Read Lo que esconde tu nombre Online
Authors: Clara Sánchez
—Me han entrado ganas de orinar. Seguramente ahí habrá un baño.
—Podrías haberlo hecho en el campo, nadie te iba a ver —dijo soltando una carcajada.
—Sí, es verdad, es la costumbre. Si no quieres bajar, vuelvo enseguida.
—Te espero. No tardes —dijo fastidiada porque no estaba haciendo todo lo que quería.
Por mi parte había sido demasiado atrevida al traerla aquí y me estaba arrepintiendo, contaba con que estuviese ofuscada con la idea de ir al pueblo.
Pasé sin esperar encontrar a Julián y sin saber bien cómo sacar provecho a la situación. Había dos o tres parejas sentadas y dos hombres en la barra bromeando. La camarera de siempre al verme ir hacia los baños me miró y yo la miré. Me acerqué y le pregunté si habían dejado algún mensaje para mí.
—¿Para ti? —dijo sopesando si estaba dispuesta a darme esta información.
El corazón me latía muy fuerte. Si a Karin le daba por entrar estaba perdida. La camarera miraba por debajo del mostrador. Oí el portazo de un coche y estuve por echar a correr para fuera, cuando aquella metomentodo sacó un papel, me miró detenidamente a la cara con ganas de darme su opinión sobre mi relación con el viejo Julián y me lo dio. Me lo guardé en el bolsillo e iba a decirle que por favor tuviera los labios cerrados, pero no dije nada porque sería darle demasiada importancia y al final recordaría mejor este suceso. Salí sin pasar por el baño y una vez fuera vi otro coche junto al nuestro y comprobé si a través de la ventana del local me habría podido ver Karin hablando con la camarera y metiéndome la nota en el bolsillo. Y era posible.
—¿Ya? —dijo Karin.
No dije nada, me limité a suspirar como si me presionara el diafragma y puse el coche en marcha.
—Todas las joyas eran preciosas, pero el collar de perlas... —dije mientras dirigía el morro del todoterreno hacia el pueblo.
—A ti te habrían quedado muy bien y no a esa vieja, no sé qué se creerá que es. Las perlas son para las jóvenes. ¿No piensas quitarte nunca el pendiente de la nariz?
—Ya que me hice el agujero tengo que aprovecharlo.
Se removió en el asiento a gusto, le agradaba estar conmigo. Pasé de largo el desvío hacia el Tosalet y me introduje en el fragor del pueblo. Notaba el entusiasmo creciente de Karin, no me decía nada por si no me había dado cuenta y daba la vuelta a casa. Me detuve en el parking del centro comercial.
—¿No decías que te dolía la cabeza? —dijo algo excitada.
—Sí, pero ya se me ha pasado y tenemos que olvidar lo de Alice, ¿verdad?
Estaba como una niña con zapatos nuevos, como se suele decir. No se esperaba que saliera de mí ir al centro comercial sin tener que pedírmelo ella. Confiaba en que cualquier duda, cualquier sospecha, cualquier sombra que en el Faro se le hubiese cruzado por la cabeza se desvaneciese ahora. Cuando estábamos dentro y ya habíamos cogido el carro y a ella se le iban los ojos tras las cosas bonitas, le dije que no sabía si me había dejado las luces encendidas y que regresaba enseguida, que sabría dónde buscarla.
En cuanto la perdí de vista saqué la nota del bolsillo. Era un croquis sin nombres. Había dibujados unos círculos, tres para ser exacta. Cada uno tenía una letra, A, B, C. El círculo C encerraba una cruz. También había un rectángulo y unas palmeras. Cerré los ojos para serenarme, y al abrirlos y mirarlo detenidamente, el dibujo empezó a parecerme familiar. Palmeras bajas, salvajes, banco y piedras. Era el lugar del Faro donde Julián y yo nos sentábamos antes de que refrescase, lo que podría significar que debajo de la piedra C me había dejado algún recado. Podría ser una forma de decirme que no fuese por el hotel, sino al Faro. Pero ahora sería complicado ir. Tardaría demasiado y a Karin le extrañaría y se impacientaría. Aunque también podría inventarme algo por el camino, cuando Karin era feliz estaba dispuesta a creérselo todo. Karin sabía que no le quedaba mucho de buena vida, en cuanto se cerrase el grifo del líquido mágico ella se encogería, se postraría en una silla y ya no podría salir de casa. Las joyas también se le acabarían algún día. Tenía que disfrutar el momento.
Salí de allí, pitándole a todo coche que se me cruzaba y me entorpecía. En la moto habría llegado en un periquete, pero con este tanque todo se complicaba.
