhett..., mírame, Rhett! Pueden venir otros hijos, no como Bonnie..., pero... —Gracias; no —dijo Rhett, como si rehusase un pedazo de pan—. No quiero exponer mi corazón por tercera vez.
—Rhett, no digas esas cosas. ¡Oh! ¿Qué podría yo decir para hacerte comprender? Ya te he dicho lo muchísimo que lo siento.
—Querida, eres tan chiquilla... Crees que con decir: «Lo siento», todos los errores y las heridas de años pasados pueden remediarse, borrarse de la imaginación todo el veneno de las viejas heridas... Toma mi pañuelo, Scarlett. Nunca, en ningún disgusto de tu vida, he visto que usaras pañuelo.
Scarlett cogió el pañuelo, se sonó y volvió a sentarse. Era evidente que Rhett no la iba a tomar en sus brazos. Empezaba a ser de toda evidencia que todo su discurso sobre el hecho de haberla querido no significaba nada. Era una historia de tiempos antiguos que Rhett consideraba como si no le hubiese ocurrido a él. Y esto era terrible. Rhett la miró casi amablemente, un tanto acusativo.
—¿Cuántos años tienes, querida? Nunca me lo has dicho.
—Veintiocho —contestó Scarlett, con voz apagada por el pañuelo.
—No son muchos. Eres muy joven para haber ganado todo el mundo y perdido tu alma, ¿verdad? No te asustes. No me refiero al fuego eterno que te espera por tu asunto con Ashley. Estoy hablando en sentido figurado. Siempre, desde que te conozco, has deseado dos cosas: a Ashley y ser lo suficientemente rica para mandar a todo el mundo a freír espárragos. Bueno, pues ya eres bastante rica, y le has dicho al mundo lo que has querido, y has conseguido a Ashley, si lo deseas. Pero todo eso no parece ser bastante todavía.
Scarlett estaba asustada, aunque no por temor al fuego del infierno. Estaba pensando: «Rhett es mi alma y lo estoy perdiendo. Y, si lo pierdo nada más me importa. No; ni amigos, ni dinero, ni nada. Si lo tuviese a él, ya no me importaría volver a ser pobre. Ya no me importaría volver a tener frío, ni siquiera hambre. Pero esto no puede significar... ¡Oh, no puede!».
Se secó los ojos y dijo, desesperada:
—Rhett, si alguna vez me has querido tanto, debe de quedar en tu alma algo para mí.
—De todo ello sólo encuentro que quedan dos cosas, y son las dos que tú más odias: compasión y un extraño sentimiento de benevolencia.
¡Compasión, benevolencia! «¡Oh, Dios mío!», pensó ella con desaliento. Cualquier cosa menos piedad y benevolencia. Siempre que había sentido esas dos emociones por alguien, iban mano a mano con el desprecio. Él la despreciaba también, por lo tanto. Cualquier cosa sería preferible a eso. Aun la cínica frialdad de los días de la guerra, la locura de embriaguez que se había apoderado de él la noche en que la había subido en brazos por las escaleras haciéndole daño con sus fuertes dedos, o las ásperas palabras que ahora comprendía habían encubierto un amargo amor. ¡Cualquier cosa antes que la indiferente benevolencia que se leía en su rostro!
—Entonces..., entonces, ¿quieres decir que yo lo he destrozado todo... que tú ya no me quieres nada en absoluto?
—Así es.
—Pero —repitió Scarlett tercamente, como una niña que cree que exponer su deseo es conseguirlo—, pero yo te quiero.
—Ésa es tu desgracia.
Scarlett lo miró rápidamente para comprobar si había ironía en sus palabras; mas no era así. Estaba simplemente exponiendo un hecho. Pero era un hecho que ella aún no podía admitir. Lo miró con ojos implorantes que ardían con obstinación desesperada, y la dura línea de la mandíbula que se marcó a través de su suave mejilla era la mandíbula de Gerald.
—No seas tonto, Rhett; yo puedo hacer...
Rhett levantó la mano con ademán de horror y sus cejas negras se elevaron formando los dos arcos sardónicos de antaño.
—No hagas ese gesto tan obstinado, Scarlett. Me asustas. Veo que estás haciendo la transferencia de tus tempestuosos amores de Áshley a mí, y temo por mi libertad y mi paz. No, Scarlett, no quiero ser perseguido como lo fue el infortunado Ashley. Además, me voy a marchar.
La mandíbula de Scarlett tembló hasta que consiguió encajar los dientes para afirmarla. ¡Marcharse! ¡No, todo menos eso! ¿Cómo iba a poder vivir sin él? Todos se habían alejado de ella, todos los que le importaban, excepto Rhett. Rhett no podía irse... Pero ¿cómo podría retenerlo? Era impotente contra su fría determinación y sus indiferentes palabras.
—Me voy a marchar. Pensaba decírtelo cuando volvieses de Marietta.
—¿Me abandonas?
—No te sientas esposa abandonada y dramática, Scarlett. No te va ese papel. ¿No quieres divorcio, ni siquiera separación? Bueno, entonces volveré lo bastante frecuentemente para evitar las murmuraciones.
