Mosén Alberto explicaba a los Alvear:
—Es la tradición, ¿comprende? Los Juegos Florales son… ¡claro! Para ustedes es difícil de comprender.
Mosén Alberto preparaba también una monografía histórica sobre la ermita de los Angeles.
Mosén Alberto no lo podía remediar: era catalanista. En primer lugar, su pueblo natal, Torroella, antiquísimo condado y luego Gerona y el Museo, le habían situado frente a tantas obras de arte indígenas que estaba convencido de que pocos pueblos en la tierra se le podían comparar. «Leyendo nuestra historia se queda uno boquiabierto», decía. Mosén Alberto se sabía de memoria trozos de Ramón Llull, de Ausias March. Y estaba abonado, como el notario Noguer, como don Jorge, como el doctor Rosselló y muchas familias de clase media, a la Fundación Bernat Metge. Se aseguraba que en castellano no existía una traducción tan perfecta de los clásicos griegos y latinos. A Matías aquello le parecía raro, pero no estaba documentado para contestar.
Mosén Alberto presentaba a Gerona como ejemplo vivo de lo que decía.
—En Gerona ya se imprimían incunables —imprentas Oliva, Baró—. En la Edad Media, cada casa era un taller de artesanos de gran calidad: orfebrería, repujado de hierro, etcétera… No hay más que ver la colección de grabados al boj del Museo. Ríase usted, Matías, de los dibujantes que pueda haber en Jaén y Málaga.
Matías no contestaba, pero lo hacía Ignacio.
—Mosén, en Andalucía todo el arte árabe, sabe usted… Y si nos ponemos a hablar de Séneca y de San Isidoro…
En Gerona había una editorial importante pero dedicada exclusivamente a libros de texto. Pero Barcelona inundaba el mercado de literatura catalana. El número de autores crecía a diario. David y Olga aseguraban que el movimiento poético y teatral en toda la región alcanzaba una altura extraordinaria. Matías tampoco conocía de ello más que los sonetos de Jaime, y estrofas sueltas de su poema «Amor». Por lo demás, Matías leía poco. En Madrid se había leído todo Dumas. Ahora, algún libro de Blasco Ibáñez. Los periódicos le absorbían. Y en cuanto a la poesía moderna, opinaba de ella lo mismo que del
jazz
. No llegaba a comprender el entusiasmo de Julio por García Lorca. «Para oír esto —sentenció un día—, prefiero escuchar directamente la guitarra.»
A Pilar, lo de los Juegos Florales le encantó, porque supo que se elegiría Reina de la Fiesta y que ésta presidiría en el escenario rodeada de seis Damas de Honor. Las niñas en el colegio hacían cábalas sobre quién sería la Reina de la Fiesta. Se hablaba de una hermana del arquitecto Ribas, de una sobrina del notario Noguer.
Nuri comentaba: «Sor Beethoven quedaría muy bien de Reina, con un vestido blanco y la trompetilla en la oreja».
A Ignacio los Juegos Florales le divertían. El muchacho continuaba sintiéndose estimulado por las carcajadas que provocaban en los demás… Su alegría llevaba trazas de convertirse en hábito. Todavía no se había ido a confesar. El remordimiento le iba quedando sepultado bajo aquella suerte de traje nuevo que su espíritu había estrenado. Carmen Elgazu estaba encantada con su hijo, que en la mesa y alrededor de la entrañable estufa no hacía más que contar chistes. Casi llegó a pensar que verdaderamente había exagerado al suponer que David y Olga le envenenarían.
A Carmen Elgazu lo que le interesaba eran los preparativos de Semana Santa, de la que «Rey de Reyes», que la hizo llorar, había sido un anticipo. Lerroux había vuelto a permitir las procesiones. Se celebraría la gran Procesión del Viernes Santo por la Gerona antigua. Mosén Alberto sería —¡el nombramiento había llegado por fin, prestigio del viaje a Roma!— maestro de ceremonias, y las dos sirvientas del Museo cosían filigranas en los ornamentos sagrados que el sacerdote debería llevar, y discutían qué par de zapatos le correspondían.
* * *
—Mi tío me ha dado un recado para ti. Que si mañana, a las ocho de la noche, quieres ir a una reunión en su casa.
¡Válgame Dios! Ignacio, al oír la propuesta del Cojo, quedó patidifuso. ¿Qué diablos querría el Responsable? Ignacio sabía que continuaban identificándole con José, que los habían visto siempre juntos, primero en el mitin de la CEDA y luego en la huelga. Y también Blasco le veía siempre en el Cataluña jugando al billar o hablando con los parados; pero de eso a invitarle a una reunión…
El Cojo le dijo:
—¡Yo qué sé! Me parece que querría hacer algo con los estudiantes.
