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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los cipreses creen en Dios (25 page)

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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El arquitecto Ribas, Jefe de Estat Català, y su íntimo colaborador el arquitecto Massana llevaban meses organizando en el salón anexo a la Biblioteca exposiciones de pintura regional. Desde retablos antiguos, traídos de Barcelona unos, prestados por mosén Alberto otros, hasta las escuelas modernas, todo había desfilado por la ciudad.

En
El Demócrata
intentaban, por medio de la crítica, orientar a la opinión, sin conseguirlo. Porque por un lado loaban todo cuanto fuera vanguardista —y ahí estaban en la Gerona moderna los edificios que daban testimonio de ello— y por otro se extasiaban ante la pintura costumbrista y hogareña —la vieja hilando, el payés bebiendo en porrón y el paisaje relamido.

La opinión acabó tomando partido de acuerdo con su gusto personal; y lo tomó por la pintura costumbrista y el paisaje relamido. En las exposiciones se oían frases que ponían los pelos de punta a Julio García, que tenía la casa llena de reproducciones impresionistas. «¡Mira, mira ese vaso! ¡Se puede coger con la mano! ¡Mira esa vaca, qué bien está!» Las esposas de los arquitectos Ribas y Massana suponían que era imposible pintar mejor.

El buen tiempo desencadenó un alud de imitadores. Estat Català en pleno, con sus jefes al frente, se lanzó a la Dehesa y al valle de San Daniel todas las tardes después del trabajo y todos los domingos por la mañana, dispuestos a captar la naturaleza con el máximo verismo posible. El paisaje era realmente hermoso. Árboles altos, prados frondosos, cielo de luz pura y diáfana, suficientemente matizada para no matar el color. El arquitecto Ribas, con una visera y un taburete portátil que se impusieron como prendas oficiales, decía, mientras mojaba su pincel: «Acabaremos creando una Escuela Gerundense». Julio García, que se paseaba mirando de caballete en caballete, comentaba: «Yo creo que verdaderamente ya la tienen ustedes creada».

Los más audaces pintaban figuras y escenas locales: el mercado, una audición de sardanas, gitanos alrededor de un carro. ¡Y la Catedral! La Catedral y San Félix reflejándose en el río, con los balcones y las ventanucas colgando. Era el tema inevitable. No había cuadro en que no apareciera el balcón desde el que Matías Alvear pescaba, y más de una vez, en las exposiciones, Pilar había dicho a Nuri, María y Asunción: «¡Mira, mira, esa ropa tendida es la nuestra; la combinación de mamá, la camisa de Ignacio!»

El orfeón… tenía gran éxito. Se llamaba «Gerunda» en honor de los que estudiaban latín. El director era un hombre salido del Hospicio, cuadrado y de gran melena, cuyo retrato deseaban hacer todos los pintores. La masa coral se componía de sesenta y ocho voces, mixtas, obreros en su mayor parte; excepto el tenor, cartero socialista al que Matías siempre tomaba el pelo, y varias voces de bajo, entre las que se contaban personas como Raimundo el barbero. La afición de aquellas sesenta y ocho voces y de su director —compositor al mismo tiempo— era ejemplar. Vivían para el orfeón. Muchos obreros se pasaban la jornada de trabajo canturreando el repertorio, para tenerlo a punto en el ensayo. El cartero utilizaba su poderosa voz para advertir a las vecinas que tenían carta. El dependiente de Raimundo les decía a los clientes: «¿Ven…? Eso de cantar, el patrón lo hace sintiéndolo. No es un embuste como su afición a los toros». La base de la masa coral era el folklore, con incursiones en motetes religiosos, que los anticlericales del «Gerunda» cantaban con sorprendente seriedad. La peña del Neutral no se perdía concierto del orfeón. Don Emilio Santos, a quien el canto enternecía, al terminar se acercaba siempre al tablado y ofrecía al director el mejor puro de la Tabacalera. Julio García aplaudía frenéticamente. Matías escuchaba, bien mirando al cielo o al techo, o con los ojos fijos en la abierta boca de su amigo Raimundo, cuyos bigotes molestaban a los vecinos. «Me dan ganas de hacerle cosquillas en la laringe», decía a veces. El silencio del auditorio era también entrañable.
El Demócrata
escribía: «Un pueblo que canta, no puede morir. Un pueblo que canta es un pueblo pacífico». Mediado el concierto, las chicas del orfeón clavaban banderitas catalanas en la solapa.

