—Mi señor Snefru aún no ha llegado —declaró—. Necesitamos su opinión experta.
El visir llamó a Mareb haciendo chasquear los dedos.
—Id Weni y tú a su habitación. Puede que mi señor Snefru se haya quedado dormido por intercesión del vino. Despenadlo, con suavidad, y conducidlo a esta mesa.
Los dos heraldos salieron de inmediato. Senenmut propuso un breve receso, durante el que los sirvientes llevaron vino, uvas, pan, distintos tipos de queso y platos de ganso asado. El visir hizo bien su papel de enviado eficiente y rellenó los silencios con diversos dares y tomares poco trascendentes.
—Será mejor que vengáis enseguida.
Amerotke se dio la vuelta para observar a Mareb, que había apartado de un empujón a los guardias del umbral. Pudo percibir el miedo del joven, que había abandonado sus modales atildados.
—¿Qué ocurre? —espetó Senenmut.
—Se trata del señor Snefru: no logramos despertarlo. Los sirvientes no lo han visto desde que se retiró poco después del mediodía.
Hunro y Mensu se levantaron de un salto, al igual que Wanef. El visir ordenó a Mareb que alertase a la guardia del templo. Acto seguido, salieron de la sala y atravesaron una serie de galerías dispuestas alrededor de un estanque en el que se mostraban en todo su esplendor ibis y flamencos bajo el sol de la tarde. A los enviados de Mitanni, se les había cedido una de las mansiones del templo, un edificio de dos plantas y azotea dotada de ventanas cuadradas con postigos de alegre decoración. El interior era fresco, pues la construcción estaba rodeada de árboles frondosos y las ventanas y puertas estaban situadas de tal forma que captaran cualquier brisa que pudiese levantarse. En la planta baja, se hallaban las cocinas y un comedor. La habitación de Snefru se encontraba arriba, cerca de las escaleras que conducían a la azotea; la puerta era de acacia endurecida. Weni esperaba fuera, cargando el peso de su cuerpo en un pie y luego en el otro. De cuando en cuando, llamaba a la puerta. Wanef se acercó a empujones.
—¿Estás seguro de que se encuentra en el interior?
—Sí, mi señora —respondió uno de los guardias del templo, que se acercó marcando el paso—. Yo estaba vigilando la parte baja cuando entró mi señor Snefru. Tomó una escudilla de uvas y una jarra de vino. Dijo que quería dormir un rato, subió las escaleras y no las ha vuelto a bajar.
—¿Ha entrado alguien más en la casa? —preguntó Wanef.
El guardia, un mercenario perteneciente a uno de los cuerpos auxiliares, se encogió de hombros: no le importaban gran cosa aquellos extranjeros ni lo que tuviesen que hacer en el templo.
—Me pagan para vigilar la casa —repuso—. He de tener cuidado de que el suelo esté libre de serpientes o alacranes. En esta casa hay mucho movimiento; la gente entra y sale. No he notado nada fuera de lo normal.
Amerotke aporreó la puerta.
—¿Qué estabas haciendo en la azotea? —inquirió Senenmut.
—He subido para ver si los postigos estaban abiertos, pero no lo están —declaró el soldado.
Senenmut regresó a la planta baja e indicó con un gesto a Amerotke que se uniese a él. Cogieron una mesa de madera y, tras pedir a los de Mitanni que se hiciesen a un lado, arremetieron contra la puerta. Ésta cayó hacia atrás al ceder sus goznes de cuero. La habitación estaba oscura y olía a humedad. Amerotke pudo distinguir la débil silueta de un hombre tumbado en el lecho. Mareb corrió a abrir los postigos. El magistrado miró el cadáver y emitió un quejido: habían asesinado a Snefru. Su cuerpo describía un extraño giro y se hallaba tenso, con las manos levantadas. De su boca abierta, colgaba un hilo de baba espumosa, mientras que los ojos parecían querer salirse de sus órbitas.
—Es como si hubiese muerto de miedo —murmuró Senenmut.
Amerotke palpó el cadáver: tenía los músculos duros, rígidos. Entonces entró el resto de la delegación de Mitanni. Hunro y Mensu miraron el cadáver de hito en hito. No dieron muestra alguna de compasión o lástima, pero comenzaron a intercambiar expresiones en su lengua gutural. Wanef terció en la conversación y Hunro, el más agresivo de los dos, le respondió con un gruñido al tiempo que señalaba el cuerpo sin vida. La princesa lanzó una fugaz mirada a Amerotke, que no supo determinar cuánto tenía de siniestra y cuánto de astuta. Ella abrió su bolsa y, después de sacar de ella un anillo, se lo puso en el dedo e indicó a sus dos compañeros que la siguiesen al exterior.
—Lleva puesto el sello personal de Tushratta —musitó Senenmut cuando se hubieron marchado.
—No parecen estar muy compungidos —observó el juez.
Senenmut fue a arrodillarse frente al cadáver para palpar su rostro de huesos marcados y su rígida mandíbula.
—Los de Mitanni no se profesan un gran amor entre ellos —respondió—. Su reino no es más que una federación de tribus poderosas. Tushratta es el más astuto y el más capaz; por eso es rey. A ninguno de sus hombres le gusta Wanef, y ella no siente un gran aprecio por ninguno de ellos. Hunro y Mensu tampoco se llevan bien. Tushratta es astuto como un chacal y sabe que no lo traicionarán: bastante tiene cada uno con vigilar los movimientos del otro. En fin, ¿se trata de un asesinato?
Weni, de pie en el umbral, permaneció callado, y otro tanto hizo Mareb, recostado en el alféizar de la ventana. Amerotke dio la vuelta al cadáver.
—Se parece mucho —afirmó— a lo que vimos en la cámara de embalsamamiento: los músculos están tensos; el cuerpo, rígido, y, sin embargo, no veo ninguna herida evidente. —Señaló una diminuta marca roja en el cuello del cadáver y otras en el costado, así como algunos cortes en el pecho—. Rasguños y picaduras de pulga —murmuró.
Al levantar la túnica de la víctima pudo ver que estaba desatada. La copa que descansaba en la mesa que había al otro extremo de la cámara estaba vacía; sólo quedaban los rabillos de las uvas.
—Todo apunta a que Snefru entró a esta habitación —apuntó el magistrado—, se bebió el vino, se comió las uvas y cerró los postigos. Estaban echados, ¿no es así, Mareb?
El heraldo asintió, tiró de una de las contraventanas y, dando unos golpecitos en el pasador de madera, afirmó:
—Echados y cerrados con llave.
—Luego se tumbó en el lecho para dormir o descansar un rato. —Amerotke se dirigió a la ventana y examinó los postigos—. Se desabrochó las vestiduras con el fin de relajarse. ¿Por qué, Mareb?
—Para poder sentir mejor el aire fresco, mi señor.
—Por supuesto —repuso Amerotke—. Había tenido una mañana muy ajetreada y, llegada la hora más calurosa del día, ingirió un poco de vino y se acostó en el lecho.
—Pero, en ese caso, debería haber dejado las contraventanas abiertas, ¿no es verdad? —observó Senenmut.
—Sí, mi señor: eso habría sido lo más lógico —aprobó Amerotke—. Cuando forzamos la puerta, hacía un calor asfixiante en la habitación. ¿Qué sentido tiene que alguien que huye del ardor del mediodía se encierre para impedir el paso a la brisa de la tarde?
—Tal vez quería estar en silencio —sugirió el visir.
—Pero el templo de Anubis no es precisamente un mercado estrepitoso.
—Quizá quería que no lo molestasen, o tal vez tenía miedo: no en vano estaba la puerta cerrada a piedra y lodo.
—Cierto, lo estaba. —Amerotke volvió a acercarse al lecho, un sencillo armazón de caña dotado de un cabezal ornamental y sábanas de lino transparentes para protegerlo de pulgas y demás insectos.