Por fin llegué al Faro. Era una locura haber dejado sola a Karin. Tardé un cuarto de hora en recorrer el camino por las malditas curvas. Dejé las luces apuntando al banco y a las palmeras y cuando di con la piedra C me abalancé sobre ella. Pesaba bastante, pero finalmente la tumbé, cogí un papel que había debajo envuelto en plástico, coloqué de nuevo la piedra y salí corriendo. Era como estar en un concurso de esos de la tele en que hay que superar pruebas a gran velocidad. ¿Me sentaría mal tanto ajetreo? Dentro de dos meses desde luego no podría hacerlo, ahora afortunadamente aún podía. Subí ai coche, lo puse en marcha. En los semáforos suplicaba que se abriesen pronto, suplicaba con toda mi alma, y luego supliqué que hubiese un sitio vacío en el parking. A esta hora el centro comercial se iba poniendo hasta los topes, y si no encontraba un sitio no habría forma humana de explicarlo. Y mis súplicas fueron oídas, encontré sitio un piso más abajo. En este punto, si Karin preguntaba algo, quizá pudiera hacerle dudar de sí misma. Sudaba por todos los poros de mi cuerpo y el corazón me iba a mil. En cuanto pisé el supermercado traté de controlar la respiración, no quería que me viese agitada. Me sequé el sudor de la cara. Había tardado casi tres cuartos de hora. Y otra súplica más, me juré que ésta sería la última de la tarde. Supliqué ser capaz de distinguirla enseguida entre aquella multitud.
Me situé en un punto central, me concentré y barrí con la vista sección por sección. En la súplica se incluía el que no estuviera detrás de ninguna columna. La vi. La vi en la sección de librería comprando varias novelas de letras doradas.
Me situé a su lado y le cogí la bolsa con los libros.
—¿Dónde te has metido?, estaba preocupada. No te habrás mareado.
El comentario tenía trampa, lo sabía, así que le dije que no, que simplemente no la encontraba, era imposible con tanta gente y estaba a punto de tirar la toalla y hacer que la llamaran por megafonía cuando la había visto.
—¿Son buenas esas novelas?
—Estoy deseando empezar. Hoy no voy a ver la televisión.
Bueno era saberlo para subirme yo también corriendo a mi cuarto. No quería quedarme sola con Fred. Eran ya tantas las cosas que tenía que ocultar que alguna se me podría escapar.
Para desviar la atención de Karin del hecho de tener que coger el ascensor para bajar un piso y del poco tiempo que figuraría en el ticket del parking, le dije que me gustaría aprender alemán, que pensaba que aprender alemán me abriría puertas y que tal vez ella podría enseñarme.
—Por ejemplo —le dije—, ¿cómo se diría: «Vivo en casa de Fred y Karin. Fred y Karin son mis amigos»?
Karin soltó una parrafada en alemán y luego se quedó pensativa.
—No creo que tenga paciencia para enseñarte, es mejor que vayas a una academia. Conozco una muy buena.
A lo tonto a lo tonto, Karin había pagado el ticket y yo lo había cogido y lo había tirado en una papelera, habíamos bajado el primer piso y ya estábamos abriendo el capó y metiendo allí la compra de Karin. Esta vez, además de sus típicos caprichos, había comprado cosas prácticas como fruta y leche. Fue entonces cuando miró a su alrededor y dijo que no habíamos aparcado aquí. Le dije que sí, lo que pasaba es que ahora en lugar de las escaleras mecánicas habíamos cogido el ascensor.
Volvió a echar otro vistazo alrededor y no dijo nada. Podría haberle dicho que al volver a comprobar si me había dejado las luces me había dado cuenta de que estábamos aparcadas en una plaza reservada a los inválidos y que había tenido que moverlo, pero opté por el camino más corto. Si se lo creía, bien y, si no, tampoco se habría tragado lo otro.
—¿Nos vamos ya a casa? —pregunté para sacarla de sus pensamientos.
—Iremos más por ti que por mí, yo no me canso.
Le pregunté, para sacarla de nuevo de sus pensamientos, si no le importaba que antes pasáramos por casa de mi hermana para comprobar que todo estuviera en orden y para recoger una carpeta que me había olvidado allí, una carpeta que por supuesto no existía.
Julián
Estuve esperando en el Faro una hora y Sandra no apareció. Era muy fácil que le surgiese cualquier contrariedad y no pudiera acudir a la cita. Cuando ocurría esto no sabía si esperar más o marcharme. Me daba pena que inventara cien mil historias para poder venir y que yo me hubiese ido. Y lo que me parecía realmente peligroso es que apareciera otra vez por el hotel. Sobre todo quería avisarla de que no fuera por allí a buscarme, de que cuando necesitara comunicarse conmigo lo hiciera aquí mismo, en el Faro. Nuestro problema hasta ahora había sido dónde podría dejarme mensajes y yo a ella. A veces había estado tentado de hacerme con un móvil de aquí y darle dinero a ella para que pudiera llamarme, pero las llamadas acaban delatando, las llamadas son indiscretas, nunca puedes saber en qué situación se encuentra la persona a la que llamas. Era mejor así. Cuanto menos pudieran localizar nuestras vías de contacto, mucho mejor. Por eso la pareja noruega no usaba móviles y muchos de los invisibles tampoco tenían teléfono fijo. Por lo general usaban el de alguien conocido o de bares cerca de casa. Fue entonces cuando me vino a la mente el que podría ser el buzón para nosotros más sencillo: el sitio que mejor conocíamos, el banco de piedra donde tantas veces nos habíamos sentado. Ése era el lugar donde podríamos dejarnos los mensajes y mientras en la heladería me tomaba un descafeinado y un bollo a rebosar de mantequilla y azúcar le dibujé un pequeño plano del lugar. Era muy elemental, pero si no se podía relacionar una cosa con otra no era tan fácil descifrarlo.
