Había una luz mar adentro y estaba haciendo señales. ¡A lo mejor habían visto la luz de su linterna!
Julián observó, haciendo cábalas sobre si sería un barco haciendo señales, a qué distancia estaría y por qué hacía las señales.
«Quizá van a llevar más material de contrabando al barco naufragado para que los Stick lo recojan —pensó—. Cómo me gustaría averiguarlo yendo otra vez al barco. Pero sería peligroso ir allí de día; los Stick podrían vernos.»
Las señales se producían durante un buen rato, como si estuvieran transmitiendo un mensaje. Pero Julián no podía descifrarlo. Seguramente se trataba de señales que debían recibir los Stick.
«¡Bien, pues esta noche no van a ver nada! —pensó Julián—. Creo que los Stick no se atreverán a salir de donde están, asustados por las vacas, los carneros y los caballos que hay en los sótanos.»
Julián tenía razón.
Los Stick no se movieron de los oscuros sótanos en toda la noche.
UN DISGUSTO PARA EDGAR
Los chicos durmieron bien aquella noche, y como
Tim
no gruñó estuvieron seguros de que nada podía haber ocurrido. Se desayunaron magníficamente con lengua de cerdo, pan con mantequilla, melocotones en conserva y cerveza.
—Se está acabando la cerveza —dijo Julián, apenado—. Es la mejor bebida que hay.
—Este ha sido el mejor ágape que he tenido nunca —dijo Ana—. Realmente el mejor. En la isla Kirrin comemos muy bien. Me pregunto si los Stick harán tantas comidas como nosotros.
—¡Puedes apostar a que sí! —dijo Dick—. Que habrán saqueado la despensa de tía Fanny y cogido todo lo bueno que hayan encontrado.
—¡Oh, los muy bestias! —dijo
Jorge,
con los ojos chispeantes—. Nunca me había parado a pensar que pueden haber robado en la casa y cogido toda clase de cosas.
—Seguramente lo han hecho —dijo Julián con el ceño fruncido—. Nunca se me ocurrió pensarlo. Lo malo sería,
Jorge,
que tu madre regresase sintiéndose débil y se encontrase con que le han desaparecido un montón de cosas.
—¡Oh, querida! —dijo Ana, desanimada— ¿No sería una cosa terrible?
—Sí —dijo
Jorge,
muy malhumorada—. Es posible. Son muy capaces. Si se han atrevido a venir a nuestra isla y vivir aquí, lo mismo pueden haberse atrevido a robar en casa de mamá. Cómo me gustaría poder descubrirlo.
—Ellos pueden haber traído un montón de cosas en un bote, porque tienen que haber llegado hasta aquí en un bote. Si han traído cosas robadas, las habrán dejado en algún sitio de por aquí, supongo que abajo en los sótanos.
—Podemos echar un vistazo por los alrededores sin que nos vean los Stick —sugirió Dick.
—Vamos a echar un vistazo ahora mismo —dijo
Jorge,
a quien le gustaba hacer las cosas en seguida—. Ana, ¿querrás tú quedarte aquí para limpiar y arreglar la cueva?
Ana dudaba entre acompañar a los otros y volver a jugar a "las casitas". A ella le gustaba mucho arreglar la cueva y poner cada cosa en su sitio y hacer las camas. Al final se decidió por esto último.
Los otros se fueron trepando por la cuerda.
Tim
se quedó con Ana, porque tenían miedo de que se pusiese a ladrar y los delatase.
Ana lo ató y el can gruñó un poco, pero sin hacer mucho ruido.
Cuando los tres estuvieron encima de la cueva miraron hacia el castillo.
Allí pudieron ver, no a uno, sino a todos los Stick, que, al parecer, salían de los sótanos.
Parecían disfrutar mucho del sol y los chicos no se sorprendieron, porque los sótanos eran fríos y muy oscuros.
Los Stick miraron por todo el derredor.
