Los chicos se dirigieron a la cueva con el cofre.
Jorge
siguió escondida tras un matorral, vigilando. A los pocos minutos reapareció el señor Stick y empezó a mirar alrededor en busca del cofre. Su boca se abrió con signo de gran sorpresa cuando vio que el cofre había desaparecido. Gritó dirigiéndose a la entrada del sótano.
—¡Clara! ¡El cofre ha desaparecido!
La señora Stick regresaba de abajo al lado de
Stinker
y seguida de Edgar.
Salió a flor de tierra y miró a su alrededor.
—¿Desaparecido? —dijo, enormemente sorprendida—. ¿Dónde está?
—¡Eso es lo que yo quisiera saber! —dijo el señor Stick—. Lo dejamos aquí hace unos minutos y desaparece. Se ha marchado sólito al igual que las otras cosas.
—¡Eso es que hay alguien en la isla! —dijo la señora Stick—. Y vamos a descubrir quién es. ¿Tienes preparada la escopeta?
—Sí —dijo el señor Stick golpeándose el cinturón—. Tú coge una buena estaca. Iremos con
Tinker.
Si no conseguimos encontrar a los que nos están estropeando el plan es que yo no me llamo Stick.
Jorge
salió sigilosamente de su escondrijo para avisar a los otros. Antes de deslizarse por la cuerda cubrió el agujero del techo de la cueva con zarzas. Llegó al suelo y les contó a los demás lo que había ocurrido.
Julián había estado intentando abrir el cofre, pero todavía estaba cerrado. Miró a
Jorge.
—Tenemos suerte de que todavía nadie haya caído por el agujero del techo —dijo—. Ahora nos estaremos quietos, y tú,
Tim,
no vayas a ladrar ni a gruñir.
Durante algún tiempo no se oyó nada. Luego se oyó a distancia un ladrido de
Stinker.
—Quietos ahora —dijo Julián—. Están cerca. Los Stick estaban una vez más encima de la cueva rebuscando cuidadosamente entre los matorrales. Fueron al gran matorral donde los chicos solían esconderse y vieron la yerba aplastada que había allí.
—Alguien ha estado aquí —dijo el señor Stick—. Me pregunto si no estarán en el centro de este matorral. Es tan espeso que podría ocultar a un ejército. Voy a echar una ojeada, Clara, mientras tú te quedas aquí con mi escopeta.
Mientras esto ocurría, Edgar correteaba de un lado para otro. Estaba seguro de que nadie iba a ser tan tonto como para ponerse a vivir dentro de un espinoso matorral. De pronto vio horrorizado como el suelo fallaba. Sus piernas desaparecieron por un agujero. Se agarró a unas plantas, pero no logró salir del atolladero. Iba hacia abajo, hacia abajo, abajo, abajo… ¡crash! Edgar cayó por fin al suelo, apareciendo ante los pasmados ojos de los chicos, después de aterrizar en un montón de arena blanda.
Tim
al instante se lanzó sobre él con un furioso gruñido, pero
Jorge
pudo contenerlo a tiempo.
Edgar estaba medio atontado y muerto de miedo. Estaba tendido en el suelo de la cueva, gimiendo con los ojos cerrados. Los chicos se miraban unos a otros. Por unos instantes se sintieron tan perplejos que no sabían qué hacer o qué decir.
Tim
gruñó ferozmente, tan ferozmente que Edgar abrió los ojos, asustado. Miró a los cuatro chicos y al perro lleno de sorpresa y horror.
Abrió la boca para pedir auxilio, pero al punto notó sobre él la mano de Julián.
—Grita, y entonces verás como
Tim
empieza a morder por donde le dé la gana —dijo Julián con voz tan furiosa como los gruñidos de
Tim
—. ¿Ves? Puedes intentarlo.
Tim
está deseando morder.
—Yo no pienso gritar —dijo Edgar con voz tan baja que los otros apenas podían oírle—. Llevaos ese perro.
Jorge
le habló a
Tim.
—Ahora escucha,
Tim:
si este chico se pone a chillar, te echas encima de él. Échate aquí a su lado y enséñale los dientes. Muérdele donde quieras si se pone a chillar.
—¡Guau! —ladró
Tim,
pareciendo muy complacido. Se echó en el suelo al lado de Edgar y el chico intentó moverse. Pero
Tim
se le echaba encima cada vez que se movía.
Edgar miró a los chicos.
—¿Qué estáis haciendo en esta isla? —preguntó—. Nosotros creíamos que os habíais ido a casa.
—¡Es
nuestra
isla! —exclamó
Jorge
con fiera voz—. Nosotros tenemos perfecto derecho a estar aquí si se nos antoja, pero vosotros no. ¡De ninguna manera! ¿Para qué habéis venido aquí, tú, tu padre y tu madre?
—No lo sé —repuso Edgar, huraño.
—Será mejor que nos lo digas —dijo Julián—. Sabemos que estáis en tratos con contrabandistas.
Edgar pareció sorprenderse.
—¿Contrabandistas? —dijo—. No sé nada de eso. Papá y mamá no me cuentan nada. Yo no quiero tener tratos con contrabandistas.
