Read Lo que esconde tu nombre Online
Authors: Clara Sánchez
—¿Y cómo lo sabes?
Seguía mirándome, dándome tiempo para recordar y para encontrar el hilo. Según me había contado Sandra, la Anguila se llevó el perro la misma noche de la fiesta, y además la Anguila quería salir con ella un día.
—No me digas que te has visto con ése, con la Anguila.
Cabeceó y su mirada se transformó.
—Se llama Alberto —dijo mordisqueando de mala gana el sandwich.
—Conque Alberto.
—Fue a buscarme a casa de los noruegos y me llevó el perro para que lo viera. Estaba muy gordito, muy bien cuidado.
—¿Y por eso crees que es un buen tío?
¿Tío? Se me iba pegando el vocabulario de Sandra. Me encontraba raro diciendo tío, era como si me estuviera convirtiendo en otro.
—No he vuelto a verlo desde entonces. No ha ido por allí, ni me ha dejado una nota, nada —dijo con melancolía.
Ahora sí que no me hizo falta ni un minuto para comprender. Los ojos le brillaban peligrosamente.
—Ya no tienes miedo.
Se encogió de hombros. Se había tomado el batido y se había limitado a mordisquear el sandwich.
—Las cosas han cambiado. Esta gente ya no puede hacernos daño, como mucho vivirán cinco años más los menos viejos.
Tuve que levantar un poco la voz para hacerle reaccionar. La camarera me vigilaba desde la barra, pensaría que se trataba de una discusión de pareja.
—Las cosas continúan siendo exactamente iguales o peores, y precisamente porque tanto ellos como yo tenemos un pie en el otro mundo hay que ajustar cuentas.
Miró el reloj, llevaba un reloj grande con correa ancha de cuero azul y tenía las manos muy bonitas, pero no delicadas ni lánguidas. Sandra no tenía nada de lánguida y sin embargo ahora estaba a un paso de serlo.
—No lo entiendes... Alberto no consentirá que me hagan daño.
—¿Por qué?, si puede saberse.
—Me besó en el puerto.
Éste era el final del hilo. Necesitaba decirle a alguien que se había enamorado. Prefería perdonarme a no poder decirlo.
—Ya, ¿y tú a él?
—También.
— ¿Y qué sentiste?
—Que todo lo que me está ocurriendo es lo mejor del mundo.
—¿Todo? Ahora sí que tenemos un problema—dije, aunque ella pareció no oírme.
—Pero no he vuelto a verle, ni sé dónde encontrarle. ¿Por qué me hace esto?
Hasta este momento Sandra me había preocupado, ahora me asustaba. Y sobre todo ahora la encontraba un poco ajena, se alejaba de mí y de nuestros objetivos. Le dije que probablemente cuando le volviera a ver recuperaría la razón y se daría cuenta de que todo había sido un espejismo. Le dije que pronto encontraría un hombre que la quisiera de verdad. Y le dije que quizá después de lo que había vivido en estos últimos tiempos podría ver al padre de su hijo con otros ojos. Le dije que la Anguila no le convenía aunque se llamase Alberto y la hubiese besado. Le dije que él se habría aprovechado de que estuviese sola y necesitada de amor. Pero Sandra no me oía.
¿Cuáles serían los verdaderos sentimientos de Alberto hacia Sandra? Por poca sangre que tuviera en las venas podría haberse enamorado de ella. Sólo un idiota no se enamoraría de esta alma cálida y grande, de su mirada transparente, de su sinceridad y su fuerza. Era infinitamente mejor que todos nosotros, y el hecho de que la Anguila pudiera estar tan dentro de ella era preocupante, porque del amor es muy difícil defenderse. Había conseguido atrapar aún más a Sandra en la tela de araña. Si Sandra se quedaba en el grupo porque se había enamorado de uno de ellos sería muy difícil sacarla de allí.
