Los cipreses creen en Dios (26 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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* * *

¡Válgame Dios! Los últimos días de agosto señalaron el retorno de los desertores. De los peregrinos del jubileo, de Julio García, ¡de Matías Alvear, Carmen Elgazu y Pilar!

Hubo abrazos a granel, exclamaciones, apertura de maletas.

—¡Contad, contad! ¡Mamá, cuéntanos!

Matías dijo:

—¡No esperéis que abra la boca! Pasó demasiado miedo.

—¿Miedo yo?

—¿Ah, no…? Escuchad bien. Metía un pie, luego otro… y luego retrocedía con los dos.

La mujer exclamó:

—¡Ay, hijos! ¿Creéis que estoy para esos trotes?

A Ignacio le entusiasmó la situación.

—Pero… ¿qué traje de baño llevabas, mamá?

—Negro y muy decente —contestó ella, simulando naturalidad—. Uno muy bonito, ¿verdad, Pilar?

—¡Precioso! Sobre todo, con las dos calabazas en la cintura.

—¡Pilar, ya sabes que no me gustan esas bromas!

—Pilar tiene razón —continuó Matías, dirigiéndose a Ignacio—. Nunca hubiera creído que vuestra madre tuviera tan buen tipo. Llamó mucho la atención.

—¡Matías! ¡Eres un sinvergüenza!

—No me extrañaría que hubiese sido la causa de…

—¡Oh, oh…!

—¡Seguro! —rubricó Pilar, excediéndose—. Sobre todo cuando se puso aquel gorrito amarillo.

—¡No me imagino a mamá con gorrito amarillo! —rió César.

—Pues yo no la puedo imaginar de otra manera —opinó Matías.

Y viendo los aspavientos de Carmen Elgazu, todos se levantaron, la rodearon y abrumaron a caricias, hasta hacerle saltar lágrimas de enfado, de ternura y felicidad.

Capítulo XII

Todo el mundo fue regresando. Las primeras lluvias de septiembre barrieron playas y montañas. En el bar Cataluña había gran satisfacción, pues se decía que a no tardar se anunciarían elecciones en España. La huelga de la CNT había fracasado en Gerona, pero en otras ciudades se iban encadenando otras huelgas. El otoño se presentaba movido.

Los obreros contaban maravillas de la Costa Brava. Aquello era vivir… Muchos habían instalado tiendas de campaña bajo los pinos y bailado en todos los entoldados de la comarca. En la costa, las Fiestas Mayores se celebraban en verano. Llegaban con el cutis y la espalda tostados, y sin un céntimo en e) bolsillo. Al llegar a Gerona se encontraban desplazados, como si no sólo la fábrica, sino las calles y los arcos y los sólidos edificios fueran cárceles.

Julio García llegó también de París. En el Neutral, a lo primero, se limitó a enseñar un mechero muy original, que tenía la forma de un tapón de champaña, y a sentenciar: «París continúa siendo la capital del mundo». Pero todos le acuciaron, empezando por Ignacio, quien al anuncio de su llegada acompañó a su padre al café. Y entonces los deslumbre. «¡Qué impresión más triste da Gerona viniendo de allá!», dijo. Traía también otra boquilla, que parecía de ámbar; y al contrario que los veraneantes, estaba más pálido. Habló del lujo de las tiendas, de la impecable organización del Metro, de las grandes librerías de viejo del Barrio Latino, de la torre Eiffel, de las revistas, de los
cabarets
, del escultor español Mateo Hernández, que se paseaba por Montparnasse llevando en una mano un oso y en la otra una pantera; de las catacumbas…

—Si mi mujer viera aquello, ¡cualquiera la hacía regresar!

Ignacio le oía encandilado. Pero mucho más que él, el camarero. El camarero, Ramón, lo mismo que soñaba en la lotería, escuchaba como hipnotizado los relatos de viajes. Era un chico al que bastaba oír la palabra Estambul o la palabra Vladivostok para poner los ojos en blanco. Su capacidad admirativa divertía mucho a la tertulia. Siempre suponía que los demás vivían aventuras extraordinarias. «¡Vaya cosas que debe usted de pillar en los telegramas!», le decía a Matías. Envidiaba muchos oficios. ¡El de Julio no digamos! «Aquí, si no fuera por ustedes y los viajantes, no me enteraría de nada de lo que hay por el mundo.» Y se ponía la servilleta al brazo en ademán de gran resignación.

