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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los cipreses creen en Dios (23 page)

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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Se oyó un silbido.

—¡Recuerdos a César!

—¡De tu parte!

—¡Salud, salud!

—¡Adiós, adiós…! —El tren arrancó y las manos se saludaron hasta perderse de vista.

* * *

Ignacio quedó solo. Apenas entró de nuevo en su casa, en su cuarto, y vio que la maleta de José había desaparecido, así como la botella de brillantina del lavabo y sus enseres de afeitar, se dio exacta cuenta de la realidad. Comprendió que la marcha de José significaba el término de aquellas vacaciones extemporáneas. Se sintió situado de nuevo frente a la realidad de su vida: el Banco y la Academia.

Volvería al Banco, volvería a estudiar. Algo había ocurrido, sin embargo. En la tarde del domingo, su soledad se hizo patente. Su primo le había dejado huella. También a él le habían dado, en cierto modo, un golpe en la cabeza.

Tanta tensión le había fatigado. Comprendió que su soledad era grande cuando después de cenar pasó un rato agradable contemplando un cuaderno de dibujo en colores que guardaba de cuando era chico: el prado verde, los tejados rojos. «¿Por qué diablos pinté yo de amarillo todas las ovejas?», comentó en voz alta. Matías le contestó, con sorna: «La lana es oro, hijo, la lana es oro». Fue una velada lenta y magnífica, con Pilar dormida al lado, los codos sobre la mesa.

Al entrar en el Banco, el lunes, le recibieron con sonrisas alusivas. Y aquello duró varios días. «Caray, uno de estos días te vemos entrando a sangre y fuego en el Palacio Episcopal.» Le identificaban ex profeso con José. El subdirector no quería equívocos. «Nada, nada. Ya sé que era tu primo y que le acompañaste por obligación.» Luego añadía: «¿Y qué…? ¿Te gustó el primer orador?»

Le entró el sarampión del cine. Quería ver películas del Oeste. Se evadía en la grupa de los caballos y deseaba con toda el alma el triunfo del
sheriff
. Cuando más intenso el tiroteo, pensaba en el disparo que se oyó en la Rambla y en que la Torre de Babel aseguraba que la bala le rozó la cabeza.

Entre las personas que le identificaban con José, se contaban evidentemente el Responsable y su séquito. Al encontrarle por la calle, le saludaban como amigo. Con cierto agradecimiento incluso, o por lo menos lo parecía; porque la huelga había sido un fracaso. Los ferroviarios habían vuelto a sus martillos y las tres empresas habían vuelto a abrir sin que el Inspector de Trabajo hubiera accedido a las peticiones del personal. Especialmente Blasco, el «limpia» del bar Cataluña, y el Cojo, que todo el día iba de acá para allá, le trataban como a un amigo. Blasco, ya mayor, siempre con boina y un palillo entre los dientes, le invitó dos o tres veces a fumar, al encontrarle en el salón del billar; aunque Ignacio rechazó. Y en cuanto al Cojo, era obsesionante. Sus costras en los labios, al sonreír, parecían abrirse. Era alto, desgarbado. Tenía un punto de enajenado en la mirada. Un día le dijo a Ignacio: «Nos convendrían unos cuantos como tú, que tuvieran letra».

Carmen Elgazu leía en los pensamientos de su hijo, y en la primera ocasión propicia le echó un sermón. Carmen Elgazu el día de tumulto en la Rambla se había dado cuenta de una cosa: hubo un momento en que Ignacio se hubiera subido a gusto al tablado de los músicos.

—Eso no, ¿comprendes? ¡Eso no! Te dejas llevar por el primer exaltado. ¿Qué quieres, arreglar el mundo? ¿No ves que eres un mocoso? Merecerías un bofetón. Lo que hace falta es gente como don Emilio Santos. Gente limpia y sencilla. Si todo el mundo fuera como él, no habría problema; en cambio, si todo el mundo fuera como José, yo tendría que curar un par de docenas de heridos diarios. Lee siento por tu padre, pero José es un desgraciado, ni más ni menos, Y ahora lo que tienes que hacer es no pensar más en él.

