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Authors: Mircea Eliade

Tags: #Ensayo, Religión

Lo sagrado y lo profano (17 page)

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Tales homologaciones antropocósmicas, y especialmente la sacramentalización consecutiva de la vida fisiológica, han conservado toda su vitalidad incluso en las religiones muy evolucionadas. Para limitarnos a un solo ejemplo: la unión sexual como rito, recordemos que alcanzó un prestigio considerable en el tantrismo indio. La India nos muestra claramente cómo puede transformarse un acto fisiológico en ritual y cómo, superada la época ritualista, el mismo acto puede valorizarse como una «técnica mística». La exclamación del esposo en la
Bridharanyaka-Upanishad
: «¡Yo soy el Cielo, tú eres la Tierra!», es la continuación de la transfiguración previa de su esposa en el altar del sacrificio védico (VI, IV, 3). Pero, en el tantrismo, la mujer acaba por encarnar a la
Prakriti
(la Naturaleza) y a la Diosa cósmica, la Shakti, mientras que el varón se identifica con Shiva, el Espíritu puro, inmóvil y sereno. La unión sexual
(maithuna
) es ante todo una integración de estos dos principios, la Naturaleza-Energía cósmica y el Espíritu. Tal como se expresa un texto tantrico: «La verdadera unión sexual es la unión de la Shakti suprema con el espíritu
(atman)
; las otras no representan sino relaciones carnales con las mujeres»
(Külár-nava Tantra
, V, 111-112). No se trata ya de un acto fisiológico, sino de un rito místico: sus ejecutantes no son ya seres humanos, están «desligados» y son libres como dioses. Los textos tántricos subrayan sin cesar que se trata de una transfiguración de la experiencia carnal: «Por los mismos actos que condenan a muchos hombres al fuego del infierno durante millones de años, el yogin alcanza la salvación eterna»
[88]
. La
Brhádaranyaka Upanishad
(V, XIV, 8) afirmaba ya: «El que así sabe, por muchos pecados que parezca cometer, es puro, está exento de vejez, es inmortal.» En otros términos: «el que sabe» dispone de una experiencia muy diferente a la del profano; lo cual equivale a decir que toda experiencia humana es susceptible de ser transfigurada, de ser vivida en otro plano, trans-humano. El ejemplo indio nos muestra a qué refinamiento «místico» puede llegar la sacramentalización de los órganos y de la vida fisiológica, sacramentalización ampliamente atestiguada ya en todos los niveles arcaicos de cultura. Añadamos que la valorización de la sexualidad como medio de participar en lo sagrado (en el caso de la India, como medio de obtener el estado sobrehumano de la libertad absoluta) no está exenta de peligros. En la propia India, el tantrismo se prestó a ceremonias aberrantes e infames. En otros lugares, en el mundo primitivo, la sexualidad ritual fue acompañada de ciertas formas orgiásticas. Este ejemplo encierra, sin embargo, un valor sugestivo por cuanto que nos revela una experiencia que ya no es accesible en una sociedad desacralizada, la experiencia de una vida sexual santificada.

3

Cuerpo-Casa-Cosmos

Hemos visto que el hombre religioso vive en un Cosmos «abierto» y que está «abierto» al Mundo. Entiéndase por ello:
a
) que está en comunicación con los dioses;
b
) que participa de la santidad del Mundo. Que el hombre religioso no puede vivir más que en un mundo «abierto», hemos tenido ocasión de comprobarlo al analizar la estructura del espacio sagrado: el hombre ansia situarse en un «Centro», allí donde exista la posibilidad de entrar en comunicación con los dioses. Su habitación es un microcosmos; su cuerpo, por lo demás, también lo es. La homologación casa-cuerpo-Cosmos se impuso bastante pronto. Insistamos un poco en este ejemplo, pues nos pone de relieve en qué sentido son susceptibles los valores de la religiosidad arcaica de ser reinterpretados por las religiones o en su caso por las filosofías ulteriores.

