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Authors: Clara Sánchez

Lo que esconde tu nombre (12 page)

BOOK: Lo que esconde tu nombre
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Decidí no discutir con él. Lo más sensato sería no preguntar y no querer saber más. Lo mejor sería no dejar a este extraño hombre aquí tirado y acercarlo al pueblo y una vez allí regresar junto a Karin.

¿Y si era verdad? Aunque luego decidiera abandonarlos, debía volver una vez más. Parecería muy raro que no lo hiciera y dejara allí la poca ropa que me había llevado y las pastillas de calcio, las cremas para las estrías y todo lo demás. Ellos se preocuparían y bajarían a buscarme, se harían muchas preguntas y la situación iría de mal en peor. Yo tampoco me quedaría contenta, ni siquiera podría dormir bien esa misma noche. Y también, si era sincera, tenía que reconocer que tiraba de mí la curiosidad. Si ahora me salía de esto, como me proponía Julián, si no volvía a subir a Villa Sol y desaparecía, me arrepentiría porque me habría quedado sin saber algo. La vida o el destino me habían traído hasta esta carretera llena de curvas y era menos complicado seguir adelante que dar media vuelta y retroceder.

Tal como me temía, al llegar al gimnasio, Karin me estaba esperando enfurruñada.

Me disculpé diciéndole que me había quedado sin gasolina y cuando llegamos a Villa Sol subí al cuarto y guardé el recorte de prensa en el fondo de la bolsa en que había traído la ropa.

Julián

Fui muy torpe con Sandra, la asusté, pero en algún momento tenía que abrirle los ojos, ya me había paseado demasiado arriba y abajo, no podía quedarme esperando a que en algún momento alguna de las jóvenes bestias de Fredrik me diera un golpe en cualquier esquina, y entonces ella no llegara a saber en qué manos estaba. No había tiempo que perder. Por una parte Sandra se habría puesto menos en peligro no sabiendo, pero por otra tampoco habría sabido contra qué tenía que defenderse. Aún estaba a tiempo de salir corriendo y dejar todo esto atrás y recordarlo como una de las cosas más extrañas que le habían pasado en la vida. Tal vez le serviría para juzgar en su justa medida lo que había abandonado para venir aquí.

Mi elección, por el contrario, estaba hecha. Seguiría hasta el final, probablemente el mío, pero no me iban a quitar de en medio por las buenas. Eso sí, me preocupaba mucho la cantidad de dinero que me estaba gastando y que tenía guardado, más que para sobrellevar mi propia vejez, para la de mi hija. Tampoco mi mujer lo vería con buenos ojos. Sólo habíamos tenido una hija, y Raquel decía que ya que no podríamos evitarle los disgustos y sinsabores propios de la vida, que por lo menos no tuviera muchos problemas de dinero. Y yo lo estaba gastando en una necesidad o en un capricho, según se mirase.

Incluso al cambiar el coche de alquiler tuve que hacer un desembolso extra. En cuanto me entregaron el nuevo me embarqué en otro seguimiento a Fredrik con cierta tranquilidad, por lo menos hasta que volvieran a descubrirme.

Lo seguí cómodamente hasta el parking del Nordic Club, lleno de relucientes coches de gama alta. Era la segunda vez que lo pisaba. Dejé el mío en un lugar discreto y en cuanto vi que ya había entrado Fredrik fui detrás. Me había quitado la chaqueta y había envuelto con ella los prismáticos, pero me dejé puesto el sombrero, que me daba un conveniente aire de extranjero. Contaba con que el portero me diera el alto y antes casi de que pudiese hablar dije que venía con Fredrik.

—Estaba aparcando el coche —dije a modo de explicación.