Stinker
iba al lado de la señora Stick, con el rabo abatido.
—Están buscando las vacas, los carneros y los caballos que oyeron esta noche —susurró Dick a Julián.
Los Stick hablaron entre ellos durante un minuto o dos y luego enfilaron el camino de la costa que daba frente al barco naufragado. Edgar se dirigió a la habitación donde primeramente habían pensado los chicos pasar las noches, la que tenía el techo derrumbado.
—Yo voy a rondar a los dos Stick —susurró Julián a los otros—. Vosotros dos vigilad a Edgar a ver lo que hace.
Julián desapareció, escondiéndose entre los matorrales mientras seguía la pista de los Stick.
Jorge
y Dick se dirigieron con suma cautela al castillo.
Pudieron oír a Edgar silbando.
Stinker
estaba deambulando por el patio.
Edgar salió de la ruinosa habitación cargado con unos cojines, que evidentemente habían sido guardados allí.
Jorge
se puso encarnada de rabia y apretó furiosamente el brazo de Dick.
—¡Los mejores almohadones de mamá! —susurró—. ¡Oh, los muy bestias!
Dick también se sintió enfadado. Estaba claro que los Stick habían decidido estar cómodos durante su estancia en la isla. Cogió un montón de tierra del suelo, apuntó con cuidado y lo lanzó al aire. Un lluvia de tierra cayó entre Edgar y
Stinker.
Edgar soltó los almohadones y miró hacia arriba, asustado. Estaba claro que pensaba que algo había caído del cielo.
Jorge
cogió otro montón de tierra, apuntó, y lo lanzó a su vez al aire. Cayó sobre
Stinker,
y el perro lanzó un aullido y desapareció por el agujero que conducía a los sótanos.
Edgar miró al cielo y luego a su alrededor con la enorme boca muy abierta. ¿Qué estaría ocurriendo? Dick aprovechó cuando miraba en dirección opuesta para lanzarle otro montón de tierra. Esta vez cayó sobre el alarmado Edgar. Entonces Dick hizo un mugido como él sabía hacerlo, exactamente igual que una vaca furiosa, y Edgar quedó clavado en el suelo con el terror pintado en su rostro. ¡Otra vez esas vacas! ¿Dónde estaban?
Edgar echó a correr chillando de pavor y desapareció por la entrada de los sótanos después de haber dejado los almohadones en el suelo.
—¡Rápido! —dijo Dick incorporándose—. Estoy seguro de que no regresará hasta dentro de unos minutos. Está muy asustado. Vamos a recoger los almohadones y traerlos aquí.
Los dos chicos corrieron hacia el patio, cogieron los almohadones y volvieron a su escondrijo. Dick miró hacia la habitación de donde Edgar los había sacado.
—¿Qué te parece si mirásemos en la habitación a ver si han guardado más cosas? —dijo—. Tendríamos pruebas de que han robado.
—Yo iré, y tú vigila la entrada de los sótanos —dijo
Jorge
—. Si ves a Edgar no tienes más que mugir otra vez y él echará a correr como alma que lleva el diablo.
—Está bien —dijo Dick dirigiéndose rápidamente a la entrada de los sótanos. No había señal de Edgar ni de
Stinker.
Jorge
fue a la ruinosa habitación y miró por todos lados. Sí. Los Stick ciertamente habían robado cosas. Había allí alfombras, objetos de plata y toda suerte de comestibles. La señora Stick lo habría cogido todo de la gran despensa que había debajo de la escalera.
Jorge
corrió a donde estaba Dick.
—¡Hay montones de cosas nuestras! —exclamó en un furioso susurro—. Ven y ayúdame a cogerlas. Intentaremos sacarlas de allí antes de que aparezca Edgar o vuelvan sus padres.
Justo mientras estaban hablando los dos juntos oyeron un leve silbido. Miraron a su alrededor y vieron a Julián que se acercaba.
Se reunió con ellos.