Me marché más acongojado que nunca después de este encuentro y con más sentimiento de culpa que nunca porque si yo no me hubiese comportado como un cretino, Sandra no se habría encontrado tan desvalida y no se habría echado en los brazos de nadie.
Sandra
Creo que, como yo de ellos, Fred y Karin fueron recelando poco a poco de mí, dominados por la duda de si no estarían paranoicos. Yo jugaba a comportarme de la forma más ingenua de que era capaz. Jugaba a ser como antes de conocerlos y de saber quiénes eran. Trataba de que se sintieran confundidos. ¿Qué tenía yo que ver con su mundo de pesadilla? Me habían encontrado en la playa, estaba embarazada (¿qué madre pondría en peligro a su propio hijo?) y me había marchado a vivir con ellos porque necesitaba dinero urgentemente y porque estaba sola. Éstas eran razones suficientes para que no viesen con claridad que los había descubierto. Al fin y al cabo nuestra relación había comenzado por pura casualidad, por un encuentro fortuito en la playa. Y por eso no me di cuenta de que el veneno de la sospecha había entrado de verdad en sus cabezas hasta que regresé de mi última entrevista con Julián.
Cuando llegué, anunciada por el ruido de la moto, en la planta baja Fred como siempre veía la televisión y Karin leía una de sus novelas de amor. Fue al levantar la vista de las páginas cuando su expresión se me hizo extraña, pero como aún no sabía nada, me quedé allí un rato comentando lo bien que me había sentado el paseo en esta tarde maravillosamente nublada, cómo el aire me daba en la cara mientras iba en la moto. La verdad era que desde lo de Alberto había producido numerosas hormonas de la felicidad y por eso no supe interpretar la media sonrisa de Fred y la penetrante mirada de Karin. Me miraban desde otro ángulo de sus cerebros. Pero llegó un momento en que tuve muchas ganas de orinar y en lugar de usar el baño de abajo, preferí subir al mío y de paso darme una ducha. Y entonces el mundo cambió.
Subí a mi cuarto tarareando alguna canción, en voz baja porque no tengo ningún sentido de la melodía, y me quité las botas, los pantalones. Abrí el armario mecánicamente para coger una camiseta limpia, y algo en el espejo de la puerta del armario me llamó la atención, mejor dicho, me calló en seco. Me paralizó porque tuve que concentrarme hasta el límite para comprender la situación. Noté un enorme calor subiéndome desde el cuello a la cara como de vergüenza o de miedo y tomé la decisión de dejar de mirar el espejo y mirar encima de la cama, donde estaba lo que el espejo reflejaba.
No me lo podía creer, ahora sí que estaba perdida. Tenía ante los ojos, colocado como un almohadón, el recorte de periódico que me había dado Julián con la foto de los noruegos. Necesariamente lo habrían puesto allí los noruegos o Frida y necesariamente lo habían encontrado en la bolsa de viaje. Ni siquiera me atrevía a tocarlo, como si fuesen a sonar todas las alarmas de la casa. Me quedé contemplándolo sin saber qué pensar y medio mareada. El recorte sólo podía haber llegado hasta aquí si alguien lo había sacado de debajo de la ropa y para eso tenía que haber buscado a fondo en la bolsa.
¿Y si había sido yo misma? Puede que revolviendo y sacando ropa, el papel se hubiese deslizado hacia fuera y de alguna manera hubiese caído al suelo y Frida lo hubiera encontrado y puesto sobre la cama.
