Los Cinco en el cerro del contrabandista (4 page)

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Authors: Enid Blyton

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

BOOK: Los Cinco en el cerro del contrabandista
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—Pare usted un momento, conductor —dijo Julian—. Me gustaría ver cómo es el pantano.

—Bien, pero no te salgas del camino —advirtió el conductor parando el coche—. Y no dejes salir al perro. Si saliera del camino y se metiese en el pantano, ya lo habríais perdido para siempre.

—¿Qué quiere usted decir con eso de perdido para siempre? —preguntó Ana con los ojos muy abiertos.

—Quiere decir que el pantano se lo tragaría en seguida —respondió Julian—. ¡Enciérralo en el coche, Jorgina!

Por esta razón,
Tim
, con gran pesar suyo, fue encerrado en el automóvil. Apoyaba sus patas en la ventanilla e intentaba mirar hacia fuera. El conductor se dio la vuelta y le habló:

—¡Quédate tranquilo, en seguida vuelven!

Pero
Tim
se pasó gimiendo todo el tiempo que los niños estuvieron fuera del coche. Los vio ir hasta la orilla del camino, y cómo Julián saltaba medio metro más abajo, por fuera de la carretera, encima del pantano.

A lo largo de la carretera, una línea de piedras verticales marcaban el principio del pantano. Julián se puso en pie en una de ellas, mirando hacia el húmedo lugar.

—¡Es barro! —exclamó—; barro blando y movedizo. Fijaos, cuando lo toco con el pie, se mueve. Pronto me tragaría si anduviera con todo mi peso sobre él.

A Ana no le gustaba aquello. Llamó a Julián.

—¡Vuelve otra vez al camino! Me da miedo de que te caigas.

Las nieblas se entrelazaban y arremolinaban sobre las salobres marismas. El lugar parecía encantado.

Era frío y húmedo. A ninguno de los niños le gustaba, y
Tim
, desde el coche, ladraba nerviosamente.

Jorgina dijo:

—Si no volvemos pronto,
Tim
va a destrozar el coche.

Regresaron en silencio. Julián pensaba en cuántos viajeros se habrían perdido en aquellos pantanos marinos.

—¡Oh!, hay muchos de quienes no se ha oído hablar nunca más —dijo el conductor cuando le preguntaron—. Se dice que hay un par de prados que van desde la tierra firme hasta la colina, por donde se pasaba antes que fuera construida la carretera, pero, a menos que conozcas el terreno palmo a palmo, en un segundo puedes encontrarte con que los pies se te hunden en el barro.

—Me horroriza pensarlo —exclamó Ana—. No hablemos más de eso. ¿Se puede ver ya la colina de Castaway?

—Sí. Es aquella que se alza entre la niebla. ¿La veis? Es un sitio raro, ¿verdad?

Los niños la miraron en silencio. Por encima de la niebla, que se movía lentamente, sobresalía una alta colina de contornos rocosos y abruptos. Parecía estar nadando en la niebla y no tener raíces en el suelo. Estaba recubierta de edificios que, aun a esa distancia, parecían viejos y deslucidos. Algunos tenían torreones.

—Eso debe de ser el «Cerro del Contrabandista», allí en lo más alto —dijo Julián señalándolo—. Parece un viejo edificio que tenga centenares de años, y es posible que los tenga. ¡Fijaos qué torre tiene! ¡Qué hermosa vista se debe divisar desde allí!

Los niños miraron hacia el lugar donde iban a vivir. Parecía pintoresco y lleno de emoción, en verdad, pero también poco acogedor.

—Parece… parece algo extraño, algo misterioso —dijo Ana expresando con sus palabras el pensamiento de todos—. Quiero decir que parece que guarde toda clase de raros secretos a través de los siglos. Estoy segura de que podría contar muchas historias, si pudiese hablar.

El coche se veía obligado a avanzar con gran lentitud porque la niebla se había espesado. La carretera estaba flanqueada por una serie de puntos brillantes, que relucían cuando el conductor los enfocaba, lo cual le servía de gran ayuda para guiarse. Luego, al aproximarse a Castaway, la carretera comenzó a hacerse más empinada.

—Pronto llegaremos a un arco —explicó el conductor— donde, en otro tiempo, estuvo emplazada la puerta de la ciudad. Toda la ciudad está aún rodeada por una gran muralla, tal como era costumbre en los tiempos antiguos. Es tan ancha, que se puede caminar con absoluta comodidad sobre ella. Y si partís de un cierto lugar y andáis lo suficiente, volveréis a encontraros en el punto de partida.

Al escucharle, los niños se hicieron en seguida el propósito de realizar este paseo. ¡De qué hermosa vista se debía disfrutar siguiendo por ese camino si se elegía un día claro!

El camino se hizo todavía más empinado y el conductor hubo de introducir una marcha más lenta. El coche subía ronroneando. Pronto llegó al arco donde habían estado sujetas las viejas puertas. No hicieron más que pasar bajo él y ya se encontraron los niños en Castaway.