Ignacio le preguntó a Julio:

—Y sus asuntos, ¿qué?

Julio le contestó:

—¡Ah, muy bien! ¡Muy bien! Todo ha salido bien. —Y no explicó más.

Mosén Alberto, por su parte, regresó de Roma, con el notario Noguer y su esposa. El matrimonio Noguer contaba y no acababa en la Liga Catalana de todo cuanto vieron y de lo útil que les resultó la compañía del sacerdote. «El Vaticano, el Vaticano. ¡Y esos cretinos querrían destruir la religión!»

El sacerdote llegaba transformado, triunfante. No sólo por el manteo nuevo que el matrimonio Noguer le regaló en Génova y que dejó patidifusa a sus dos sirvientas, sino por el espectáculo que ofrecía Roma con motivo del jubileo. Pensando en la magnificencia de las ceremonias pontificias, le parecía que sus intermitentes vanidades en el humilde Museo eran un poco más excusables. En realidad aquello le hizo sentir una imperiosa necesidad de expansionarse, de contar. Por ello fue infinitamente más explícito que Julio. No olvidaba detalle, como no fuera hablando con los demás sacerdotes, ante los cuales se hacía un poco el misterioso. Con lo cual su prestigio aumentó mucha entre el mundillo eclesiástico, especialmente entre las monjas.

Pero donde se expansionó más a sus anchas fue en casa de los Alvear. No sólo por la presencia de César, sino por la de Carmen Elgazu. Cuando le explicó a César que vio al Padre Santo en persona, aunque en audiencia colectiva, el seminarista se sintió transportado. Y cuando le describió a Carmen Elgazu el fervor de millares de peregrinos apiñados en la plaza de San Pedro, con el arco iris encuadrando la Basílica en el momento de aparecer Pío XI en el balcón, la mujer comprendió que no se perdonaría nunca que mientras aquello ocurría, ella estuviera en San Feliu de Guíxols, con un traje de baño negro y dos calabazas en la cintura.

—¡No te preocupes! —le dijo Matías—. Si otro hermano tuyo saca a la lotería, iremos a Roma.

Luego mosén Alberto les dio a cada uno unos rosarios bendecidos por el Papa.

También los del Banco regresaron. La Torre de Babel con la piel de la espalda hecha jirones. Padrosa, con tres kilos menos en el cuerpo a causa de los baños de mar. El de Cupones contaba horrores del derroche de dinero de muchos veraneantes. «Y luego se quejan si un obrero de su fábrica prende fuego a los almacenes.»

Cosme Vila no había ido a la costa. Se fue a Barcelona. «¿Es que tiene familia allá?» «No, pero tengo amigos.» Cosme Vila explicó que había conocido a un ruso, Vasiliev, hombre de una personalidad que ya querría para sí Julio García…

—Cuando le conté lo que ganamos en el Banco me dijo, atusándose la barba: «Exactamente lo que yo ganaba en Odesa en 1916…»

A Ignacio todo aquello le sorprendió mucho. Hubiera dado no sé qué para subir un día al piso en que vivía Cosme Vila. El de Impagados lo conocía, pero un día en que aquél estuvo enfermo había ido a visitarle. Decía que casi no tenía muebles, que no tenía nada, todo desnudo excepto algunos libros y un canario en la cocina. Dormía en un diván medio roto.

Ignacio, al oír le de Vasiliev, no pudo menos de sonreír, pues Julio García le había contado hacía poco que en Barcelona había conocido a un alemán, doctor Relken, hombre de una personalidad que ya querrían para sí…

¿Qué diablos ocurría en Barcelona, con tanto alemán y tanto ruso? ¿Tenía algo que ver aquello con las huelgas, con los disturbios, como aseguraba don Emilio Santos, o con las elecciones cuya fecha se iba a anunciar?

