Los cazadores de mamuts (5 page)

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Authors: Jean M. Auel

BOOK: Los cazadores de mamuts
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Algunos miembros del Campamento captaron su estratagema y, con sonrisas maliciosas, la tomaron a broma. Para Ayla, aquello no tenía nada de divertido. Sabía que estaba haciendo algo incorrecto; la actitud de Jondalar no le servía de ayuda: él también trataba de instarla a cumplir con el papel que le correspondía.

Mamut acudió en su ayuda. La cogió del brazo y la condujo hacia la bandeja repleta de gruesas tajadas de mamut.

–Se supone que tú debes comer primero, Ayla –dijo.

–¡Pero si soy mujer! –protestó ella.

–Por eso mismo. Es nuestra ofrenda a la Madre, y es mejor que una mujer la acepte en su nombre. Coge el mejor trozo, no por ti, sino para honrar a Mut –explicó el anciano.

Ella le miró, primero con sorpresa, luego con gratitud. Cogió un plato (una pieza de marfil ligeramente curvo, tallada en un colmillo) y, con gran seriedad, eligió la mejor tajada.

Jondalar le sonrió con un gesto de aprobación, mientras los demás se adelantaban para servirse. Cuando hubo terminado, Ayla dejó el plato en el suelo, como había visto hacer a los otros.

–Hace un momento creí que ibas a enseñarnos una danza nueva –dijo una voz, a su espalda. Ayla, al volverse, se encontró con los ojos oscuros del hombre de tez oscura. Aunque la palabra «danza» le era desconocida, aquella ancha sonrisa resultaba amistosa, de modo que se la devolvió.

–¿Nadie te ha dicho que eres muy bella cuando sonríes? –preguntó él.

–¿Bella? ¿Yo? –Ayla se echó a reír, sacudiendo la cabeza, incrédula.

Jondalar se lo había dicho una vez, casi con las mismas palabras, pero Ayla no estaba en absoluto convencida. Mucho antes de llegar a mujer, era más delgada y más alta que quienes la criaban. Su aspecto era muy diferente debido a su frente abultada y al hueso extraño que tenía bajo la boca, que Jondalar llamaba mentón; por eso se creía grande y fea.

Ranec la observaba, intrigado. Ella rió con infantil abandono, como si creyera, en verdad, que él había dicho algo divertido. No era la respuesta que el hombre moreno esperaba.

Una sonrisa tímida, tal vez, o una invitación consciente y provocativa. Pero los ojos de color azul grisáceo no mostraban malicia alguna; tampoco había timidez en el modo en que ella echaba la cabeza hacia atrás, apartando la larga cabellera.

Antes bien, se movía con la gracia fluida y natural de los animales: un caballo, tal vez un león. Había en ella un aura, una cualidad indefinible, pero con elementos de completo candor y franqueza; sin embargo, ocultaba un misterio profundo. Parecía inocente como un niño, abierta a todo, pero era mujer de pies a cabeza: una mujer alta, deslumbrante, bella sin términos medios.

La observó con interés y curiosidad. Su cabellera, espesa y larga, naturalmente ondulada, tenía un intenso brillo de oro, como el de un henar agitado por el viento; sus ojos eran grandes, bien espaciados, enmarcados por pestañas algo más oscuras que los cabellos. Con la experiencia de todo escultor, examinó la estructura nítida y elegante de la cara, la gracia musculosa de su cuerpo. Cuando sus ojos se posaron en los senos turgentes y las caderas incitantes, adquirieron una expresión que desconcertó a Ayla.

Ella, ruborizada, apartó la vista. Jondalar le había dicho que era correcto, pero no estaba segura de que le gustara mirar de frente a las personas. Se sentía indefensa, vulnerable. Jondalar se encontraba de espaldas a ella, pero su actitud fue más reveladora que las palabras: estaba enojado. ¿Por qué? ¿Qué había hecho ella para provocar su enojo?

–¡Talut! ¡Ranec! ¡Barzec! ¡Mirad quiénes vienen! –gritó una voz.

