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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Ciencia Ficción

Los cerebros plateados (19 page)

BOOK: Los cerebros plateados
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—Acaban de oír el capítulo primero y el comienzo del capítulo segundo de
El azote del espacio
—dijo, dirigiendo su voz a los tres micrófonos—. ¿Qué opinan ustedes? ¿Pueden mejorarlo? En caso afirmativo, ¿cómo? Por favor, indiquen a grandes rasgos cómo efectuarían la revisión.

Conectó un altavoz al más pequeño de los tres huevos.

—Repugnante mono charlatán —recitó el altavoz en tono tranquilo y desapasionado—, verdugo de mentes indefensas, chimpancé fanfarrón, asno orejudo, araña…

—Gracias, Media Pinta —dijo Cullingham, desconectando el altavoz—. Ahora vamos a conocer las opiniones de Nick y de Doble Nick.

Pero cuando iba a conectar otro de los huevos plateados, la mano de la enfermera Bishop se interpuso. Sin pronunciar una sola palabra, desconectó rápidamente los micrófonos, dejando incomunicados a sus pupilos.

Entonces dijo:

—Apruebo su intención, caballeros, pero creo que no están utilizando el sistema más adecuado.

—¡Lo que me faltaba! —estalló Flaxman—. El ser la mandona de la guardería no le confiere ninguna autoridad aquí.

Cullingham alzó una mano.

—No te precipites, Flaxy —dijo—. Todas las opiniones son dignas de ser oídas. Lo cierto es que no he obtenido los progresos que esperaba.

La enfermera Bishop prosiguió:

—No es mala idea el obligar a los cerebros a que escuchen toda clase de literatura y pedirles su juicio crítico, para interesarles de nuevo en su profesión. Pero sus reacciones deberían ser verificadas y corregidas.

Sonrió maquiavélicamente y dirigió un guiño de complicidad a los dos socios.

Cullingham mostró interés.

—Siga emitiendo por esa longitud de onda.

Gaspard se encogió de hombros y aplicó la taladradora a la jamba de la puerta.

—Conectaré unos altavoces suplementarios a los tres cerebros y escucharé lo que digan mientras usted lee —siguió diciendo la enfermera Bishop—. En las pausas, les susurraré algunas palabras. De ese modo no se sentirán incomunicados y deseando poder hablar para maldecirle, como hacen ahora. Yo escucharé sus quejas y al mismo tiempo les haré un poco de propaganda de la Rocket House.

—¡Estupendo! —exclamaron Flaxman y Cullingham.

Gaspard se acercó a la mesa escritorio en busca de los tornillos.

—Disculpe, señor Flaxman —dijo en voz baja—, pero ¿de dónde diablos ha sacado esa porquería que lee el señor Cullingham?

—De un montón de originales rechazados —repuso con sinceridad Flaxman—. No lo creerá usted, pero después de cien años de literatura exclusivamente fabricada por máquinas, cien años de continuas devoluciones de originales, los aficionados siguen enviando manuscritos.

Gaspard asintió.

—Algunos aficionados de un círculo llamado Gente de Letras estaban sobrevolando la Rocket House en un helicóptero cuando nosotros llegamos.

—Sin duda proyectan bombardearnos con baúles de antiguos manuscritos —dijo Flaxman.

Cullingham recitó:

«En la última fortaleza del último planeta defendido por los terráqueos, Grant Ironstone sonrió a su aterrado ayudante Potherwell. "Cada victoria del Gran Khan —dijo Grant pensativamente— acerca más a la derrota a los octopos amarillos. Te diré por qué. Potherwell, ¿sabes cuál es la fiera más terrible, más astuta, más peligrosa de todo el universo cuando se despierta?" "Un octopo enloquecido", sugirió Potherwell. Grant sonrió. "No, Potherwell —dijo, colocando un dedo sobre el estrecho tórax del tembloroso ayudante—. Eres tú. ¡El hombre!, ésa es la respuesta."»

