Lo que esconde tu nombre (6 page)

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Authors: Clara Sánchez

BOOK: Lo que esconde tu nombre
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—¿Eres amiga de Fred y Karin? —dijo en un susurro y tendiéndome la mano—. Soy Alberto.

Le tendí la mía, el contacto fue demasiado intenso. Tenía la mano muy caliente, ¿o era la mía? La retiré como si quemara y me escabullí hacia la cocina. No quería que siguieran mirándome sus ojos resbaladizos, que parecía que se movían detrás de una capa de aceite. Era imposible saber qué pensaba, mientras que al otro se le había notado la sorpresa al verme. Éste no demostraba nada, era como una anguila.

Cuando salí de la cocina, ya no estaba. Se había marchado con Martín.

No me dejaron regresar a casa. ¿Acaso me esperaba alguien? Se nos hizo tarde jugando a las cartas y no paraba de llover, Fred tendría que llevarme hasta la moto con el coche y yo luego debería bajar todas aquellas curvas horribles en medio del aguacero, total, ¿para qué?, ¿para dormir en mi propia cama?

—Tenemos habitaciones de sobra —dijo Karin.

Fred no decía nada, lo que me hacía dudar, hasta que Karin empujó a Fred.

—Dile algo —dijo—, no te quedes como un pasmarote.

—Si pasas la noche aquí, mañana podremos ir juntos a la playa, o quizá prefieras bañarte en la piscina —comentó él.

Me dejé rogar durante unos minutos y me quedé, y alargamos un poco más la velada hasta que me condujeron a un cuarto muy agradable, empapelado con flores azules y una estantería blanca.

—La ha hecho Fred —dijo Karin señalando la estantería.

Pensé que quizá mis padres fuesen más felices si mi madre admirase a mi padre como Karin a su marido. Pero debía de ser algo genético porque tampoco yo había logrado admirar a Santi de esa manera. Karin me dejó un camisón de satén color hueso con una caída de fábula. Parecía un traje de noche. Debía de pertenecer a la época en que ella sería alta y delgada y se hacían telas para que durasen toda la vida. Me sentaba de maravilla y me daba pena meterme con él en la cama y arrugarlo. Normalmente dormía con una camiseta vieja y cómoda y unas bragas, no necesitaba más. No le veía sentido a meterme entre las sábanas como si estuviese en una fiesta de alto copete... hasta ahora, en que la seda o el satén se me arremolinaba en los muslos y se me ajustaba a unos pechos de princesa. Puede que mi hijo, para nacer con la autoestima alta e ir seguro por su vida futura, necesitase que su madre durmiera con camisones de vampiresa.

Aunque eché de menos algunas revistas atrasadas de mi hermana y saber qué habría sido de la princesa Ira de Fürstenberg, enseguida me entró sueño, era imposible resistirse a aquella cama, aunque me dio tiempo de preguntarme qué hacía yo en esta habitación, en esta cama, entre tantas florecillas azules y en este camisón.

Como todas las noches desde hacía un par de meses tenía que levantarme a orinar una o dos veces como mínimo. Me desperté un poco desorientada recordando vagamente que había un baño en el pasillo. Mientras lo buscaba no dejé de oír ese ruido que hacen las camas cuando... y algún gemido que otro. ¿Estarían estos dos ancianos...? ¿Estarían haciendo el amor? No sabía qué hora podría ser y al volver a la cama se continuaba oyendo un murmullo lejano, ahora de palabras sueltas como si estuvieran comentando cómo les había ido, y me tapé la cabeza con la almohada casi con vergüenza por haberles escuchado contra mi voluntad. Así que no me extrañó que por la mañana les dieran las diez. Al principio, nada más levantarme, pensé que era yo la perezosa porque no se oía un alma, pero al ver que la puerta de la calle tenía el cerrojo echado deduje que seguían dormidos. Descorrí las cortinas del salón y abrí la puerta y el día era maravilloso. El sol arrancaba brillo a las hojas mojadas y al aire y los pájaros cantaban a pleno pulmón. Me hice un café con leche y me lo estaba tomando en el porche cuando aparecieron bostezando, Karin en camisón y Fred en pantalón corto y un enorme polo de manga por el codo. Estaban contentos. Me preguntaron si había descansado y Karin parecía más ágil que el día anterior.

—Voy a preparar el desayuno —dijo Fred.

No me dio tiempo de decirles que ya era algo tarde y que me marchaba. Karin se anticipó colocando en la mesa del porche los mantelitos bordados. Y mientras ella se vestía, Fred hizo unos zumos de naranja y el consabido té. Bien, me dije, en cuanto terminemos me marcharé para seguir con mi lectura de la vida de Ira por entregas. No es que tuviera grandes cosas que hacer, pero aquí tenía la impresión de estar abandonándolas, tenía la impresión de que todo lo que no estaba haciendo era muy importante.