Me estaba costando reaccionar y permanecí en mi cuarto todo el tiempo que pude, sin suficiente valor para bajar y encararme con ellos ni tampoco para escaparme por la ventana. Se me ocurrió que no tenía por qué pasar por una situación tan tensa y que esperaría aquí, metiendo la ropa en la bolsa y en la mochila, hasta que estuviesen dormidos, entonces me marcharía a mi casita, como la llamaba Julián, hasta que llegara el inquilino, o bien le pediría a Julián que me cobijara en su hotel. Me encontraba bloqueada, confusa, y jamás había llevado bien los enfrentamientos, y no se me ocurría cómo mentir a esta pareja. Al fin y al cabo había venido aquí escapando de tener que vérmelas con el padre de mi hijo, con mi familia, con mi falta de trabajo y de futuro y con la realidad en general, y me encontraba con esto, como si fuese imposible escapar de los problemas. Aunque también me había encontrado con Alberto, que se había convertido en otra clase de preocupación, la única preocupación que me gustaba. ¿Por qué no daba señales de vida?
Me senté en la cama un rato completamente alelada v después hice tres respiraciones profundas y decidí ducharme como tenía pensado. Envuelta en el albornoz, con la piel fresca, con el pelo mojado, goteándome, las cosas se iban presentando menos trágicas, y la solución a este incómodo asunto me llegó llovida del cielo, como si en alguna parte del mundo se hubiese reunido un gabinete de crisis para pensar rápidamente sobre este enredo y me hubieran enviado telepáticamente el resultado, porque yo no estaba en condiciones de esforzarme. Así que me vestí, dejé la hoja encima de la cómoda y descendí por aquellas escaleras (hechas, según me había contado Ka-rin, con mármol rosado traído de las canteras de Macael), cada vez más infernales.
Continuaban en el sofá haciendo lo mismo que antes, él viendo la televisión y ella leyendo sus eternos romances. Y me lanzaron la misma mirada, cuyo significado ahora entendía y me intimidaba. Pero de perdidos al río, sacando fuerzas de flaqueza les dije: estoy muy cansada, creo que me tomaré un yogur y me iré a la cama enseguida. Y a continuación saqué de la bolsa de terciopelo el jersey y se lo enseñé a Karin. Le pregunté si sería muy difícil hacer un dibujo en el delantero para darle alegría. Ella me seguía mirando, tratando de comprender mis intenciones, y no tuvo más remedio que coger entre sus torturadas manos la labor y decir algo.
Acababa de leer en sus ojos que se dedicaban a registrar mi cuarto alegremente cuando me marchaba a comprar, a dar una vuelta o a ver a Julián. Me registraban aun antes de sospechar de mí, como si fuese un deber para ellos desconfiar de todo el mundo. Y lo peor de todo era que les daba igual que yo supiese que me registraban, que desconfiaban y que no me consideraban plenamente su amiga, quizá porque con este hallazgo las cartas habían quedado boca arriba. Tan al descubierto que Karin torció la mirada. De pronto sus ojos, su cara retorcida por el tiempo, eran los de la enfermera Karin sesenta años después. La belleza y la juventud ya no podían ocultar su verdadera alma.
—Para hacer un dibujo tendrías que empezar de nuevo. Tendrías que deshacer lo que has hecho. Es mejor que lo intentes en otro. Primero acaba éste.
Sus palabras sonaban como si tuvieran un significado oculto. Tendrías que deshacer lo que has hecho, me había dicho. Me senté en el sofá para tomarme el yogur y al despedirme y desearles buenas noches no insistieron en que me quedara, como sería lo normal.
Aún no había deshecho lo hecho, pero me sentía aliviada por no tenerlos delante. Me quité los pantalones y me dejé la camiseta, saqué de debajo de la almohada el camisón de satén, lo arrojé sobre la butaca y me acosté. Abrí un poco la ventana como aconsejaban para respirar más intensamente y que el oxígeno llegase mejor al cerebro, y me puse a leer un rato. Mañana sería otro día.
Julián
Aún no sabía dónde vivía Sebastian Bernhardt,
el Ángel Negro.
