Read Lo que esconde tu nombre Online
Authors: Clara Sánchez
Dediqué media hora a recorrer el hotel, la escalera normal, la escalera de incendios, la azotea, ascensores, puertas de servicio, cocinas, restaurante, recovecos, sótano. Me quedaban por ver la lavandería, los lavabos de uso común, examinar pasillo por pasillo y la despensa de la cocina. Si los huéspedes supiesen lo deficiente que era el sistema de seguridad, saldrían corriendo en lugar de dejarse aquí sus ahorros, pero así era la vida, unos sabían y otros no. Me haría un plano lo más detallado posible y diseñaría un plan de fuga adaptado a mis posibilidades. No sentía sueño, tenía tanta vitalidad que me eché a la calle. Refrescaba y la chaqueta no me molestaba nada en absoluto. Por un momento quise olvidarme de que era un viejo achacoso. El aire arrastraba olor a flores. Quizá era el momento ideal para acercarme por casa de Sandra y comprobar si ya había regresado.
Conduje despacio disfrutando del momento de torcer por la calle estrecha e ir acercándome a la casita, pero también con el temor de no encontrar a Sandra, con el temor de no poder cruzar unas palabras con esta chica que podría ser mi nieta, una nieta enviada para poder entregarle sólo las cosas buenas que me había dado la vida. De todas las personas a las que había conocido al llegar aquí sólo ella me hacía sentir que me quedaba algo de vida por delante, que habría vida después de Fredrik y Karin. El camino estaba casi oscuro y ni siquiera la casita tenía la luz del porche encendida. Una chica en su estado, esperaba que no le hubiese ocurrido nada. Por nuestra conversación anterior había deducido que no tenía amigos por aquí, sin embargo, ya se sabe cómo son los jóvenes, los jóvenes enseguida hacen amigos. Mientras pensaba cosas por el estilo me quedé como atontado junto a la verja sin moverme, esperando que quizá de pronto se encendieran todas las luces, cuando oí a alguien detrás de mí, creo que también sentí una mano en el brazo y me estremecí aunque hice un esfuerzo para que no se notara.
—¿Es usted? —dijo Sandra.
Sandra, Sandra. Había llegado. Estaba aquí.
—Me alegro de verte —dije tratando de disimular la alegría.
Más que a Sandra, veía las sombras de Sandra. El pelo, los brazos, las sombras de unos picos cayendo sobre la sombra de los pantalones.
—Perdona que venga a estas horas, pero hasta hace un rato no he logrado hablar con mi mujer. Espero no haberte asustado.
Sandra se rió.
—No soy miedosa. Me he visto en algunas más gordas que ésta.
Volvió a reírse, aunque no parecía una chica que expresara su alegría con risas. Creo que lo hizo por mí, para que me sintiera cómodo.
—Pase, no se quede ahí —dijo mientras abría la verja.
Luego abrió la puerta de la casa. Esperé dando una vuelta por el jardincillo aspirando su olor y de pronto se encendió la luz del porche y las plantas se hicieron visibles. Sandra salió y se tumbó en una hamaca.
—Iba a ofrecerle una cerveza pero no tengo. No me ha dado tiempo de ir al supermercado.
—No te preocupes, prefiero no beber alcohol.
—Yo tampoco, desde lo del embarazo ni bebo ni fumo, y no lo llevo nada bien, estoy deseando volver a las andadas. Ahora me fumaría un pitillo bien a gusto.
Era una chica confiada, creía en su derecho a estar en el mundo sin que le ocurriera nada malo, sin que la agredieran ni se aprovecharan de ella. Seguramente no se le ocurría que las cosas pudieran ser de otra manera. Me senté en un lateral de la otra hamaca sin llegar a tumbarme.
—Bueno..., he venido por lo del alquiler de la casa, podríamos esperar hasta el verano que viene, si a tu hermana le parece bien.
—Hablaré con ella, pero no ahora mismo. Ahora mismo no quiero agobiarme. No soportaría que me preguntara si ya he pensado qué voy a hacer con mi vida.