Me tomó por su chófer o por un amigo, el caso es que me permitió el paso con toda naturalidad. En algún punto asomó la cabeza de Fredrik y me puse a buscarlo, pero sus largas piernas, que movía como si tuviese las plantas de los pies abrasadas, a la par que levantaba los hombros a cada paso, lo habían llevado fuera de mi alcance. Me asomé a distintos salones y fue en uno de ellos donde lo vi hablando con un individuo que había debido de ser muy fuerte y que ahora era gordo. Tenía los ojos claros y una buena papada y aún se le apreciaba un sablazo en la cara. Podría ser perfectamente Otto Wagner, fundador de la organización Odessa y además ingeniero, escritor y más cosas, un cabrón inquieto y aparentemente con buena salud, que seguro que no se contentaba con jugar al golf. Me apoyé en la pared para tranquilizarme. Estaba emocionado y triste, aunque en mi estado la emoción era menos recomendable que la tristeza. Y al cabo de cinco minutos, gracias a unas cuantas aspiraciones profundas, logré quedarme sólo con la tristeza. Me pesaba que estos monstruos disfrutaran de la vida como jamás llegó a disfrutarla Salva, ni yo, ni Raquel, por mucho que lo intentara, ni siquiera mi hija. Me pesaban su lozanía y sus ganas de vivir y pasarlo bien.

Los vi montarse en un cochecillo y alejarse sobre el césped. El Nordic Club era una maravilla: porches con bonitos y refrescantes sillones de mimbre, pistas de tenis, pádel, piscinas cubierta y de verano, restaurante, salón
tipo pub,
salón de billar, biblioteca y todo lo que no veía, y al fondo las suaves ondulaciones verdes del campo de golf. Me pregunté cuánta agua se necesitaría para regar todo aquello. Pero qué importaba, lo que importaba era que el gigantón Fredrik y sus amigotes hicieran un poco de ejercicio.

¿En qué hoyo estarían? Veía este deporte como algo muy lejano a mí. Me apoyé en un árbol, lo más apartado posible del campo de visión de las terrazas del club, y me colgué los prismáticos. Hice un barrido por la zona intermedia y di con un grupo de octogenarios, entre los que estaban Fredrik y Otto, que charlaban apoyados en los palos. También había algún joven. Actuaban como hombres de setenta años, era increíble. Quizá el sentirse superiores al resto les daba tanta energía. Bajé los prismáticos pensando en esto cuando noté cierto revuelo. Me llevé de nuevo los prismáticos a los ojos y vi cómo uno de ellos, que no era ni Otto ni Fredrik, estaba tendido en el césped. Uno de los jóvenes hablaba por el móvil y a los pocos minutos llegaba en un cochecillo un hombre con un maletín, otros le seguían corriendo. Envolví los prismáticos con la chaqueta a pesar de que nadie reparaba en mí. Al fin y al cabo uno tiene la edad que tiene, pensé. Se oyó una ambulancia. A éste le ha dado un infarto, pensé.

Los salones del Nordic Club se habían animado con la noticia. Por fin una novedad en los soporíferos días de golf. Por los aspavientos y los comentarios parecía que había muerto. La noticia corrió como la pólvora y vi desde el coche cómo a quienquiera que fuese lo metían cadáver en la ambulancia, no completamente tapado y con mascarilla de oxígeno para no alarmar a los socios del club, aunque en el fondo para los socios del club habría sido decepcionante que después de todo no hubiese ocurrido nada, de esta forma tendrían comentario para varios días. Pero a mí no me la daban, cuando se han visto tantos muertos se reconocen de refilón.

Salieron todos lo más deprisa que pudieron. A Fredrik parecía que le quemaban las plantas de los pies más que nunca, saltaba más que corría hacia un Mercedes de los que aparecen en los catálogos que dan con los periódicos.

Seguí a distancia al presunto Otto por las endemoniadas curvas que ascendían al Tosalet. Recorría el mismo trayecto que su amigo Fredrik, pero no se quedó en Villa

Sol, sino que a unos trescientos metros se internó en una mansión que tenía el número 50. Fredrik me había llevado hasta Otto, y Otto me llevaría hasta alguien más. Estaban todos conectados por un pacto de sangre.

