Read Lo que esconde tu nombre Online
Authors: Clara Sánchez
Al final de la calle de este sombreado y sinuoso camino en que vivía la chica del pelo rojo, había más y más caminos bordeados de chalés, al lado de los cuales la casa de la chica era una casita, una casita casi de cuento. Como no vi ningún letrero ni ninguna salida clara hacia ningún lado, decidí regresar al coche, y al pasar de nuevo por la casita eché un vistazo a la buganvilla, y la chica ya no estaba. Se abrió una ventana, que seguramente abrió ella, y seguí andando. Se había hecho la hora de tomarme las pastillas y tumbarme un rato.
Fui al mismo bar del día anterior, pero aún tenía el desayuno en la boca del estómago y sólo me pedí un zumo y un café para tomarme las pastillas. Luego subí a la habitación a descansar. Olía a detergente, a fresco, la cama estaba perfectamente hecha y el pequeño balcón que daba a la calle, entornado. Pero no podía distraerme, relajarme, dormirme como si fuese un jubilado normal aprovechando sus últimas fuerzas, como mi amigo Leónidas, que se levantaba temprano y se acostaba tarde para vivir más y luego se pasaba el día dando cabezadas. Llegaría un momento no lejano, en que ya no pudiese conducir, ni coger un avión solo, llegaría un momento en que ni siquiera existiera ningún Fredrik Christensen. La vida me metió en un mundo que yo no quería, un mundo inhumano, sin sueños, y ahora ese mundo llegaba al final como una película que termina.
Sandra
Según habían ido pasando los días iban quedando menos vecinos, ninguno, a decir verdad, y los días se acortaban y había más silencio. A veces el silencio era tan grande que cualquier pequeño movimiento de hojas sonaba como si fuera una borrasca, y cuando se metía un coche por el sendero parecía que iba a traspasar el muro y se iba a estrellar contra la cama. Menos mal que al poco tiempo las distancias ya no me engañaban y si oía una gota chocando en el suelo del pasillo sabía que en realidad estaba cayendo en el porche. En una tarde de ésas fue cuando noté la primera patada del bebé, y si hubiese sabido dónde vivían Fred y Karin me habría acercado corriendo a contárselo. Seguro que no les habría importado que me presentara de repente en su casa. Desde luego deseché la tentación de llamar a Santi, que se agarraría como un clavo ardiendo a esa patada de nuestro hijo para venir a verme, y la de llamar a mis padres, que me echarían un sermón sobre mi soledad.
Creía recordar que los noruegos habían mencionado algo del Tosalet, pero en el Tosalet las villas se extendían sobre una zona muy amplia de pinos y palmeras, prácticamente bosque, por lo que sería como buscar una aguja en un pajar. Así que me quedé tumbada con las manos en la nuca esperando la siguiente patada. Hasta que no pude aguantar más, hasta que sentí que tenía que compartir con alguien este momento, hasta que se nubló y amenazaba con llover y tenía toda la tarde por delante y no pude resistir el impulso de actuar. No tenía otra cosa que hacer que buscar la casa de los noruegos. Y no sé por qué en el momento en que me subía a la moto en esta tarde gris, caí en la cuenta de que la pareja nunca me había invitado a su casa. Nunca me habían dado la dirección ni el teléfono. Se sorprenderían mucho de verme allí si lograba dar con ellos y yo entonces me sentiría incómoda, como si hubiese traspasado alguna línea invisible trazada únicamente por ellos.
De todos modos, no me importaba darme un buen paseo por estas calles apacibles del Tosalet. El olor a tierra y a flores mojadas, incluso antes de que se hubiesen mojado, se mezclaba con la humedad del mar. Se me abrían los pulmones, respiraba mejor que nunca, lo que sería muy bueno para el niño. Al fin y al cabo yo era su puerta y ventanas al mundo y lo que le llegaba sería muy poco. Oxígeno, música algunas veces, los latidos de mi corazón y posiblemente mi tristeza y mi alegría. Le llegarían sin que él supiese que llegaban y lo arrastraría a lo largo de su vida sin saber que lo arrastraba, y por eso la gente desde la misma guardería tenía un carácter muy marcado, y me preguntaba cómo estaría yo ahora marcando el carácter de mi hijo.