El pensamiento religioso indio ha utilizado copiosamente esta equiparación tradicional: casa-Cosmos-cuerpo humano, y se comprende por qué: el cuerpo, como el Cosmos, es, en última instancia, una «situación», un sistema de condicionamientos que se asume. La columna vertebral se asimila al pilar cósmico
(skambha
) o a la Montaña Meru, el aliento se identifica con los vientos, el ombligo o el corazón con el «Centro del Mundo», etc. Pero la equiparación se hace también entre el cuerpo humano y el ritual en su conjunto: el lugar del sacrificio, los utensilios y los gestos sacrificiales se asimilan a los diversos órganos y funciones fisiológicas. El cuerpo humano, equiparado ritualmente al Cosmos o al altar védico (que es una
imago mundi)
, se asimila también a una casa. Un texto hatha-yógico habla del cuerpo como de «una casa con una columna y nueve puertas»
(Goraksha Shataka
, 14).

En una palabra: al instalarse conscientemente en la situación ejemplar para la cual está en cierto modo predestinado, el hombre se «cosmiza»; reproduce a escala humana el sistema de condicionamientos recíprocos y de ritmos que caracteriza y constituye un «mundo», que define todo universo. La equiparación desempeña igualmente un papel en el sentido contrario: a su vez, el templo o la casa se consideran como un cuerpo humano. El «ojo» de la cúpula es un término frecuente en varias tradiciones arquitectónicas
[89]
. Pero importa subrayar un hecho: cada una de estas imágenes equivalentes —Cosmos, casa, cuerpo humano— presenta o es susceptible de recibir una «abertura» superior que haga posible el tránsito al otro mundo. El orificio superior de una torre india lleva, entre otros, el nombre de
brahmarandhra
. Ahora bien: este término designa la «abertura» que se encuentra en la extremidad del cráneo y que desempeña un papel capital en las técnicas yogico-tántricas; por allí también se escapa el alma en el momento de la muerte. Recordemos a este propósito la costumbre de romper el cráneo de los yogis muertos para facilitar la partida del alma
[90]
.

Esta costumbre india tiene su réplica en las creencias, ampliamente extendidas por Europa y Asia, de que el alma del muerto sale por la chimenea (agujero del humo) o por el tejado, especialmente por la parte del tejado que se encuentra sobre el «ángulo sagrado»
[91]
. En casos de agonía prolongada, se levantaban una o dos tablas del tejado, o incluso se las rompía. La significación de esta costumbre es evidente:
el alma se desprenderá más fácilmente de su cuerpo si esa otra imagen del cuerpo-Cosmos que es la casa presenta una fractura en su parte superior
. Evidentemente, todas estas experiencias son inaccesibles al hombre arreligioso, no sólo porque, para éste, la muerte se ha desacralizado, sino también porque no vive ya en un Cosmos propiamente dicho y no se da ya cuenta de que tener un «cuerpo» e instalarse en una casa equivale a asumir una situación existencial en el Cosmos (véase más adelante).

Es de destacar que el vocabulario místico indio ha conservado la equiparación hombre-casa y especialmente la asimilación del cráneo al techo o a la cúpula. La experiencia mística fundamental, es decir, la superación de la condición humana, se expresa por una doble imagen: la ruptura del techo y el vuelo por los aires. Los textos budistas hablan de los arhats que «vuelan por los aires rompiendo el techo del palacio», que «volando por propia voluntad, rompen y atraviesan el techo de la casa y van por los aires», etc.
[92]
. Estas fórmulas imágenes son susceptibles de una doble interpretación: en el plano de la experiencia mística se trata de un «éxtasis» y, por tanto, del vuelo del alma por el
brahmarandhra
; en el plano metafísico se trata de la abolición del mundo condicionado. Pero las dos significaciones del «vuelo» de los arhats expresan la ruptura del nivel ontológico y el paso de un modo de ser al otro o, más exactamente, el tránsito de la existencia condicionada a un modo de ser no-condicionado, es decir, de perfecta libertad.

