Julián no se amedrentaba por el perro.
—Si no quiere prepararnos el té, lo haré yo mismo —dijo el muchacho—. ¿Dónde está el pan y las pastas?
La señora Stick se encaró con Julián y éste la miró resueltamente. Pensó que era una mujer muy desagradable y no le iría detrás con ruegos, por supuesto. Hubiera querido poderle decir que se marchara, pero ella no le habría hecho caso. Sería gastar saliva.
La señora Stick movió los ojos primero.
—Os prepararé el té —dijo—. Pero si tengo un poco de sentido común no os haré más comida.
—Y si yo tengo un poco de sentido común llamaré a la policía —dijo Julián inesperadamente. Él no había querido decir eso. Le había salido de pronto, pero lo que dijo produjo un efecto sorprendente en la señora Stick. Parecía alarmada.
—No vale la pena molestarse —dijo con una voz más cortés—. Hemos tenido todos una emoción y estamos trastornados. En seguida os prepararé el té.
Julián salió de la habitación, maravillado del efecto que había producido en la señora Stick lo de llamar a la policía. Quizá lo que le asustaba era pensar que la policía habría llamado a tío Quintín, y éste hubiera regresado hecho una fiera. ¡A tío Quintín le traían sin cuidado un centenar de señoras Stick!
Volvió con los otros.
—El té lo servirán en seguida. ¡A ver si nos animamos!
Cuando la señora Stick trajo el té no resultaba muy agradable estar sentado a la mesa.
Jorge
estaba sofocada por haber llorado. Ana estaba todavía trastornada. Dick intentó animarlos a todos contando algunos chistes, pero sonaban tan aburridos que pronto abandonó la empresa. Julián estaba muy serio y ponderado. Parecía una persona mayor.
Tim
se sentó al lado de
Jorge
con la cabeza apoyada en su rodilla.
«Cómo me gustaría tener un perro que me quisiera tanto», pensó Ana.
Tim
miraba a su amita con sus pardos ojos en actitud devota. No tenía ojos ni oídos más que para
Jorge,
ahora que ella estaba triste.
Ninguno sabía qué les iban a poner con el té, pero de todos modos era bueno y cuando terminaron todos se sentían mejor. Nadie quería ir a la playa, por si acaso sonaba el teléfono y dieran noticias del estado de la madre de
Jorge.
Por eso se sentaron todos en el jardín, pendientes del teléfono.
Desde la cocina llegó una canción.
Jorgita, Jorgita, pastel y salchicha, se sienta y se pone a llorar, Jorgita, Jorgita…
Julián se levantó. Se dirigió a la ventana de la cocina y miró dentro. Edgar estaba allí solo.
—¡Sal fuera, Edgar! —dijo Julián con voz agria—. ¡Te enseñaré a cantar otra canción! ¡Venga! ¡Sal!
Edgar no se movió.
—¿Es que no puedo cantar si quiero? —dijo.
—Oh, sí —dijo Julián—. Pero no esa canción. Te voy a enseñar otra. ¡Sal!
—No quiero —dijo Edgar—. Tú quieres pegarme.
—Exacto —dijo Julián—. Pienso que una pequeña paliza te sentará mejor que cantar esa canción metiéndote con una chica. ¿Vas a salir? ¿O quieres que entre yo?
—¡Mamá! —llamó Edgar sintiendo pánico de repente—. ¡Mamá! ¿Dónde estás?
Julián de pronto metió su largo brazo por la ventana de la cocina y cogió por su larga nariz a Edgar, zarandeándolo tan fuerte que Edgar gritó, lleno de pánico.
—¡Déjame! ¡Suéltame! ¡Me estás haciendo daño! ¡Suéltame! ¡Me estás haciendo daño! ¡Suéltame, por Dios!
La señora Stick entró precipitadamente en la cocina. Dio un grito cuando vio lo que estaba haciendo Julián. Voló hacia él. Julián retiró el brazo y quedó esperando al otro lado de la ventana.