—¡Condenadas murmuraciones! —gritó enfadada—. ¡Te quiero! Llévame contigo.
—No —respondió decidido.
Por un momento, Scarlett estuvo a punto de echarse a llorar como una chiquilla. Se hubiera tirado al suelo, maldecido, chillado y pataleado. Pero un resto de orgullo y de sentido común la hizo contenerse. Pensó: «Si lo hago, se limitará a mirarme, o se reirá de mí. No debo chillar, no debo suplicar, no debo hacer nada que me exponga a su desprecio. Debe respetarme aunque..., aunque no me quiera». Levantó la barbilla, y se esforzó por preguntar con tranquilidad.
—¿Adonde piensas ir?
Los ojos de Rhett brillaron al contestar:
—Tal vez a Inglaterra, o a París. Tal vez a Charleston, a intentar hacer las paces con mi gente.
—Pero si los odias. Te he oído muy a menudo reírte de ellos.
—Me sigo riendo —dijo él, encogiéndose de hombros—. Pero ya he llegado al final de mi vida aventurera, Scarlett. Tengo cuarenta y cinco años, la edad en que un hombre empieza a conceder algún valor a las cosas que en la juventud trató tan a la ligera. La unión de la familia, el honor, la tranquilidad, tienen raíces demasiado hondas. ¡Oh, no me estoy retractando, no me arrepiento de ninguno de mis actos! Me he dado la gran vida. Una vida tan excelente, que ahora empieza a perder sabor y necesito algo distinto. No, nunca he pensado en cambiar más que las manchas de la piel, pero quiero conseguir la apariencia exterior de la respetabilidad. La respetabilidad ajena, querida mía. La tranquila dignidad que puede tener la vida, vivida entre gentes distinguidas. Cuando viví esa vida, no aprecié su sereno encanto.
De nuevo Scarlett parecía encontrarse en la huerta de Tara. Había la misma mirada en los ojos de Rhett que había brillado entonces en los de Ashley. Las palabras de Ashley resonaban en sus oídos tan claramente como si no fuera Rhett el que estaba hablando. Recordaba fragmentos de frases: «Una simetría, una perfección de arte griego», repitió, como un papagayo.
Rhett exclamó:
—¿Por qué dices eso? Es precisamente lo que yo quería decir.
—Es algo que oí a Ashley hace mucho tiempo, en aquellos días.
Él se encogió de hombros y la luz desapareció de sus ojos.
—¡Siempre Ashley! —dijo. Y permaneció un momento en silencio—. Scarlett, cuando tengas cuarenta y cinco años, acaso comprenderás de qué estoy hablando, y entonces tal vez, también tú, estarás cansada de seres amanerados, modales fingidos y emociones baratas. Pero lo dudo. Yo creo que siempre te sentirás más atraída por el brillo que por el oro... Sin embargo, no puedo esperar tanto para cerciorarme... Y tampoco deseo esperar. No me interesa. Me voy a errar por viejas ciudades, y viejas regiones, donde tal vez quede algo de los viejos tiempos... Soy tan sentimental como todo eso. Atlanta es demasiado nueva para mí.
—Basta —dijo Scarlett de pronto.
Apenas había oído nada de lo que él había dicho. Desde luego no lo había entendido. Pero comprendió que no podría soportar por más tiempo con serenidad el sonido de su voz cuando ya no quedaba amor en él.
Rhett se detuvo y la miró asombrado.
—Comprendes lo que estaba diciendo, ¿verdad? —preguntó, poniéndose en pie.
Scarlett le tendió las manos con las palmas hacia arriba, con el ademán que desde las más remotas edades ha indicado súplica, y su corazón se reflejaba en su rostro.
—No —exclamó—. Lo único que sé es que no me quieres y que te marchas. ¡Oh, amor mío! Si tú te marchas, ¿qué va a ser de mí?
Por un momento, Rhett vaciló como si se preguntase si no sería mejor una mentira piadosa que la verdad desnuda. Luego se encogió de hombros.
—Scarlett, nunca he sido de esas personas que recogen los pedazos rotos, los pegan y luego se dicen a sí mismos que la cosa compuesta está tan bien como la nueva. Lo que está roto, roto está. Y prefiero recordarlo como fue, nuevo, a pegarlo y ver después las señales de la rotura durante toda mi vida. Acaso, si yo fuera más joven... —suspiró—. Pero soy demasiado viejo para creer en sentimentalismos, equivalentes a pasar una esponja y volver a empezar. Soy demasiado viejo para soportar la carga de mentiras corteses, que nacen de vivir en continua desilusión. No podría vivir contigo y mentirte, y mucho menos podría mentirme a mí mismo. Quisiera que me pudiese importar adonde vas o lo que quieres. Pero no puedo.
Lanzó un suspiro y dijo con suave indiferencia:
—Querida mía, no se me da un ardite.
