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Authors: Clara Sánchez

Lo que esconde tu nombre (35 page)

BOOK: Lo que esconde tu nombre
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No llegué a entrar en el centro comercial propiamente dicho. Nada más aparcar entre dos columnas y abrir la puerta del coche alguien vino por detrás y me empujó contra una de las columnas. Me golpeé con el cemento en la espalda y la cabeza. Como aún tenía las llaves en la mano se las clavé a aquel energúmeno en el estómago lo más fuerte que pude, pero me encontraba tan cerca que no llegué a herirle, se separó y me retorció la muñeca en que llevaba las llaves. Era la Anguila.

Le pedí que me dejara.

—Te dejaré si te alejas de Sandra.

—¿Sandra? —pregunté.

—Sí, Sandra —contestó retorciéndome un poco más la mano.

—Está bien —dije soltándome como pude, porque si me hacía más daño ya sí que no podría volver a ver a Sandra.

—Está bien —repetí—.
¿A
qué viene esto?

En la mirada de la Anguila no había ira, estaba llena de cansancio, de tristeza quizá.

—Márchate y no vuelvas a acercarte a Sandra.

Con una de las manos me apretaba el cuello y le pedí que me soltara si no quería que me muriese allí mismo. Cuando estuve libre, carraspeé y me cogí la mano retorcida con la otra. Esto me iba a costar caro, me dolería todo el cuerpo varios días. Abrí el coche y me senté. Él me veía hacer.

—¿Quién eres? ¿Por qué has venido a este pueblo?

—Un amigo me invitó a venir pero cuando llegué él había muerto. O volvía a hacer otro largo viaje de vuelta o me quedaba. Decidí quedarme, hacía mucho que no tenía vacaciones.

La Anguila sabía que no le decía toda la verdad. Se sentó en el asiento de al lado y se encendió un pitillo sin pedir permiso. Evidentemente alguien que me acababa de pegar no iba a tener miramientos de esa clase.

—¿Y de qué conoces a Sandra? —dijo mirando alrededor. Estaba considerando que llevaba muchas cosas en el coche. Vio la manta del hotel, el agua, las manzanas, los prismáticos, un cuaderno, periódicos. Si ahora no se le ocurría ponerse a registrar se le ocurriría más tarde.

—La conocí en la playa y nos hicimos amigos. Cuando nos vemos, nos saludamos.

—Es mucho más que saludaros. Pasáis mucho tiempo juntos. Os citáis con frecuencia.

Su tono era malicioso. La muñeca y la mano me dolían bastante.

—Quizá Sandra se siente sola y necesita hablar con alguien. No seré el hombre de sus sueños, pero puede contar conmigo. Por lo menos yo no la engaño, no le creo falsas ilusiones y no me dedico a ver cómo lo pasa mal mientras yo continúo con mi vida de Don Juan.

Lo de Don Juan le provocó una mueca burlona en la boca.

—Perjudicas a Sandra dejándote ver con ella. Imagino lo que buscas e imagino que Sandra se ha cruzado en tu camino e imagino que se te ocurren mil cosas que Sandra podría hacer para ayudarte, pero también imagino que no querrás morir precisamente ahora que tus sueños podrían cumplirse o ahora que por lo menos tienes sueños.

—Hace mucho que para mí la vida es pura propina.

—Eso era antes, ahora no quieres perderla. Y créeme, como te volvamos a ver con ella, se acabó, ¿me entiendes?

Afirmé y por fin la Anguila salió del coche.

Se me quitaron las ganas de entrar en el centro comercial a comprarme los calcetines.

Lo mejor sería marcharme al hotel antes de que el cuerpo se me enfriara y no pudiera moverme.