En la mayoría de las religiones arcaicas, el «vuelo» significa el acceso a un modo de ser sobrehumano (Dios, mago, «espíritu»); en último término, la libertad de moverse a placer; por tanto, una apropiación de la condición de «espíritu». Para el pensamiento indio, el arhat que «rompe el techo de la casa» y echa a volar por los aires ilustra en imágenes que ha trascendido el Cosmos y ha accedido a un modo de ser paradójico, o sea impensable, el de la libertad absoluta (cualquiera que sea el nombre que se le dé:
nirvana, asamshrta, samadhi, sahaja
, etc.). En el plano mitológico, el gesto ejemplar de la trascendencia del Mundo se ilustra con Buda, cuando proclamó que había «roto» el Huevo cósmico, la «concha de la ignorancia» y que había obtenido la dichosa, universal dignidad de Buda
[93]
.

Este ejemplo nos muestra la importancia de la perennidad de los simbolismos arcaicos relativos a la habitación humana. Estos simbolismos expresan situaciones religiosas primordiales, pero son susceptibles de modificar sus valores, enriqueciéndose con nuevas significaciones e integrándose en sistemas de pensamiento cada vez más articulados. Se «habita» en el cuerpo de la misma manera que se habita en una casa o en el Cosmos que se ha creado uno a si mismo (cf. cap. I). Toda situación legal y permanente implica la inserción en un Cosmos, en un Universo perfectamente organizado, por tanto, del modelo ejemplar, la Creación. Territorio habitado, Templo, casa, cuerpo, como hemos visto, son Cosmos. Pero todos estos Cosmos, cada cual según su modo de ser, conservan una «abertura», cualquiera que sea la expresión escogida por las diversas culturas (el «ojo» del Templo, chimenea, agujero del humo,
brahmarandhra
, etc.). De un modo u otro, el Cosmos en que se habita —cuerpo, casa, territorio tribal, este mundo de aquí en su totalidad— comunica por lo alto con otro nivel que le es trascendente.

Sucede que en una religión acósmica, como la de la India posterior al budismo, la abertura hacia el plano superior no expresa ya el tránsito de la condición humana a la sobrehumana, sino la trascendencia, la abolición del Cosmos, la absoluta libertad. La diferencia es enorme entre la significación filosófica del «huevo roto» por Buda o del «techo» fracturado por los arhats y el simbolismo arcaico del paso de la tierra al cielo a lo largo del
Axis mundi
o por el agujero del humo. Queda en pie que la filosofía y la mística indias han escogido con preferencia, entre los símbolos que podían significar la ruptura ontológica y la trascendencia, esta imagen primordial del estallido del techo. La superación de la condición humana se traduce, por medio de imágenes, en la destrucción de la «casa», es decir, del Cosmos personal que se ha escogido para habitar en él. Toda «morada estable» donde uno se «instala» equivale, en el plano filosófico, a una situación esencial que se ha asumido. La imagen del estallido del techo significa que se ha abolido
toda «situación»
, que se ha escogido no la
instalación en el mundo
, sino la libertad absoluta que, para el pensamiento indio, implica la aniquilación de todo mundo condicionado.

No es en modo alguno necesario analizar detenidamente los valores otorgados por cualquiera de nuestros contemporáneos no-religiosos a su cuerpo, a su casa y a
su
universo para medir la enorme distancia que le separa de los hombres pertenecientes a las culturas primitivas y orientales de que acabamos de hablar. Al igual que la habitación de un hombre moderno ha perdido sus valores cosmológicos, su cuerpo está privado de toda significación religiosa y espiritual. En resumen, se podría decir que, para los modernos desprovistos de religiosidad, el Cosmos se ha vuelto opaco, inerte, mudo: no transmite ningún mensaje, no es portador de ninguna «clave». El sentimiento de la santidad de la Naturaleza sobrevive hoy día en Europa, especialmente en las poblaciones rurales, porque es allí donde subsiste un cristianismo vivido como liturgia cósmica.