Ignacio admiraba mucho a su madre. A veces le molestaba cierto tono suyo de excesiva seguridad; pero no cabía duda de que era toda una mujer. De todos modos, ¿puede uno borrar de la memoria lo que le place?

Su padre le dijo:

—¿Te das cuenta de que tienes los exámenes encima?

El contestó:

—No te preocupes. Aprobaré.

Pero se equivocó. Le suspendieron en Filosofía, Ciencias Naturales y Física. Él juró que había hecho un buen examen, que no acertaba a explicarse su fracaso.

Hubo gran revuelo en la familia. Carmen Elgazu lo atribuía simplemente a que había trabajado poco y a que en las últimas semanas pensó en otras cosas. Nuri, María y Asunción apenas osaban subir al piso a ver a Pilar.

Ignacio sabía que no era cierto, que se había preparado a conciencia. Desde mayo, todas las noches se concentró en los libros, sentado en la cama hasta que el sueño le rendía. «¡Os juro que hice un buen examen! ¡Os lo juro!»

Dos días después de recibir las notas, entró en su casa con expresión agitada.

—¿Veis? A todos los de la Academia Cervantes nos han suspendido de lo mismo: de Filosofía, Ciencias Naturales y Física.

Matías le miró.

—¿Y eso qué significa?

—Sencillamente —contestó Ignacio—. Los tres catedráticos son nuevos, nombrados después del Estatuto, y han declarado el boicot a la Academia.

—¿Boicot…? ¿Por qué?

—Porque el Director se niega a quitar el crucifijo de las clases.

Matías comprendió que la explicación era verosímil. Sin embargo, preguntó:

—Y eso… ¿cómo lo sabéis?

—¡Uf! El director ha ido a protestar. En seguida se ha visto qué ideas tenían. En fin, se lo han dicho claramente. Sobre todo, el de Filosofía.

—¿Quién es?

—El catedrático Morales.

Pilar rubricó:

—¿Ése…? Las monjas dicen siempre que pobres de nosotras si hiciéramos el bachillerato.

La noticia reconcilió a Ignacio con la familia. Sin embargo, ello no resolvía nada; un signo más del tiempo en que se vivía.

—Bueno, ¿y qué hacer ahora? —preguntó Matías.

Ignacio había recobrado los ánimos.

—Pues aprobaré en septiembre. Estudiaré como un negro todo el verano, ya lo veréis. No tendrán más remedio que aprobarme.

—Sí, pero…

—Desde luego —añadió— el próximo curso ni hablar de la Academia Cervantes. Lo siento, pero será el último y no puedo exponerme a que me suspendan.

El muchacho dio pruebas de energía. La dificultad le estimuló. «Aprobaré en septiembre.» Le había gustado la espontaneidad con que le salió la frase. De tal modo que quería extender a todos los problemas que le planteara la existencia, la actitud definida que había adoptado ante las papeletas en blanco. No se le escapaba que ahí estaba lo difícil, porque con frecuencia pensaba una cosa y luego hacía otra, desviado por algún suceso imprevisto.

Le parecía que veía con mucha claridad sus defectos: era demasiado impulsivo, como decía su madre; y además se dejaba influir. Según como Julio se tocara el sombrero, le parecía que era el policía quien tenía razón y no su madre.

Según como se tocara el sombrero… Le pareció que descubría un detalle muy importante: que en el fondo lo que a él le impresionaba no eran las ideas, sino las personas. Que seguía a las personas, no lo que decían. La cosa resultaba evidente pensando en José… ¿Cómo era posible que, en efecto, en un momento dado, con sólo verle subir al tablado, hubiera sentido necesidad imperiosa de pegar un salto y participar en la rotura del trombón? ¿Qué tenía él de anarquista para hacer una cosa así…? Reflexionando, veía abundancia de puntos débiles en la estructura mental de su primo. Para hablar sin rodeos, sus teorías no tenían pies ni cabeza; en cambio, la persona le había impresionado, el hálito que emanaba de ella.

Lo mismo que le ocurría con Julio, sucedía con Cosme Vila… Ahí estaba. Él no sabía nada de Marx; por otra parte, Cosme Vila no tenía ningún interés en catequizarle… de palabra. Pero le atraía la persona de Cosme Vila, su poderosa frente, su calvicie prematura, su insobornable aire distante. No distraído, como pretendía Padrosa, sino lo contrario: concentrado. Siempre solo en el diminuto cuarto de la correspondencia, junto a la lámpara y a su máquina de escribir. Había en él algo religioso, que a Ignacio le llamaba la atención mucho más que todas las bravatas y explicaciones de la Torre de Babel.

Otro ejemplo lo tenía en la impresión que le había causado al entrar en el comedor el desconocido de la herida en el mentón. En seguida sintió que no se trataba de un ser vulgar. Descubrió algo en su porte, en sus ojos, inquietos y titilantes. Y he aquí que Julio se lo confirmó luego… Porque resultó que Julio le conocía. El desconocido se llamaba David Pol y era maestro, socialista e hijo de suicida, lo mismo que su mujer. Hombre preocupado, un poco trágico, barojiano, con ideas personales sobre la pedagogía, al parecer.

Se dio cuenta de que se estaba examinando a sí mismo. En el fondo era verdad que el Banco constituía una gran experiencia. Aquellas montañas de plata del cajero… El día en que vio a los obreros concentrados en el Puente de Piedra se dijo: «¿Qué pasaría si volcáramos ahí un par de sacos?» Bajo las gorras nuevas llevaban el signo de la vida dura. ¡Y la crueldad de los empleados! El de impagados, cuando leía los nombres de los comerciantes que no podían cumplir con sus pagos, decía: «Otro que se cae con todo el equipo». ¿Todo el equipo? En este caso el equipo era la tienda, era la familia. Se iba a caer con toda la familia.

El domingo en que se quedó solo después de la marcha de José, había vuelto a la calle de la Barca. Y allí, gracias al Cojo, que le invitó a una copa, entró en una taberna extraña, próxima al bar Cocodrilo. Por lo visto el patrón conocía al Cojo, porque le dijo: «¡Hola! Sube. Verás a mi mujer, que todavía no se levanta». Ignacio vio la escalera tan oscura y sórdida, con una bombilla, que le recordó las del Seminario y, sin saber por qué, retrocedió y salió fuera. Aquella escalera le penetró mucho más que todos los discursos. Le pareció que sabía perfectamente lo que había arriba. Y, sin embargo, cuando diez minutos después el Cojo le alcanzó y le preguntó: «¿Por qué no subiste?» y él contestó: «¡Bah, ya me figuro lo que hay!» el Cojo le miró con una sonrisa de compasión indefinible.

—Lo que hay allá sólo lo saben ellos —comentó.

A Ignacio le pareció comprender. Le pareció que, en efecto, el Cojo tenía razón. Que al modo como sólo él, Ignacio, podía saber —y no don Jorge ni el Responsable— hasta qué punto es hermoso vivir en una familia como la suya —Alvear-Elgazu— con una madre que se sentía feliz si le salía bien un estofado y un padre que ponía cara de ángel el día que conseguía oír sin interrupción la radio, tampoco nadie podía saber lo que había allá arriba sin vivirlo. Que no bastaba con figurárselo, ni siquiera con verlo. Que lo realmente terrible de aquella escalera debía de ser lo cotidiano: subirla y bajarla cientos de veces, un día comprobar que tal peldaño empieza a crujir, a ceder otro que la mano se queda pegada con asco a la barandilla. Vivirla: ésa era la palabra, y respirarla.

Todo convergía hacia el mismo centro: las personas, lo directo, la entraña. Y le gustaba que fuera así. Imposible concebir la existencia de otra manera. El propio Julio se lo advirtió a José, hablando de la huelga y de los metalúrgicos despedidos: «Lo impresionante hubiera sido verlos».

