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Authors: Jean M. Auel

Los cazadores de mamuts (91 page)

BOOK: Los cazadores de mamuts
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El muro circular no estaba terminado, pero estaban trabajando en el resto del albergue, encastrando escápulas y huesos pélvicos de un modo rítmico y simétrico, en un montaje perfecto. Por dentro, una estructura de madera proporcionaba el soporte adicional al armazón. Al parecer, el techo sería construido con colmillos de mamut.

–¡Es la obra de un verdadero artista! –dijo Ranec, acercándose para admirar el trabajo.

Ayla estaba segura de esa aprobación. Notó que Jondalar se mantenía a cierta distancia, sosteniendo a Corredor por la soga, y comprendió que no estaba menos impresionado por la inspirada mente que había concebido aquella idea. En realidad, todo el Campamento del León había enmudecido. Sin embargo, tal como Tulie esperaba, los componentes del Campamento del Mamut quedaron igualmente atónitos ante los visitantes..., mejor dicho, ante los animales domesticados que viajaban con ellos.

Ambos grupos se contemplaron unos instantes con asombro y admiración. Por fin, un hombre y una mujer, algo más jóvenes que los jefes del Campamento del León, se acercaron para saludar a Tulie y a Talut. El hombre había estado acarreando pesados huesos de mamut cuesta arriba; estaba desnudo de cintura para arriba y cubierto de sudor. Su cara tenía tantos tatuajes que a Ayla le costaba trabajo no mirarle con fijeza. No sólo tenía un diseño de cheurones en la mejilla izquierda, como el Mamut del Campamento del León, sino también una serie de zigzags, triángulos y rombos, además de espirales en ángulos rectos, de dos colores, azul y rojo.

Era obvio que también la mujer había estado trabajando: tenía el torso desnudo y, en lugar de pantalones, llevaba sólo una falda envolvente que le cubría hasta por debajo de las rodillas. Aunque no tenía tatuajes, el costado de su nariz estaba atravesado por un trocito de ámbar tallado y pulido.

–¡Tulie, Talut, qué sorpresa! No os esperábamos, pero, en nombre de la Madre, os damos la bienvenida al Campamento del Mamut –dijo la mujer.

–En nombre de Mut, os agradecemos la bienvenida, Avarie –correspondió Tulie–. No era nuestra intención llegar en un momento inoportuno.

–Estábamos cerca, Vincavec –agregó Talut–, y no podíamos pasar sin detenernos.

–Nunca es mal momento para recibir una visita del Campamento del León –replicó el hombre–. Pero ¿cómo se explica que estuviérais cerca? Esto no se halla en el camino que debéis seguir para llegar al Campamento del Lobo.

–El mensajero que vino a advertirnos sobre el cambio de sitio de la Reunión nos contó que, en un Campamento Sungaea por donde había pasado, había enfermos graves. Tenemos un nuevo miembro, una Mujer Que Cura: Ayla del Hogar del Mamut –presentó Talut, haciéndole señas de que se adelantara–. Ella quiso prestar ayuda. Venimos de allá.

–Sí, conozco ese Campamento –dijo Vincavec.

Y se volvió hacia Ayla. Por un momento la muchacha sintió que aquellos ojos se centraban en ella. Vaciló unos segundos, pues aún no estaba del todo habituada a sostener la mirada directa de un desconocido, pero consideró que no era el momento de exteriorizar la timidez y el pudor de las mujeres del Clan y afrontó la mirada de Vincavec sin bajar la vista. De pronto, él se echó a reír, y sus ojos grises, muy claros, relucieron de aprobación, apreciando su feminidad. Ella reconoció entonces que Vincavec era un hombre atractivo, no porque sus facciones fueran particularmente bellas, aunque los tatuajes llamaban la atención, sino porque reflejaban inteligencia y fuerza de voluntad. Él levantó la vista hacia Mamut, que seguía a lomos de Whinney.