—¿De veras que no sabes
nada?
—dijo Dick—. ¿No sabes para qué habéis venido a la isla de Kirrin?
—No sé nada —dijo Edgar con tono insolente—. Papá y mamá nunca me cuentan nada. Eso es todo. No sé nada de contrabandistas. Os lo digo.
Estaba enteramente claro para los chicos que Edgar realmente no conocía las razones por las que sus padres habían ido a la isla.
—Bien. No me sorprende que no quieran revelar sus secretos a "Cara Sucia" —dijo Julián—. Apuesto a que en seguida se iría de la lengua. De todas formas, sabemos que éste es un asunto de contrabandistas.
—Dejadme marchar —dijo Edgar hoscamente—. No tenéis derecho a retenerme aquí.
—No pensamos dejarte marchar —dijo
Jorge
rápidamente—. Tú eres nuestro prisionero ahora. Si te dejásemos ir con tus padres les contarías que nos has visto, y no tenemos intención de que se enteren de que estamos aquí. Has de saber que pensamos deshacer su plan.
Edgar comprendió. Comprendió un montón de cosas.
—¿Fuisteis vosotros los que se llevaron los almohadones y las otras cosas? —preguntó.
—Oh, no, querido Edgar —contestó Dick—. Fueron las vacas, ¿verdad? ¿Es que no te acuerdas de lo que le contaste a tu madre sobre centenares de vacas que mugían y te echaban cosas encima y se llevaron los almohadones que dejaste en el suelo? Seguramente que no has olvidado el asunto de las vacas.
—Entonces ¿fuisteis vosotros? —dijo Edgar, ceñudo—. ¿Qué vais a hacer conmigo? Está claro que yo no pienso seguir aquí.
—Pero seguirás, "Cara Sucia" —dijo Julián—. Tú te estarás aquí hasta que te dejemos marchar, y esto no ocurrirá hasta que hayamos aclarado el pequeño misterio de los contrabandistas. Y te advierto que cualquier metedura de pata por tu parte será castigada por
Tim.
—Sois una pandilla de bestias —dijo Edgar al ver que no podía hacer otra cosa que obedecer a los chicos—. Mi padre y mi madre se pondrán furiosos contra vosotros.
Su padre y su madre estaban en aquel momento pasmados a más no poder. No habían encontrado, por supuesto, a nadie escondido en el matorral. Cuando el señor Stick terminó la búsqueda miró a su alrededor para ver dónde estaba Edgar.
Pero a Edgar no se le veía por ningún sitio.
—¿Dónde está ese estúpido chico? —dijo, y gritó—: ¡Edgar! ¡ED… GAR!
Pero no hubo respuesta. Los Stick emplearon una buena porción de tiempo en busca de Edgar encima y debajo del suelo. La señora Stick estaba convencida de que el pobre Edgar se había metido en los sótanos e intentó enviar a
Stinker
a buscarlo. Pero
Stinker
no llegó más allá de la primera celda. Recordaba los peculiares ruidos que se habían producido durante la noche última y no estaba en forma para explorar los sótanos.
Julián, una vez terminado con Edgar, fijó su atención en el cofre.
—Voy a abrirlo de algún modo —dijo—. Estoy seguro de que dentro hay cosas de contrabando, pero no sé cómo hacerlo.
—Tendrás que romper las cerraduras —dijo Dick. Julián cogió un trozo de roca e intentó romper las dos cerraduras. Consiguió romper una después de un rato más tarde cedió también la segunda. Los chicos levantaron la tapa y miraron dentro.
Encima de todo había un cubrecama de niño, bordado con conejitos blancos. Julián lo levantó, esperando ver debajo las cosas de contrabando. Pero, ante su asombro lo que había debajo era ropa infantil. La fue sacando. Eran dos jerseys azules, una falda azul, camisetas y pantalones y una casaca. Al final de todo había varias muñecas y un oso de felpa.
—¡Cáspita! —exclamó Julián, extrañado—. ¿Para qué es todo esto? ¿Por qué los Stick habrán traído esto a la isla, y por qué los contrabandistas lo escondieron en el cofre? ¡Es un rompecabezas!
—¿De quién serán? Cómo me gustaría que fueran mías ¿no es extraordinario? —dijo Ana.
UN GRITO EN LA NOCHE
Nadie podía contestar a la sorprendida pregunta de Ana. Los chicos permanecían perplejos, contemplando el cofre. Era, en verdad, un alijo muy extraño. Recordaron las otras cosas que había en el barco naufragado, como las latas de comida. Había en la pequeña isla Kirrin unas cosas extrañas para el contrabando.
—Es fantástico —dijo Dick al final—. Pensar que habíamos creído que todo se aclararía cuando abriéramos el cofre y ha sucedido todo lo contrario: el misterio es más profundo ahora.
En aquel momento se dejaron oír las voces de los padres de Edgar llamando a su hijo. Pero Edgar no se atrevía a contestarles. La nariz de
Tim
estaba apoyada contra una de sus piernas. Podía ser mordido en cualquier momento.
Tim
gruñía de vez en cuando para recordarle a Edgar que todavía estaba allí.