—Tómate tu tiempo, no hay prisa. Por cierto, ¿aparecieron tus amigos, los ancianos extranjeros?
Sandra se incorporó.
—Pues sí, ahora mismo vengo de su casa. Fred se acaba de marchar de viaje y ella necesita que alguien le eche una mano y yo no tengo nada que hacer. Esa casa sí que le gustaría. ¡Menudo jardín! Piscina, barbacoa, cenador, árboles frutales. Tres pisos, sótano, invernadero.
—Demasiado grande para nosotros. Demasiado gasto en mantenimiento. Tendrán muchos empleados.
—No se crea. Un jardinero y una asistenta que va por horas.
—¿Y tienen amigos? Estos jubilados de oro sólo se relacionan con otros como ellos.
—Sí, creo que sí, pero también van jóvenes por allí. Por lo menos dos españoles se presentan de vez en cuando y hablan con Fred. Karin me está enseñando a hacer punto, es muy agradable, muy comprensiva, se preocupa por mí.
—Es curioso —dije— que se puedan entender dos personas tan lejanas entre sí.
—No sé por qué, todos somos más o menos iguales.
¿Cómo sería ahora Sandra de haber sido una víctima de Fredrik y Karin? Me alegraba mucho que su alma no hubiese estado en contacto con nada semejante, que fuese generosa y que le abriese la puerta de su casa a un desconocido como yo, me alegraba que la maldad no la hubiese alcanzado.
—Mañana tengo que ir al supermercado, ¿quieres que te compre algo y te lo traiga? —dije—. En tu estado no deberías cargar con bolsas ni con peso.
—No se preocupe, lo más probable es que vuelva dentro de un rato a Villa Sol y que mañana me pase el día bañándome en la piscina. Si me da un teléfono le llamaré cuando hable con mi hermana.
Le di el teléfono del hotel y el número de la suite. Me arriesgaba a que les hablase de mí a los Christensen, pero por otro lado nuestros encuentros tenían muy poca relevancia para ser contados.
—A veces la gente no es lo que parece —le dije en un intento desesperado de que me leyese el pensamiento como habría hecho Raquel.
—Ahora me dirá que usted es un sátiro o algo parecido.
Medio me sonreí.
—Podría ser —dije—. Uno nunca sabe dónde está el peligro hasta que lo descubre.
Sandra me despidió con la mano y se metió para adentro bostezando. Llevaba unos pantalones anchos indios de seda y sandalias de tiras en los pies. Sandra no sabía en lo que estaba metiéndose, yo tampoco, y me preocupaba. Con esto no había contado, con que se cruzara alguien que necesitara protección.
Raquel se habría enfadado. No, se habría puesto furiosa. Me habría dicho que mi actitud era canallesca y que dejara en paz a esta chica, que no la involucrara, que ella no tenía por qué ser una víctima más. Pero no es tan fácil, Raquel, son ellos los que se la han llevado a su terreno, yo no la he metido allí, han sido ellos, y ella se ha dejado conducir como un cordero. Aunque era cierto que si no se enteraba de nada, si era completamente ignorante del tipo de gente con la que estaba tratando, el peligro sería mínimo. Mientras Sandra viese a Fredrik y Karin fuera del infierno, le parecerían ángeles en lugar de demonios. Y tal vez los ángeles no existían, no existía el bien absoluto, pero podía asegurar que sí existía el mal absoluto.