Iba a una velocidad mínima, fijándome en casas que encajasen con mis nuevos amigos y en los nombres de los buzones. Lo segundo era más fiable porque ¿qué pensaba encontrar?, ¿una granja noruega? En esto de las casas la gente es bastante sorprendente. Los hay que van muy atildados y luego su choza está hecha una mierda, y al revés. Mis padres por ejemplo tenían una forma de ser desastrosa, vehemente, alocada, y sin embargo eran muy ordenados con los papeles y facturas y también con la casa, donde todo tenía su sitio y si se fundía una bombilla, era repuesta inmediatamente. Por eso no estaba segura de que la morada sea el fiel reflejo de los moradores.
Me adentré más en la urbanización y aparqué en una plazoleta, le puse la cadena a la moto y cuando levanté la vista vi de frente un restaurante cerrado, lástima porque allí podrían haberme indicado algo. Caían algunas gotas gruesas aquí y allá, pero seguí andando. Si no pensaba, el momento era perfecto. Casi todas las villas estaban cerradas a cal y canto con muretes de piedra y puertas metálicas de una sola pieza, como si no quisieran ver ni ser vistos, como si dentro tuvieran todo lo que pueda desear un ser humano. Llovía, ahora sí que llovía, y al rato arreció de manera salvaje. Me iba empapando a lo bestia y no sabía dónde meterme, no había ningún tejado ni saliente donde pudiera resguardarme.
Fue una mujer en un coche quien, mientras abría la puerta de su garaje con un mando a distancia, me preguntó si quería entrar hasta que amainara. No tuvo que decírmelo dos veces. Me metí en el garaje andando junto al coche con las sandalias encharcadas y desde allí salí al jardín. En el jardín había una pérgola y le dije a aquella señora, extranjera como Karin, que me sentaría bajo la pérgola un rato.
Antes de que pudiera explicárselo yo misma, dio por hecho que me había perdido. Le contesté que estaba buscando la casa de un matrimonio noruego llamados Fredrik y Karin. Deduje que no le sonaban porque se fue hacia la puerta principal sin decir una palabra. Se metió entre dos columnas dóricas que la flanqueaban mientras yo me escurría el agua como podía y me preguntaba cuánto tiempo tendría que pasar en el planeta ajeno de esta señora, sin muy buen gusto, por cierto, pero evidentemente con bastante dinero. En este caso, morada y moradora parecían encajar. Fueron unos diez minutos de soñar qué haría yo con aquel terreno y cómo trataría de salvar la fachada de la casa, cuando regresó la misma señora sosteniendo un paraguas y seguida del alboroto de varios perritos. Ahora venía sonriendo y traía una toalla en la mano. Me la tendió para que me secase, pero no me sequé porque era una toalla de playa con señales de haberse revolcado en ella varios cuerpos, me limité a tenerla en la mano mientras me decía que había telefoneado a Karin, y que Fredrik venía de camino a buscarme.
—La pobre Karin —dijo— está hoy con la artrosis. Los cambios de tiempo la matan.
Los pequeños perros me llegaban a los tobillos, ladraban y saltaban a mi alrededor. Y en medio del griterío le dije que había sido una verdadera suerte que conociera a mis amigos.
—Aquí nos conocemos todos —dijo—. Viven a unos trescientos metros.
Bajó la vista hasta la barriga y la detuvo allí un momento, pero no hizo ningún comentario, no querría meter la pata por si acaso se trataba de una falsa impresión. En ese momento yo aún llevaba ropa muy veraniega con el ombligo al aire, una camiseta por la cintura y unos pantalones de cadera baja. Sentía los pies chapoteando dentro de las sandalias de plataforma.