No lo veía por el Nordic Club ni había salido al paso cuando seguía a Fredrik o a Otto, evidentemente llevaba otra vida hasta que llegaba el momento de reunirse casi obligatoriamente con ellos. Era de otra pasta, más inteligente y menos fanático. Todo lo que se había dicho sobre él apuntaba a que tal vez pensase en serio que le estaba haciendo un bien a la humanidad. Era un hombre activo, con visión y con un modelo en la cabeza cuya implantación requeriría sufrimiento, porque todo cambio entraña dolor, y cambiar el mundo no iba a ser fácil ni cómodo para nadie. Y por eso mismo daba más miedo. No era sádico, pero había establecido las bases para que los sádicos como Heim pudieran cultivar sus instintos y campar a sus anchas.
A estas alturas de mi vida sabía más o menos cómo respiraban todos. Tenían un pensamiento rígido, egoísta, v una visión completamente interesada de la vida, sin ninguna comprensión. Eran sociópatas y los que no eran enfermos habían acabado enfermando. No tenía ningún interés en hablar con ellos, pero Sebastian era otra cosa, era más complicado y en el fondo más peligroso. No disfrutaría haciendo el mal, ni poniéndole la bota en el cuello a sus semejantes, pensaría que el mal era necesario, que venía en el mismo paquete que el bien y que cuanto más grande fuese el bien que se quisiera alcanzar más grande tendría que ser el mal.
Fui a vigilar el barco-vivienda del
Carnicero
Heim con un mal presentimiento. Un tipo de presentimiento o de sexto sentido que desarrollé en el campo, quizá lo desarrollé en la edad en que surgen esa clase de talentos y que a mí me pilló en aquel lugar dedicado a la muerte. El caso es que aprendí a notar en el alma o en el espíritu cuándo iba a suceder algo peor de lo normal y también cuándo iba a pasar algo bueno. Allí nunca se sentía uno bien, pero cuando iban a gasear a algún amigo o cuando de improviso nos llamaban a la enfermería para comprobar si aún éramos aptos para el trabajo o, lo que es lo mismo, para seguir viviendo, un día antes me sentía insoportablemente mal, sin ningún motivo especial. De pronto en la cantera o en el barracón o desnudo en el patio en medio del ganado humano, la sombra del mal se me metía dentro y el mundo se oscurecía como si estuviera atardeciendo. Al principio no relacionaba una cosa con otra, después me fui dando cuenta de que era como cuando a mi abuela le dolía un brazo porque iba a llover. El día que intenté suicidarme fue porque el alma o el espíritu se colapsaron, ya no podía más, la sombra fue demasiado grande y en mi cabeza no se veía nada. Salva me pilló a tiempo y el día siguiente fue horrible. Las chimeneas humeaban tanto que el olor a carne quemada era irrespirable, una nube gris cubría el campo, y entonces pensé que aquella nube velaría por los que nos quedábamos, y le pedí a las moléculas o cenizas que formaban la nube que nos protegieran de todo mal y que a Salva, que ya pesaba treinta y ocho kilos, no le dieran por improductivo e inútil. Y me hicieron caso. De alguna manera, Salva se volvió invisible hasta que liberaron el campo.
Hasta ese momento había tenido que inventar todo tipo de estrategias para protegerle. Procuraba ponerme delante de él, taparle ante los vigilantes de la cantera, tenía estudiado dónde debía ponerse para no ser visto y me agotaba tremendamente, cuando subíamos los ciento ochenta y nueve escalones que llevaban al campo, tratar de sostener su carga cuando no nos veían y hacerme pasar por él siempre que podía. Era un infierno, Salva estaba al límite, y yo no podía más, estaba llegando el momento en que tendría que abandonarle a su suerte, y entonces, entonces, aquel cielo cubierto de cenizas me comprendió y atendió mis súplicas y a partir de ese momento nadie reparaba en Salva, hasta el punto de que dejé de tener miedo por él. Me acostumbré a que los guardias no se diesen cuenta de que no subía las escaleras con la piedra. Sólo bajaba y subía una vez al día, al empezar y al acabar, mientras tanto hacía ver que hacía algo y a veces incluso se sentaba un rato.