Sandra
Tuve que llevar a Karin en el todoterreno a gimnasia. Lo llamábamos gimnasia por no llamarlo rehabilitación. El gimnasio estaba en el centro, en la calle principal, donde era imposible aparcar, así que la dejaba en la puerta y me iba a buscar sitio y a darme una vuelta. Al cabo de una hora volvía a recogerla preguntándome cuánto me pagarían por esto y también pensaba que Fred sentiría cierto descanso al descargarse de estas obligaciones. Aparte de la gimnasia, estaban las revisiones médicas eirá comprar al centro comercial. También le gustaban los mercadillos, buscar cacharros antiguos, ir a la peluquería y dar un paseo junto al mar o por el Paseo Marítimo si no se podía por la playa. Le gustaba parlotear sobre su infancia en la granja noruega, sobre la belleza incomparable de su madre, sobre la belleza varonil de su padre y sobre la belleza de sus hermanos y de ella misma. Sobre la belleza del salmón que solían comer para cenar y la belleza de las luces en medio de la noche. Cuando se cansaba, me preguntaba por mi vida porque no soportaba el silencio. Yo también caí en sus garras, durante los días que llevaba viviendo en su casa me iba acostumbrando a ella, y Karin no necesitaba hacer nada especial para que mi prioridad fuese contentarla.
A saber qué se le antojaba hoy. La dejé en la puerta del gimnasio, arranqué y al llegar a la esquina un hombre me saludó quitándose el sombrero. Reconocí a Julián, el que quería alquilar la casa de mi hermana. Le hice un saludo con la mano, pero él se acercó al todoterreno.
—¿Puedo subir? —dijo abriendo la puerta.
Me preguntó si me apetecía tomarme un batido. Había descubierto un sitio en el Faro en que los hacían con frutas naturales. ¿Qué me parecía?, ¿me arriesgaba a ir con él? Le dije que dentro de una hora en punto tendría que estar de vuelta, y nada más decirlo me sonó raro, como si no fuese yo misma, que llegaba tarde a todas partes. Fn ese momento me di cuenta de que no soportaría la mirada de Karin reprochándome que la hiciera esperar.
Nos pusimos en camino sin sospechar que a partir de ese momento Villa Sol no volvería a ser la misma, como si se hubiesen descorrido las cortinas del teatro y por fin hubiese una historia. No lo comprendí de golpe, de primeras no quise comprender, me asusté. Julián iba serio. Tenía el entrecejo fruncido, la mirada triste. Sacó un recorte de prensa del bolsillo, tal vez fuese el anuncio de alguna otra casa en venta.
—¿Y su mujer? Nunca la veo—pregunté con la sensación de que había algo tirante o desagradable en el ambiente.
—Mi mujer falleció, nunca ha estado aquí.
En ese momento pensé que en cuanto bajásemos del coche de una sola patada en los huevos me lo quitaba de encima. Pensé que de un solo empujón fuerte podría tirarlo y que tardaría tanto en levantarse que mientras tanto podría correr kilómetros.
—Siento haberte mentido —dijo—, pero es mejor así.
—No te entiendo —dije sintiendo su mirada y tuteándole como hacía él conmigo. Yo no desviaba la vista de la carretera.
—Nunca te habría metido en esto, te lo juro, el caso es que cuando te conocí ya estabas metida.
¿Metida? ¿En qué podía estar yo metida que me pasaba la vida entre plantas del jardín o entre ancianos?
—Creo que es mi deber decirte cuál es tu situación real.
No me gustaba nada que alguien intentara manipularme ni que jugasen conmigo, por eso levanté la voz más de lo debido.
—¡Ya sé cuál es mi situación!
—No, no lo sabes —dijo él mientras yo aparcaba.
Con la hoja de periódico en la mano me condujo a un banco de piedra desde el que se veía el mar.
—¿Cómo se portan contigo Fredrik y Karin?
—¿Fred y Karin?
—La pareja de ancianos noruegos.
No tenía ni idea de por dónde iba la cosa cuando le contesté que bien, que eran cariñosos, que sabían respetar mi espacio y yo el de ellos. Lo del espacio le hizo sonreír vagamente. No me gustó que se riera de algo que yo decía, me puso de malhumor.
—No querría tener que enseñarte esto —dijo mostrándome la hoja de periódico.
En la hoja había una foto, la foto de una pareja. De momento sólo vi eso porque me había quedado colgada de la sonrisa irónica y no me importaba nada más.
—Mírala bien, por favor, ¿no los reconoces?
—No sé qué tiene de gracioso decir que respetan mi espacio.
—Porque es una frase hecha, no te pega.
