—¡Pero no puede ser! —llegó a sus oídos 1a voz de la señora Stick—. Los chicos se han ido a su casa, y el perro también. Nosotros los vimos dirigiéndose a la estación. Ése debe de ser un perro perdido que ha dejado aquí algún turista.
—Bien, pero ¿dónde está? —dijo la ronca voz del señor Stick—. No se ve ningún perro por aquí.
—Se metió dentro de la tierra —dijo Edgar con voz sorprendida.
El señor Stick le contestó despectivamente.
—¡Meterse dentro de la tierra! —exclamó—. No digas estupideces. Seguramente se ha caído por entre las rocas. El muy bruto le hincó bien los dientes al pobre
Tinker.
¡A fe que, si vuelvo a verlo, lo mato!
—Puede haber un escondite alrededor de esta roca —dijo la señora Stick—. ¡Voy a echar un vistazo!
Los chicos permanecían quietos a más no poder y
Jorge
no separaba su mano del collar de
Tim.
Pudieron darse cuenta de que los Stick estaban realmente muy cerca. Julián esperaba de un momento a otro que uno de ellos apareciera por el agujero.
Pero afortunadamente no ocurrió nada de eso. Los Stick estaban, sin embargo, muy cerca del agujero, discutiendo sus problemas.
—Si el perro es el de los chicos, entonces esos repugnantes muchachos han venido a la isla en lugar de ir a casa —dijo la señora Stick—. ¡Esto trastornaría nuestro plan de pies a cabeza! Tenemos que encontrarlos. No podremos vivir en paz hasta que lo hagamos.
—Si están aquí, los encontraremos en seguida —dijo el señor Stick—. No hay que preocuparse por eso. Su bote tiene que estar en algún sitio y ellos no estarán muy lejos. Es imposible que cuatro chicos, un perro y un bote permanezcan ocultos en una isla tan pequeña, especialmente cuando se les está buscando. Edgar, tú ve por ahí. Clara, tú ve al castillo. Pueden haberse escondido entre las ruinas. Yo echaré una mirada por aquí.
Los chicos seguían quietos y apretujados dentro de la cueva. ¡Cómo deseaban que no descubriesen el bote! ¡Cómo deseaban que no encontrasen ni señales de él!
Tim
gruñía por lo bajo, ansioso de volver a encontrarse con
Stinker.
Había disfrutado de lo lindo mordiéndole las orejas.
Edgar tenía algo de miedo de encontrarse con los chicos y un gran miedo de enfrentarse con
Tim
en cualquier parte. Por eso no puso demasiado entusiasmo en la búsqueda. Fue a la caleta donde había desembarcado el bote y aunque vio huellas en la arena no pudo encontrarlo ni darse cuenta de que la proa asomaba, llena de algas, por una roca.
—¡Nada por aquí! —gritó a su madre, que estaba por entre las ruinas del castillo buscando probables escondrijos. Pero ella tampoco encontró nada. Y tampoco el señor Stick.
—No puede ser el perro de los chicos —dijo el señor Stick al final—. Ellos estarían en la isla si así fuera y también su bote y no hay señal de nada de eso. Ése debe ser un perro perdido.
Los chicos se sintieron aliviados al cabo de una hora pensando que los Stick habían ya dejado de buscarlos. Pusieron a hervir el agua en la hornilla para hacer algo de té y Ana empezó a cortar bocadillos.
Tim
estaba atado por si acaso se le ocurría volver a atacar a
Stinker.
Tomaron el té sosegadamente y hablando en voz baja.
—Al fin y al cabo, los Stick no han venido a buscarnos por aquí —dijo Julián—. Está claro que creen que hemos cogido el tren para irnos a casa y que nos hemos llevado con nosotros a
Jorge y Tim.
—Entonces ¿qué es lo que hacen aquí? —preguntó
Jorge
con fiereza—. ¡Esta es
nuestra
isla! Ellos no tienen derecho a venir aquí. ¡Vamos a obligarles a regresar! Ellos le tienen miedo a
Tim.