Sandra

Fred me pagó más de lo que me esperaba por hacerle compañía a Karin, llevarla al gimnasio y hacer cien mil recados. Puede que Fred comprendiera que me sentía demasiado atada porque a Karin le gustaba mucho salir de casa y venir conmigo a cualquier cosa, y su lentitud al subir y bajar del coche y al andar acababa poniéndome de los nervios. Pero nunca llegaba al límite porque Karin era tremendamente observadora y enseguida se daba cuenta de si me estaba hartando, entonces aflojaba la cuerda, me dejaba a mi aire y podía marcharme algún fin de semana a la casa de abajo y respirar. No estaba mal, al poder ahorrar casi todo lo que cobraba estaba comprando mi libertad futura.

De lo que me había dado Fred separé algo para unos ovillos de algodón perlado y unas agujas nuevas para empezar el segundo jersey. Guardaría el primero como recuerdo porque me había servido para equivocarme y aprender, pero el que llevaría mi hijo sería este otro, en el que pondría todo el cuidado del mundo. Inevitablemente al llegar a la sisa tendría que preguntarle a Karin. El resto lo haría yo sola.

Así que después de comer, mientras Fred y Karin se vestían para ir al entierro de un amigo suyo, a la hora en que otros días Karin se echaba la siesta en el sofá tapada con una manta y con la televisión encendida porque la televisión para Karin era un narcótico, saqué el ovillo y las agujas de una bolsa de terciopelo morado que me había regalado Karin para guardarlos y me puse a darle y a darle a las agujas, eso sí, lentamente, hasta que más o menos al cuarto de hora me empezaron a salir de la cabeza pensamientos, como de un hormiguero. Pasaban uno tras otro, aparecían y desaparecían, menos el asunto del uniforme y el recorte de prensa que me había dado Julián. Según Julián eran nazis, lo que encajaba con el uniforme de oficial de las SS que le había visto puesto a Fred aquella noche al volver de la fiesta en casa de Otto y Alice. El uniforme, un uniforme de la enorme talla de Fred, ¿sería alquilado o de su propiedad? Si Julián tenía razón, lo guardarían en algún sitio. Aunque si me olvidaba de sus sospechas también podría pensar que la gente tiene unas fantasías de lo más raras y en este caso puede que no tuviesen nada que ver con lo que el uniforme significaba. Comparado con los que se excitaban sexualmente vistiéndose de dibujos animados, lo de Fred podía tener un pase, quizá era su manera de animarse con Karin. Pero ¿por qué quería engañarme a mí misma? Fred con el uniforme era un perfecto nazi. Lo que ocurría era que sin uniforme, con ropa normal, yo no sabía cómo era un nazi, ¿en qué se les notaba? No permitirían que se les notase. Yo no notaba nada especial.

Y a mí ¿qué me importaba? Sí, sí me importaba, o sentía curiosidad, no sé. El caso es que dejé las agujas en la bolsa de terciopelo y salí a la aventura por la casa. Hasta este momento nunca había sentido una tentación seria de husmear. De alguna manera estaba volviendo a la infancia, cuando era tan placentero abrir cajones y escudriñar lo que había dentro sin que nadie supiera que lo estaba viendo. Aunque ahora el placer se mezclaba con la prevención.