Doblé el papel y puse: «Entregar a la chica del pendiente en la nariz».
Sandra
Conduje despacio hacia la casita para que Karin se fuese distanciando de lo del parking antes de llegar a Villa Sol. En cuanto dejamos el pueblo atrás el paisaje se hizo precioso, oscuro con pequeñas luces aquí y allá, las sombras de los árboles se movían y el cielo nos tragaba. Y estaba compartiendo este momento con un ser que había matado a cientos de personas sin pestañear, sin remordimientos y con sadismo. Me llegaba su perfume y abrí la ventanilla.
—Eres muy romántica, ¿verdad, Karin? Te gustan mucho las historias de amor.
—No podría vivir sin eso, ahora ya soy vieja, pero hay historias que me lo recuerdan. Disfruto mucho. Es la sal de la vida, el amor, la conquista, la seducción. No puedes imaginarte cómo era Fred cuando le conocí. Era un hombre espectacular. Alto, guapo, con determinación, era tal como lo había soñado. Era un atleta, hacía toda clase de deportes, montaba a caballo, esquiaba, era montañero, un hombre superior..., completo. Me enamoré nada más verle. Era digno de estar en una novela o en una película. Ahora somos dos viejos. ¿Qué edad tienen tus padres?
—Mi madre cincuenta y mi padre cincuenta y cinco —dije pensando que la descripción que me hacía Karin de su Fred era como la que me había hecho Julián, sólo que ésta menos idealizada. Para Julián, Fred era la materia prima que Karin necesitaba para escalar posiciones y yo añadiría que para moldear sus sueños romanticoides. Por lo que había deducido hasta aquí, Karin podía ser terriblemente práctica y también fantasiosa.
—¿Y tus abuelas?
—Ya no viven. Conocí muy poco a mis abuelas, a veces no sé si las recuerdo o las imagino.
—Ahora me tienes a mí —dijo.
Y sin querer le sonreí satisfecha; incluso sabiendo que era una escenificación por parte de ambas me sentí reconfortada. Karin ni en los momentos de mayor debilidad ni en los que lograra sentirse más humana daría más de lo que recibiese a cambio, no estaba acostumbrada a la generosidad, no entraba en su comportamiento.
En la casita, como la llamaba Julián, había luz. Detuve el todoterreno y le dije a Karin que si quería me esperase allí, pero tal como me imaginaba no quiso. Cuando se encontraba bien no estaba dispuesta a perderse nada.
Bajó del coche sujetándose en mí y esperó conmigo a que nos abriesen. En el fondo la traje aquí para que tuviese muchas cosas en la cabeza y se hiciese un lío. Pensé que en su cabeza este detalle tendría más importancia que el haber parado en el Faro o que hubiera dudado del piso en que habíamos aparcado en el súper. De contarle algo a Fred, tendría que contarle su conversación con Alice. A Fred sólo lo pondría en mi contra cuando no me necesitase o yo le fallara, mientras tanto estaba dispuesta a escenificar.
Salió un hombre en pantalón corto y con los pelos revueltos, el tipo de hombre que cuando está en casa está hecho un cerdo. Abrió la cancela cansinamente, iba descalzo a pesar del frío que hacía, el tipo de hombre para el que entrar en su casa es como entrar en la cama. Era profesor de instituto. Sabía por mi hermana que había pedido el traslado a un lugar de playa huyendo de un divorcio. Le dije que venía a ver si necesitaba algo y a recoger una carpeta que me había olvidado. Se hizo a un lado para que diéramos los cuatro pasos que nos ponían en el umbral. No quería ni pensar cómo me encontraría el salón.
—¿Una carpeta, dices? —y se rió como un loco.
Como me temía, todo estaba inundado de carpetas, papeles y dos dedos de polvo.
—Si me dejas mirar, la reconoceré.
—Haremos una cosa, me dejas que yo la busque y mañana te pasas por aquí —y volvió a reírse, el divorcio le había trastornado, o su mujer se había divorciado de él porque estaba trastornado.
—¿Vives solo? —dije por romper la tensión.
—Mucho cuidado con lo que preguntas —dijo acercándoseme de una manera intimidatoria—, luego no te quejes de mi contestación.
¡Dios santo! Estaba fatal.
—Muy bien —intervino Karin con su acento extraño—. Mañana a esta hora mandaremos a alguien a recoger la carpeta.
Y a continuación soltó una frase en alemán con una seriedad y una cadencia que no sólo dejó desconcertado al profesor sino también a mí.
—No he entendido nada —dijo el profesor.
—He dicho —dijo Karin mirándole muy seriamente con su difícil cara— que te metas la lengua en el culo y que te duches, esto huele a estiércol.
Me sentí muy avergonzada por Karin, por el loco profesor, por la humanidad entera y muy aliviada porque un percance así era lo que necesitaba para que Karin no pensara en que yo hacía cosas extrañas.