Voy a decirles que les echaré el perro si no se van.
—No,
Jorge
—repuso Julián—. Tienes que ser comprensiva. No tenemos ningún interés en que vayan a casa y le digan a tu padre que estamos aquí, para que tu padre, en un arranque de mal humor, regrese de pronto y nos haga volver a la casa. Yo tengo pensada otra cosa.
—¿Qué? —preguntaron los otros viendo cómo los ojos de Julián brillaban como solían hacerlo cuando tenía una idea nueva.
—Bien —dijo Julián—. ¿No creéis que los Stick tienen alguna relación con los contrabandistas? ¿No creéis que ellos han venido aquí para coger el alijo o para ocultarlo bien? El señor Stick es un marino, ¿verdad? Él debe de conocer bien a los contrabandistas. Apuesto a que está pagado por ellos.
—Creo que tienes razón! —exclamó
Jorge,
muy excitada—. Bien, bien, esperaremos a que los Stick se vayan y luego iremos a los sótanos y miraremos a ver si han escondido algo allí. ¡Les vamos a estropear el plan! Esto está cada vez más emocionante.
LOS STICK SE LLEVAN UN SUSTO
¡Pero los Stick no se marchaban! Los chicos se asomaban de vez en cuando por el agujero del techo de la cueva y siempre veían a un Stick o a otro. Llegó la tarde y empezó el día a ponerse oscuro. Los Stick no se habían marchado todavía. Julián corrió a la orilla y descubrió un pequeño bote. Los Stick habían sido muy hábiles sorteando las rocas.
—Parece como si los Stick hubiesen venido para pasar la noche —dijo Julián lúgubremente—. Nos van a estropear nuestra estancia aquí. Nos hemos escapado para huir de los Stick, y como si nada; los Stick están otra vez con nosotros. Vaya fastidio.
—Asustémoslos —dijo
Jorge,
con los ojos brillantes a la luz de una vela en la cueva.
—¿Qué es lo que quieres decir? —dijo Dick animándose. A él siempre le gustaban las ideas de
Jorge,
por descabelladas que parecieran a veces.
—Pues bien: yo supongo que ellos se irán a dormir a una de las habitaciones de los sótanos, ¿verdad? —dijo
Jorge
—. No hay ningún sitio a propósito para cobijarse entre las ruinas, si no, hubiéramos estado nosotros allí. El único sitio son los sótanos. A mí no me gusta dormir allí, pero no creo que a los Stick les importe.
—Bueno, pero ¿qué, cuál es tu idea?
—¿No podríamos ir abajo y hacer ruido para que los ecos lo repitan por todos los pasadizos? —dijo
Jorge—
Ya sabéis cómo nos asustaron los ecos la primera vez que fuimos a los sótanos. Solamente tendremos que decir una palabra o dos y entonces los ecos se pondrán a repetirla una y otra vez.
—¡Oh, ya recuerdo! —dijo Ana—. Y ¡cómo se asustó
Tim
cuando ladró! Los ecos se pusieron a ladrar y él se creyó que había centenares de perros escondidos ladrando. Estaba terriblemente asustado.
—Es una buena idea —dijo Julián—. Nos vengaremos de los Stick por haber invadido nuestra isla. Si del susto que les demos se marchan, entonces sí que será un triunfo para nosotros. Vayamos.
—¿Qué hacemos con
Tim?
—preguntó Ana—. ¿No será mejor dejarlo aquí?
—No. Él puede venir y ponerse a la entrada de los sótanos para hacer la guardia y avisarnos si alguno de los verdaderos contrabandistas se acerca. No pienso dejarlo aquí.
—¡Bueno, vamos ya! —dijo Dick—. Será un juego muy divertido. Está todo oscuro ya, pero tengo aquí mi linterna y en cuanto nos convenzamos de que los Stick están en los sótanos empezaremos nuestro juego.
No había señal de los Stick por ningún sitio. No se veía ninguna luz de un fuego o de vela, ni se oía tampoco ruido de voces. O se habían marchado, o estaban abajo en los oscuros sótanos.