La enfermera Bishop se inclinaba ahora sobre los altavoces suplementarios, conectados a los enchufes inferiores de los huevos. De vez en cuando susurraba algo que sonaba como un «tranquilos, tranquilos» apaciguador. Gaspard seguía arreglando la puerta. Flaxman fumaba para dominar su nerviosismo ante la presencia de los huevos; sólo unos ocasionales respingos y las gotas de sudor que perlaban su frente evidenciaban su alteración. El capítulo segundo de
El azote del espacio
avanzaba implacablemente hacia el momento culminante de la acción.

Mientras Gaspard, después de fijar el último tornillo, contemplaba satisfecho el resultado de su tarea, llamaron discretamente a la puerta. Gaspard la abrió con sigilo y entró Zane Gort, el cual se detuvo respetuosamente para no molestar.

Cullingham, con voz ligeramente ronca, declamaba:

«Mientras Potherwell, con los dedos engarriados, aterrizaba sobre el saco cerebral de color amarillo del malvado octopo, Grant Ironstone gritó: "¡Hay un espía entre nosotros!", y agarró el corpiño membranoso de Zyla, reina de las Estrellas Heladas, y lo desgarró. "¡Mirad! —advirtió a los asombrados mariscales del espacio—. ¡Cúpulas radar gemelas!" Capítulo tercero: A la luz de la luna del sombrío planeta Kabar, cuatro jefes criminales se observaban el uno al otro suspicazmente.»

Zane Gort miró a Gaspard.

—¿Sabes una cosa? —dijo—. Es muy curioso que los humanos terminen siempre una novela o un capítulo con el descubrimiento de que la mujer hermosa es un robot, precisamente cuando el argumento empezaba a ser interesante. Y sin molestarse siquiera en describir la forma, el color, etcétera, del robot, ni decir siquiera si es un robot o una róbix.

Meneó su cabeza de metal.

—En esto no puedo ser imparcial, desde luego, pero tú dirás si te gustaría una novela en que el hermoso robot resultara ser una mujer, y sin una sola palabra acerca de su cutis, el color de sus cabellos y las medidas de su busto, ni siquiera si era un hada o una bruja…

Volvió su único ojo hacia Gaspard y parpadeó:

—Ahora que me acuerdo, en cierta ocasión terminé un capítulo de las aventuras del Doctor Tungsteno precisamente de esa manera: «Paula Platino resultaba ser una cáscara de robot vacía con una estrella cinematográfica dentro, manejando los controles». Comprendí que mis lectores se sentirían defraudados, y lo único que se me ocurrió como compensación al final fue describir a Vilya Plateada engrasándose a si misma. Eso siempre les parece emocionante.

30

Cullingham tuvo un acceso de tos.

—Basta por ahora —dijo Flaxman—. Será mejor que descanses un poco. Oigamos a los cerebros.

—Doble Nick tiene algo que decir —anunció la enfermera Bishop, aumentando el volumen del altavoz.

—Señores —dijo uno de los dos huevos de mayor tamaño—, supongo que comprenden que nosotros sólo somos cerebros. Tenemos vista, oído, la facultad de hablar…, y eso es todo. Nuestro aparato glandular es mínimo, créanme; apenas el necesario para que nuestra existencia no sea puramente vegetativa. Por eso que les pregunto con la mayor deferencia y humildad cómo esperan que nos interese producir narraciones donde haya acción trepidante, sensaciones apropiadas para adultos de mentalidad infantil, y aburridas elucubraciones sobre esa necesidad vital que ustedes llaman eufemísticamente amor.

Los labios de la enfermera Bishop se fruncieron en una extraña sonrisa, pero no dijo nada.