—Los Stick se han ido al barco naufragado en un bote que han sacado de entre las rocas. El viejo Stick debe de ser un buen marino para saber arreglárselas remando por entre esas rocas tan difíciles.
—Oh, entonces tendremos tiempo de hacer lo que queremos hacer —dijo Dick, complacido. Le contó a Julián lo que
Jorge
había encontrado en la ruinosa habitación.
—¡Malditos ladrones! —dijo Julián, indignado—. No piensan volver a "Villa Kirrin", eso está claro. Deben de estar de acuerdo con los contrabandistas para llevarse todas las cosas que han robado en un barco.
—No, no lo harán —repuso
Jorge
rápidamente—. Nosotros vamos a coger todas las cosas y llevarlas a la cueva. Dick se quedará vigilando por si aparece Edgar, y tú y yo, Julián, podemos acarrear las cosas. Las podemos meter en la cueva a través del agujero del techo.
—¡Muy bien! —dijo Julián—. Podemos hacerlo antes de que vuelvan los Stick. No creo que tarden demasiado. Probablemente han ido al barco a coger algo del cofre. Ya sabes que esta noche vi una luz en el mar que seguramente era una señal que los contrabandistas hacían a los Stick para que fueran a recoger del barco algo que habían dejado allí.
Jorge
y Julián corrieron hacia la ruinosa habitación, apilaron las cosas y cargaron con ellas, llevándoselas a la parte de encima de la cueva. Les fue todo tan bien que parecía que los Stick se habían propuesto dejarles las manos libres. ¡Hasta habían cogido el reloj de la cocina!
Edgar no apareció, por lo que Dick no tuvo más trabajo que el de sentarse en el suelo y mirar de lejos a los otros. Después de algún tiempo, Julián y
Jorge
hicieron señas a Dick para que fuese con ellos.
—Hemos traído todas las cosas —dijo Julián—. Ahora voy a ir a lo alto de esa roca para ver si los Stick vuelven. Si todavía están en el barco, empezaremos a meter las cosas por el agujero de la cueva.
En seguida volvió.
—He podido ver su bote atado al barco —dijo—. Todavía hay para rato. ¡Vamos a poner las cosas a buen recaudo! A pesar de todo, hemos tenido suerte. Acercaron las cosas al agujero y llamaron a Ana. —¡Ana! Hemos traído montones de cosas para meterlas en la cueva. ¡Ponte debajo y ve cogiéndolas!
Pronto toda clase de cosas eran introducidas en la cueva. Ana estaba estupefacta. Los objetos de plata y todas las demás cosas que podían estropearse con la caída fueron envueltos en las alfombras y deslizados con una cuerda.
—¡Dios bendito! —exclamó Ana—. ¡Esta cueva parecerá realmente una casa de verdad cuando haya puesto cada cosa en su lugar!
Justo cuando estaban terminando su tarea, los chicos oyeron voces en la distancia.
—¡Los Stick han vuelto! —dijo Julián yendo a mirar cautelosamente a lo alto de la cueva. Tenía razón. Habían vuelto en el bote y estaban ahora encaminándose hacia el castillo, cargados con el cofre del barco.
—¡Sigámoslos, y veamos qué ocurre cuando vean que en la habitación no hay nada! —dijo Dick—. ¡Vamos todos!
Salieron de la cueva por el agujero y se instalaron detrás de un grupo de matas desde el cual podían observar sin ser vistos. Los Stick dejaron el cofre en el suelo y empezaron a mirar por todos sitios buscando a Edgar. Pero a Edgar no se le veía por ninguna parte.
—¿Dónde está ese chico? —inquirió la señora Stick, impaciente—. Ha tenido tiempo más que suficiente para hacer lo que tenía que hacer. ¡Edgar! ¡Edgar! ¡Edgar!
El señor Stick se dirigió a la ruinosa habitación y se asomó dentro. Volvió en seguida.