Se encontraban muy animados, hablaban de las series de televisión que veían, me contaban episodios enteros. Yo metía baza sobre cualquier cosa que se me pasara por la cabeza, pero de pronto, mientras hablaba, los sorprendí mirándome terriblemente serios, como si fueran a saltar sobre mí y a devorarme. ¿Sería por alguna tontería que habría dicho sin darme cuenta? Fue cosa de medio segundo y luego se miraron entre ellos de la misma manera, al segundo siguiente todo volvió a la normalidad. Sus caras volvieron a ser muy agradables. Había sido uno de esos espejismos en los que ni se repara. Cuando nos levantamos, Karin me propuso reposar en las hamacas al sol. Pensé que de perdidos al río, que total qué más daba esperar otro poco y volver a descansar antes de coger la moto.

Karin y yo nos tumbamos mirando hacia el sol y cerramos los ojos. No pensaba dormirme de nuevo, simplemente pensaba en lo cómodas que eran las hamacas y en que mi hermana bien podría comprar unas así y tirar las que tenía, en las que no se podía aguantar más de media hora.

Fred para ser tan mayor no se cansaba. Quitó la mesa y fregó los platos, luego se encerró a trabajar en alguna parte y, a eso de las cuatro, después de preparar un té con pastas que sólo probé yo, se marchó a comprar al centro comercial, porque al parecer nos habíamos comido todo lo que había en el frigorífico. Pensé que podría haberme llevado hasta la moto, pero cuando quise reaccionar él ya había salido del garaje. Nosotras volvimos a las hamacas. A Karin se le había aliviado la artrosis, tenía incluso los dedos más derechos y podía levantarse de la hamaca con bastante agilidad, como vi que hacía en este mismo momento. Regresó con la madeja de lana y las agujas y otra madeja y otras agujas para mí.

—Si te apetece puedes bañarte —dijo—, no importa que no tengas biquini, aquí nadie va a verte.

El agua estaba fría, ya no era tiempo de piscina por mucho sol que hiciera, pero me sentó bien, me despejó y pude tomar el sol prácticamente desnuda aprovechando que no estaba Fred, quería respetar su edad y costumbres, aunque después de lo oído por la noche me daba un poco de pudor pensar en sus costumbres. Cuando calculé que podría estar llegando me vestí y cogí las agujas. Karin me enseñó a echar los puntos. Era agradable ir avanzando e ir haciendo crecer el elástico del que sería un jerseicito amarillo, a pesar de que los puntos aún no me salían regulares. Pensé que podría ir alternando revista, jersey, paseos, comidas y que mi vida estaría llena.

Julián

Durante varios días estuve siguiendo a Fredrik y vigilando su casa. Casi todas las mañanas él y Karin se acercaban a la playa o a comprar al centro comercial más grande la zona. Creo que ella hacía algún tipo de rehabilitación porque algunas tardes iban a un gimnasio y tardaba una hora en salir, tiempo que él aprovechaba para ponerle gasolina al coche y lavarlo o para acercarse al Nordic Club. Se podría decir que hacían una vida normal y discreta.

Él se había adaptado (había tenido muchos años por delante) a empujar el carro de la compra y a leer las etiquetas de los productos para seguramente comprobar que no llevasen azúcar o grasas. Era educado con la gente y parecía no molestarle el batiburrillo de razas que pululaba a su alrededor, seres inferiores que le iban a sobrevivir y a adueñarse del planeta. Cómo debían de revolverle el estómago, era un rechazo que llevaba dentro, su éxito en la vida había estado ligado al hecho de que le repugnara parte de la humanidad, y seguramente necesitaba, además de a Karin, seres afines con quienes compartir sus sentimientos. ¿Habría otros por allí como ellos o estaban solos?

Era como si yo tuviera unos ojos distintos de los del resto de la gente, porque donde la gente nada más veía un par de viejos, yo veía a la joven enfermera Karin.

Era cuatro años más joven que Fredrik y había hecho buena pareja con él, ahora eran un par de despojos. Cara bonita, cuerpo bonito, pelo rubio ondulado, suficientemente alta como para no parecer una enana a su lado, la típica nórdica, pero tampoco una belleza de quitar el hipo. Se conocieron de estudiantes y parece ser que fue ella quien le animó a afiliarse al partido nazi y a prosperar en él. En la información que obraba en mi poder se decía que Karin era el cerebro de la pareja, la que maniobraba y había aprovechado las escasas y rígidas ideas de su marido para empujarle, y de paso empujarse a sí misma, a lo más alto. Una historia como tantas, sólo que con vidas masacradas de por medio. Fredrik había sido deportista. Había sido jugador de
hockey
sobre hielo, como su amigo Aribert Heim. Y además montaba a caballo, nadaba, esquiaba, era escalador, un hombre sano. De todos modos, no eran unos personajes a quienes hubiese dedicado mucho tiempo, el suficiente para saber quiénes eran, quizá porque me había pasado los mejores años de mi vida corriendo de un lado para otro tras el Carnicero de Mauthausen, tras Martin Bormann, tras Léon Degrelle, Adolf Eichmann y otros por el estilo. Y a veces, como suele decirse, los árboles no dejan ver el bosque, y no había prestado a Fredrik la atención que se merecía, lo había considerado un nazi de segunda, hasta ahora, que había vuelto a sacar de mis archivos una información tan envejecida y apergaminada como él mismo, y como yo, y me había dado cuenta de que todo lo que había estado haciendo hasta este momento me había conducido a este lugar y a él.