Cogí la hoja y me fijé en la foto. Eran..., eran Fred y Karin. Me concentré para observarla mejor.
—Sí, son ellos —dijo Julián—. Nazis, criminales peligrosos. Fredrik Christensen eliminó a cientos de judíos, ¿comprendes lo que te digo?
Me quedé perpleja. No sabía qué pensar.
—¿Estás seguro?
He venido tras él. No quiero que se vaya al otro mundo sin reconocer su culpa, sin pagar de algún modo. Quizá sea el único que siga vivo a estas alturas.
—¿Por qué me lo dices a mí? ¿Por qué no se lo dices a la policía?
—Cuando llegué aquí pensé precisamente eso, hacerlo público, amargarles la vida, pero ésa sería una pobre venganza, ahora creo que ellos pueden conducirme a más gente. Tú entras y sales de su casa, no recelan de ti. Si no estuvieras embarazada, si no pudieras ser mi nieta y si no me sintiese como un sapo pidiéndotelo, te pediría que me contaras qué ves allí.
—No he visto nada especial y además... son mis amigos.
—¿Tus amigos? Ya te he dicho que no quiero que corras ningún peligro pero quítate eso de la cabeza, ellos no son amigos de nadie, son vampiros que se alimentan de la sangre de los demás y tu sangre les encanta, les da vida. Ándate con ojo.
No nos tomamos el batido. Julián sabía muy bien dónde hablar conmigo para que no nos viera nadie. Parecíamos la típica pareja de joven y viejo medio ocultos entre los árboles. Ya tenía el teléfono del hotel Costa Azul, donde estaba alojado, por si quería ponerme en contacto con él, pero que bajo ningún concepto fuera allí en persona, porque estaba vigilado y era peligroso. Lo más sensato sería que desapareciera de las vidas de los Christensen y de la suya propia y que regresara a mi vida de siempre. Me rogó que por favor no cayera en la tentación de contarles nada a mis amigos nazis, que aguantara las ganas de contárselo porque luego me alegraría.
—Toma —dijo tendiéndome la página del periódico—, obsérvalos con detenimiento.
La doblé y me la metí en el bolsillo.
¿Qué sabía yo de Julián? No sabía nada de nada. Había aparecido un día por mi casa y ahora me decía estas cosas tan raras. Me lo podía creer porque los nazis habían existido y todo el mundo sabía que había neonazis, flipados con la esvástica y todo eso, pero ¿Fred y Karin? Los conocía, Karin me ponía un cojín en los riñones cuando me sentaba en mi sillón favorito. Era alto, tenía orejeras y reposapiés. Me respetaban el sillón junto a la chimenea, que aún no se encendía, pero que cuando se encendiese sería muy agradable. Fred no hablaba mucho, cuando estaba se limitaba a salir y comprarnos pasteles, a servirnos el té, era Karin la que llevaba el peso del grupo. Karin me estaba enseñando a hacer punto, y a veces Fred recibía alguna visita y se pasaba un buen rato hablando. ¿Y qué tenía eso de particular?
Julián me había inoculado el veneno de la duda. Me acababa de contar cosas terribles de mis amigos. Me había contado que la enfermera Karin era una criminal sin escrúpulos, había ayudado a matar a centenares de personas para prosperar junto a su marido, condecorado por el propio Führer. «¿Sabes cuánto hay que matar para ser digno de una cruz de oro?» Me había obligado a dudar de Fred y Karin y a dudar de él mismo. Ya no era el viejo bondadoso del sombrero blanco que siempre hablaba de su mujer, ahora no sabía quién era. Puede que esa esposa suya hubiese existido o no. Puede que ni siquiera le interesara alquilar la casa. No me gustaba que hubiese jugado conmigo. Por lo menos los noruegos no me habían mentido, tal vez no me habían dicho la verdad, era cierto que no me habían contado su vida, lo que tratándose de gente de ochenta y tantos no era normal, pero a día de hoy los datos que tenía de ellos era lo que había visto y oído y mis propias conclusiones.