—Se ha llevado todas las cosas abajo —dijo—. Debe de estar en el sótano. Esa habitación está completamente vacía.
—Yo le dejé encargado que cuando terminara su tarea se sentara a tomar el sol —dijo la señora Stick—. ¡Mira que meterse en el sótano! ¡Edgar!
Esta vez Edgar oyó y su cabeza se asomó por la entrada de los sótanos. Parecía asustado en extremo.
—¡Ven aquí! —dijo la señora Stick—. ¡Te has llevado abajo todas las cosas en vez de estar sentado tomando el sol como te dije!
—Estoy asustado —dijo Edgar—. Yo no quiero estar aquí solo.
—¿Por qué no? —preguntó el señor Stick, estupefacto.
—¡Porque han aparecido otra vez las vacas! —dijo el pobre Edgar—. Había cientos de ellas, papá, todas mugiendo a mi alrededor y tirándome cosas. Son animales peligrosos, lo son. ¡No quiero estar aquí solo!
UN INESPERADO PRISIONERO
Los Stick miraron a Edgar como si se tratase de un loco.
—¿Vacas tirando cosas? —dijo la señora Stick al final—. ¿Qué es lo que quieres decir? Las vacas no tiran nada.
—Pues éstas lo hicieron —dijo Edgar. Entonces empezó a exagerar las cosas para recuperar la simpatía de sus padres—. Eran unas vacas horribles. Las había a cientos. Tenían cuernos largos como los de los renos y mugían horriblemente. Y nos tiraron cosas a mí y a
Tinker.
Él también se asustó tanto como yo. Dejé los almohadones en el suelo y me vine aquí a esconderme.
—¿Dónde están los almohadones? —preguntó el señor Stick mirando alrededor—. No veo almohadones por ningún sitio. Supongo que me dirás que se los comieron las vacas.
—¿Te has llevado todas las cosas a los sótanos? —preguntó la señora Stick—. Porque esa habitación está vacía ahora. No hay nada allí.
—Yo no me he llevado nada abajo —dijo Edgar saliendo cautelosamente de la entrada de los sótanos—. Yo solté los almohadones justo donde estáis ahora vosotros.
—¡Anda la osa! —dijo el señor Stick, perplejo—. ¿Qué ha pasado aquí? Alguien se ha llevado los almohadones y también las demás cosas. ¿Dónde las habrán puesto?
—Papá, han sido las vacas —dijo Edgar mirando por todo el rededor como si esperase ver vacas paseándose con almohadones, alfombras y objetos de plata.
—Basta ya de hablar de vacas —dijo la señora Stick perdiendo los estribos de pronto—. Hemos mirado por todos sitios y en la isla no hay vacas. Lo que oíamos anoche era seguramente una especie de ecos extraños que resonaban por los pasadizos. No, muchacho, no se trata de vacas. Lo que hay que ver es si en la isla hay alguien más.
Un desolado gruñido llegó de la entrada de los sótanos. Era
Stinker,
aterrorizado de estar solo, pero no atreviéndose a salir de los sótanos.
—¡Pobre cordero! —dijo la señora Stick, que parecía tener más cariño al perro que a cualquier persona—. ¿Qué le ha ocurrido?
Stinker
dejó escapar todavía otro abatido lamento y la señora Stick se dirigió a los sótanos para sacarlo de allí. El señor Stick la siguió y a Edgar le faltó tiempo para irse también con ellos.
—¡Rápido! —dijo Julián incorporándose—. Ven conmigo, Dick. ¡Aprovechemos la ocasión para coger el cofre! ¡Corramos!
Los dos muchachos echaron a correr por el patio del ruinoso castillo. Cada uno cogió un asa del pequeño cofre y se lo llevaron. Llegaron a donde estaba
Jorge.
—Lo llevaremos a la cueva —susurró Julián—. Tú quédate aquí unos minutos y mira a ver qué ocurre.