A medida que el buen tiempo desembocaba en el implacable sol del verano, la faz de la ciudad cambió. Empezó el éxodo en masa. ¡Las vacaciones! Todo el mundo dejó el pincel, guardó las partituras. Los Sindicatos habían conseguido que todas las Empresas, sin excepción, concedieran vacaciones retribuidas a sus obreros. Gracias a ello, al llegar agosto la ciudad quedó desierta; por el contrario la costa, la Costa Brava, muchas de cuyas playas desde la creación del mundo eran privilegio de sus habitantes y de algún hacendado, recibieron las primeras oleadas de turismo popular.

Los pudientes de la localidad preferían la montaña. Don Jorge se fue con su familia a una de sus propiedades de Arbucias, don Santiago Estrada se despidió del subdirector. «Dejo la CEDA en sus manos. Nos vamos a Puigcerdá.» Los trenes hacia el mar, abarrotados, ¡y las caravanas de la Peña Ciclista! ofrecían poco atractivo para ellos. Además de que consideraban que la montaña era mucho más sana. Don Jorge siempre decía que los médicos que habían puesto de moda los baños de sol o eran unos ignorantes o era gente de mala fe.

Otras personas aprovecharon para hacer viajes que tenían pendientes. ¡Julio tomó billete para París! Ignacio se dio cuenta una vez más de que el policía realizaba siempre cuanto prometía.

—¿Y para qué va usted a París, si se puede saber?

—A ver las francesitas, chico, a ver las francesitas.

Mosén Alberto tuvo una idea más espectacular aún: el jubileo de Roma. Era año jubilar en Roma. Convenció al notario Noguer y a su esposa para hacer el viaje conjuntamente, partiendo hasta Génova en barco. Ninguno de ellos había estado nunca en Roma.

Cuando César, con los ojos húmedos, le despidió en la estación, mosén Alberto le dijo:

—A ver al Santo Padre, chico, a ver al Santo Padre.

—¡No lo olvide! —le pidió César—. Una bendición para mí.

A Ignacio le hubiera gustado cualquiera de los itinerarios: Roma, París, la montaña y el mar. Pero los ocho días de vacaciones a que todavía tenía derecho no podría disfrutarlos hasta octubre, los demás empleados tenían prioridad en la elección de turno.

En cambio, Matías Alvear tuvo, de un tirón, los quince reglamentarios. Y ahí llegó lo inesperado en la familia. Coincidiendo con una advertencia del médico con relación a Pilar, que andaba llena de granos y molestias, Matías decidió alquilar una casucha, por dos semanas, en San Feliu de Guíxols.

Ignacio no acertaba a comprender.

—¿Pero… y el dinero?

Carmen Elgazu tuvo entonces una sonrisa maliciosa:

—Tu tío de San Sebastián —explicó.

—¿Cómo…?

—Cuando le tocó la lotería, nos mandó un pequeño regalo…

—¡Vamos! ¡La primera noticia!

Matías añadió:

—¿De dónde crees que han salido tus matrículas? ¿Y la montura de plata de César? ¿De las cuarenta pesetas que te han aumentado?

—No, no. Muy bien, muy bien. Tanto mejor.

Fue un acontecimiento. Pilar saltaba de gozo. ¡El mar, los veraneantes! Se decía que éstos organizaban carreras de balandros… ¡Nuri, María y Asunción ya se habían marchado y ella temía ser la única que no pudiera hacerlo!

Ignacio y César fueron a despedirlos a la estación. Matías, en la ventanilla del tren, tenía gesto de hombre responsable de un batallón. Carmen Elgazu se había negado rotundamente a ponerse un pañuelo en la cabeza atado a la barbilla. «Cuidaos, hijos, cuidaos. A mí no me gusta marcharme sin vosotros.» Pilar no se retiró al interior del coche hasta mitad del trayecto.

Ignacio y César quedaron solos. Ignacio trabajaba en el Banco sólo de ocho a dos, de manera que las tardes las tenía libres. Jornada intensiva, éxito exclusivo de la UGT. A César, mosén Alberto le había encargado de la vigilancia del Museo y allá se iría, esperando turistas, hasta las cinco de la tarde, en que las dos sirvientas le presentarían ¡imposible rehusar! el chocolate y los picatostes, y luego podría ir a la calle de la Barca a afeitar y dar clase.

Carmen Elgazu había llegado a un acuerdo con una vecina para que en su ausencia cuidara de los dos chicos, especialmente comida y lavado de ropa. «Las camas se las harán ellos mismos. Y que barran también el piso, ¡qué caramba! En todo caso, el sábado da usted un repaso a los metales y al suelo.»

—¿Y los cristales, doña Carmen?

—¿Los cristales…? ¡Que los limpie Ignacio!

A los dos hermanos se les hizo muy cuesta arriba comer y cenar solos, frente a frente en la mesa. Ignacio se ponía a leer el periódico o
Crimen y Castigo
, cuyo primer tomo había empezado. César hubiera querido aprovechar aquella circunstancia para comulgar en ideas con su hermano, para hablar mucho y hacer incluso alguna excursión como antaño, a las murallas o a Montjuich; pero casi nunca conseguía ser escuchado, como no fuera en el balcón, después de cenar. A esa hora, sí. Salían los dos, sacando una silla cada uno, como cuando estaba José, y ante las semiapagadas luces de la Rambla, bajo el firmamento cálido de agosto, hablaban de todo lo divino y humano.

Ignacio, aun cuando el periódico y
Crimen y Castigo
le absorbieran, no dejaba por ello de inspeccionar a su hermano. Y tal vez para inspeccionarle mejor guardara silencio durante el día. Le gustaba ver la unción con que César ejecutaba el más insignificante de sus actos: el de tomar el pan, el de llevarse la cuchara a los labios, el de plegar la servilleta. No hacía ruido. No hacía el menor ruido… excepto cuando estornudaba.

Aquélla era una jocosa y muy frecuente escena. César, de repente, se ponía a estornudar. Y soltaba cuatro, cinco, seis y hasta ocho estornudos seguidos. Pero unos estornudos breves, raquíticos, fracasados. «¡Jesús, Jesús, Jesús…!» Al terminar, alzaba la vista y los ojos le lloraban. Se los secaba con el pañuelo, se sonaba. «¡Caramba con mi nariz!», decía. Y movía la cabeza, entre tímido y extrañado.

Ignacio tuvo que ponerse muy serio para que su hermano le permitiera limpiar los cristales. «Deja, deja, ya lo haré yo.» Ignacio se negó rotundamente. «Tú, a barrer, que lo haces muy bien.» Y era cierto. A Ignacio le encantaba ver cómo barría César. La práctica adquirida en el Collell, con las cuarenta celdas diarias, no había sido baldía. Asía la escoba por la parte más elevada del mango y apenas la levantaba del suelo. Avanzaba con rapidez increíble, en pequeñas y rítmicas sacudidas. La vecina quedaba maravillada. «Si lo hace mejor que yo…» César explicaba que, acostumbrado a barrer la terraza del Collell, de ladrillos rojos, barrer aquella solería era lo más fácil del mundo.

Un día decidieron hacerse la comida. César peló las patatas, Ignacio las freiría. Uno y otro querían freír los huevos. «¡Lo haremos a cara o cruz! No, no, mejor que cada cual se fría el suyo.»

El de Ignacio quedó precioso. Una aureola blanca, orlada de oro, y la yema amarilla, impecable, en el centro. A César no se le reventó el suyo, pero habiendo utilizado el mismo aceite que Ignacio, se le ensució; se le ennegrecieron el huevo y el plato. Pero lo comieron muy a gusto, frente por frente, riéndose como benditos al mojar en él el pan. El piso era ancho, enorme para los dos. Les parecía que habían zonas inexploradas. Un día Ignacio propuso: «¿Por qué no vamos durmiendo en camas distintas? Hoy duermes tú en la mía y yo duermo en la de Pilar. Mañana yo en la de Pilar y tú duermes en la…» No, les fue imposible. Uno y otro pudieron dormir en la de Pilar, aun cuando a César le dio gran angustia, como si fuera sacrilegio, un pecado. Lo hizo para que Ignacio no le tildara de timorato o para que no le dijera como otras veces que los escrúpulos le volverían loco; pero en la de sus padres… imposible. Sólo al decirlo sintieron como un nudo en la garganta. Y luego, al entrar Ignacio en la alcoba y encontrarse ante el robusto y tibio lecho matrimonial, se sintió poseído de tal respeto, que tuvo que retroceder.