Ignacio estuvo a punto de exclamar:
—Pero… ¿es que suponéis en serio que soy de la FAI? —Pero le venció la curiosidad. Ya que la vida se mostraba generosa con él, ¿a qué despreciarla? Por lo demás, tal vez se sintiera más incómodo alrededor de una mesa con el notario Noguer, don Santiago Estrada y las señoras de la CEDA que con el Cojo y el Rubio y el Responsable. Lo mismo que en José, había en aquéllos algo de sinceridad. Ignacio recordó que la Torre de Babel le había dicho en el manicomio: «Uno de esos platos de crema debe de ser del Responsable. Siempre trae uno para su mujer».
Rutila, 80… Todavía recordaba la dirección de cuando José sacó el papel y le preguntó por dónde había de ir a Rutila, 80.
Advirtió a David y Olga que al día siguiente faltaría a clase. Llegada la hora, subió sonriendo la escalera de ladrillo rojo, sorprendentemente limpia. Llamó y le abrió la puerta una de las hijas del Responsable, la menor, que llevaba unos pendientes parecidos a los de doña Amparo Campo.
—Entra. —En el perchero colgaban varias gabardinas y él dejó su abrigo.
Entró en una habitación mal alumbrada, situada a la derecha del pasillo. En un rincón, una radio; en otro, una estufa al rojo vivo. Alrededor de la mesa, el Responsable y seis o siete personas más. Vio las costras del Cojo, la boina de Blasco, las pecas del Rubio. Dos o tres hombres serios, conocidos dirigentes de la CNT.
Sólo un par de ellos le miraron con curiosidad. Los demás parecían acostumbrados a ver gente nueva.
El Responsable le dijo:
—Siéntate. Todavía no sé cómo te llamas.
—Alvear.
Y se sentó.
Uno de los camaradas le preguntó:
—¿En qué trabajas?
—En un Banco.
Se hizo un silencio, durante el cual la hija les sirvió ron y dirigió una larga mirada a Ignacio.
El Responsable parecía dispuesto a no perder tiempo y comenzó a explicarse, demostrando con ello que trataba a Ignacio de igual a igual. Tenía enfrente un ejemplar de
El Tradicionalista
. Lo extendió sobre la mesa y señaló una columna como un general señala un punto en el mapa.
—Supongo que estaréis de acuerdo en que hay que contestar a eso.
Leyó en voz alta. Era un artículo corto. Leía con gran seguridad; siseando en las pausas y marcando con la cabeza un ritmo imaginario.
El artículo empezaba con una sátira desmedida contra los que creían que en un país individualista y violento como España podía tener éxito un régimen parlamentario, que ha de basarse en la comprensión y la tolerancia.
—De acuerdo —comentó un muchacho despeinado, el Grandullón—. El Parlamento es la reoca de los camelos.
A renglón seguido se decía que era indispensable una investigación a fondo para saber de dónde procedía el dinero que derrochaban ciertas personas de la localidad, cuyos ingresos conocidos no sobrepasaban los de la humilde clase media.
—Comunistas —sugirió Blasco, que se había colocado de espaldas para oír.
Luego el cronista añadía que debía precederse sin piedad contra los destructores de trombones, que no podían ser ajenos al corte de la vía férrea descubierto el día anterior entre Gerona y Figueras, que precipitó al abismo tres coches que transportaban vigas de hierro, una de las cuales aplastó el cráneo a un empleado del tren. Daba una lista de nombre sospechosos, escritos con ortografía voluntariamente alterada. En vez de Responsable decía: «Incansable».
—¡Cabrones! —juró el Cojo.
El Responsable tomó aliento y soltó el periódico.
—El Comité, decidido a que esa gente no se crea Dios porque ha ganado las elecciones, quiere contestar a esto. —Luego añadió, echándose para atrás—: Exponed un plan.
Hubo un momento de silencio.
—¿Conoce alguien al que ha escrito eso? —preguntó el Rubio.
El Responsable volvió a desplegar el periódico.
—Firma «La Voz de Alerta».
Todos le conocían y dijeron:
—El dentista tenía que ser.
El Cojo propuso, simplemente:
—Hay que ir por él.
—¿Ir a qué? —inquirió el Responsable.
El Cojo levantó los hombros. Su tío le hipnotizaba.
—No sé —dijo—. A dibujarle otra cara, ¿no?
Blasco negó con la cabeza.
—Aquí el culpable es el director del periódico —afirmó.
El Responsable pidió silencio. Llamó a su hija. Ésta abrió un armario y le entregó una libreta. Aquél la hojeó y fue resiguiendo nombres con el índice. Por último informó:
—El director se llama Pedro Oriol. Es comerciante en maderas, monárquico. Vive en la calle de la Forsa, 180.
Ignacio había palidecido desde que oyó a Blasco afirmar que el culpable era el director. Porque ya sabía que éste era don Pedro Oriol, el padre de su compañero de billar. No dijo nada, no sabía en qué pararía aquello.
El Grandullón intervino:
—Pues vamos por el director.
—Cuenta conmigo —ofreció el Cojo.
—Y conmigo.
—Y conmigo.
Ignacio sintió que le daban un codazo. Era su vecino el Grandullón, quien con las manos, hacía ademán de retroceder el pescuezo a alguien.