Conduje con la mano buena, la derecha, sujetando el volante, y con la magullada en los cambios de marcha. Saqué fuerzas de no sé dónde para dejar el coche lo más oculto posible y antes de subir a la habitación me pedí un vaso de leche caliente en el bar del hotel y me lo llevé a la habitación. Me temblaban las manos, no de miedo, sino de cansancio. Aunque aún era pronto, estaba deseando tomarme la medicación, quitarme las lentillas, ponerme el pijama y meterme en la cama. No retiraría el cobertor acolchado porque necesitaría todo el calor posible y olvidarme de Sandra y de lo que le pudiese estar ocurriendo para ser capaz de funcionar al día siguiente.

Cuando ya tenía puestas las gafas de culo de vaso, llamaron a la puerta. No me parecía éste el momento más apropiado para que llegara el fin. Si de verdad hubiesen querido liquidarme, tendrían que haberlo hecho en el parking del centro comercial, vestido de calle y con el coche al lado, como si fuese un robo. Ni siquiera habría merecido una nota en los periódicos. Por el contrario llamaría muchísimo la atención que asesinaran a un anciano completamente indefenso en la habitación de un hotel. Así que pregunté quién era.

Entró Roberto mirando la suite como si quisiera comprobar que no faltaba nada. A mí ya no me parecía tan impresionante como antes, me había acostumbrado y encontraba que era un quiero y no puedo de suite.

—¿Se encuentra bien? Los de la cafetería me han dicho alarmados que tenía la cara descompuesta y mucho temblor en las manos.

Vio el vaso de leche sobre la mesilla y luego observó que me cogía una mano con la otra.

—Me he resbalado y me he hecho daño.

—Deje que le eche un vistazo —dijo.

—Me duele por la contusión, pero no es nada.

Insistía en que tendrían que hacerme una radiografía, pero yo le dije que ya tenía el pijama puesto y que no pensaba salir del hotel.

—Sólo quiero descansar.

Empecé a pensar que quizá Roberto el de la gran peca era mi amigo y que podría contarle qué hacía aquí y entregarle el álbum de fotos de Elfe y los cuadernos incriminatorios de Heim y los míos. Demasiado fácil, demasiado amigo y demasiada debilidad por mi parte. Deseché la idea a pesar de que volvió a subir con pomada y una venda que me colocó muy bien colocada y que le agradecí mucho.

Soñé que la Anguila le retorcía la mano a Sandra y que le dolía, que le latían las articulaciones de puro dolor y que yo se la vendaba. Pero cuando desperté, a quien le dolía la mano era a mí y no podía hacer nada por Sandra si no quería salvarse. Podría huir de Villa Sol aprovechando cualquiera de los momentos en los que bajaba al pueblo. Podría ir a la estación de autobuses y desaparecer. Aunque yo pudiese entrar en la casa, inmovilizarlos a todos y cogerla de la mano para sacarla de allí, ella no querría, se había envenenado con ideas de venganza, de justicia o de acabar lo que había empezado o de enamoramientos. Así que debía pensar en asuntos más prácticos.

De un momento a otro me desvalijarían el coche. Ellos sabían que yo guardaba pruebas y que no las iba a ocultar en el hotel, así que el coche se convertía en la mejor opción. No tuve que pensar mucho. Desde que estuve en la «casita» hablando con el inquilino, me venía a la mente una y otra vez el caos de libros y papeles en que vivía hundido el profesor. Allí no llamarían la atención los cuadernos y el álbum, o no se la llamaría a él. Tenía tanto que leer que no buscaría por la casa más papeles aún.

Me tomé un gelocatil con el desayuno. No tenía hambre, pero no podía desfallecer y como hacía sol sin viento, pensé que lo mejor sería acercarme por la playa para fortalecerme con sus rayos. Me sentaría junto al muro donde el sol pegaba más fuerte, luego volvería al hotel a tumbarme un rato en la cama y a eso de las tres y pico me acercaría por la casita.