De todos modos, Ignacio no quería preocuparse demasiado por ello. Los exámenes estaban al caer. Estudió cuanto pudo tal como había prometido. Matías Alvear veía luz en su cuarto a las tantas de la noche y pensaba. «Sí, sí, todo eso está muy bien. Pero ¿por qué los catedráticos van a aprobarle ahora, si le suspendieron en mayo por lo de la Academia?» Sin que el chico lo supiera, pues a Ignacio le daba horror oír hablar de recomendaciones, Matías habló con Julio. Y Julio exclamó: «¡Hombre! El catedrático Morales no me va a negar nada a mí…»

Algo de cierto habría, pues Ignacio aprobó en un santiamén. Quinto curso completo. Ya sólo faltaba uno. Bizcocho vasco con cinco velas encendidas. Pilar les dijo a María, Nuri y Asunción: «Ya veis… Catedráticos en contra, y a pesar de eso, ¡zas…!»

Tal vez fuera Pilar quien había llegado más transformada de las vacaciones. La niña tenía ya catorce años, iba para quince y, tal como observó José, estaba hecha una mujer. Cuando César e Ignacio la vieron bajar del tren, quedaron estupefactos. El cuerpo desarrollado precozmente, hasta el punto que la familia decidió que tenía que cortarse las trenzas. Matías dijo: «Si un traje de baño parece una mujer… Anda, anda, fuera trenzas».

Fue un momento muy importante para la muchacha. Parecido al de Ignacio cuando en la barbería ordenó: «Sólo patillas y cuello». Se quedó sola en su cuarto, con las dos trenzas en la mano, y se miró al espejo. Pómulos redondos, sonrosados, algo más morenos ahora a causa del sol. Pícara nariz arremangada, barbilla con un hoyuelo en el centro, muy gracioso; su cabeza era ahora más torneada. Dejó las trenzas sobre la cama y se pasó las manos por los cabellos, emendólos. Le dio un escalofrío pensar en la mujer del tifus de que habló César… Sí, sí, ya era una mujer. Y en San Feliu había visto muchas cosas. Cómo vestían las chicas de Barcelona, con qué gusto en todo, desde los bolsos de playa hasta las alpargatas. Se preocupaban mucho de la cintura, al parecer. Ceñida, delgada. Claro, claro, la cintura era muy importante… Al guardar las trenzas en una caja de zapatos que le dio su madre, le pareció que entraba en la vida, que ya nunca más ayudaría a Ignacio a pintar prados verdes y tejados rojos en los cuadernos.

En cuanto a César, todo había transcurrido en un abrir y cerrar de ojos. Hizo lo que pudo, se ganó amigos. Al Museo fue muy poca gente; en cambio, para la calle de la Barca un hombre era poco… Se ganó la amistad del patrón del Cocodrilo, del gitano Manolo, de la hija de Fermín, de muchos chiquillos que continuaban recitando: «B, a: ba; b, e: be; cuatro por cuatro, dieciséis» y gritándole: «¡Eh, tú! ¡Dame un caramelo!» Cuando por la calle corrió la noticia de que César se iba a marchar, hubo un revuelo de pena. Algunas vecinas dijeron: «¿Qué más da? Para lo que les iba a servir saber de letra…» Otras comprendían que, de todos modos, el frío hubiera terminado por echarlos de la casa muy pronto; pero hubo dos mujeres que no querían que aquello quedara así, y el 13 de septiembre le llevaron a casa, como muestra de afecto, una bufanda amarilla y colorada.

Aquella bufanda a César le dio calorcillo en el corazón. Al montar en el autobús, puesto que se vio obligado a ir arriba, se la puso alrededor del cuello. La última visión de César que tuvieron los suyos fue ésta: sentado entre maletas y soldados en el autobús, con la minúscula cabeza al rape y una bufanda amarilla y colorada.