Ignacio evocó la imagen de don Pedro Oriol en el entierro de su hijo. Le veía, alto, vestido de negro, mirando al suelo. Pero no se atrevía a intervenir. Y no comprendía que hablaran de todo aquello delante de él.
Y, sin embargo, ahora varios le miraban, como extrañando su mutismo. Especialmente el Responsable.
Al ver que, en efecto, esperaban que dijera algo, intervino:
—Bueno… parece que tengo que decir algo… —Entonces añadió—: Antes que nada, ¿podría saber por qué he sido llamado?
—¡Toma! —exclamó el Responsable—. Para que nos des tu opinión.
Ignacio enarcó las cejas.
—¿Mi opinión sobre lo que estáis hablando?
—Sobre todo lo que se hable.
Ignacio quedó un poco desconcertado.
—Pues bien… —decidió—. Respecto a lo del director de
El Tradicionalista
, a mí me parece que os precipitáis un poco.
—¿Cómo que nos precipitamos?
—Sí. Hay que conocer a las personas, creo.
—¿Conocer…?
—En fin. Quiero decir que don Pedro Oriol… es una persona digna. —Viendo la perplejidad de todos, añadió—: ¡Bueno! Por de pronto, se le ha muerto un hijo.
—¿Y eso qué tiene que ver? —preguntaron tres a la vez.
—¿Es amigo tuyo…? —inquirió Blasco.
—Lo era el chico.
El Responsable le miró.
—¿Sabías que su padre era uno de lo jefes monárquicos?
Ignacio levantó los hombros.
—Yo jugaba con él al billar.
El despeinado dijo:
—No sé… Te veo mucha corbata…
—Eso no tiene nada que ver —cortó el Responsable.
—¿Desde cuándo llevar corbata es pecado? —preguntó Ignacio, conteniéndose.
—El muchacho tiene razón —sentenció el Responsable.
—¡Basta ya! —interrumpió el Grandullón—. ¿Se zumba a ese Oriol., o no?
—Por mí, sí —repitió el Cojo.
—Por mí también.
—Por mí también.
Entonces el Responsable movió la cabeza:
—Sois unos borregos.
Todos le miraron.
—¿Qué pasa?
—¡Os he dicho mil veces que hay que hacer funcionar eso! —Y se pegó en la frente.
—Nadie le quitará la gran paliza.
—¿Y qué? El periódico continuará saliendo. Explotarán el asunto y venderán más ejemplares. —Se hizo el silencio. Todos comprendieron que el Responsable llevaba razón. Éste los miraba uno por uno, centelleando—. A veces me revienta que seáis tan ignorantes —les dijo—. Aquí lo que hay que hacer es algo más serio, de más fuste.
—¿Cómo de más fuste?
—Sí. Algo que impida que esto —señaló hacia
El Tradicionalista
— continúe infectando la provincia.
El Cojo le interrumpió. Siempre miraba a su tío tan fijamente que a veces le adivinaba el pensamiento.
—¡Ya está! Destruir la imprenta.
Hubo un instante de perplejidad. Todo el mundo miró al Cojo y luego al Responsable. No se sabía si éste ordenaría tirar a su sobrino por la ventana o si aprobaría su plan. Aquello era inesperado y probablemente una barbaridad. Destruir la imprenta. ¿Cómo, con qué? ¿Y las autoridades? El Cojo debía de estar loco.
Por fin el Responsable dijo, tomando de la oreja un pitillo según costumbre.
—Eso… me parece mejor.
—¡Hurra! —gritó el Cojo.
Los demás se movieron en la silla. Ignacio no cesaba de parpadear. Porque
El Tradicionalista
se tiraba desde antiguo en la imprenta del Hospicio y, junto con su taller de encuadernación, era la principal fuente de ingreso del establecimiento. Así se lo había contado a Ignacio la Torre de Babel.
Ignacio supuso que el Responsable desconocía aquel detalle, porque a la pregunta de Blasco: «¿Y dónde está la imprenta de esos burgueses?», el jefe de la CNT volvió a llamar a su hija para que le trajera del armario otra libreta.
Entonces Ignacio cortó su gesto.
—Yo puedo decíroslo —informó—.
El Tradicionalista
lo tiran en la imprenta del Hospicio.
Supuso que aquella razón bastaría… Y se equivocó.
—¡Magnífico! —exclamó el Grandullón, levantándose y encendiendo su cigarrillo en el hierro, al rojo vivo, de la estufa—. De noche no habrá vigilancia.
Todos asintieron. Era evidente que tenían gran cantidad de energía disponible y que buscaban en qué emplearla. El Rubio, cuyo rostro expresaba generalmente una especial bonachería, añadió:
—Hay otra ventaja. Se puede entrar en la imprenta por una puerta pequeña que hay que da a la calle del Pavo. No hay necesidad de atravesar el edificio.
Ignacio se preguntó si el muchacho habría salido de aquel establecimiento…
Pero no decía nada. Todo aquello era tan grotesco en su opinión que un sentimiento de superioridad le había invadido. Casi había adoptado un aire irónico.
Pareció que el Responsable se daba cuenta de ello porque le sirvió más ron y le preguntó: