Los Cinco se escapan (12 page)

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Authors: Enid Blyton

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

BOOK: Los Cinco se escapan
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—Esto es fantástico —dijo Ana medio dormida—. Realmente fantástico. Oh,
Tim,
apártate un poco. Estás echado encima de mi pie.
Jorge,
llévate a
Tim
contigo. Tú siempre acostumbras dormir con él.

—Buenas noches —dijo Dick durmiéndose—. El fuego se está apagando ya, pero ahora no vamos a molestarnos en poner más leña. Seguro que todos los tigres, los leones y los elefantes han huido ya despavoridos.

—¡Tonto! —dijo Ana—. No empieces a fastidiarme con eso, que a ti te ha gustado el fuego más que a mí misma. Buenas noches.

Se durmieron pacíficamente y soñaron con muchas cosas.

Julián despertó dando un salto. Algún ruido extraño lo había despertado. Se puso a escuchar.
Tim
estaba gruñendo profundamente:

—¡Grrrrr! ¡Grrrrr!

Jorge
se despertó también y puso soñolientamente la mano sobre el can.

—¿Qué pasa,
Tim?
—preguntó.

—Es que ha oído algo,
Jorge
—dijo Julián en voz baja desde su cama, que estaba al otro lado de la cueva.

Jorge
se incorporó cautelosamente.

Tim
seguía gruñendo.

—¡Ssssss! —dijo
Jorge, y
el perro calló.

Estaba muy erguido, con las orejas enderezadas.

—Quizá los contrabandistas han venido durante la noche —dijo
Jorge, y
un cosquilleo de temor empezó a recorrerle la espalda. Tener contrabandistas de día era excitante y emocionante, pero de noche era otro cantar.
Jorge,
ciertamente, no deseaba encontrarse con ninguno.

—Voy afuera para ver si puedo descubrir algo —dijo Julián abandonando suavemente la cama para no despertar a Dick—. Voy a subir por la cuerda hasta la parte de encima de la cueva. Desde allí se ve todo mejor.

—Coge mi linterna —dijo
Jorge.
Pero Julián no quiso.

—No, gracias. Por la cuerda nudosa puedo ir muy bien tanto si veo como si no —dijo.

Subió por la cuerda y desde arriba miró hacia el mar. Era una noche muy oscura y no se podía ver, desde luego, ningún barco, ni siquiera el naufragado.

«Qué lástima que no haya luna —pensó Julián—. Entonces hubiera podido ver algo.»

Oteó durante unos minutos y entonces la voz de
Jorge
se oyó que provenía del agujero del techo de la cueva.

—¡Julián! ¿Ves algo? ¿Quieres que suba yo?

—No veo nada de nada —dijo Julián—. ¿Gruñe todavía
Tim?

—Sí, siempre que quito la mano del collar —dijo
Jorge
—. No puedo imaginar qué es lo que le trastorna.

De pronto Julián pudo ver algo. Era una luz, a bastante trecho por detrás de las rocas. Escudriñó excitado. ¡Esa luz estaba en el mismo sitio que el barco naufragado! ¡Podría ser que alguien hubiera entrado en el barco con una linterna!


¡Jorge!
¡Sube! —dijo, asomándose por el agujero.

Jorge
subió, mano sobre mano, como un mono, dejando abajo a
Tim
gruñendo. Llegó a la parte de encima de la cueva.

—¡Mira allá, donde está el barco naufragado! —dijo Julián—. Desde luego, el barco no podrás verlo, está todo muy oscuro. Pero podrás ver la luz de una linterna que alguien ha dejado por allí.

—¡Sí, eso es que hay alguien que se ha metido en nuestro barco con una linterna! —dijo
Jorge
sintiéndose excitada—. Oh, pienso si no serán los contrabandistas trayendo más cosas.

—O alguien que quiera llevarse el cofre —opinó Julián—. Bien, mañana lo sabremos, porque iremos a comprobarlo. ¡Mira! Quienesquiera que estén allí se están marchando; la luz de la linterna va hacia abajo. Seguramente se están metiendo en un bote que hay al lado del barco. Y ahora la luz ha desaparecido.

Los chicos aguzaron sus oídos por si podían percibir el ruido de remos o de voces sobre el agua. A ambos les pareció oír voces.

—El bote lo habrán llevado a algún barco o algo así —dijo Julián—. Casi diría que veo una luz en alta mar. Seguramente el bote se está acercando allí.

No había nada más que ver o que oír y pronto los dos chicos se deslizaron por la nudosa cuerda hasta el fondo de la cueva. No despertaron a los otros, que todavía estaban durmiendo apaciblemente.
Tim
dio un salto y se puso a lamer a Julián y a
Jorge
alegremente. Ahora no gruñía ya.

—Eres un buen perro, ¿eh? —dijo Julián acariciándolo—. Nada se te escapa a tus aguzadas orejas, ¿verdad?

Tim
se sentó de nuevo a los pies de
Jorge.
Estaba claro que la causa de su sobresalto había desaparecido. Ésta podía haber sido la presencia de extraños en el viejo navío. Pues bien: ellos irían al día siguiente a averiguar qué había pasado durante la noche.

Ana y Dick se indignaron mucho a la mañana siguiente cuando oyeron a Julián contar la historia.

—¡Deberías habernos despertado! —dijo Dick, enfadadísimo.

—Lo hubiéramos hecho si hubiese habido algo de particular que ver —dijo
Jorge
—. Pero lo único que vimos fue la luz de una linterna, aparte que creímos oír algunas voces.

Cuando la marea hubo bajado lo suficiente, los chicos y
Tim
se encaminaron por las rocas hacia el viejo navío. Treparon luego hasta llegar a la inclinada y resbaladiza cubierta. Dirigieron la mirada hacia la caja donde estaba guardado el cofre. La tapa de la caja estaba cerrada.

Julián intentó abrirla. Para ello tuvo que apartar un taco de madera que alguien había puesto allí para evitar que se abriera con el movimiento del barco.

—¿Hay algo dentro? —preguntó
Jorge
avanzando con cuidado hacia donde estaba Julián.

—Sí —afirmó Julián—. ¡Fíjate! ¡Latas de conserva! Y tazas y platos y otras cosas, justo como si alguien hubiese venido a esta isla a vivir también. ¿No es gracioso? El cofre está aquí todavía, cerrado como antes. Y aquí hay algunas velas y un pequeño candil y unas cuantas mantas. ¿Por qué habrán traído aquí todo esto?

Realmente era un rompecabezas. Julián frunció el ceño durante unos minutos, pensando intensamente.

—Parece como si alguien se propusiera vivir en la isla durante cierto tiempo, probablemente para vigilar las cosas que vayan trayendo de contrabando. Pues bien, ¡los vigilaremos de día y de noche!

Abandonaron el navío sintiéndose excitados. Tenían en la cueva un magnífico sitio donde ocultarse. Allí nadie los encontraría. Y desde su escondrijo podían vigilar si alguien se acercaba al barco o venía a desembarcar en la isla.

—Y ¿qué hay de la caleta donde hemos dejado nuestro bote? —dijo
Jorge
de pronto—. Si ellos vienen a la isla, seguro que la utilizarán, porque es muy peligroso desembarcar en otro sitio.

—Y si desembarcan en la caleta verán nuestro bote —dijo Dick, alarmado—. Será mejor que lo escondamos.

—¿Cómo? —dijo Ana pensando que iba a ser una cosa muy difícil esconder un bote tan grande.

—No lo sé —dijo Julián—. Le daremos un vistazo.

Los cuatro y
Tim
se dirigieron a la caleta donde habían dejado el bote. Lo habían puesto a bastante distancia del mar.
Jorge
exploró bien la caleta y entonces tuvo una idea.

—¿No creéis que podríamos arrastrar el bote alrededor de esta roca grande? Quedaría enteramente oculto, aunque, claro es, cualquiera que le diese la vuelta a la roca lo vería en seguida.

Los otros pensaron que, al menos, valía la pena intentarlo, por lo cual, jadeantes, arrastraron el bote hasta el otro lado de la roca, que casi lo ocultaba del todo.

—¡Bien! —dijo
Jorge
corriendo hacia la caleta, para ver si quedaba mucho del bote al descubierto—. Se le ve un trozo todavía. Lo disimularemos con algas.

Llenaron la proa del bote con las algas que encontraron y, después de esto, no era posible descubrirlo, a no ser que alguien le diera la vuelta a la roca.

—¡Bien! —dijo Julián mirando su reloj—. Es más de la hora de merendar. Además, mientras hacíamos todo esto con el bote, no nos hemos acordado de dejar a nadie de vigía encima de la cueva. ¡Qué idiotas somos!

—Yo no creo que nadie se haya acercado desde que salimos de la cueva —dijo Dick poniendo un matojo de algas en la proa del bote, como último toque—. Apostaría a que los contrabandistas sólo vienen por la noche.

—Me atrevo a decir que tienes razón —dijo Julián—. Pienso que es mejor que vigilemos también por la noche. El vigía puede llevarse una manta.


Tim
puede estar con el que haga la guardia —dijo Ana—. Entonces, si en un descuido se duerme,
Tim
gruñiría y lo despertaría si viese algo de particular.

—Querrás decir «si en un descuido
me
duermo» —dijo Dick riendo—. Vámonos a la cueva a merendar.

¡Y fue entonces cuando
Tim
empezó a gruñir de nuevo!

Capítulo XV

¿QUIÉN HAY EN LA ISLA?

—¡Sss! —dijo Julián al punto—. ¡Rápido! ¡Escondámonos detrás de estos matorrales!

Habían abandonado la caleta y se dirigían hacia el castillo cuando
Tim
empezó a gruñir.

Los muchachos y
Tim
estaban agazapados tras unos espesos matojos, con los corazones latiéndoles apresuradamente.

—No gruñas,
Tim
—dijo
Jorge
al oído del can. En seguida dejó de gruñir, pero seguía desasosegado.

Julián se asomó por entre los matorrales, apartándolos con las manos y arañándose. Pudo ver a alguien en el patio del castillo: una persona, dos personas, quizá tres. Aguzó la mirada, pero las figuras desaparecieron en seguida.