Scarlett, muda, le oyó subir las escaleras, sintiendo que la iba a asfixiar aquel dolor que sentía en la garganta. Con el ruido de pasos, que moría en el vestíbulo, moría la última cosa por la que valía la pena vivir. Sabía que no había apelación. Que ninguna razón desviaría a aquel frío cerebro de su veredicto. Sabía que había pensado cada una de las palabras que había dicho, por muy a la ligera que algunas de ellas hubieran sido pronunciadas. Lo sabía porque sentía en él algo fuerte, implacable, todas las cualidades que en vano buscara en Ashley.
Jamás había comprendido a ninguno de los dos hombres a quienes había amado, y así los había perdido a los dos. Ahora tenía una vaga sensación de que, si hubiera comprendido a Ashley, nunca lo habría amado y de que si hubiera comprendido a Rhett nunca lo habría perdido. Pensó, desolada, que no había comprendido nunca a nadie en el mundo.
Sentía un piadoso embotamiento de la mente; un embotamiento que —lo sabía por larga experiencia— daría pronto paso a un dolor agudo, lo mismo que los destrozados tejidos divididos por el bisturí del cirujano atraviesan un instante de insensibilidad antes de que comience su tortura.
«No quiero pensar en esto ahora —se dijo, ceñuda, evocando su antiguo conjuro mágico—. Me volveré loca si pienso ahora en que lo pierdo. Pensaré en ello mañana.»
«Pero —gritaba su corazón, rechazando el conjuro y comenzando a dolerle— no puedo dejarle marchar. Tiene que haber algún medio para impedirlo.»
—No quiero pensar en esto ahora —repitió en voz alta, procurando encontrar un baluarte contra la marea ascendente del dolor—. Yo... En fin, yo mañana me iré a Tara. —Y se sintió aliviada.
Había ido otra vez a Tara medrosa y derrotada y había salido de entre sus acogedores muros fuerte y armada para la victoria. Lo que había conseguido una vez, sin saber cómo, lo conseguiría, Dios mediante, de nuevo. ¿De qué modo? No lo sabía. No quería discurrir sobre ello ahora. Lo único que quería era tener un espacio abierto en el cual respirar a su gusto, un lugar tranquilo para cicatrizar sus heridas, un refugio en el que trazar su plan de campaña. Pensó en Tara y sintió como si una mano tibia y suave acariciase su corazón. Creía ver la casa blanca dándole la bienvenida a través de las rojizas hojas otoñales; percibir la suave inquietud del crepúsculo posarse sobre ella como una bendición; advertir la caída del rocío sobre los campos de arbustos verdes, maculados de copos blanquecinos; ver el crudo color de la tierra roja y la sombría beüeza de los pinos oscuros en las lejanas colinas.
Se sintió vagamente reconfortada, y algunos de sus locos pesares, de sus heridas, quedaron desvanecidos. Permaneció un momento recordando pequeños detalles: la avenida de oscuros cedros que conducía a Tara, los macizos jazmines, el vivo verdor de las plantas sobre los muros blancos, las cortinillas blancas que revoloteaban en las ventanas. Y Mamita estaría allí. De repente anheló ver a Mamita con ansia, como anhelaba, cuando era una niña pequeñita, reclinar su cabeza en el robusto pecho, sentir la curtida y negra mano acariciando su cabello. Mamita: el último eslabón con los tiempos pasados...
Con el espíritu de su raza, que se niega a reconocer la derrota, aun cuando la mire fijamente, cara a cara, Scarlett levantó la cabeza. Atraería de nuevo a Rhett. Estaba convencida de que lo conseguiría. No había habido un solo hombre al que no hubiese subyugado cuando se lo había propuesto.
«Pensaré en todo esto mañana, en Tara. Allí me será más fácil soportarlo. Sí: mañana pensaré en el medio de convencer a Rhett. Después de todo, mañana será otro día.»
F I N
[1]
El fuerte Sumter, levantado en la bahía de Charleston, fue escenario de uno de los primeros choques militares que enfrentaron a los yanquis con los sudistas, antes de que se declarase la guerra.
(N. de los T.)
[2]
Las segundas guerras Seminólas que enfrentaron, de 1834 a 1842, a los norteamericanos con los indios de Florida.
(N. de los T.)
[3]
Orangista. Miembro de una sociedad formada en Irlanda en 1795 para mantener el protestantismo, es decir, la causa de Guillermo de Orange.
(N. de los T.)
[4]
Canción compuesta en Inglaterra después de la batalla del Boyne (1690), en que los orangistas aplastaron a los partidarios de los Estuardos.
(N. de los T.)
[5]
Diminutivo de Gerald.
(N. de los T.)
[6]
Honey
en inglés significa «miel» y también, referido a las personas: «encanto», «cielo»...
(N. de los T.)
[7]
Heroico oficial de caballería que desempeñó también un importante papel una vez terminada la guerra.
[8]
Balneario muy de moda en EE.UU.
(N. de los T.)
[9]
Pittypat, del inglés
Patter:
«pasos ligeros».
(N. de los T.)
[10]
Stonewall
: literalmente «muro de piedras»; era el arrogante apodo aplicado al general Jackson.
(N. de los T.)