—No es bueno que cojas frío, deberías secarte.
Los perrillos agitaban sus pelambreras de peluquería.
—No se preocupe —contesté tendiéndole la toalla.
—¿Conoces a los Christensen desde hace mucho?
—Nos conocimos en la playa hace unos días, lo pasamos bien juntos.
La señora clavó el paraguas cerrado en el banco de madera que había bajo la pérgola. Llevaba un vestido blanco hasta los tobillos y se le transparentaban las bragas. Aunque tendría más o menos la edad de Karin, se la veía ágil y poco consciente de sus años. Me sonrió pensativa.
Cuando oímos el claxon de Fred salimos a la puerta la anciana joven, los perros y yo. Tal como suponía, Fred me miró extrañado. Me preguntó por la moto y si había venido sola y le dije lo que se dice en estos casos, que pasaba por aquí, que recordaba haberles oído decir que vivían en el Tosalet y que... Cuando me cansé de dar explicaciones me callé, tampoco era para tanto. Junto a la entrada había un mosaico muy bonito con el número 50. La anciana joven se sacó un pequeño paquete de uno de los bolsillos del vestido y se lo dio.
—Gracias, Alice —dijo Fred—. Muchas gracias.
Subí al coche con cierto apuro por si mojaba la tapicería.
—Karin está preparando té, llegamos enseguida —dijo con una alegría que no debía de ser sólo por mí, mientras giraba por calles y más calles por donde era milagroso que cupiese el todoterreno y que saliese sin ningún raspón.
Ponía Villa Sol en la entrada de la casa, a cuyas profundidades descendimos, para luego subir andando por unas escaleras a un vestíbulo.
Karin estaba en la cocina. Una cocina de unos treinta metros cuadrados con muebles desgastados y antiguos de verdad y no imitación a antiguo como los de mi hermana. No me preguntó nada, le alegró verme. Andaba con más dificultad que otros días y le habían aparecido dos o tres líneas más de sufrimiento en la cara.
—Hoy me duele todo el cuerpo —dijo.
—Sí, ya me ha dicho esa señora lo de la artrosis.
—¡Ah!, Alice. Alice tiene mucha suerte, tiene genes de caballo. Aunque parezca imposible me lleva un año.
Entonces Fred le puso a Karin el pequeño paquete en la mano y a Karin se le iluminaron los ojos.
—Ahora vuelvo —dijo.
Regresó al rato con una bata de seda rosa en la mano y me obligó a quitarme la ropa mojada y a ponérmela en un pequeño baño que había al lado de la escalera. A Fred le obligó a ir al garaje a buscarme unas sandalias cangrejeras. Me gustaba más el aspecto de Villa Sol que el de la villa de Alice. Era menos pretencioso y más personal. Había más flores y la arquitectura era la tradicional de la zona, con la fachada color ocre, el tejado de teja, las contraventanas mallorquinas y la marquetería verde oscuro. Nos sentamos en un saloncito donde debían de hacer vida porque olía al perfume de Karin. Tenía chimenea y se veía el jardín y en un rincón había un sillón que me gustó desde el primer momento y que fue donde me senté. Fred me acercó una banqueta para que apoyara los pies. Las tazas tenían el filo dorado, como los platos y la tetera.
—Dentro de quince días empezaremos a encender la chimenea al anochecer. Hay mucha humedad en esta zona.
—Siento haber venido de improviso.
—No importa, querida —dijo Karin—. Quiero enseñarte algo, mira, le estoy haciendo un jersey al bebé.
Fred cogió un periódico y yo me acerqué más a Karin. No podía creerme que hubiesen pensado en mí hasta este punto.
—Hoy me ha dado una patada, bueno, dos patadas.