Todo el mundo se volvió a mirar. Varias personas se aproximaban desde lo alto de la cuesta. Nezzie y Talut echaron a andar colina arriba, en tanto un joven se destacaba del grupo para correr hacia ellos. Se encontraron a medio camino y se abrazaron con entusiasmo. Ranec corrió al encuentro de otro; aunque el saludo fue más contenido, se adivinaba un cálido afecto en los brazos que estrecharon a un hombre de cierta edad.

Ayla, con una extraña sensación de vacío, vio que el resto del Campamento abandonaba a sus huéspedes, en su ansiedad por saludar a los parientes y amigos que volvían, todos hablando y riendo al mismo tiempo. Ella era Ayla sin Pueblo. No tenía adónde ir, ni hogar al que regresar, ni clan que la recibiera con besos y abrazos. Iza y Creb, los que la amaron, habían muerto, y ella estaba muerta para aquellos a los que amaba.

Uba, la hija de Iza, había sido como su propia hermana; eran de una misma familia por el amor, ya que no por la sangre. Pero Uba cerraría el corazón y la mente si volvía a verla, se negaría a dar crédito a sus ojos, no la vería. Broud había maldecido a Ayla con la muerte. Por tanto, ella estaba muerta.

Y Durc, ¿se acordaría de ella siquiera? Había sido preciso dejarle con el clan de Brun. Aunque hubiera podido llevárselo, habrían estado solos los dos. Si algo le hubiera pasado a ella, el niño habría quedado solo. Era mejor dejarle con el Clan. Uba le amaba y le cuidaría. Todo el mundo le amaba... menos Broud. Pero Brun le protegía y le enseñaría a cazar. Al crecer sería fuerte y valiente, tan hábil como ella con la honda, rápido para la carrera y...

De pronto se fijó en un miembro del Campamento que no había corrido cuesta arriba. Rydag estaba de pie junto a la vivienda, con una mano sobre un colmillo; miraba con ojos redondos al grupo riente y feliz, que desandaba el camino.

Ayla los vio con los ojos del niño: abrazados por la cintura, con los pequeños a cuestas, mientras otros niños brincaban, rogando que los cogieran en brazos. Ella notó que Rydag respiraba con fuerza; la excitación era excesiva.

En el momento en que echaba a andar hacia él, vio que Jondalar avanzaba en la misma dirección.

–Iba a llevarle allá –dijo él. También había reparado en el niño; los dos tenían la misma idea.

–Sí, llévale –dijo ella–. Whinney y Corredor pueden volver a ponerse nerviosos con tanta gente nueva. Iré a quedarme con ellos.

Jondalar levantó al niño de cabellos oscuros y se lo montó en los hombros, avanzando con él cuesta arriba, hacia la gente del Campamento. El joven a quien Talut y Nezzie habían recibido con tanto afecto era, aproximadamente, de la misma altura que Jondalar; alargó los brazos hacia el pequeño, saludándole con evidente alegría. Luego le trasladó a sus propios hombros para bajar hacia el alojamiento. «Le quieren», pensó Ayla. Y recordó que también la habían amado a ella, a pesar de sus diferencias.

Jondalar notó que les observaba y le sonrió. Ella sintió una oleada tal de afecto por aquel hombre cariñoso y sensible que se avergonzó de haber experimentado, momentos antes, tanta lástima de sí misma. Ya no estaba sola; tenía a Jondalar. Amaba hasta el sonido de su nombre y sus pensamientos se llenaron de él, de los sentimientos que él le inspiraba.

Jondalar. El primero de los Otros que viera jamás, hasta donde podía recordar; el primero con un rostro como el de ella y unos ojos azules como los de ella... Sólo que eran más azules: sus ojos eran tan azules que costaba creerlo.

Jondalar. El primer hombre, de cuantos había conocido, más alto que ella misma; el primero en reír con ella; el primero en verter lágrimas de dolor... por el hermano que había perdido.