–Con que todavía estás con nosotros, anciano –dijo, visiblemente complacido. Y agregó, con una sonrisa de complicidad–: Y todavía con sorpresas. ¿Desde cuándo te has convertido en Llamador? ¿O necesitamos otro nombre? ¿Dos caballos y un lobo, viajando con el Campamento del León? Esto supera al Don de la Llamada.

–Se necesitaría otro nombre, Vincavec, pero este don no es mío. Los animales obedecen a Ayla.

–¿Ayla? Parece que el viejo Mamut ha encontrado una hija digna de él.

Vincavec la estudió nuevamente, con evidente interés. No vio el destello de ira en los ojos de Ranec, pero Jondalar sí, y comprendió sus sentimientos; por primera vez experimentó un extraño parentesco con el tallista.

–Basta de estar aquí conversando de pie –objetó Avarie–. Para eso habrá tiempo de sobra. Los viajeros deben de estar cansados y hambrientos. Dejad que os prepare algo de comer y un lugar para que descanséis.

–Ya vemos que estáis construyendo un nuevo albergue, Avarie. No hace falta que os molestéis por nosotros. Bastará con un sitio donde podamos montar las tiendas –dijo Tulie–. Más tarde será un placer compartir una comida con vosotros y, tal vez, mostraros algunas pieles de reno y de otros animales que hemos traído.

–¡Tengo una idea mejor! –tronó Talut, dejando su mochila–. ¿Y si os ayudamos? Quizá no sepa dónde poner las piezas, pero tengo espaldas lo bastante anchas para llevar uno o dos huesos de mamut.

–Sí, a mí también me gustaría ayudar –se ofreció Jondalar, adelantándose con Corredor, tras haber depositado a Rydag en el suelo–. Esa cabaña es muy extraña. Nunca he visto nada igual.

–Por favor, os aceptamos con gusto la ayuda. Algunos están impacientes por acudir a la Reunión de Verano, pero debemos dejar esto terminado antes de partir: para que una cabaña quede bien asentada es preciso hacerla en verano. El Campamento del León es muy generoso –dijo Vincavec.

Mientras hablaba, Vincavec se preguntó cuántas piezas de ámbar le costaría aquella generosidad cuando se iniciara el intercambio. No obstante, decidió que valía la pena terminar la cabaña y acalló a algunos descontentos.

No había reparado, en un principio, en el hombre rubio que acompañaba a los visitantes. Le miró dos veces y volvió sus ojos hacia Ayla, que estaba liberando a Whinney de los travesaños. Él era forastero, como la muchacha, y parecía igualmente familiarizado con los caballos. Pero también el pequeño cabeza chata parecía familiarizado con el lobo, y él no era forastero. Sin duda aquello tenía algo que ver con la muchacha. El mamut-jefe del Campamento del Mamut volvió a fijar su atención en Ayla. Notó que el tallista moreno la rondaba; Ranec siempre había sabido reconocer lo bello y lo excepcional. Más aún, actuaba de modo posesivo. Pero en ese caso, ¿qué papel desempeñaba el desconocido? ¿Tenía algo que ver con la mujer? Vincavec miró de reojo a Jondalar; entonces advirtió que también éste observaba a Ayla y a Ranec.

Llegó a la conclusión de que allí pasaba algo y sonrió. Cualesquiera que fuesen las relaciones existentes entre ellos, si los dos hombres estaban tan interesados era probable que la mujer aún no estuviera definitivamente emparejada. Y la estudió una vez más. Era hermosa, hija del Hogar del Mamut y una Mujer Que Cura, por añadidura; al menos, eso aseguraban. Y poseía un dominio inigualable sobre los animales. Una mujer de alto rango, sin duda, pero ¿de dónde provenía? ¿Y por qué eran siempre los del Campamento del León quienes aparecían con las cosas más extrañas?

Las dos jefas estaban de pie, dentro de una cabaña nueva, ya terminada, pero aún vacía. Aunque la parte exterior estaba cubierta, el diseño en zigzag era sutilmente visible en el interior.