Las piedras de la entrada habían sido apartadas. Por eso los chicos estuvieron seguros de que ellos estaban allá abajo.
—Ahora,
Tim,
quédate aquí quietecito —le susurró
Jorge
a
Tim
—. Ladra si alguien viene, pero si no, no. Nosotros vamos a ir abajo, a los sótanos.
—Creo que quizá sea mejor que yo me quede aquí con
Tim
—dijo Ana de pronto. No le gustaba nada el oscuro aspecto de la entrada a los sótanos—. Ya sabes,
Jorge, Tim
puede asustarse si se queda aquí solo.
Los otros se echaron a reír. Sabían que la pequeña Ana tenía miedo.
Julián la cogió del brazo.
—Te quedarás aquí, pues —le dijo, benévolo—. Le harás compañía al viejo
Tim.
Entonces Julián,
Jorge
y Dick empezaron a andar por la larga serie de escalones que conducían a los profundos y viejos sótanos del castillo Kirrin. Habían estado allí el verano anterior, cuando iban a la búsqueda de un tesoro abandonado; ¡ahora, estaban allí otra vez!
Había allá abajo muchas celdas, unas grandes y otras pequeñas, en las que tiempo atrás debieron estar encerrados infieles prisioneros.
Los chicos se introdujeron por los oscuros pasadizos. Julián había traído un trozo de yeso y fue dibujando una raya por las paredes a medida que avanzaban para poder luego encontrar fácilmente el camino de vuelta.
De pronto se oyeron voces y se percibió una luz. Se detuvieron y hablaron unos a otros al oído.
—¡Fue en esa habitación donde encontramos el tesoro el año pasado! Ahí es donde han acampado. ¿Qué ruido haremos?
—Yo haré de vaca —dijo Dick—. Lo hago terriblemente bien. Haré de vaca.
—Yo haré el carnero —dijo Julián—.
Jorge,
tú haz el caballo. Puedes ponerte a relinchar como un caballo. ¡Dick, empieza tú!
Dick empezó. Oculto tras una especie de columna rocosa abrió la boca y mugió tristemente, con mugido de vaca apenada. En seguida los ecos repitieron el mugido por todos los pasadizos, de tal manera que parecía que un centenar de vacas andaban vagando por los sótanos mugiendo a la vez.
—¡Muu-uu-uu-UUUUUU, uuu-uu-MUUUUUUU!
Los Stick escucharon pasmados a más no poder, asustados por el repentino y terrible sonido.
—¿Qué es eso, mamá? —preguntó Edgar, casi con lágrimas en los ojos.
Stinker
se acurrucó al fondo de la cueva, aterrorizado.
—Son vacas —dijo el señor Stick, preocupado—. Aquí hay vacas. ¿No oís los mugidos? Pero ¿por qué tiene que haber aquí vacas?
—¡No tiene sentido! —dijo la señora Stick recuperándose un poco—. ¡Vacas en los sótanos! ¡Estás loco! ¡No me vayas a decir que también hay carneros!
Fue muy bueno que ella dijera esto, porque Julián escogió aquel momento para empezar a balar. Su único y prolongado balido «bee-bee-ee-eee» fue recogido por los ecos, que lo multiplicaron, pareciendo enteramente que una porción de desgraciados carneros rondaban por los sótanos.
El señor Stick se puso de pie de inmediato, pálido como una sábana.
—¡No digas que no hay carneros! —dijo—. ¿Qué es eso, si no? Pero ¿qué pasa en estos sótanos? Nunca lo hubiera imaginado.
—¡Bee-ee-EEEEEEEE! —resonaron los melancólicos balidos. Entonces
Jorge
se puso a relinchar como un caballo impaciente.
Luego se puso a golpear el suelo con los pies produciendo un ruido que los ecos multiplicaban y que llegaban a la habitación de los Stick veinte veces más fuertes.