En cambio, una tarde en que se quedó solo pasó revista al armario de luna de la alcoba de sus padres. Vio viejos sombreros de Matías Alvear, todos con la forma de su cabeza, con algo irónico que había impreso en ellos la presión de sus dedos. ¡Luego descubrió, en un tubo de cartón, el diploma de la Primera Comunión de Carmen Elgazu! Firmado en Bilbao, en 1903… El nombre, en letra redondilla, todo con una pátina de comienzos de siglo que recordaba el estilo pictórico de la flamante Escuela Gerundense.

Ignacio supuso que César experimentaría una emoción fortísima al ver aquel diploma, con su ilustración, que representaba una niña vestida de blanco —Carmen Elgazu arrodillada en el altar, con Jesús en persona dándole la comunión y dos ángeles sosteniendo uno la palmatoria, el otro la patena. Y sin embargo… metió otra vez el diploma en el tubo de cartón y lo dejó en su sitio. No sabía por qué, pero algo indefinible le impelía a privar a su hermano de aquel gusto. Al cerrar el armario se vio en el espejo llevando aún uno de los sombreros de su padre. Entonces se atusó el naciente bigote. Le pareció que acababa de cometer una villanía. «Se lo enseñaré —se dijo—, se lo enseñaré. ¿Por qué diablos seré tan complicado?»

Luego descubrió postales que Matías Alvear escribía a Carmen Elgazu cuando eran novios. Fechadas en Madrid, 1913, 1914… «Claro, claro, todavía yo no había nacido…» Ignacio recordó que cuando niño este pensamiento le había preocupado con frecuencia: que sus padres no los hubieran conocido ni a él, ni a César ni a Pilar… desde siempre. ¿Cómo pudieron vivir? Aquel día se dijo que él también tendría probablemente hijos un día y que tampoco los conocía. Y pensó en Cosme Vila: «Yo quiero tener un hijo». El hijo de Cosme Vila… ¿tendría alguna vez diploma de Primera Comunión? Fueron jornadas de rara intensidad. La soledad parecía conducir los pensamientos hacia algo hondo y secreto, no perceptible en medio de la agitación cotidiana. Alguna vez, en el Seminario, Ignacio había experimentado aquella sensación. Cuando el día moría, tras las montañas de Rocacorba, en una apoteosis de rosa y rojo y nubes áureas, Ignacio se subía a la azotea para verlo. Y con frecuencia, al acercarse a la barandilla que daba a la Rambla, veía llegar, diminuto, andando con los pies separados, a César, con el estuche de afeitar bajo el brazo. Nunca más le diría que debía pensar en los pobres… Luego César le contaba. Sobre todo de los chicos. Pero también le hablaba de una mujer. La hija de Fermín le pidió que cortara el pelo al rape a una mujer joven que tenía el tifus. César recibió una impresión profunda al descubrir su nuca, sus sienes, el realismo indescriptible de su cráneo. Era una mujer bonita, que luego, al mirarse en el espejo, se puso a llorar. César barrió los cabellos con mucho cuidado… Y después de cenar salían al balcón. Era la hora preferida por uno y otro. Había noches en que el cielo se extendía tan rutilante y espléndido sobre los tejados, que los dos muchachos permanecían callados porque las palabras hubieran roto el encanto. Noches en que entre estrella y estrella se presentía la oscuridad insondable, el ignoto abismo planetario. De la Rambla ascendían mil olores, los faroles estaban soñolientos. El bastón del vigilante tenía una sonoridad concreta, de emperador de la noche. Pasaba gente extraña, amigos y desconocidos. El cajero del Banco, del brazo de su gruesa mujer, un panadero en camiseta, la hija del Responsable con su sargento, besuqueándose. ¡Y los del ajedrez, inconmovibles! Y César despidiéndose de pronto para irse a la cama, para cumplir la orden paterna de dormir diez horas diarias.

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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