Read Lo que esconde tu nombre Online
Authors: Clara Sánchez
Julián
Al día siguiente de lo del Nordic Club tuvimos entierro. Era nada más ni nada menos que el de Antón Wolf, comandante de un batallón de las Waffen-SS, célebre por haber participado en la matanza de cuatrocientos civiles de un pueblo italiano, la mayoría mujeres y niños. Seguramente Salva lo tenía localizado, pero yo no había sido capaz de verlo, de nuevo se me escapaba uno de ellos delante de mis narices, aunque fuese para el otro mundo. Lo había tenido ante los prismáticos y no lo había reconocido, como si en el fondo estuviera olvidando más de lo que creía. Estaba tan pendiente de lo que hacían Fredrik y Otto que Antón Wolf me pasó desapercibido. Había logrado escapar. Fue enterrado frente al mar.
A pesar del horror que creó en vida, su entierro estuvo rodeado de belleza, menos mal que no podía disfrutarla. Su mujer, Elfe, estaba allí llorando moderada y calladamente entre Karin y Alice, con caras de estar deseando que aquello terminara pronto. A saber por qué lloraba Elfe. Sí, Elfe, vosotros también morís, de nada ha servido tanta crueldad, total para que la vida haya pasado como un suspiro. Ya ni siquiera recuerdas bien las atrocidades que cometisteis. ¿Recuerdas cómo teníamos que cavar nuestras propias fosas? ¿Tú no sabías nada? Sí, lo sabías y no te arrepientes porque creíais que teníais derecho. Tú también vas a morir, Elfe, nada ni nadie podrá evitarlo.
Lo pensé con todas mis fuerzas para que mi pensamiento le atravesara todas las neuronas que tuviera que atravesarle hasta que comprendiera. Y entonces, atraída por mi fuerza, miró hacia donde yo estaba, pero no podía verme porque me escondía detrás de la lápida de un niño de ocho años con un impresionante ángel tallado en mármol, y empezó a llorar más y más fuerte, lo que no fue del agrado de sus hermanos arios, sobre todo cuando llegó hasta el grupo un anciano de gran estatura, muy parecido a Fredrik, aunque con más carne, y que andaba un poco inclinado hacia delante como si el motor de su cuerpo lo tuviera en la cabeza. Juraría que era Aribert Heim,
el Carnicero de Mauthausen
, el mismo que le acompañaba en el supermercado el día que asusté a Fredrik, pero entonces no se me ocurrió pensar que aquel hombre tan gordo, tosco y descuidado tirando a sucio fuese el delgado y relamido Heim de antaño. Daba la impresión de que junto a la boca tenía la famosa uve. Qué pena, Salva, que no puedas compartir este momento conmigo y que no hayamos podido pensar juntos qué hacer con ellos. Todos saludaron al Doctor Muerte con respeto, el tipo de respeto que encierra también un poco de asco. A Elfe la sacaron de allí entre dos y los demás volvieron a sus carrozas.
Ya no tenía nada que hacer allí, así que cogí el mejor ramo de flores de la tumba de Wolf, se lo puse al niño de ocho años y salí. Detrás quedaba el ángel de grandes alas y delante un mar gris con la forma del arco del cementerio. Y calle arriba Heim caminando pesadamente hacia el pueblo. Esto sí que no me lo esperaba. Me clavé las uñas en la mano para que no me latiera el corazón más de lo conveniente. Estaba siguiendo a un probable Heim. ¿Y por qué no? ¿Qué se sabía de su paradero? No había certeza de si estaba muerto o vivo. Se suponía que vivía en Chile protegido por Waltraut, la hija que tuvo con una amante austriaca, o por la hija de ésta, su nieta Natasha Diharce, en Viña del Mar. Pero ni esta hija ni los otros dos que vivían en Alemania habían reclamado el seguro de vida de un millón de dólares depositado en un banco alemán, la mejor prueba de que seguía vivo y riéndose de todos nosotros. También se decía que podría haber muerto en El Cairo y también había indicios de que se ocultaba en una urbanización de Alicante.