Todo ocurrió como había previsto. Esperé hasta ver salir al inquilino con la cartera y subir a un Renault de tercera mano por lo menos, y entré sin problemas. Si me sorprendía, tenía pensado decirle que estaba tomando medidas para las estanterías, pero no hizo falta. Abrí la pequeña verja y en varias zancadas estaba ante la puerta de la calle, que se abrió con suavidad. Entre montañas de papeles y carpetas logré alcanzar la escalera. En las habitaciones de arriba enseguida deduje que la suya era la que tenía la cama revuelta y periódicos y revistas por el suelo. Había alguna
Playboy
y no quise mirar más. En el resto de los cuartos parecía que entraba menos. Uno de ellos, el más grande, tenía dos camas (recordaba vagamente que la había visto cuando Sandra me enseñó la casa) y dos mesas de estudio con cajones a los lados y en una pared una estantería con libros del colegio de los que debían de ser los sobrinos de Sandra. No creía que al inquilino fueran a llamarle la atención aquellas cosas, y de interesarle ya las habría investigado, así que abrí uno de los cajones. Había cuadernos y folios cosidos con dibujos desde primaria. Sólo a sus padres podría interesarles, así que metí debajo el álbum de fotos de Elfe, y los cuadernos de Heim y los míos los coloqué de forma apaisada detrás de los libros de texto. Era imposible que nadie que no los buscase expresamente los encontrara. Y si dieran con ellos por casualidad no sabrían interpretar las anotaciones de Heim ni qué hacer con el álbum.

Salí bastante aliviado con la certeza de que ni la Anguila ni ninguno me relacionaban con la casita, por lo menos no se les ocurriría sospechar que era mi caja fuerte. Lo que ya no me gustaba tanto es que pudiese entrar cualquiera, por lo que mañana, día que nos tocaba vernos a Sandra y a mí, le contaría que había visto al inquilino en perfecto estado y que sería conveniente darle una llave nueva.

Después me fui a Urgencias del hospital para que me vieran la mano.

Sandra

Le entregué una llave nueva de la casita a Julián, y él se ofreció a llevársela al inquilino. Me había guardado una por si surgía una emergencia y mira por dónde había surgido. No pensaba decirle a mi hermana que hoy por hoy cualquiera podría entrar en la casa y desvalijarla porque no quería que viniese y que pusiera mi mundo más patas arriba de lo que ya estaba. Julián estaba hecho polvo, se había resbalado en el parking del centro comercial y se había torcido la mano, pero no era nada. En Urgencias le habían puesto una venda elástica.

Yo quería estar el mínimo tiempo posible con él en el Faro por si acaso iba Alberto por casa de los noruegos y me pillaba fuera, lo que me habría trastornado mucho. Aunque a veces estar tanto en la casa para que al final no apareciera me trastornaba más aún. Incluso a veces se me pasaba por la cabeza mandarle un recado con Martín cuando venía a traerle las inyecciones a Karin o a hablar con Fred en la salita-biblioteca, pero luego me echaba para atrás, como si el mismo Alberto me pidiese que no dijera nada. Sólo aquel beso en el puerto, la confesión de Julián de que le había visto con otra y ninguna demostración de interés por su parte después de aquella noche y a mí me preocupaba qué querría que hiciera yo. ¿Sería cretina?

¿Qué querría que hiciera?

—¿Has hecho muchas tonterías por amor?

La pregunta pilló por sorpresa a Julián. Y no debía de haber hecho muchas porque tuvo que pensarlo demasiado. La noche en la costa era húmeda y negra y se metía en los huesos. Las urbanizaciones de veraneo estaban poco iluminadas, luces aisladas, que daban más sensación de oscuridad. Todo eran estrellas y la luna en cuarto menguante, el mar rugía invisible. La luz del Faro lo hacía asomar cada minuto entre las tinieblas. Allí se estaba fuera del mundo conocido, se estaba completamente solo en el planeta junto con otros que también estaban solos.

—No he hecho muchas, la verdad —dijo—, no he necesitado hacerlas, sólo he amado a una mujer y ella me correspondió enseguida y nunca me puso en el trance de tener que hacer nada fuera de lo normal.

—¿Y esto que estás haciendo, por qué lo haces? ¿Por qué has venido aquí?