–¿Estás segura de que no quieres viajar con nosotros, Avarie? –preguntó Tulie. Una nueva sarta de grandes cuentas de ámbar le adornaba el cuello–. Para nosotros no sería un inconveniente esperar algunos días más, hasta que estéis dispuestos.

–No, adelantaos vosotros. Sé que estáis ansiosos por llegar a la Reunión y ya nos habéis ayudado demasiado. La cabaña está casi concluida, y sin vosotros no habríamos podido correr tanto.

–Ha sido un placer trabajar con vosotros. Confieso que la cabaña es impresionante, un verdadero honor para la Madre. Tu hermano es una persona realmente notable. Aquí dentro se puede sentir la presencia de la Madre.

Lo decía sinceramente, y así lo comprendió Avarie.

–Gracias, Tulie. No olvidaremos vuestra ayuda. Por eso no queremos reteneros más. Ya os habéis retrasado por ayudarnos. Los mejores sitios estarán ocupados.

–No tardaremos mucho en llegar. Nuestra carga ha quedado bastante aligerada. El Campamento del Mamut sabe negociar.

Los ojos de Avarie se fijaron en el nuevo collar de la jefa.

–No tanto como el Campamento del León.

Mentalmente Tulie estaba de acuerdo, convencida de que su Campamento había sacado la mayor ventaja del trueque, pero no sería correcto admitirlo. Por tanto, cambió de tema.

–Bueno, os esperaremos allí con impaciencia. Si es posible, trataremos de reservaros un lugar.

–Os lo agradeceríamos, pero sospecho que seremos los últimos en llegar. Habrá que aceptar lo que quede. De todas formas, buscaremos a tu grupo –dijo Avarie mientras salían.

–Entonces nos iremos por la mañana –declaró Tulie.

Las dos mujeres se abrazaron, mejilla contra mejilla. Luego, la jefa del Campamento del León echó a andar hacia las tiendas.

–Ah, Tulie, si no veo a Ayla antes de que os marchéis, por favor, agradécele otra vez la piedra de fuego –exclamó Avarie. Y agregó, como sin darle importancia–: ¿Habéis fijado ya su Precio Nupcial?

–Hemos estado pensando en eso, pero tiene que ofrecer... Es difícil –Tulie dio algunos pasos más, pero se volvió, sonriente–. Ella y Deegie son tan íntimas que Ayla es como otra hija para mí.

Apenas pudo contener una sonrisa, mientras se alejaba. Creía haber advertido que Vincavec prestaba una especial atención a Ayla y estaba segura de que el comentario de Avarie no era gratuito. Sin duda había sido él quien había pedido a su hermana que tanteara el asunto. «No sería una mala Unión», pensó Tulie. Además, tener vínculos con el Campamento del Mamut podía ser beneficioso. Claro que Ranec tenía más derechos que ningún otro; al fin y al cabo, habían pronunciado la Promesa. Pero si alguien como Vincavec hacía una propuesta, no se perjudicaba a nadie teniéndola en cuenta. Cuanto menos, aumentaría el valor de la muchacha. Sí, Talut había tenido una buena idea al sugerir que se detuvieran para efectuar algunos trueques.

Avarie la siguió con la vista. «Conque Tulie va a negociar personalmente el Precio Nupcial», pensó. «Ya me lo imaginaba. Quizá convenga que, al pasar, nos detengamos en el Campamento del Ámbar. Sé dónde guarda madre las piedras en bruto. Y si Vincavec quiere pedir a Ayla, necesitará todo lo que pueda reunir. Nunca vi a nadie con tanta maña como Tulie para negociar», reconoció Avarie, admirándola a pesar suyo. Hasta entonces no había sentido un especial aprecio por la corpulenta jefa del Campamento del León, pero durante aquellos pocos días en que habían tenido ocasión de conocerse mejor, había llegado a respetarla y hasta a cobrarle cierto afecto. Tulie había trabajado duro junto a ellos y era generosa en sus elogios, cuando los consideraba merecidos. Si negociaba de un modo formidable, tal era el papel de las jefas. «Por cierto», pensó Avarie, «si yo fuera más joven y quisiera establecer una Unión, me gustaría que mi Precio Nupcial fuera negociado por alguien como ella.»