Probablemente delante de mí, con pantalones vaqueros, un chubasquero y una gorra de marinero muy usada andaba ahora mismo tozudamente, como queriendo anclarse en la vida todo lo que pudiese, el Carnicero de Mauthausen. En aquel lugar que olía a carne quemada y donde los seres como Heim eran los señores de la vida y la muerte dejé de creer en Dios o dejó de gustarme. Si el dios de los campos verdes, de los ríos como el Danubio, de las estrellas y de las personas que te llenan de felicidad también era el dios de Heim, de las cámaras de gas y de los que sienten placer haciendo sufrir a los demás, ese dios no me interesaba, se llamase como se llamase en las miles de religiones del mundo. Un dios de cuya energía salía el bien y el mal al mismo tiempo no me inspiraba confianza, así que empecé a vivir sin él esta vida que yo no había pedido. Y ni en los peores momentos lo he invocado en mis pensamientos, y a todo el mundo le aconsejaría que pasara lo más desapercibido posible ante él.
Iba tan deprisa que parecía que se iba a caer de bruces. Se dirigía al puerto, y yo necesitaba tener su cara a varios centímetros de la mía, verlo de frente, poder examinarle unos minutos sin llamar la atención y sin hacerle sospechar. No podía dejarle marchar sin comprobar que fuera él. Así que me senté en el suelo con dificultad y grité:
—Por favor, ¿puede ayudarme?
Heim se volvió y dudó un segundo, pero al final me tendió la mano. Aquel verdugo me tendía la mano para ayudarme a levantarme, era increíble. No lo hacía porque quisiera sino porque era lo que se esperaba de él en el ambiente en que ahora vivía, del mismo modo que en aquel otro ambiente amputaba brazos y piernas a los prisioneros sin anestesia y sin ser necesario y se entregaba a todo tipo de experimentos macabros. Me estaba ayudando a levantarme a mí, a un residente de aquella agradable urbanización de vacaciones llamada Mauthausen. Me costó incorporarme, en esto no estaba fingiendo, y él tuvo que agacharse un poco más, y lo vi. Lo vi bien, la cicatriz en la comisura de la boca, los ojos claros y su mirada hacia dentro, hacia un mundo hecho a su imagen y semejanza.
Le di las gracias, y él no dijo nada, siguió su camino. Se levantó viento. El mar empezó a rugir. Se sujetó la gorra con la mano y luego se puso la capucha. Podía ir tras él con toda tranquilidad porque a no ser que se volviera completamente no podría verme. Se metió en un barco de madera muy bonito con el nombre de «Estrella» pintado en grandes letras verdes. Seguramente era el nombre que tenía cuando lo compró y no lo borró para poner otro. Nuevas vidas, nuevos nombres, nuevas costumbres, pero la misma alma. Heim, nunca cambiarás, le dije con el pensamiento.
Qué descubrimiento, quizá debería llamar a algún antiguo amigo de Memoria y Acción y contárselo todo, aunque me temía que cuando reaccionaran fuera ya demasiado tarde y, sobre todo, que lo echaran a perder por la sencilla razón de que no se puede poner a alguien al corriente, en un momento, de un sinfín de pequeños detalles que había que tener en cuenta para mantenerse en la frecuencia de este grupo. Porque se trataba de un grupo organizado.
Tampoco sabía si debía mencionárselo a Sandra. Tarde o temprano acabaría viendo a este inofensivo anciano en alguna de las reuniones del grupo y no sería muy recomendable para ella que él leyese en sus ojos que lo había reconocido. Por su propia seguridad sería mejor mantenerla en la ignorancia.
Sandra
Fred y Karin daban por supuesto que cualquier nativo nacía sabiendo hacer una paella. Tuve que suplicarles que no me obligaran a cocinar porque no tenía ni idea, tuve que decirles que prefería la comida noruega a la española y que cualquier cosa que hiciesen ellos me la comería, de modo que sin proponérmelo me quité esa tarea de encima y, como mucho, me limitaba a meter los platos en el lavavajillas, momento en el que Karin se tumbaba en el sofá a ver la telenovela hasta que se dormía y Fred se metía en la salita-biblioteca. Yo aprovechaba para acudir a mis citas con Julián.