Karin me sonrió entre sus difíciles arrugas, que hacían que la sonrisa resultara un poco diabólica, como diciendo qué sola estás cuando algo tan íntimo e importante se lo tienes que contar a una perfecta desconocida. Pero como no dijo nada no pude contestar que si se lo contaba a una desconocida sería porque quería contárselo a una desconocida, porque a lo mejor quería contarlo pero no compartirlo.
Dejó las agujas y el ovillo a un lado porque debido a la artrosis no podía hacer nada en este momento y se puso las manos en el regazo y se cogió una con otra.
—Odio el invierno —dijo—. Me gustaba cuando éramos jóvenes, la nieve resplandeciente, el frío helado en la cara. Entonces el invierno no me importaba, podía con todo, ahora necesito el sol y su calor y los días como hoy me entristecen y me hacen pensar. ¿Y sabes qué es lo peor? Pensar. Si piensas en cosas buenas las echas de menos y si piensas en las malas te amargas. Cuando hace mucho calor y estoy en la playa no pienso en nada.
A mí más o menos me sucedía lo mismo, en la playa, con el sol abrasándome la sesera, me encontraba en el séptimo cielo.
—No te preocupes por nada, cariño, tendrás mucho tiempo para olvidar, eres tan joven...
Y las dos nos quedamos mirando hacia el jardín sin decir nada, pensando, oyendo las gotas que caían del tejado y de los árboles. Cerré los ojos y me adormecí, no por sueño sino porque era muy agradable. ¿Olvidar, qué? ¿A Santi? Tampoco era para tanto. Aunque no quisiera casarme ni compartir un hijo (no me hacía gracia la idea de ir al parque con él y el niño), le tenía cariño. Abrí los ojos y me incorporé en el sillón cuando empezó a rondarme la culpa de sentirme junto a Karin mucho mejor de lo que nunca me había sentido junto a mi madre, de preferir tener a Fred bajo el mismo techo, pasando las hojas del periódico, que a mi padre. Me daban paz. Me bebí lo que quedaba en la taza, ya frío. Karin me dijo que si yo quería podía enseñarme a hacerle alguna prenda al niño.
Me entusiasmó la idea de aprender algo útil, de usar las manos, también sería bastante agradable trabajar el barro en medio de esta paz, en días en que no pasa nada. No me hice rogar cuando a las ocho Fred anunció que era la hora de cenar y que esperaban que los acompañara. Puse la mesa mientras Fred preparaba una ensalada más bien ligera. Él se tomó una cerveza y nosotras agua. Después de recoger los mantelitos bordados probablemente por Karin y los platos con escudos en el fondo, Fred trajo un mazo de cartas para que jugásemos al póquer, momento que podría haber aprovechado para marcharme. Pero acepté alejarme otro poco más de mi mundo y meterme de lleno en la dimensión de Fred y Karin. Por otro lado era mejor ir sabiendo lo que me esperaba más adelante, cuando uno no puede darse el lujo de aburrirse.
Karin sujetaba las cartas con sus torturados dedos y echaba miradas vivaces a su marido. Según ella, Fred había ganado varios campeonatos de póquer. Era muy bueno, el mejor, pero las copas estaban en la casa-granja de Noruega y también las que había ganado con el tiro al blanco. Fred trataba de no cambiar la expresión pese a los halagos, no levantaba la vista de las cartas y se dejaba alabar. Cuando por fin nos miró, los ojos le brillaban como a un niño.
Sólo interrumpimos la partida porque llamaron a la puerta.
Eran dos chicos. Uno ni alto ni bajo y ancho, con el pelo rapado y unas patillas muy finas que le enmarcaban la mandíbula. Una camiseta negra sin mangas le abrazaba su gran pecho. Lo llamaron Martín. Martín me miró intrigado y Fred lo cogió del brazo y se lo llevó a una salita que había saliendo del salón. El otro se quedó junto a la puerta. Era casi delgaducho, el pelo, en comparación con el de Martín, se podría decir que era largo y castaño claro.