—Por amistad y por odio —dijo levantando la taza de café con la mano vendada—. Vine por amistad hacia mi amigo Salva y me he quedado por odio hacia los monstruos que tú conoces.

—¿Y por nada más?

No sé por qué hice esta pregunta. Le obligó a Julián a retirar la mirada hacia otro lado, hacia la camarera.

—Estoy viviendo, me siento vivo, estoy corriendo riesgos, aquí tengo algo que hacer y lo estoy haciendo sin recurrir a mi hija, aunque creo que Raquel, escondida en algún rincón de mi cabeza, me ayuda mucho.

—¿Y por nada más? —repetí sin ninguna intención, preguntándome por qué Alberto habría querido quedarse con
Bolita.
Los noruegos no sabían que lo tenía él, por lo que el perro se había convertido en un maravilloso secreto entre los dos.

—Tienes razón, no lo estoy haciendo solo, lo estoy haciendo contigo. Jamás imaginé que fuera a ocurrirme algo así. Cuando llegué aquí, Salva ya no estaba, pero estabas tú y no me ha importado el cambio —miró un poco hacia arriba como para que su amigo Salva le perdonara—. Las situaciones no se repiten exactamente iguales, y en ésta uno de los dos sobraba, uno de los dos tenía que dejarte sitio a ti.

—¿Crees que está todo planeado, que las cosas no ocurren porque sí? ¿Crees que en ese plan estaba previsto que tú y yo estuviéramos ahora aquí tomándonos un café y un zumo?

—No, no lo creo, era una manera de hablar. Somos nosotros los que vamos uniendo esto con aquello para darle un sentido bonito, pero en el fondo todo es salvaje y brutal.

—Los sentimientos no se pueden dominar, o se tienen o no se tienen —dije pensando que nunca pude sentir por Santi lo que sentía por Alberto aunque Santi se lo mereciese mucho más.

—Sandra, he sido muy torpe contigo, no he estado a la altura, soy un viejo egoísta.

Cuando le iba a pedir que no se mortificara y que alguien tenía que enseñarme las cosas que él me había enseñado, la camarera puso el plato con la cuenta con un brusco golpe en la mesa. Era un platillo marrón oscuro con una pinza que sujetaba la factura y que serviría para que en el buen tiempo, cuando pusieran afuera la terraza, el viento no la arrancara.

Me llevé la imagen del platillo con la pequeña propina que había dejado Julián hasta casa. Cuando llegué, indagué qué visitas habían ido por allí, y los noruegos me preguntaron dónde había estado yo, por lo que quedamos empatados.

Julián

Salva, si me hubieses visto entrando y saliendo del barco de Heim a mis anchas. Salva, si pudieras ver esto, pensaba ante el espectáculo de Heim,
el
Carnicero,
volviéndose loco. Sabía lo que sentía porque perder la memoria era, de todo el fango de la vejez en que uno acaba revolcándose, lo que más me aterraba. Y por muy distintos que fuésemos Heim y yo, en este punto podíamos coincidir. Primero fueron la pastilla de jabón, la florecilla del jarrón y el cuchillo. Desaparecieron y luego aparecieron, lo que para un hombre tan metódico y organizado, que ordenaba el mundo que le rodeaba al milímetro, debió de ser bastante inquietante. Y ahora los cuadernos con las anotaciones de sus salvajadas en Mauthausen. ¿Dónde los habría puesto?, se preguntaría, ¿por qué los habría quitado de las estanterías donde los había guardado camuflados en tapas de libros normales?, ¿habría entrado alguien al barco? No, nunca había entrado nadie, y aunque hubiesen entrado tendrían que haber sabido muy bien lo que buscaban. Y en tal caso el que hubiesen robado los cuadernos nunca explicaría la sensación de haber perdido y encontrado el cuchillo. Seguramente alguna vez habría pensado en la posibilidad de cambiar de sitio los cuadernos, ¿y si hubiese acabado haciéndolo y no lo recordara?

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