Ignacio se dijo que debía de ser la causa de esto por lo que sus simpatías y antipatías eran tan manifiestas. Le pareció comprender por qué la presencia de mosén Alberto le desasosegaba; porque debía de haber un desequilibrio entre las pláticas dominicales del sacerdote y sus actos, su vivir cotidiano. En cambio, su afecto por el subdirector del Banco, aun tratándose de un hombre modesto y de ojos beatíficos, se debía seguramente a lo contrario: a que éste vivía sus ideas, a que por la CEDA aceptaba de buen grado crearse enemistades, arrostraba las bromas de los empleados y ahorraba durante cinco meses para poder regalar un ventilador al Partido.

Ello tal vez le indujera a no poder penetrar el sentido de ninguna doctrina sin verla encarnada por alguien. De ahí, probablemente, que se le escapara el fondo de muchas palabras que brincaban sin cesar a su alrededor y que iban tomando cuerpo: por ejemplo, la palabra-comunismo.

No, el hálito de la persona de Cosme Vila no le bastaba. Le sería necesario verle actuar…

Tampoco le bastaban las suposiciones de su madre y de José respecto de Julio: también sería necesario verle actuar.

Aunque, respecto de Julio, le ocurría algo singular. Iba creyendo que, en efecto, el policía era comunista. Algo instintivo le impelía a creerlo, y a afirmarlo… No el examen de la dialéctica del policía —método empleado por José—, ni los viajes de Julio a París ni los brazaletes de doña Amparo Campo. El mecanismo deductivo de Ignacio operaba siempre en terrenos más poéticos. Cierto, el primer día en que Ignacio tuvo la íntima certeza de que Julio era comunista, ello se debió a algo sencillo, absurdo y probablemente grotesco: al hecho de que Julio tuviera en el piso una tortuga.

Ignacio estaba solo, Julio hablando por teléfono. Permaneció un cuarto de hora contemplando el animal, le vio avanzar implacablemente, con desesperante tenacidad, por entre las patas de la silla, bordeando la alfombra, siempre en el mismo sitio y a la vez un poco más allá, con su universo a cuestas… y pensó que Julio era comunista. Y desde entonces muchas veces pensó en ello. Cuando el animal permanecía horas y horas quieto, el muchacho pensaba: «Está preparando un gran salto». Y cuando su amo le acariciaba o le contemplaba sonriendo, el bicho cobraba vida de símbolo, a pesar de que doña Amparo sentía por él verdadero horror.

El compañero de billar de Ignacio, Oriol, chico tuberculoso, al escuchar este relato le dijo: «Me gusta que tengas ese tipo de sensibilidad. A mí también me ocurren esas cosas».

Cada vez que Ignacio tenía un choque —una discusión en el Banco, el fracaso de un proyecto— se refugiaba en el billar. Con motivo de no aprobar, volvió a él. Y en esta ocasión descubrió en su compañero de juego un ser nuevo. Es decir, acaso fuera el mismo de siempre, pero antes no se había fijado mucho en él: su compañero de billar era un muchacho sutil, muy inteligente y de una gran distinción. Le costó mucho darse cuenta de ello porque el chico era callado hasta lo inverosímil. Sólo de vez en cuando decía, sonriendo: «En el fondo, el billar es perder el tiempo». Y entonces Ignacio comprendía que el chico jugaba porque su enfermedad le impedía hacer otra cosa más importante.

Muchas veces había pensado que las torturas a que el billar obliga debían de perjudicar a su amigo. Y, en efecto, de repente éste quedaba tendido sobre el tapete verde, con el taco inmóvil, y se ponía a toser, en cuyo momento la bola roja parecía de sangre; pero nunca se había atrevido a advertirle. En todo caso, viéndole ahora pensó: «No cabe duda de que la aristocracia es un hecho». Y entonces volvió a sentir un inexplicable rencor.

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