César llegó al Collell satisfecho, porque además, en el fondo de la maleta, junto al estuche de afeitar, llevaba una Biblia… ¡Pero resultó protestante! El profesor de latín soltó una carcajada que aumentó la indescriptible confusión del seminarista. «No te preocupes, anda, no te preocupes —le explicó, al ver que estaba a punto de llorar—. No es culpa tuya. Los libreros lo hacen ex profeso. Ahora las dan muy baratas, ¿comprendes?»

* * *

Por fin los periódicos anunciaron la fecha exacta: el 19 de noviembre, elecciones en España.

Como una sacudida eléctrica recorrió la ciudad. Todos los partidos se lanzaron al combate.
El Demócrata
publicaba páginas extraordinarias.
El Tradicionalista
, estadísticas de «desaciertos» de la República desde su instauración. Coches de propaganda recorrían la ciudad y los pueblos. Los candidatos y oradores parecían poseer el don de la ubicuidad, pues sus nombres se anunciaban en tres locales a la vez.

La CEDA desplegaba un gran aparato y el jefe, don Santiago Estrada, y sus colaboradores, así como las señoras y jóvenes del Partido no se daban tregua repartiendo folletos y exponiendo por todos los medios su programa. Insistían en lo de siempre: mantenimiento del orden, amnistía para los militares condenados, defensa de la religión, revisión de la Reforma Agraria, que consideraban un monstruoso aborto, etc. El subdirector, apenas daba la hora en el Banco, se cambiaba el chaleco y corría como un gamo al Partido, a ayudar en lo que fuera.

Don Jorge se había instalado en la Liga Catalana dando órdenes, y el notario Noguer cuidaba de que fueran puestas en práctica. Los monárquicos rendían culto a sus convicciones, por boca de su jefe, don Pedro Oriol, padre del amigo de Ignacio que jugaba con éste al billar.

Todos estos partidos daban la impresión de estar unidos, de perseguir el mismo fin y se hablaba de una alianza; en cambio, en el campo izquierdista las divergencias eran, al parecer, graves. Matías contó veintiún partidos izquierdistas que presentaban candidatura en España. Cada uno con promesas que ponían la carne de gallina a la gente de espíritu conservador.

En Gerona el partido socialista no dio entrada a dirigentes jóvenes, como hubiesen deseado los empleados del Banco Anís. Un momento se habló de un tipógrafo, Antonio Casal, muchacho de gran carácter, según informes; pero finalmente volvieron a los viejos de siempre. Por boca de éstos hablaba la UGT y su programa se manifestó violentísimo, con alusiones al control obrero en las Empresas.

Los industriales hermanos Costa representaban a Izquierda Republicana. Demócratas por temperamento, mecenas del orden, del fútbol y otros deportes, eran muy populares. Sus figuras eran un símbolo opuesto al que constituía don Jorge. Lo avanzado del programa socialista los obligó a excederse en sus promesas, por lo cual la clase media se asustó y echó un poco marcha atrás. Los Costa se mantenían firmes, deseosos, además, de captarse el gran número de anarquistas que tenían en sus propios talleres, y que se habían adherido a la huelga del Responsable. Y por encima de todo, sus grandes protestas de catalanismo les valían muchas simpatías.

Otra candidatura de extrema izquierda presentaba a los Costa como disfrazados paladines del capitalismo. Los radicales socialistas, que se reunían en un café donde jugaban al chapó, presentaron un candidato. Víctor, el jefe comunista, encuadernador del Hospicio, reunió a los suyos en la barbería de siempre y decidieron no presentarse, de momento; en cambio, en Barcelona el partido comunista entraba en liza con bríos.

Ignacio advirtió en seguida el cambio de tono con relación a los mítines de unos meses atrás. La moderación había desaparecido, dando con ello razón a las teorías del cajero. Sin embargo, los partidos derechistas tenían a su entender un punto antipático: se limitaban a atacar al adversario, a poner de relieve la amenaza extremista que significaba la orientación de los Sindicatos. Y se los veía ajenos por completo a los auténticos problemas de las clases necesitadas. Matías decía: «Si ganan las derechas, son capaces de rebajarnos el sueldo con la excusa de hacer economías».

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