Cuando el Campamento del León abandonó el Campamento del Mamut, se dirigió hacia el norte, siguiendo por lo general el curso del río. En los parajes por donde discurrían las grandes vías fluviales que surcaban el continente, el paisaje cambiaba continuamente y ofrecía una gran variedad de vida vegetal. En su marcha, los Mamutoi habían de pasar de las ondulaciones rocosas de la tundra y las planicies loéssicas a los lagos forestales poblados de juncos, de los pantanos rebosantes de vida a los cerros barridos por el viento y a las praderas salpicadas de flores estivales. Aunque las plantas del norte eran achaparradas, sus flores solían ser más grandes y de colores más vistosos que las de las variedades meridionales. Ayla podía identificarlas casi todas, aunque no siempre conociera sus nombres. Con frecuencia, cuando se paseaba a pie o a caballo, recogía alguna y se las mostraba a Mamut, a Nezzie, a Deggie o a algún otro para que le dijeran cómo se llamaban.

Cuanto más se acercaban a la sede de la Reunión de Verano, más excusas buscaba Ayla para aislarse de los demás. El verano había sido siempre la estación en que necesitaba soledad. Siempre lo había hecho así desde que tenía memoria. En el invierno aceptaba el confinamiento impuesto por el clima riguroso, ya fuera en la cueva de Brun, en su valle o en el albergue de los Mamutoi. Pero en verano, aunque no le gustaba estar sola por la noche, disfrutaba paseando en solitario durante el día. Era el tiempo en que podía dar rienda suelta a sus propios pensamientos y seguir sus propios impulsos, libre de restricciones y vigilancias impuestas por la sospecha o el amor.

Cuando acampaban al atardecer, le resultaba fácil poner el pretexto de que salía en busca de plantas o a cazar. Y hacía ambas cosas: cogía su honda y su lanzavenablos para traer carne fresca. Pero, en realidad, lo que deseaba era estar sola. Necesitaba tiempo para pensar. Sin saber por qué, temía el momento de la llegada. Ya conocía a muchas personas y había sido aceptada con facilidad, de modo que el problema no era ése. Pero cuanto más se acercaban, más se entusiasmaba Ranec y más deprimido se veía a Jondalar. Y ella deseaba con mayor anhelo poder evitar aquella reunión de los Campamentos.

En la última noche del viaje, Ayla volvió de una larga caminata trayendo un puñado de flores. Notó que habían alisado la tierra junto al fuego y que Jondalar estaba trazando marcas en ella con el cuchillo de dibujar. Tornec tenía en la mano un trozo de marfil y otro cuchillo; estaba estudiando las marcas.

–Aquí viene –dijo Jondalar al verla–. Ella te lo indicará mejor que yo. No estoy seguro de poder hallar el camino que conduce al valle desde el Campamento del León, pero sí estoy seguro de que me sería imposible desde aquí. Nos hemos desviado demasiadas veces.

–Jondalar estaba tratando de hacer un mapa para señalar el camino hasta el valle donde encontraste las piedras de fuego –explicó Talut.

–Las he estado buscando desde que partimos, pero no he visto una sola –agregó Tornec–. Me gustaría dar una vuelta por allí un día de éstos y conseguir otras. Las que tenemos no durarán toda la vida. La mía ya tiene un surco profundo.

–Me cuesta calcular las distancias –dijo Jondalar–. Como viajábamos a caballo, resultaba difícil saber cuántos días tardaríamos a pie. Y explorábamos mucho, nos deteníamos cuando nos parecía bien, no seguíamos ninguna senda lógica. Estoy casi seguro de que retrocedimos cuando cruzamos el río que atraviesa vuestro valle, más al norte; quizá en más de una oportunidad. Al regresar era casi invierno, y muchos de los puntos de referencia habían cambiado.

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