—¡Cómo te atreves! —gritó la señora Stick—. ¡Primero esa chica le da una bofetada y ahora tú le retuerces la nariz! ¿Qué os pasa a todos vosotros?
—Nada —dijo Julián placenteramente—. Se trata de que sólo queremos castigar a Edgar. Ya sé que es tarea de usted, pero parece que no lo ha hecho nunca.
—Eres un insolente —dijo la señora Stick, ultrajada y furiosa.
—Sí, me atrevo a decir que lo soy —dijo Julián—. Se me ha pegado de Edgar. También de
Stinker.
Esto enfureció más a la señora Stick.
—
¡Stinker!
—gritó—. Ese no es el nombre de mi perro, y bien que lo sabes tú.
—Realmente debería ser —dijo Julián empezando a marcharse—. Déle un buen baño y tal vez entonces le llamaremos
Tinker.
Dejando a la señora Stick murmurando furiosa, volvió con los otros. Lo miraron con curiosidad. Parecía un Julián diferente: un Julián muy determinado y resuelto, un Julián muy mayor, un Julián que asustaba un poco.
—Me temo que la manteca esté en el fuego ahora —dijo Julián sentándose en la hierba—. Le he retorcido a Edgar las narices y su mamá me ha visto. Creo que esto es la guerra. A partir de ahora no podremos estar tranquilos ni un momento. Dudo que nos pongan más comida.
—Lo haremos nosotros mismos, entonces —dijo
Jorge—
No puedo ver a la señora Stick ni a ese horrible Edgar, ni a ese terrible
Stinker.
Estoy deseando que vuelva Juana.
—¡Mirad, ahí está
Stinker
! —dijo Dick de pronto, sujetando a
Tim
con la mano, el cual se había incorporado dando un gruñido. Pero
Tim
eludió las manos de Dick y empezó rápidamente a correr a través de la hierba.
Stinker
profirió un calamitoso aullido e intentó escapar. Pero
Tim
lo había ya cogido por el pescuezo y lo zarandeaba.
La señora Stick apareció con una estaca y empezó a dar estacazos, no pareciendo preocuparle mucho a qué perro le daba en concreto. Julián echó a correr en busca de la manga de riego. Edgar, de un salto se metió en la casa, recordando lo que le había ocurrido antes con la manga.
El agua empezó a salir y
Tim
dio un suspiro y dejó ir al aullante mestizo que tenía entre los dientes.
Stinker,
al punto se precipitó sobre la señora Stick e intentó esconderse entre sus faldas, temblando de terror.
—¡Envenenaré a vuestro perro! —gritó furiosa la señora Stick a
Jorge
—. Siempre ataca al mío. O cuidas de que no se repita o lo enveneno.
Desapareció tras la puerta y los cuatro chicos se sentaron de nuevo.
Jorge
parecía alarmada.
—¿Y si intenta realmente envenenar a
Tim?
—preguntó a Julián con voz asustada.
—Es capaz —dijo Julián con voz profunda—. Pienso que lo mejor será que tengamos a
Tim
siempre con nosotros, día y noche, y que sólo nosotros le demos de comer de nuestros propios platos.
Jorge
acercó hacia sí a
Tim,
horrorizada ante la idea de que alguien estuviera dispuesto a envenenarlo. Pero la señora Stick era terrible y muy capaz de hacer una cosa así pensó
Jorge.
¡Cómo ansiaba que su padre y su madre volvieran! Era horrible le estar solos de esa manera.
El teléfono sonó de repente e hizo que todos se levantaran.
Tim
empezó a gruñir.
Jorge
se metió en casa y cogió el auricular. Oyó la voz de su padre y su corazón empezó a latir violentamente.
—¿Eres tú,
Jorge
? —preguntó su padre—. ¿Estáis todos bien? No tuve tiempo de quedarme para contároslo todo.