En cuanto al cristianismo de las sociedades industriales, sobre todo el de los intelectuales, ha perdido desde hace largo tiempo los valores cósmicos que poseía todavía en la Edad Media. No es que por necesidad el cristianismo urbano esté «degradado» o sea «inferior», sino que la sensibilidad religiosa de las poblaciones urbanas se ha empobrecido sensiblemente. La liturgia cósmica, el misterio de la participación de la Naturaleza en el drama cristológico se han hecho inaccesibles para los cristianos que residen en una ciudad moderna. Su experiencia religiosa no está ya «abierta» hacia el Cosmos. Es una experiencia estrictamente privada, la salvación es un problema entre el hombre y su Dios; en el mejor de los casos, el hombre se reconoce responsable no sólo ante Dios, sino también ante la Historia. Pero en estas relaciones: hombre-Dios-historia, el Cosmos no tiene sitio. Lo que permite suponer que, incluso para un cristiano auténtico, el Mundo ya no es sentido como obra de Dios.

4

El paso por la puerta estrecha

Lo que acaba de decirse sobre el simbolismo cuerpo-casa, y las homologaciones antropocósmicas que le son solidarias, dista mucho de agotar la extraordinaria riqueza del tema: nos ha sido preciso limitarnos a sólo unos pocos de sus múltiples aspectos. La «casa» —a la vez
imago mundi
y réplica del cuerpo humano— desempeña un papel considerable en los rituales y las mitologías. En algunas civilizaciones (China protohistórica, Etruria, etc.), las urnas funerarias se construyen en forma de casa: presentan una abertura superior que permite al alma del muerto entrar y salir
[94]
. La urna-casa se convierte en cierto modo en el nuevo «cuerpo» del difunto. Pero también sale de una casita en forma de capuchón el Antepasado mítico, e incluso es en una casa-urna-capuchón donde el Sol se esconde durante la noche para volver a salir por la mañana
[95]
. Hay, pues, una correspondencia estructural entre las diferentes modalidades de
tránsito
: de las tinieblas a la luz (Sol), de la preexistencia de una raza humana a su manifestación (Antepasado mítico), de la Vida a la Muerte y a la nueva existencia
post mortem
(el alma).

Hemos puesto de relieve varias veces que toda forma de «Cosmos» —el Universo, el Templo, la casa, el cuerpo humano— está provista de una «abertura» superior. Se comprende mejor ahora la significación de este simbolismo: la abertura hace posible el
paso
de un modo de ser al otro, de una situación existencial a otra. Toda existencia cósmica está predestinada al «tránsito»: el hombre pasa de la previda a la vida y finalmente a la muerte, como el Antepasado mítico pasó de la preexistencia a la existencia y el Sol de las tinieblas a la luz. Destaquemos que este tipo de «tránsito» se inscribe en un sistema más complejo, cuyas principales articulaciones hemos examinado al hablar de la Luna como arquetipo del devenir cósmico, de la vegetación como símbolo de la renovación universal y sobre todo de las múltiples maneras de repetir ritualmente la cosmogonía, es decir, el
tránsito
ejemplar de lo virtual a lo formal. Conviene precisar que todos estos rituales y simbolismos del «tránsito» expresan una concepción específica de la existencia humana: cuando nace, el hombre todavía no está acabado; tiene que nacer una segunda vez, espiritualmente; se hace hombre completo pasando de un estado imperfecto, embrionario, al estado perfecto de adulto. En una palabra: puede decirse que la existencia humana llega a la plenitud por una serie de ritos de tránsito, de iniciaciones sucesivas.

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