El pobre
Stinker
empezó a gimotear lastimeramente. Nunca en su vida había tenido tanto miedo. Se apretujaba contra el suelo, como si quisiera que la tierra se lo tragase.
Edgar cogió a su madre por el brazo.
—Vámonos —dijo—. No puedo estar aquí. Hay cientos de vacas, corderos y caballos rondando por ahí, ya puedes oírlo. Puede que no sean de verdad, pero el ruido lo hacen y estoy asustado.
El señor Stick se acercó a la puerta de la habitación donde estaban y gritó fuertemente.
—¡Eh! ¡Quienesquiera que seáis! ¡Marchaos!
Entonces
Jorge
gritó con voz profunda de caballo:
—¡CHAOS! ¡CHAOS! ¡CHAOS, AOS, AOS!
El señor Stick se metió rápidamente en la habitación y encendió otra vela. Cerró la gran puerta de madera. Tenía las manos temblorosas.
—Son cosas muy extrañas —dijo—. No podemos estar aquí mucho tiempo si cada noche sucede lo mismo.
Julián, Dick y
Jorge
tenían tantas ganas de reír que apenas podían seguir imitando animales.
Jorge
se puso entonces a imitar a un cochinillo con un gruñido muy real, y Dick por poco se muere de risa. Los ecos repitieron los gruñidos por todos sitios.
—¡Vámonos ya! —dijo Julián al final—. Voy a reventar de ganas de reír. ¡Vámonos ya!
«¡Vámonos ya!", susurraron los ecos. "¡Vámonos ya, ya, ya!»
Emprendieron el regreso, guiándose por la raya que había dibujado en la pared Julián con el yeso. Era imposible equivocar el camino siguiendo aquella línea.
Llegaron por fin a la escalera de entrada y la subieron, encontrando al final a Ana y
Tim.
La pequeña Ana rió cuando los otros le contaron lo que habían hecho.
—Oímos al viejo Stick gritar que nos marchásemos —dijo
Jorge
—. Estaba muy asustado. Y
Stinker
gemía de un modo que partía el alma. Apuesto a que, después de esto, los Stick se marcharán mañana. Les hemos dado un buen susto.
—¡Lo hemos pasado en grande! —exclamó Julián—. Fue una lástima que me entrasen ganas de reír, porque iba a empezar ya a imitar al elefante.
—Es curioso que los Stick estén en la isla —dijo Dick, pensativo—. Se han marchado de "Villa Kirrin", pero no han venido a buscarnos. Deben de estar en tratos con los contrabandistas. Seguramente por eso la señora Stick entró a trabajar con tu madre,
Jorge,
para estar cerca de la isla cuando llegara el tiempo de que los contrabandistas necesitaran su ayuda.
—¿No podríamos volver a "Villa Kirrin"? —preguntó Ana, quien, a pesar de que la isla le gustaba mucho, no se sentía muy cómoda en ella ahora que los malvados Stick estaban allí.
—¡Volver! ¡Abandonar una aventura justo cuando está empezando! —dijo
Jorge
despreciativamente—. ¡Qué tonta eres, Ana! Vuelve tú si quieres, pero estoy segura de que nadie querrá acompañarte.
—Oh, Ana ante todo quiere estar con nosotros —dijo Julián sabiendo que Ana podía sentirse ofendida por la sugerencia de marcharse sola—. ¡No te preocupes! ¡Serán los Stick los que se marchen!
—Volvamos a la cueva —dijo Ana, siempre pensando en la seguridad. Emprendieron el camino a través del patio hasta la pequeña muralla que rodeaba el castillo. Atravesaron la muralla y se dirigieron a la cueva. Julián encendió la linterna cuando pensó que nadie vería la luz, porque era imposible ver nada en la oscuridad de la noche y no quería que ninguno de ellos cayese por el agujero en vez de deslizarse por la cuerda tranquilamente. Julián encontró por fin el agujero y lo iluminó, por lo cual los otros pudieron bajar con seguridad al interior de la cueva, uno a uno. Echó luego un vistazo al oscuro mar cuando algo llamó su atención.