Jondalar. El hombre que le había sido dado por su tótem como presente, llevado sin duda hasta el valle donde ella se había asentado al abandonar el Clan, cansada de buscar a Otros como ella.

Jondalar. El que le había enseñado a hablar otra vez con palabras, no sólo con los gestos del Clan. Jondalar, cuyas manos sensitivas sabían dar forma a una herramienta, rascar a un potrillo o montarse a un niño en los hombros. Jondalar, que le había enseñado las alegrías del cuerpo y que la amaba, y a quien ella amaba como no había creído que fuera posible amar.

Caminó hacia el río, hasta el meandro donde había atado a Corredor, valiéndose de una soga larga, a un árbol achaparrado. Se limpió los ojos húmedos con el dorso de la mano, sobrecogida por aquella emoción que todavía le resultaba tan nueva. Buscó su amuleto, un saquito de cuero que colgaba de su cuello, y palpó los objetos que contenía mientras pensaba en su tótem.

–Espíritu del Gran León Cavernario, Creb decía siempre que era difícil vivir con un tótem poderoso. Tenía razón. Las pruebas han sido siempre difíciles, pero siempre valieron la pena. Esta mujer está agradecida por la protección y por los dones de su poderoso tótem. Por las dádivas interiores, como las cosas aprendidas, y por las de aquellos a quien ama, como Whinney y Corredor, y Bebé, y sobre todo por Jondalar.

Whinney se acercó a ella en cuanto la vio junto al potrillo y resopló suavemente a modo de saludo. Ella apoyó la cabeza en el cuello de la yegua. Se sentía cansada, exhausta. No estaba habituada a encontrarse entre tanta gente, a tantos acontecimientos, a un grupo tan ruidoso. Le dolía la cabeza, le palpitaban las sienes, sentía una fuerte presión en el cuello y en los hombros. Whinney se recostó contra ella. Corredor fue a reunirse con ellas y sumó su propio peso por el otro costado, hasta que Ayla se sintió aplastada entre los dos. Pero no le importó.

–¡Basta! –dijo, al fin, dando una palmada en el flanco al potrillo–. Te estás poniendo demasiado grande, Corredor, para estrujarme así. ¡Mira lo crecido que estás! ¡Casi tanto como tu madre! –le rascó un poco; después frotó a Whinney, dándole palmaditas, hasta que notó la presencia de sudor seco–. A ti también te es difícil, ¿verdad? Más tarde te cepillaré con cardas secas. Pero aquí llega gente, así que probablemente volverás a llamar la atención. Será más fácil cuando se acostumbren a verte.

Ayla, sin darse cuenta, había vuelto a utilizar el lenguaje privado que había creado en los años que pasara sola, con los animales por única compañía. Se componía, en parte, de gestos aprendidos del Clan y, en parte, de variaciones sobre las pocas palabras que los miembros de aquél hablaban, imitaciones de ruidos de animales y vocablos sin sentido, como los que había empleado con su hijo. Para cualquier otra persona, las señales de sus manos habrían pasado inadvertidas y sus murmullos habrían parecido una serie de gruñidos y sílabas repetidas. Quizá nadie lo habría tomado por lenguaje.

–Es posible que también Jondalar quiera cepillar a Corredor –de pronto se le ocurrió una idea inquietante. Cogió de nuevo su amuleto y trató de ordenar sus pensamientos–. Gran León Cavernario, Jondalar también es ahora tu elegido; tiene en la pierna las cicatrices de tu marca, igual que yo.

Sus pensamientos volvieron al antiguo lenguaje silencioso que sólo se formulaba con las manos, el adecuado para hablar con el mundo espiritual.

–Espíritu del Gran León Cavernario: ese hombre elegido no sabe de totems. No sabe de pruebas, no conoce los rigores de un tótem poderoso, ni los dones y el aprendizaje. Incluso a esta mujer, que sabe, le han resultado difíciles. Esta mujer ruega al Espíritu del León Cavernario..., suplica que este hombre...