—¿Cómo murió?
Amerotke se dio la vuelta para encontrarse con Wanef y los otros delegados de Mitanni, que aguardaban de pie en el umbral.
—¡Mis compañeros creen que ha sido asesinado! —La princesa entró con paso lánguido en la sala, con el anillo oficial aún en el dedo.
—Mis compañeros dicen que ha sido asesinado —repitió—, y se sienten poco seguros aquí.
—En ese caso, sois libres de marcharos —replicó Senenmut—; sin embargo, si lo hacéis, no sólo estaréis dando a entender que Snefru ha muerto asesinado, sino también que la divina Hatasu tiene algún tipo de responsabilidad en lo referente a su muerte, y eso podría entenderse como una blasfemia, amén de como una mentira.
Wanef levantó una mano en un gesto pacificador. La joya engastada en el anillo tenía la forma de una cabeza de perro.
—Mi señor Amerotke. —Apenas giró la cabeza, pues en ningún momento apartó la mirada de Senenmut—. ¿Crees que ha sido un crimen?
—Bien podría tratarse de un ataque —contestó el juez—. Mi señor Snefru ha podido sucumbir por la picadura de una serpiente.
Hizo caso omiso del gruñido de mofa que dejó escapar ella.
—¿Qué opinas en realidad? —insistió.
Amerotke estaba a punto de responder cuando entró a toda prisa el cirujano de la sala de embalsamamiento, seguido de su ayudante. Tras guiñar el ojo al magistrado, saludó al resto con una inclinación de cabeza y se dirigió al lecho. Abrió de manera sumaria las vestiduras de Snefru con el afilado cuchillo que le tendió su ayudante.
—¡Vaya, vaya, vaya! —Retiró los ropajes y observó el torso descubierto—. He aquí un buen espécimen de hombre: un guerrero. Sólo hay que fijarse en los brazos y las pantorrillas. Su gesto parece bastante tranquilo, aunque no exento de violencia.
Wanef estaba a punto de intervenir hecha una furia, pero el especialista la detuvo con un movimiento de la mano.
—¡Haya paz! ¡Haya paz! —murmuró—. Mi señora —añadió en tono de protesta cuando Wanef se acercó a la cama— te estaría muy agradecido si no me tapases la luz. Lo mismo reza para ti, mi señor. —Hizo un gesto a Mareb, que aún se hallaba recostado en el alféizar. Entonces dio la vuelta al cadáver—. Ligeramente húmedo —prosiguió, como si estuviese aleccionando a un grupo de estudiantes en la Casa de la Vida—. Los músculos están duros. No ha empezado a corromperse, pero tampoco tardará demasiado. El vientre está algo hinchado.
Tras examinar las nalgas del fallecido, volvió a ponerlo boca arriba y estudió sus ingles.
—¿Ha muerto de un ataque? —quiso saber Wanef.
—¡No más que de volar por los cielos! —espetó el médico.
—¿Estás seguro? —insistió Amerotke.
—Mi señor juez —le contestó con mirada severa—, tú conoces el mundo de las leyes y yo, el de la medicina. No hay señal alguna de violencia: ¿lo habéis encontrado tumbado en el lecho?
El magistrado asintió con un gesto.
—Su caso es similar al que tenemos abajo. —El médico volvió a cubrirlo con las sábanas de lino.
—¿Envenenamiento? —preguntó Amerotke al tiempo que lanzaba a Senenmut una mirada desesperada.
—Eso me temo, mi señor.
El cirujano se inclinó sobre el cadáver, le abrió la boca y paseó los dedos por los dientes del finado. Después oliscó sus labios separados.
—Había comido y bebido —aseveró mientras se limpiaba los dedos en el paño húmedo que le tendía su ayudante—, pero no he percibido ningún olor fuera de lo común. Cualquier tósigo ingerido por la boca acostumbra manchar las encías y las partes blandas de la garganta, y tampoco he hallado ninguna de estas marcas. Sin embargo, no se me ocurre otra cosa que haya podido acabar con su vida. He hablado de envenenamiento, pero tendría que estudiar el cadáver a fondo.