Aquella tarde no podía estarme quieto. A veces los viejos nos volvemos muy impacientes, es como si la fatiga nos afectara al cuerpo, pero no al cerebro. El cerebro tenía mucho que hacer, y me sublevaban estos músculos fláccidos y sin fuerza, y en la cama trataba de hundirme lo más posible para que el colchón hiciera su trabajo de recuperación. Así que con una siesta de una hora, de la que habría dormitado un cuarto, estaba en condiciones de subir a la plazoleta del Tosalet y vigilar Villa Sol. Tarde o temprano llegarían visitas, con suerte, visitas como ellos, compañeros del infierno, que se habrían atraído unos a otros para sentirse más seguros. Estaba loco por saber más.

Cogí unos prismáticos que había traído de Buenos Aires y que según mi hija iban a aumentar tontamente el peso de la maleta, pero eran unos prismáticos Canon antiguos como no se han vuelto a fabricar. Los había usado durante tanto tiempo que se me ajustaban a la vista prácticamente solos, y no pensaba por nada del mundo hacer un desembolso innecesario comprándome otros aquí. Eran prismáticos de profesional, de observar cosas importantes, trascendentales. Jamás usaría esta arma de penetración en las vidas ajenas para ver algo que no me correspondía ver. Ya tuve demasiada intimidad en el campo. En el barracón dormíamos hacinados en literas de tres pisos y tenía que apretar los ojos para no ver lo que no me correspondía ver. Desde entonces no soportaba ser testigo de escenas íntimas ni en el cine. Esto era distinto, mis prismáticos solamente enfocaban al enemigo. Mis prismáticos siempre habían estado en guerra. También tenía una cámara de fotos pequeñita, que no hacía ruido, regalo de mi hija, que mientras intentaba que olvidara, al mismo tiempo comprendía que había cosas que formaban parte de mí. Por lo demás, mi manera de funcionar era muy artesanal, no tenía tiempo ni ganas de ponerme al día.

En el coche además tenía varias botellas de agua de litro y medio cada una, dos cuadernos, un par de bolígrafos y las manzanas que iba cogiendo del bufé por si me aburría y me entraba hambre. Me eché la minicámara en el bolsillo. Todas las americanas se me acababan deformando, casi siempre terminaba desgajándose el forro del bolsillo derecho y los picos quedaban desnivelados. Con este equipo me dirigí a apostarme en la plazoleta del Tosalet, desde donde vigilaría Villa Sol. Pero no fue necesario llegar hasta allí, porque no había empezado a ascender las curvas cuando me crucé con el todoterreno verde oliva de Fredrik. Bajaba despacio ocupando toda la carretera, eran personas voraces también para acaparar centímetros.

Este cambio repentino de situación me aceleró las pulsaciones. Debía cambiar de sentido urgentemente y seguir a Fredrik. Vaya carretera, tuve que jugarme la vida en cuanto vi ocasión y espacio para dar un volantazo. Raquel desde el más allá me dijo que estaba loco, que también había puesto en peligro la vida de otra persona con la que podría haberme chocado. Raquel me dijo que nadie debía seguir pagando por culpa de Christensen o de cualquier otro. Raquel y yo en este punto nunca habíamos estado de acuerdo. Decía que no me preocupara, que no perdiera más el tiempo, porque estos cabrones acabarían muriendo como todo el mundo y que de eso no podrían librarse, acabarían siendo un esqueleto o cenizas, morirían, terminarían, desaparecerían. Y cuando yo le decía que quería que sufrieran en esta vida, que precisamente lo que no quería es que se fueran al otro mundo escapándose de mí y de mi odio, mientras que yo no pude escaparme de ellos, de ellos que no tenían por qué odiarme, entonces Raquel me decía que les estaba dando demasiado de mí, que era como si no hubiese acabado de salir del campo y que incluso el odio era algo que ellos me quitaban. Echaba tanto de menos a Raquel.

Conduje como un temerario para no perderle, y en efecto, al llegar abajo y entrar en un tramo recto, lo distinguí a lo lejos. Adelanté como pude hasta situarme dos o tres coches más atrás. Lo bueno del todoterreno es que se localizaba muy bien. Y en cuanto me di cuenta de que iba en dirección al centro comercial me relajé. Las pulsaciones cayeron tan de golpe que casi me mareo.

En el centro comercial lo tenía cogido por los huevos porque, aunque se trataba de un espacio muy grande y con muchas secciones, la cabeza de Fredrik siempre sobresaldría en algún punto. En cambio, en el parking no se veía el todoterreno a simple vista. No importaba porque sólo tenía que pensar qué necesitaría comprar yo para saber qué necesitarían Karin y él. Agua embotellada, yogures enriquecidos con calcio, fruta y pescado, el resto les haría daño. También podría encontrarlo en los estantes de las infusiones y en perfumería comprando gel, maquinillas desechables y papel higiénico. Hice el recorrido a buen paso hasta que lo divisé en la zona central hablando con otro de parecida edad, que llevaba una gorra de marinero.

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