—¿Sabes algo del barco que hacía señales la última noche? —preguntó Julián volviéndose a Edgar.
El muchacho movió la cabeza.
—No he oído nada de señales —dijo—. Sólo oí a mi madre decir que esperaba que esta noche llegase el
Vagabundo,
pero yo no sé qué es lo que quiso decir.
—¿El
Vagabundo?
—dijo
Jorge
al punto—. ¿Qué es eso? ¿Una persona, un barco, o qué?
—No lo sé —repuso Edgar—. Si me hubiera atrevido a preguntarlo me hubiera llevado un buen sopapo en la oreja. Averiguadlo vosotros.
—Lo averiguaremos —dijo Julián—. Vigilaremos esta noche por si aparece el
Vagabundo.
Gracias por la información.
Los chicos pasaron buena parte del día sin hacer nada y algo aburridos, todos menos Ana, que tenía muchas cosas que arreglar otra vez. ¡Realmente la cueva parecía mucho más una casa de verdad cuando hubo terminado! Puso los cobertores sobre las camas y las alfombras en el suelo. ¡La cueva tenía un aspecto de lo mejor!
A Edgar no le permitieron salir de la cueva y
Tim
no lo dejaba ni un momento. Se pasó mucho rato durmiendo, mostrando a las claras que el miedo a las vacas le había impedido pegar ojo durante la última noche.
Los otros discutían sus planes en voz baja. Decidieron hacer guardia encima de la cueva de dos en dos aquella noche. Querían saber lo que iba a ocurrir. Si el
Vagabundo
llegaba, harían rápidamente nuevos planes.
El sol se puso. Llegó la noche y la oscuridad se cernió sobre el mar. Edgar roncaba sonoramente después de haber tomado una buena ración de sardinas para cenar, con bocadillos de carne de buey, albaricoques y leche. Ana y Dick fueron a hacer la primera guardia. Eran poco más de las diez y media.
A las doce y media Julián y
Jorge
treparon por la nudosa cuerda y se reunieron con los otros dos. No tenían nada que contar. Volvieron al interior de la cueva, se metieron en sus confortables camas y se pusieron a dormir. Edgar estaba roncando en su rincón y
Tim
le vigilaba.
Julián y
Jorge
miraron hacia el mar, intentando encontrar algún barco. Había salido la luna aquella noche y el paisaje no era del todo oscuro. De pronto oyeron hablar en voz baja y pudieron ver dos oscuras figuras bajo las rocas.
—Los dos Stick —susurró Julián—. Yendo otra vez al barco hundido, supongo.
Se oyó un ruido de remos y los chicos vieron un bote avanzando por el agua. Al mismo tiempo
Jorge
cogió por el brazo fuertemente a Julián señalando a un punto del mar. Una luz estaba encendida a bastante distancia, desde un barco que los chicos apenas podían distinguir. Entonces una nube cubrió la luna y no pudieron ver nada durante algún tiempo.
Aguardaron jadeantes. ¿Se trataría aquella sombra del barco del
Vagabundo
? ¿O el
Vagabundo
era el dueño? ¿Estaban los contrabandistas trabajando aquella noche?
—¡Hay otro bote que se acerca, fíjate! —exclamó
Jorge
—. Debe de venir de aquel barco que hay a lo lejos. Ahora que la luna ha salido otra vez podrás verlo. Se está acercando al barco hundido. Supongo que allí tendrán su lugar de reunión.
Entonces, muy irritantemente, la luna desapareció otra vez sobre una nube, y estuvo oculta tanto tiempo que los chicos no podían contener su impaciencia. Al final volvió a salir y a iluminar el agua.
—Ambos botes están alejándose del barco ahora —dijo Julián excitadamente—. Se ve que han tenido ya su reunión y han traído las cosas de contrabando, supongo, y el otro, el bote de los Stick, vuelve a la isla con el alijo. Seguiremos a los Stick cuando regresen y veremos dónde guardan el alijo.
Durante un rato el bote de los Stick fue acercándose a la costa. Los chicos no pudieron ver nada entonces, pero luego vieron de pronto a los Stick camino del castillo. El señor Stick llevaba al hombro lo que parecía un gran paquete. No pudieron ver si la señora Stick llevaba también algo.
Los Stick llegaron al patio del castillo y se dirigieron a la entrada de los sótanos.
—Van a guardar allí el alijo —susurró Julián a
Jorge.
Los chicos estaban ahora observando desde detrás de una tapia cercana—. Volvamos a la cueva y contémosles a los otros lo que hemos visto. Tenemos que hacer nuevos planes. Tenemos que rescatar el alijo e ir al pueblo para contárselo a la policía.
En aquel momento un grito rompió el silencio de la noche. Era un alarido terrible, que asustó en gran manera a los chicos.
No tenían la menor idea de dónde procedía.
—¡Rápidos! ¡Puede haber sido Ana! —gritó Julián. Los dos corrieron a más no poder hacia el agujero del techo de la cueva y se introdujeron en ésta descendiendo por la cuerda. Julián miró por todo el rededor ansiosamente. ¿Qué podía haberle ocurrido a Ana para hacerla gritar de esa manera?