—Padre, ¿cómo está mamá? Dímelo rápido —dijo
Jorge.
—No podremos saberlo hasta pasado mañana —dijo su padre—. Yo telefonearé mañana por la mañana y también al día siguiente. No puedo regresar hasta que no sepa que ella está mejor.
—Oh, padre, es terrible estar aquí sin ti y sin mamá —dijo la pobre
Jorge
—. La señora Stick es horrible.
—Ahora,
Jorge
—dijo su padre con aire impaciente—, estoy seguro de que vosotros podréis arreglaros solos mientras yo estoy fuera. No me metáis más complicaciones en la cabeza, que ya tengo bastante con la enfermedad de tu madre.
—¿Cuándo crees que volverás? —preguntó
Jorge
—. ¿No puedo ir yo a ver a mamá?
—No —dijo su padre—. Han dicho que no podrá ser hasta dentro de dos semanas. Yo estaré de vuelta tan pronto como pueda. Pero ahora no pienso dejar a tu madre sola. Ella me necesita. Adiós, y que seáis todos buenos.
Jorge
colgó el teléfono. Se volvió a los otros.
—No sabrán nada acerca del estado de mamá hasta pasado mañana —dijo—. Tenemos que arreglárnoslas solos con la señora Stick hasta que papá vuelva. Y, Dios mío, ¡a saber cuándo volverá! ¿No es terrible?
EN LA MEDIANOCHE
La señora Stick estaba aquella noche de muy mal humor y no había servido todavía la cena. Julián fue a preguntarle sobre el particular, pero encontró cerrada la puerta de la cocina.
Volvió con los demás con el rostro sombrío, porque todos ellos tenían mucho apetito.
—Ha cerrado la puerta —informó—. ¡Qué mujer más pesada! No creo que quiera servirnos esta noche la cena.
—Podemos esperar hasta que se vaya a la cama —dijo
Jorge
—. Entonces buscaremos a ver qué podemos encontrar en la despensa.
Se fueron hambrientos a la cama. Julián se puso a escuchar para saber cuándo la cocinera y Edgar se iban a la cama. Cuando oyó que subían la escalera y que cerraban la puerta del dormitorio bajó hasta la cocina. Estaba muy oscuro y cuando iba a encender la luz oyó el aliento de alguien que respiraba pesadamente. ¿Quién podría ser? ¿Acaso
Stinker?
No. No era ningún perro. Era la respiración de una persona. Julián se quedó quieto, con la mano en el interruptor de la luz, pasmado y algo asustado. No podía ser un ladrón, porque los ladrones no se dedican a dormir en las casas donde entran a robar. No podían tampoco ser la señora Stick ni Edgar. Entonces, ¿de quién se trataba?
Encendió la luz. La cocina se iluminó completamente y los ojos de Julián se fijaron en la figura de un hombre pequeño que estaba tendido en el sofá. Estaba durmiendo profundamente, con la boca enteramente abierta.
No tenía un aspecto muy agradable. Hacía días que no se había afeitado, y tenía la cara de un negro azulado. Parecía también que no se había lavado desde hacía tiempo, porque tenía negras las manos y las uñas. Tenía el aire desaliñado a más no poder, lo mismo que Edgar, exactamente.
«A lo mejor es el padre de Edgar —pensó Julián—. ¡Qué aspecto! Pobre Edgar, ¿cómo iba a ser mejor con un padre y una madre así?»
El hombre empezó a roncar. Julián no sabía qué hacer. Quería acercarse a la despensa y abrirla, pero por otro lado no quería tener jaleo si se despertaba el hombre. En realidad, no sabía cómo echarlo de allí, porque a lo mejor su tío y su tía estaban conformes en que el marido de la señora Stick pudiera pasar algunos días en la casa, si bien esto difícilmente podía creerlo.