Llegué a las cuatro menos cinco al Faro, el sitio que estábamos fijando como lugar de encuentro. Nos estábamos acostumbrando a sentarnos en el mismo banco, entre enanas palmeras salvajes que crecían espontáneamente y que estaba prohibido arrancar, y entre piedras rocosas. El mar enfrente nos servía para quedarnos callados de vez en cuando.
Julián ya estaba allí. Siempre llevaba la misma chaqueta azul claro porque seguramente cuando decidió venir aquí no imaginaba que se iba a quedar tanto tiempo. Había añadido un pañuelo al cuello, que junto con el sombrero panamá le daba un aire de película italiana, pero a no tardar tendría que comprarse algo de más abrigo. Me preguntó cómo me encontraba. Entonces no pude aguantar más y le conté lo de la noche en que había visto a Fred con el uniforme nazi y que había estado buscándolo por los armarios de la casa, pero que no lo había encontrado y que dudaba si no se trataría de un disfraz.
—Puedo asegurarte que no. Si pudieran, lo llevarían puesto todo el día. Y si pudieran, vallarían un trozo de terreno, el más pedregoso y donde la tierra estuviera más seca, y nos meterían a todos allí y nos maltratarían y nos matarían para usar nuestros huesos, dientes, piel y pelo y para imponerse como seres superiores.
¿Y quién era Julián? ¿Sería éste su verdadero nombre? ¿Por qué tenía que confiar más en él que en Karin y Fred? ¿Y si estaba un poco loco? Aunque también era cierto que yo no les había mencionado nada del uniforme a ninguno de los dos. No tenía ninguna prueba de que fuese auténtico y aun así había evitado mencionarlo. El instinto me había dicho que no debía incomodarlos y obligarlos a darme una explicación.
—Ellos no se sienten culpables —dijo Julián—. No he conocido jamás a ninguno que haya mostrado ningún tipo de arrepentimiento. Piensan que son víctimas de un mundo que ha cambiado y que no les comprende. De alguna manera —añadió cabizbajo— su falta de sentimiento de culpa ha puesto a salvo a muchos de ellos, también a Fredrik y Karin. Se han librado, han logrado sobrevivir muy bien. Seguramente en la intimidad continúan alimentando sus fantasías de superioridad.
Se me quedó mirando para comprobar mi reacción, pero no tuve ninguna, no había visto en ellos ningún indicio real de que se sintiesen nazis, sólo sospechas.
—¿Y si tuvieses razón, qué quieres que haga yo? Ya te he contado lo poco que sé.
—Nada. No quiero que hagas nada. Quiero avisarte para que te alejes a tiempo. Si te enredas más con ellos no vas a salir bien parada. Ellos siempre ganan..., hasta ahora. No voy a tener compasión.
¿Que no iba a tener compasión? ¿Pero qué pretendería hacer este flaco anciano disfrazado de italiano? ¿Y qué hacía yo escuchándole? ¿Cómo se puede comprobar si alguien tiene demencia senil?
—¿Y si me diese por hacer algo, qué tendría que hacer?
Se quedó contemplando el mar, más bajo que nosotros y que se apretaba contra el horizonte en un profundo azul.
—La cruz de oro. Si encontrases la cruz de oro saldríamos de dudas. Mejor dicho, saldrías tú, porque cuando vine aquí yo ya sabía quién era él.
—Necesito pensarlo —dije.
Me resistía a creer que Fred y Karin fuesen nazis. Los nazis eran seres incomprensibles. Lo último que se me habría pasado por la cabeza en esta vida es que fuese a conocer a uno. Los había visto en películas y en documentales y siempre me habían parecido irreales. Los uniformes, las botas, los estandartes, las muchedumbres con los brazos en alto, la raza aria, la cruz gamada, tanta y tan retorcida maldad. Era asombroso que la gente, personas con cerebro, se los hubiesen tomado en serio y les hubiesen dejado hacer todo lo que hicieron.