—No permitiremos que un egipcio trocee a Snefru como si fuera un pedazo de asadura —protestó Mensu.
—Es necesario —lo contradijo Wanef—: su cuerpo se descompondrá si no lo arreglan.
La confusión se apoderó de la sala por unos instantes, cuando el médico llamó a los demás ayudantes, que esperaban en la galería. Una vez que se llevaron el cuerpo en un catafalco improvisado, Senenmut cerró la puerta y se volvió para mirar a los que quedaban en la habitación.
—Mi señor Amerotke, tú eres el juez supremo de la Sala de las Dos Verdades de Tebas. —Haciendo caso omiso del gruñido de mofa de Hunro, prosiguió—. ¿Qué está pasando, en tu opinión?
—Snefru no murió de un ataque, aunque en su cadáver no hay herida ninguna. Por lo tanto, debe de haber muerto a causa de algún veneno. —Amerotke señaló la escudilla y la jarra, a cuyo derredor las moscas habían comenzado a revolotear—. Puede que los alimentos que ingirió estuviesen envenenados, pero lo dudo.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Mensu con un mohín despectivo.
—Porque estamos en la ciudad egipcia de Tebas. Snefru era extranjero y pertenecía a un país que no hace mucho estaba en guerra con nosotros: apuesto a que ha tenido mucho cuidado en todo cuanto comía o bebía.
La princesa mitanni, sentada en un escabel cerca del umbral de la puerta, parecía desconcertada.
—Es cierto —insistió el magistrado—. Vosotros no confiáis en nosotros mucho más que nosotros en vosotros. Si asistís a un banquete oficial, observaréis con detenimiento lo que comen o beben los demás. Tenéis vuestros propios catadores, ¿no es así?
Wanef asintió con un movimiento de cabeza.
—Y, si alguno de vosotros va en busca de un refrigerio, tal como hizo mi señor Snefru, bajaría a las cocinas del templo para supervisar en persona lo que va a ingerir; ¿me equivoco?
Wanef volvió a asentir.
—Por lo tanto…
Amerotke se levantó, caminó hacia la ventana y observó los jardines bañados por un sol espléndido. Las mariposas y las abejas se hallaban en plena agitación. El aire estaba plagado de las fragancias que desprendían las plantas exóticas que el templo se había encargado de importar desde el Líbano y Canaán. Oyó el ruido de un carro proveniente de un patio remoto. La brisa le acercó el canto que estaban entonando en una de las pequeñas capillas, interrumpido por el horrible aullido de la jauría de perros. Se acordó del hombre al que había sentenciado a muerte esa misma mañana. Debía salir al encuentro del Can Maestro o, al menos, mirar de frente a esa jauría sagrada.
Senenmut tosió para mostrar que se estaba impacientando.
—… creo que se trata de un asesinato —prosiguió Amerotke—. Antes de entrar aquí, Snefru pasó por las cocinas del templo para hacerse con un cuenco de comida y una jarra de vino. Comió y bebió. Es de suponer que, si pensaba descansar aprovechando el frescor del día, dejaría los postigos abiertos; pero no lo hizo. De todos modos, este hecho no parece demasiado extraordinario.
El magistrado se acercó a donde se hallaba la copa de vino y señaló con un gesto las moscas que volaban alrededor.
—Quizás esto era lo que le irritaba. En cualquier caso, Snefru acaba su frugal refrigerio y se tumba en el lecho. Weni y Mareb vienen para rogarle que se una a nuestra reunión y él no responde. —Amerotke atravesó la habitación para mirar la puerta con detenimiento—. Estaba cerrada desde dentro. —Apuntó a la llave girada dentro de la cerradura—. Nadie pudo entrar, ni él abrió para que nadie pasase. Sin embargo, lo asesinaron.