Julián tenía mucha hambre. El pensar en las cosas buenas que habría en la despensa le hizo apagar la luz y acercarse en la oscuridad a la puerta de la despensa. La abrió. ¡Bien! Aquello olía a pastel o a algo parecido. Cogió algo de la despensa y aplicó la nariz. Olía a carne. ¡Un buen pastel de carne!
Tanteó de nuevo y topó con un plato que, al parecer, tenía tartas de jamón, porque eran unas cosas redondas y planas y tenían una especie de palito en medio. Bien, un pastel de carne y tartas de jamón serían suficientes para cuatro chicos hambrientos.
Julián cogió ambas cosas y salió cuidadosamente de la despensa. Empujó la puerta con el pie. Entonces se dispuso a salir de la habitación. Pero en la oscuridad se equivocó de camino y se dirigió directamente al sofá. El montón de tartas recibió una fuerte sacudida y una de ellas se vino abajo. Cayó en la boca del hombre dormido, cosa que le hizo despertar sobresaltado.
«¡Cáspita!», se dijo Julián a si mismo, empezando a retirarse sigilosamente, deseando que el hombre diera una vuelta y se volviera a dormir.
Pero el palito de la tarta había resbalado por la barbilla del hombre y lo había espabilado.
—¿Quién está ahí? ¿Eres tú, Edgar? ¿Qué estás haciendo aquí abajo?
Julián no dijo nada, pero se deslizó hacia donde creía que estaba la puerta. El hombre se levantó y se dirigió a donde creía que estaba el interruptor de la luz. Lo encontró y le dio la vuelta. Se quedó mirando atónito a Julián.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó.
—Justamente eso le iba yo a preguntar —repuso Julián fríamente—. ¿Qué es lo que está usted haciendo aquí, durmiendo en la cocina de mi tío?
—Tengo buenas razones para estar aquí —dijo el hombre con voz ruda—. Mi mujer es la cocinera, ¿no es así? Mi barco está cerca y yo estoy con permiso. Tu tío quedó con mi mujer en que en esos casos yo podría venir aquí, ¿sabes?
Julián quedó aterrorizado. ¡Qué terrible tener en la casa no sólo a la señora Stick, sino también a su marido! Era algo que difícilmente se podía soportar.
—Le preguntaré a mi tío si es verdad cuando telefonee por la mañana —dijo Julián—. Ahora, déjeme el paso libre, haga el favor. Voy al piso de arriba.
—¡Oh! —dijo el señor Stick fijándose en el pastel de carne y en las tartas de jamón que llevaba Julián—. ¡Oh! ¡Qué veo! ¡Estás robando cosas de la despensa!
Julián no tenía la menor gana de discutir con el señor Stick.
—Déjeme libre el camino —dijo—. Mañana hablaremos cuando mi tío telefonee.
El señor Stick no parecía querer dejar el camino libre a Julián. Este contrajo los labios y lanzó un silbido. Se oyó un ruido en el techo. ¡Era
Tim,
que saltaba de la cama de
Jorge
! Luego se oyeron pasos de perro que bajaban las escaleras y se encaminaban por el pasillo que conducía a la cocina
¡Tim
se acercaba!
Olió al señor Stick en la puerta de la cocina, erizó el pelo y enseñó los dientes.
El señor Stick se dirigió rápidamente a la puerta y la cerró de un golpe ante las narices del perro. Le hizo un gesto a Julián.
—¿Qué es lo que vas a hacer ahora? —preguntó.
—¿Quiere que se lo diga? —dijo Julián repentinamente de mejor humor—. Pues voy a lanzarle a la cara este suculento pastel de carne.
Levantó el brazo y el señor Stick se apartó.
—No hagas eso —dijo—. No despilfarres ese bonito pastel de carne. Puedes irte arriba, si así lo quieres.
Empezó a acercarse al sofá. Julián abrió la puerta y
Tim
entró dando un salto y gruñendo. El señor Stick lo miró receloso.