La casa tenía dos pisos, un sótano, un invernadero, un trastero, un garaje y en lo más alto una buhardilla sin escaleras ni ningún tipo de acceso. Normal, porque para ellos dos les sobraba casa. Repartidos por las habitaciones había baúles y arcones antiguos muy bonitos donde se guardaban los abultados edredones y las alfombras en verano, y armarios. Cuando yo fuese vieja y no pudiera estar todo el día por ahí también querría tener una casa muy grande, como ésta, para ir de una habitación a otra sin aburrirme. Karin tenía que subir trabajosamente al piso superior agarrándose de la artística barandilla de caoba. Seguramente cuando se instalaron aquí no se podía imaginar que terminaría así. Y puede que lo peor no hubiese llegado aún. Así que procuraba quedarse en la planta baja hasta la hora de acostarse y cada vez había más cachivaches suyos abajo que tendrían que estar arriba, pero que iba dejando aquí para no tener que ir por ellos o mandarme a mí a traérselos. Le dije que para que no hubiese tantas cosas por en medio, zapatos, vestidos, algún jersey, una chaqueta, los guardaría en un baúl en la salita-biblioteca, pero ella me dijo que ni se me ocurriera porque en la salita-biblioteca sólo podía entrar Fred. Fred era muy celoso con el orden que le daba a sus papeles y los libros y se ponía fuera de sí si alguien le tocaba sus cosas. Por este motivo esa puerta permanecía cerrada con llave, para que no entrase alguien por descuido y evitar así un disgusto. Sin embargo, cuando tenían que esperarle sus conocidos, Martín, la Anguila u Otto, les permitían estar allí solos, lo que pensándolo bien no era de mi incumbencia y me callé. Era evidente que esa puerta estaba cerrada sólo para mí.

Subí a las habitaciones haciendo, aunque no hubiese nadie aparte de mí, el mínimo ruido posible. Sólo se oía el tictac de un reloj antiguo de porcelana, que debía de ser muy valioso, y normalmente también habrían sonado los ronquidos de Karin. Solía dormir tres cuartos de hora roncando a pleno pulmón. Las puertas llevaban sin engrasar mil años y todas chirriaban. Según Karin funcionaban como alarmas ante la presencia de cualquier intruso. También las puertas del armario chirriaban. Las abrí y me quedé maravillada ante los preciosos trajes de noche de Karin. No era sólo el blanco que llevaba puesto en la fiesta de Otto y Alice. Eran por lo menos cien, metidos en fundas de tela. Seguro que cada uno costaba un dineral. Nada más pude ver unos cuantos subiendo las fundas y no del todo. Empotrada en la pared del armario había una caja fuerte donde seguramente guardarían las joyas, porque con estos vestidos habría que llevar joyas igual de valiosas. A continuación abrí la parte del armario perteneciente a Fred. El orden era aún mayor que en la parte de Karin. Las fundas aquí eran transparentes y dentro no había ningún uniforme. Me quedé un instante embobada con la perfecta colocación de las corbatas, de los pañuelos, de los calcetines. Cerré y miré en el baúl lacado que había a los pies de la cama y tal como me imaginaba había un edredón. Salí y volví a cerrar con la sensación de que mis huellas estarían por todas partes, una consideración absurda creada por un temor infundado. También pasé al cuarto de invitados y miré en los cajones de la cómoda y en el correspondiente armario. Y me asomé a los tres dormitorios restantes. Al fondo del pasillo había una puerta también cerrada con llave. Había muchos sitios donde podría estar guardado el uniforme de nazi, pero también podría ser que fuese alquilado y lo hubiesen devuelto. No me di cuenta del tiempo que llevaba yendo de un lado para otro, abriendo armarios y cerrándolos, hasta que oí la puerta de la calle y las zancadas de Fred subiendo la escalera.

Le pregunté por el entierro, y él me preguntó si había habido alguna novedad en la casa en su ausencia. Le dije que no y noté que se quedaba con ganas de saber qué estaba haciendo por allí arriba, así que le dije que me había echado a descansar en mi cama y que ahora me sentía atontada y que me marchaba a dar una vuelta en la moto para despejarme.

Bajé al pueblo y fui hasta el hotel de Julián. Recordaba que me había dicho algo de que no fuese por allí, pero nunca me tomaba en serio esas cosas, me parecían exageradas, así que aparqué un momento, escribí una nota diciéndole que le esperaba al día siguiente a las cuatro en el Faro, pasé al vestíbulo, hice como que miraba un periódico, me escabullí hacia los ascensores, llegué a su habitación y le metí la nota por debajo de la puerta. Salí como había entrado, tratando de que no me viese nadie, pero no sabía si lo habría conseguido.

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