Ayla se interrumpió. No estaba segura de lo que deseaba pedir. No quería solicitar al Espíritu que no pusiera a prueba a Jondalar, pues de ese modo perdería los beneficios que tales pruebas siempre brindaban; ni siquiera pedía que fuera blando con él. Después que ella misma, tras sufrir tan duros rigores, adquiriera habilidades y comprensiones inusitadas, había llegado a creer que los beneficios obtenidos guardaban estrecha relación con la severidad de la prueba. Ordenó sus ideas y continuó:

–Esta mujer suplica al Espíritu del Gran León Cavernario que ayude al hombre elegido a conocer el valor de su poderoso tótem, a saber que, por difícil que pueda parecerle, la prueba es necesaria.

Por fin terminó y dejó caer las manos.

–¿Ayla?

Giró en redondo y se encontró con Latie.

–Sí.

–Parecías... ocupada. No quise interrumpirte.

–Ya he terminado.

–A Talut le gustaría que llevaras los caballos. Ya ha dicho a todos que no deben hacer nada sin tu permiso, que no los asusten ni los pongan nerviosos... Creo que ha inquietado a más de uno.

–Iré –dijo Ayla y sonrió–. ¿Tú gusta volver caballo?

La cara de Latie se dilató en una amplia sonrisa. Cuando sonreía así se parecía a Talut.

–¿Puedo? ¿De verdad?

–Tal vez gente no nerviosa cuando ve tú en Whinney. Ven. Aquí roca. Ayudo tú subir.

Cuando Ayla apareció tras el recodo, seguida por una yegua adulta con la niña sobre el lomo y por un potrillo inquieto, todas las conversaciones se interrumpieron. Los que ya habían visto antes una escena parecida, aunque todavía asombrados, disfrutaban del aturdido desconcierto que reflejaba el rostro de los recién llegados.

–Ya lo ves, Tulie, ¡te lo he dicho! –exclamó Talut dirigiéndose a una mujer de pelo oscuro, que se le parecía en tamaño, ya que no en el colorido. Era más alta que Barzec, el hombre del último hogar, que estaba junto a ella y la abrazaba por la cintura. Cerca de ellos estaban los dos hijos de aquel hogar, de trece y ocho años, y la hermana de seis, a quien Ayla había sido presentada poco antes.

Cuando llegaron a la vivienda, Ayla desmontó a Latie y acarició a Whinney, que dilataba las fosas nasales ante el olor de los desconocidos. La niña corrió hacia un joven desgarbado y pelirrojo, que aparentaba unos catorce años, aunque era casi tan alto como Talut, si bien su cuerpo aún no se había desarrollado del todo. Sin tener en cuenta la edad, era casi idéntico a él.

–Ven y te presentaré a Ayla –dijo Latie, arrastrándole hacia la mujer de los caballos.

Él se dejó arrastrar. Jondalar se había acercado para mantener quieto a Corredor.

–Éste es Danug, mi hermano –explicó Latie–. Ha estado lejos mucho tiempo, pero ahora se quedará en casa, pues ya sabe todo lo necesario para obtener el pedernal. ¿Verdad, Danug?

–No lo sé todo, Latie –contestó el muchacho, algo azorado.

Ayla sonrió.

–Te saludo –dijo alargando las manos.

Eso le azoró aún más. Era el hijo del Hogar del León y habría debido ser el primero en saludar a la visitante, pero estaba sobrecogido por la belleza de aquella forastera que ejercía tanto poder sobre los animales. Cogió las manos extendidas, murmurando un saludo. Whinney eligió el momento para resoplar y alejarse; entonces él soltó rápidamente las manos de la mujer al notar que, por alguna razón, la yegua no le aprobaba.

–Whinney aprenderá más pronto a reconocerte si le das palmaditas y dejas que te olfatee –dijo Jondalar, percibiendo la incomodidad del joven. Estaba en una edad muy difícil: ya no era un niño, pero tampoco un hombre todavía–. ¿Has estado aprendiendo a obtener pedernal? –preguntó, para entablar conversación, tratando de tranquilizar al muchacho, mientras le enseñaba cómo acariciar al animal.

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