—En la época en que yo tenía cuerpo —continuó Doble Nick antes de que ninguno de los socios pudiera decir algo—, había un aluvión de libros semejantes. Tres de cada cuatro cubiertas de libros sugerían sin rodeos que el acto amoroso era descrito en el texto con satisfactorio detalle, bien condimentado con violencia y perversiones, aunque también adobado con una capa de falsa moralidad. Recuerdo que en aquella época solía pensar que el noventa por ciento de las llamadas perversiones eran simplemente un deseo natural de contemplar al objeto de nuestra adoración y asistir a un acto placentero desde todos los ángulos posibles, como cuando se desea contemplar una bella estatua desde todos los lados. Hoy, debo confesarlo, todo eso me aburre. Es posible que ello se deba a mi condición física, o mejor dicho, a la carencia de tal condición. Pero me deprime mucho pensar que al cabo de cien años la raza humana sigue deseando esa clase de emociones, que en el fondo no son sino consecuencia de una represión. Además, dando por sentado que ustedes desean que produzcamos relatos de amor, debo advertir que no nos proporcionan estímulos adecuados. Hemos permanecido encerrados durante más de un siglo y, ¿qué espectáculo se nos ofrece al salir? ¡Dos editores! Perdonen, señores, pero creo que podían habernos dedicado un poco más de imaginación. Cullingham dijo fríamente:

—Supongo que podríamos organizar ciertas visitas, especialmente a lugares dotados de escondrijos para los mirones. ¿Qué te parece la casa de Madame N, para empezar, Flaxy?

—Bien sabes que eso no es posible, Cully —dijo Flaxman—. Los cerebros no pueden salir de la guardería, excepto para venir a esta oficina. Ésa es la norma número uno de Zukie, que todos los Flaxman han jurado respetar. Lo último que dijo Zukie fue que el transportar a los cerebros de un lado a otro sería mortal para ellos.

—Además —continuó el huevo, ignorando los comentarios—, a juzgar por los engendros que nos han leído, aun teniendo en cuenta que se trata de material rechazado, es evidente que el oficio de escritor ha venido a menos. Ahora, si quieren leernos alguna de esas obras de las máquinas redactoras que según ustedes son tan buenas… Durante nuestro retiro, como saben, sólo hemos leído libros de texto y clásicos. Otra de las incontables normas del querido Daniel.

—Sinceramente, preferiría no hacerlo —dijo Cullingham—. Creo que su producción será mucho más pura sin la influencia de las máquinas redactoras. Y, por otra parte, ustedes trabajarán más a gusto.

—¿Acaso cree que esos subproductos, esos excrementos mecánicos, podrían causarnos complejo de inferioridad? —preguntó Doble Nick.

Gaspard se enfureció y deseó que Cullingham les leyera un buen fragmento elaborado por una máquina redactora, para que Doble Nick tuviera que tragarse sus palabras. Trató de recordar algún párrafo superbrillante para citarlo, algo de los mejores libros que había leído recientemente, o de su propio
Contraseñas de pasión
. Pero su cerebro parecía envuelto en una desconcertante bruma sonrosada. Lo único que pudo recordar fueron los elogios editoriales de la sobrecubierta. Se dijo a si mismo que sin duda esto se debía a que todas las frases del libro eran tan brillantes, que ninguna de ellas sobresalía de las demás. Pero no le satisfizo del todo aquella explicación.

—Si se niegan ustedes a ser sinceros con nosotros y a poner todas sus cartas sobre la mesa —dijo Doble Nick—, si se niegan a darnos los antecedentes completos…

El huevo dejó sin terminar la frase.

—¿Por qué no empiezan ustedes por ser sinceros con nosotros? —contraatacó Cullingham—. Por ejemplo, ni siquiera sabemos su nombre. Deje su anonimato; un día u otro tendrá que renunciar a él. ¿Quién es usted?