—Parece como si hubiésemos retrocedido varios siglos y hubiéramos llegado a un lugar que existió mucho tiempo atrás —dijo Julián examinando con atención a ambos lados de las calles empedradas, las viejas casas y las tiendas, sus ventanas, con paneles en forma de rombo, y sus viejas y recias puertas.

Subieron por la retorcida calle mayor y, por fin, llegaron a una gran verja, provista de rejas de hierro forjado. El conductor tocó la bocina. Al momento se abrió la puerta de la verja.

Prosiguieron por un húmedo camino y, por último, se detuvieron ante el «Cerro del Contrabandista».

Salieron del coche. De repente se sintieron intimidados. La vieja casona los miraba ceñudamente. Estaba construida en ladrillo y madera, y su puerta principal era tan maciza como la de una fortaleza. Extraños aleros sobresalían aquí y allá sobre las ventanas con paneles en forma romboidal. La única torre que poseía la casa se alzaba en su lado derecho y tenía ventanas en todo alrededor. No se trataba de una torre poligonal, sino que era redonda y acababa en punta.

—¡El «Cerro del Contrabandista»! —exclamó Julian—. Le sienta bien el nombre. Me imagino que hubo muchos contrabandistas por aquí antiguamente.

Dick tocó el timbre. Para hacerlo, tuvo que tirar de una manecilla de hierro. Al punto, en el interior de la casa se oyeron voces que disputaban. Se escuchó luego un ruido de pies que huían corriendo y, por fin, con gran lentitud, porque era muy pesada, se abrió la puerta.

Al lado de ella había dos chiquillos. Uno de ellos era una niña que tendría la edad de Ana y el otro un muchacho que sería como Dick.

—¡Por fin estáis aquí! —gritó el chico, y sus oscuros ojos bailaban de alegría—. ¡Creí que no llegaríais nunca!

—Éste es
Hollín
—dijo Dick a las niñas, que no lo conocían. Ellas lo miraron con curiosidad.

Verdaderamente era muy moreno. Tenía el pelo negro, los ojos negros, las cejas negras y la piel de su rostro era muy oscura. En contraste con él, la niña que estaba a su lado era pálida y delicada. Tenía el pelo dorado, los ojos azules y sus cejas eran tan claras que apenas podían distinguirse.

—Ésta es Maribel, mi hermana —les presentó
Hollín
—. ¡Yo siempre he pensado que parecemos «la Bella y la Bestia»!

Hollín
era un chico muy agradable. Todo el mundo se sentía encantado con él. Jorgina se dio cuenta de que lo estaba mirando de una manera que no le era familiar, porque en general era tímida con la gente que no conocía y siempre le costaba un poco trabar amistad. Pero
Hollín
gustaba en seguida a todo el mundo, con sus alegres ojos y aquella sonrisa tan traviesa.

—Entrad —indicó
Hollín
—. Conductor, puede usted pasar con el coche por la puerta vecina. Block recogerá el equipaje y le dará la merienda.

De repente, la cara de
Hollín
perdió su sonrisa y se volvió solemne: ¡Había visto a
Tim
!

—¡Oh!, vaya, vaya. ¿No será vuestro este perro, verdad? —preguntó.

—Es mío —respondió Jorgina, y colocó su mano sobre la cabeza de
Tim
en ademán protector—. Tuve que traerlo. No puedo ir a ningún sitio sin él.

—Eso está bien, pero los perros no están permitidos en el «Cerro del Contrabandista» —dijo
Hollín
, que parecía muy preocupado y miraba detrás de él como si temiera que apareciese alguien que pudiese ver a
Tim
—. Mi padrastro no nos permite tener aquí ningún perro. Una vez me traje uno que encontré perdido y me pegó de tal forma que después no podía sentarme. Bueno, fue mi padrastro el que me pegó y no el perro, ¡eh!

Ana concedió una temerosa sonrisa a esta triste broma. Jorgina parecía asustada y temblorosa.

—Bueno, creo que… que quizá podríamos tenerlo escondido en algún sitio mientras permaneciéramos aquí —dijo—. Pero si tú piensas que no, me vuelvo con mi perro en el mismo coche. ¡Adiós!

Dio media vuelta y se encaminó hacia el coche que se alejaba lentamente. El perro iba con ella.
Hollín
la miró por un momento y, luego, le gritó:

—¡Vuelve, so tonta! Ya pensaremos algo.

CAPÍTULO V

Hollín Lenoir

Hollín
bajó a toda prisa las escaleras que conducían a la puerta principal y corrió detrás de Jorgina. Los demás le siguieron, incluso Maribel, que tuvo buen cuidado de cerrar tras de sí la puerta de la casa.

Había una pequeña puerta en la pared junto a la cual se encontraba Jorgina en aquel momento.
Hollín
se adelantó a la niña y la empujó a través de la puerta, que después mantuvo abierta para que pasaran los demás.

—No me sacudas de esa forma —empezó a decir Jorgina con enfado—.
Tim
te morderá si te metes conmigo.

—¡Que te crees tú eso! —repuso
Hollín
con extraña sonrisa—. Los perros me quieren. Aunque te tirara de las orejas, tu perro no haría más que menear la cola.

Los niños se encontraron en un oscuro pasadizo. Al extremo opuesto había otra puerta.