—Te lo repito una vez más, no deberías hacerlo. No te dejes intimidar por ellos y no te dejes explotar por mí. Tú no deberías estar en esta historia. Deberías estar con un chico que te quiera, con alguien que te haga feliz. No malgastes tu vida.
—No sé cómo no se malgasta la vida.
—Siendo feliz, estando contenta, disfrutando de la vida. Enamórate.
—Me gustaría mucho, pero no es tan fácil.
—¿Y el padre de tu hijo?
—¿Santi? A veces lo echo de menos, pero no tanto como lo echaría de menos si estuviese enamorada.
—¿Sabes una cosa?, el enamoramiento pasa.
El resto del tiempo estuvimos hablando de mis sentimientos. Se notaba que él había querido mucho a su Raquel, por lo que tenía que haber existido de verdad. Así que le pregunté cómo supo que la quería, qué había sentido para saberlo. La pregunta lo desconcertó y se quedó pensativo un momento.
—Porque a veces me hacía volar —dijo.
Me dijo que si necesitaba hablar con él, vendría pasado mañana a ese mismo sitio a las cuatro de la tarde.
Julián
Así que Otto vivía en el número 50 con una mujer llamada Alice con pinta de pies a cabeza de guardiana de campo. Conocía esa mirada helada, era muy parecida a la de Use Coch, famosa entre todos nosotros por sus colecciones de piel humana tatuada. Me repugnaba casi más que Otto, aunque no más que Karin y Fredrik. Y el que se llevaba la palma de la repugnancia era Heim, el hombre con el cerebro más podrido que haya pisado este planeta y que ahora acaparaba el cincuenta por ciento de mi atención. Llené de notas los dos cuadernos que había traído de Buenos Aires y tuve que ir a una papelería a comprar otros dos. Si a mí me ocurría algo o si no era capaz de cazarlos de alguna manera, quería que quedase constancia de estos días y de los desvelos del pobre Salva, de los míos y también los de Sandra, porque Sandra se merecía que alguien le dijera a su hijo la clase de madre que tenía. Para hablar de Sandra decía «Ella» por si los cuadernos caían en otras manos, y tendría que pensar muy bien a quién se los enviaría si las cosas se ponían mal, porque no quería que toda esta investigación desapareciera como había sucedido con la de Salva. El problema de ser viejo es que nadie te toma en serio. Se nos considera anclados en el pasado e incapaces de comprender el presente y seguramente por eso habían tirado los papeles de Salva. También anotaba lo que me iba gastando. Quería que mi hija comprendiera que no me había gastado el dinero en caprichos sino en gasolina, el alquiler del coche, el alquiler de la suite al precio de una modesta habitación, ropa de abrigo, cuadernos, líquido para limpiar las lentillas, el menú de mediodía del bar y unas monedas para la lavandería, con las que me evitaba los precios de lavado y planchado del hotel. Me había traído bastantes medicamentos pero en caso de que se me acabasen tendría que ir al hospital y explicar mi situación, porque eran demasiado caros.
La lavandería estaba dos calles más arriba del hotel y mientras esperaba aprovechaba para redactar mis informes. Iba allí cuando ya no me quedaba ni un solo calcetín ni un solo calzoncillo. Las camisas a veces me las lavaba yo mismo usando los frasquitos de gel de la habitación y las colgaba de la barra del baño bien estiradas en la percha para no tener que plancharlas. A veces también me sentaba un poco en la terraza a escribir y me tapaba con una manta, de forma que respiraba bien y no tenía frío. Me había ido acostumbrando tanto a esta habitación, a esta terraza, a montar en el coche y vigilar a los carcamales nazis que no se me ocurría qué otra cosa podría hacer que no fuera ésta. Parecía que todo esto lo habían preparado al milímetro Salva y Raquel desde algún lugar lejano de mi mente para que le encontrara sentido a lo que me quedaba de vida.