El huevo guardó silencio unos instantes, y luego dijo:

—Soy el corazón del siglo xx. Soy el cadáver viviente de una mente del siglo de la confusión, un fantasma sacudido aún por los vientos de la incertidumbre que azotaron la Tierra cuando el hombre descubrió los secretos del átomo y se encaró con su destino hacia las estrellas. Soy libertad y odio, amor y miedo, ideales elevados y bajos placeres, un espíritu siempre exultante y a menudo dubitativo, atormentado por sus propias limitaciones, una maraña de urgencias, un remolino de electrones. Eso es lo que soy. Nunca sabrán mi nombre.

Cullingham permaneció un rato con la cabeza baja, y luego hizo una seña a la enfermera Bishop. Ésta desconectó el altavoz. Cullingham dejó caer al suelo las páginas restantes de
El azote del espacio y
tomó un manuscrito mecanografiado, encuadernado en plástico de color púrpura con el emblema de la Rocket House —una esbelta nave espacial con varias serpientes enroscadas a su alrededor— grabado en oro.

—Probemos con otra cosa —dijo—. No es mecalingua, sino algo muy distinto a lo que han estado oyendo.

—¿Está la señorita Jackson en la guardería? —le preguntó Gaspard a Zane.

Hablaban en voz baja al otro lado de la puerta.

—Pues si —respondió el robot—. Se parece mucho a la señorita Bishop, pero en rubio. Gaspard, ¿dónde está la señorita Rubores?

—No la he visto. ¿Ha vuelto a desaparecer?

—Sí. Al parecer, aquellos seres humanos en envases plateados la ponían nerviosa; pero dijo que se reuniría conmigo aquí.

Gaspard enarcó las cejas.

—¿Has preguntado al nuevo robot–puerta o al empleado que le acompaña si la han visto entrar?

Zane agitó sus pinzas.

—Cuando llegué no había ningún robot–puerta, ni ningún empleado. Serían impostores, supongo. Pero he visto delante del edificio a un investigador federal llamado Winston P. Mears. Le conocí durante una investigación de la que fui protagonista. Me acusaban, aunque no pudieron demostrarlo, de proyectar robots gigantes con accionamiento atómico. En realidad, se trataba de un progreso tecnológico inevitable, aunque parezca aterrorizar a la mayoría de los humanos. Pero el caso es que Mears está aquí, y por mucho que yo adore a la señorita Rubores no olvido que es empleada oficial y por tanto, quieras que no, agente secreto del gobierno. Piénsalo, Gaspard.

Gaspard lo intentó, pero estaba distraído, sobre todo con lo que Cullingham leía ahora:

«Clinc, clinc, clinc resonaban las pinzas, sujetando el cable a la aerodinámica carga. Clinc, clinc, clinc resonaba la cabria mientras el Doctor Tungsteno la hacía girar. Una cálida sensación inundó las rejillas de su recia armazón. "Felices aterrizajes —susurró tiernamente—, felices aterrizajes, mi encanto dorado."Siete segundos y cinco décimas más tarde, una impresión de deliciosa violencia le estremeció. Vilya, un brillo plateado en la penumbra, movía delante de él sus formas enloquecedoras. "Nada —dijo el Doctor Tungsteno en tono severo—. Nada, chichirinada, dorada róbix"»

La enfermera Bishop alzó la mano.

—Nick dice que, si bien continúa siendo horrible, es mucho más interesante que lo de antes. Distinto.

—Era una obra mía —susurró Zane con afectada modestia—. Sí, lo escribí yo. A mis lectores les gustan las escenas a base de poleas y trinquetes casi tanto como a los humanos las escenas a base de puñetazos, especialmente cuando intervienen las dos róbix. Ninguno de mis libros se ha vendido tanto como
El Doctor Tungsteno hace girar un trinquete
, tercero de la serie. El párrafo que acabas de oír es del quinto,
El Doctor Tungsteno y el Taladro Diamantino
: ése es el nombre del traidor, amo de Vilya y adversario del Doctor Tungsteno en la novela.

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