—Esperad aquí un momento, que voy a ver si hay moros en la costa —dijo
Hollín
—. Sé que mi padre está en casa y ya os he dicho que, si ve al perro, os empaqueta de nuevo a todos en el coche y os manda a vuestra casa. Y yo no quiero que lo haga, porque ya os he dicho que estaba deseando que vinierais.

Sonrió, y sus corazones se sintieron reconfortados con su sonrisa; incluso el de Jorgina, a pesar de que estaba aún enfadada porque la había empujado con tanta brusquedad.

De todas formas, todos se sentían un poco asustados por causa del señor Lenoir. Debía de ser un personaje bastante feroz.

Hollín
se puso de puntillas junto a la puerta del final del pasadizo y al fin la abrió. Echó una ojeada a la habitación contigua y luego regresó junto a los demás.

—Vía libre —anunció—. Iremos por el pasadizo secreto hasta mi habitación. Así nadie nos verá y, cuando estemos allí, podremos planear cómo esconderemos al perro. ¿Estáis dispuestos?

Un pasadizo secreto les pareció una cosa muy emocionante. Sintiéndose como si estuvieran viviendo una novela de aventuras, los niños se dirigieron quedamente por la puerta hacia el cuarto contiguo. Se trataba de una habitación oscura, recubierta con paneles de madera. Con toda seguridad servía de estudio, porque había allí un gran pupitre y las paredes estaban recubiertas de libros. En aquel momento no había nadie en ella.

Hollín
se dirigió a uno de los paneles, lo palpó a ciegas y empujó en un determinado lugar. El panel cedió suavemente.
Hollín
introdujo la mano por la rendija y agarró alguna cosa. Otro panel mucho mayor, que se encontraba detrás, se deslizó dentro de la pared y dejó una abertura suficiente para que los niños pudieran pasar por ella.

—Seguidme —ordenó
Hollín
en voz baja—. No hagáis ruido.

Emocionados, los niños se introdujeron por la abertura.
Hollín
pasó el último e hizo algo que cerró la abertura y que obligó al segundo panel a colocarse de nuevo en su sitio. Encendió una velita, porque el lugar donde los niños se encontraban estaba muy oscuro.

Se hallaban ahora en un estrecho pasadizo de piedra. Tan estrecho que no podían pasar dos personas a la vez, a no ser que fueran delgadas como serpientes.
Hollín
entregó la vela a Julián, que iba el primero.

—Sigue avanzando hasta que llegues a unos escalones de piedra —dijo—. Sube por ellos y, cuando estés en lo alto, date la vuelta a la derecha y continúa recto hasta que llegues a una pared blanqueada. Ya te diré entonces lo que has de hacer.

Julián siguió las indicaciones, llevando la vela en alto para iluminar a los demás. El estrecho pasadizo se extendía en línea recta hasta llegar a unos escalones de piedra. El lugar no era tan sólo muy estrecho, sino también muy bajo, de manera que Ana y Maribel eran las únicas que no tenían necesidad de agachar la cabeza.

A Ana no le agradaba aquel lugar. Nunca le había gustado encontrarse en sitios estrechos y cerrados, porque le recordaban ciertos sueños que tenía a veces, en los que parecía estar encerrada en un lugar del cual no podía salir. Se sintió feliz cuando Julián habló:

—Hemos llegado a los escalones. Vayamos subiendo de uno en uno.

—No hagáis ruido —recomendó
Hollín
en voz baja—. Ahora estamos pasando junto al comedor. También hay un camino que conduce desde allí a este pasaje.

Todos se mantenían silenciosos e intentaban andar de puntillas, aunque esto resulta bastante difícil cuando hay que llevar las cabezas inclinadas y se tropieza con los hombros en el techo.

Subieron catorce escalones. Éstos eran muy empinados y, a mitad del camino, hacían un recodo. Al llegar arriba, Julián dio la vuelta hacia la derecha. El pasadizo ahora estaba cuesta arriba y era tan estrecho como antes. Julián estaba seguro de que a una persona gorda le sería imposible pasar por él.

Siguió hacia delante hasta que casi se dio de narices con una pared de piedra blanca. La recorrió con la vela arriba y abajo. Una voz susurrante llegó desde el otro extremo de la línea que formaban los niños.

—¿Has llegado a la pared blanca, Julián? Levanta entonces la vela hacia donde el techo del pasadizo se une a la pared. Allí verás un picaporte de hierro. Apriétalo con fuerza.

Julián levantó la vela y divisó la empuñadura. Pasó la vela a su mano izquierda y asió fuertemente el recio botón de hierro con la derecha. Lo apretó con todas sus fuerzas.

Y, en medio de un gran silencio, la gran piedra del centro de la pared se deslizó de costado y hacia atrás, dejando un boquete.

Julián se quedó atónito. Soltó el picaporte y con la vela iluminó la abertura. ¡Allí no había nada más que oscuridad!

—¡Eso es! Ese agujero conduce a un gran armario que hay en mi habitación —gritó
Hollín
desde detrás—. Pasa, Julián. Nosotros te seguiremos. No habrá nadie en mi habitación.

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