—Creo que han movido esas grandes piedras que hay a la entrada de los sótanos y han ido abajo —susurró—. Quedaos aquí, que voy a ir allí un momento para ver. No dejaré que nadie me descubra.

Volvió y movió la cabeza.

—Sí, han ido abajo, a los sótanos. ¿Creéis que pueden ser contrabandistas? ¿Creéis que están escondiendo las cosas de contrabando allá abajo? Es un sitio magnífico para ocultarlas, por supuesto.

—Volvamos a la cueva mientras están en los sótanos —dijo
Jorge
—. Tengo miedo de que
Tim
lo eche todo a perder si se pone a ladrar. Ahora precisamente está reventando de ganas de meter ruido.

—¡Vámonos, entonces! —dijo Julián—. No vayamos a través del patio, sino bordeando el mar. Luego, cuando lleguemos a la cueva, uno de nosotros puede esconderse detrás del matorral de genista y vigilar a los contrabandistas. Ellos seguramente han venido remando en un bote por entre las rocas.

Llegaron al final a la cueva y se metieron en ella. ¡Pero no bien había Julián iluminado la cuerda con la ayuda de los otros, cuando
Tim
desapareció! Se había escapado de la cueva mientras los otros estaban dé espaldas, y cuando
Jorge
dio la vuelta, el perro ya no estaba allí.


¡Tim!
—llamó con fuerte voz—.
¡Tim!
¿Dónde estás?

Pero no llegó ninguna contestación.
Tim
se había ido por su propia cuenta. ¡Con tal que los contrabandistas no lo vieran! ¡Qué perro más malo era haciendo eso!

Pero
Tim
había olfateado algo excitante. Había percibido un olor que él conocía bien, un olor a perro, y estaba decidido a dar caza a su dueño y morderle las orejas y el rabo. ¡Gr-r-r-r-r-r-r—!
¡Tim
no permitiría que ningún otro perro estuviese en su isla!

Julián se sentó tras el matojo de genista vigilando por todo el rededor. En el barco naufragado no ocurría nada de particular y tampoco se veía en el mar ningún otro barco. Probablemente el bote que había traído a los extraños a la isla estaba escondido entre las rocas. Julián miró por detrás de él con dirección al castillo. Vio algo que lo dejó pasmado.

Un perro estaba olisqueando por entre los matorrales no muy lejos de allí y, deslizándose tras él con los pelos erizados, estaba
Tim. Tim
seguía al perro como un gato sigue a un conejo para darle caza. El otro perro lo oyó de repente y se volvió de un salto, encarándose con
Tim.
Éste se lanzó encima del otro can gruñendo ferozmente.

Julián miraba todo esto horrorizado, no sabiendo qué hacer. Los dos perros hacían un ruido terrible, especialmente el otro, cuyos aullidos de terror y gañidos de rabia inundaban toda la isla.

«Esto llamará la atención de los contrabandistas y verán a
Tim
y entonces sabrán que hay alguien en la isla —pensó Julián—. Caramba,
Tim,
¿por qué no te habrás quedado quietecito con
Jorge?»

Por la muralla del ruinoso castillo emergieron tres figuras, corriendo en fila india para ver qué le estaba sucediendo a su perro. Julián quedó pasmado a más no poder.

Las tres figuras no eran otras que las del señor Stick, señora Stick y Edgar.

—¡Cáspita! —dijo Julián alcanzando rápidamente el agujero—. ¡Han venido detrás de nosotros! ¡Han adivinado que habíamos venido aquí y han acudido para hacernos volver a casa, los muy bestias! ¡Pues bien, no nos encontrarán! ¡Qué pena que
Tim
lo haya echado todo a perder!

Llegó un estridente silbido a sus oídos. Era
Jorge,
que horrorizada por el ruido que producían los dos perros había lanzado un penetrante silbido a
Tim.
Era un silbido que el can siempre obedecía. Por ello, dejó al otro perro y se dirigió rápidamente a lo alto de la cueva cuando los tres Stick, con su ensangrentado perro, llegaban a la escena.

Edgar corrió tras
Tim
hasta lo alto de la gruta. Julián se metió en la cueva a través del agujero en cuanto vio que llegaba Edgar. Lo mismo hizo
Tim
de un salto, yéndose con su amita cuando estuvo dentro.

—Calla, cállate —dijo
Jorge
al excitado perro en un urgente susurro—. ¿Es que quieres que descubran nuestro refugio, idiota?

Edgar llegó al techo de la cueva, jadeando. Quedó muy sorprendido al ver que
Tim,
al parecer, había desaparecido a través de la sólida tierra. Lo buscó un poco más, pero estaba claro que el perro no estaba allí.

El señor y la señora Stick subieron a donde estaba Edgar.

—¿Qué perro era ése? —preguntó la señora Stick—. ¿Qué es lo que hacía?

—Se parece terriblemente a ese horrible perro de los chicos —dijo Edgar. Su voz podía oírse perfectamente desde el interior de la cueva. Los chicos permanecieron lo más quietos que podían.

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